- Ochocientos años de correspondencia fiel a Cristo
- Vida del monje, canto de alabanza a su Creador
- En el silencio del claustro debe latir un corazón enamorado de Dios
- Servicio trascendente a la humanidad
- Carácter de las «adaptaciones»
- El Canto Gregoriano, sereno, profundo, intemporal
- San Bernardo levanta una bandera de amor y de exigencia
Homilía recogida en cinta magnetofónica en la concelebración litúrgica del 28 de mayo de 1977, con motivo del VIII Centenario del Monasterio Cisterciense de San Clemente, en Toledo. Texto publicado en la revista Cistercium, 30, 1978, 231-241.
Comunidad de religiosas cistercienses del monasterio de San Clemente y hermanos todos muy amados en nuestro Señor Jesucristo.
Para todos mi saludo y bendición. Con todos comparto la satisfacción espiritual tan noble, tan justificada, tan digna de encontrarse aquí celebrando, ¿qué es lo que celebramos?, el VIII Centenario de la fundación de este monasterio de San Clemente.
Aquí sí que podíamos decir que hablan las piedras, los sepulcros, las restauraciones, las ruinas. Habla todo, y habla, no sólo con esa voz venerable del tiempo que ha transcurrido a lo largo de tantos siglos, sino con la voz del espíritu de la religión que es más llena, más evocadora, más sugerente. Simplemente, por ser voz de la historia, ya sería respetable.
¡Desgraciados los que no saben valorar el paso de la historia en un pueblo, en una ciudad, en una patria o en sus propias vidas!
Pero cuando esa historia es la vida de una orden religiosa fundada –poco tiempo después de la reconquista de la ciudad– y que a lo largo de tanto tiempo ha ido presentando esa espléndida manifestación de cultura, de civilización religiosa, de fuerza espiritual, educadora de la sociedad, reformadora de las costumbres, tributadora de alabanza a Dios; cuando esa historia es la que ha transcurrido: entonces, el no estimarla como se merece, el hacer caso omiso de ella, es casi –me atreveré a decirlo– una blasfemia.
He ahí por qué Toledo tiene esa fuerza impresionante. Yo quisiera que los habitantes de Toledo supieran estimarlo mejor, por eso mismo de que «hablan las piedras, las calles, los sepulcros, las torres afiladas, los cuadros, las bibliotecas, todo». Y hablan de Dios, hablan del servicio a Dios, hablan de las relaciones de los hombres con Dios; hablan de lo mejor que se puede hablar en este mundo; y para el que sabe pensar y discurrir es una lección permanente, frente a la frivolidad de los tiempos que nos toca vivir.
Ochocientos años de correspondencia fiel a Cristo #
Vosotras, religiosas cistercienses, que estáis desde hace tiempo preparando con esmero y delicadeza la celebración del VIII centenario, ¿os dais cuenta bien de lo que significa ser herederas y conservadoras de una tradición multisecular, con tanta y tan preciosa vida cargada de realidades?
Ahora estamos viviendo una época en que todo se problematiza. Aun los que no quisiéramos examinar cuestiones que tienen sustantividad propia por encima de todo problema, aun a los que no quisiéramos examinarlo así, todo parece que concurre para inducirnos a participar en conversaciones, en asambleas, en coloquios, en escritos sobre reformas, sobre adaptaciones, sobre cómo arreglar esto, cómo lograr lo otro; por qué hay vocaciones aquí, por qué no las hay allá, etc. Todo es interrogante: nuevas preguntas, nuevas respuestas hoy, para nuevas preguntas mañana. Y no sabemos salir de estos círculos que nos encadenan con sus reflexiones, con sus inquietudes, con sus dudas.
¡Cuándo llegará el día para la Iglesia de Cristo de las afirmaciones serenas, tranquilas, firmes, intocables! Porque vosotras, religiosas cistercienses, sabéis muy bien una cosa: que este monasterio no hubiese llegado hasta hoy, si a lo largo de estos ocho siglos os hubierais pasado gran parte de ese tiempo en encuestas, en reflexiones, en interrogantes, en dudas. Ha habido afirmaciones, las ha habido desde el principio: eran las afirmaciones de la fe, de una fe vivida y aceptada por un pueblo creyente, del que surgieron vocaciones y al que las vocaciones surgidas de él aumentaban con sus frutos de vida.
Y porque ese pueblo creía, y aquella Iglesia, con sus obispos, abades, órdenes religiosas y sacerdotes –aun con todos sus fallos de otra índole que existen y han existido siempre–, porque creían, hicieron todas esas cosas maravillosas.
Esto es lo que yo encuentro cuando llegan acontecimientos tan aleccionadores como las conmemoraciones que estamos celebrando. Demos gracias a Dios y gracias también a los hombres que han luchado tan dignamente para que, unos desde un campo, otros desde otro, pudiéramos en esta tarde de mayo estar aquí, en esta joya, dentro de esta joya, de este templo, que, si fuera posible, merecería ser recogido en unas andas y pasearlo por toda la cristiandad. Así, con toda su unción religiosa, con este decoro interior que tiene, y esos claustros, para poder decir al mundo: aquí hay ochocientos años de historia, de devoción, de amor, de alabanza a Dios, de correspondencia fiel a Cristo y de servicio a la humanidad.
Porque, en definitiva, esto es lo que se encuentra en la vida de un monasterio como éste.
Vida del monje, canto de alabanza a su Creador #
En primer lugar, vuestra vida es eso, alabanza a Dios, rendir gloria a Dios. Yo me detendría aquí, si fuera oportuno hoy, precisamente para llamar la atención sobre algo que se está olvidando. El pragmatismo de nuestros tiempos y el modo de entender la eficacia como único criterio válido para el desarrollo de las relaciones humanas, está privando a la religión de Cristo y, en general, al hombre religioso, de algo que es fundamental para el creyente, que es el concepto de la alabanza a Dios, la glorificación de Dios.
Aquí, repito, podríamos detenernos y hablar sin límites, pero no es posible. Solamente llamo la atención sobre esto: monjas de los monasterios, religiosos de vida contemplativa, esto es lo primero que hacéis, lo más grande que podéis practicar: glorificar a Dios. Porque el hombre ha nacido para eso –como se nos decía en los Ejercicios de San Ignacio de Loyola–, para alabar y dar gloria a Dios nuestro Señor, nuestro Creador, nuestro Padre providente y amoroso, nuestro Juez. Aquel de quien depende todo; y es la naturaleza entera la que estará siempre dando gloria a Dios, simplemente con el desarrollo de sus ciclos naturales. Y es únicamente el hombre el que se olvida de esto.
¡Oh, qué progreso! ¡Qué progreso para él! Haberse olvidado de este deber primordial y complacerse neciamente en la adoración de sí mismo. ¡Así nos va! Únicamente el hombre es el que se olvida de esto, y todavía se atreve a decir ¿qué daño me va en eso? Sí, mucho daño se le sigue al hombre que se olvida de su fin trascendente, que va en contra de su naturaleza, de su destino, de su origen.
Venimos de Dios y a Dios nos dirigimos. Nuestra vida tiene que ser un tributo constante de culto, de alabanza, de gloria suprema al Creador. Esto lo debiéramos hacer aun prescindiendo de nuestro ser de cristianos. Nos bastaría fijamos en los paganos, en textos de Sócrates, de Cicerón, de Platón –por citar unos pocos ejemplos–, para convencemos de lo que significa un auténtico concepto del hombre en su dimensión religiosa. Y en las religiones orientales de China, de la India, entre los animistas de África, dondequiera que existan hombres no depravados, aparece como algo exigido por la condición humana el concepto de oración, de glorificación, de alabanza a un Ser supremo.
De manera que está justificado el que, aun siendo obligación de todos, haya en el mundo algunos que, además de la obligación propia, asuman la de los demás y dediquen su vida para que ésta sea un canto perenne, lo más perfecto posible, de alabanza a su Creador, a su Señor, a su Dios.
En el silencio del claustro debe latir un corazón enamorado de Dios #
Benditas seáis, religiosas, y ojalá sepáis cumplir bien con esta misión que un día habéis abrazado, que en el silencio incomprendido de vuestros claustros mantengáis siempre latiendo un corazón enamorado de Dios, que va cantando, sin que nadie lo perciba, endechas de amor entrañable a vuestro Padre del Cielo.
Y demos un paso más. Porque no somos únicamente adoradores de Dios con una motivación religiosa genérica y fundamental, propia de los hombres de cualquier tiempo. Vivimos ya dentro de la fe cristiana, y vosotras sois fieles, porque correspondéis a un amor revelado en Jesucristo. Y cuando se conoce a Jesucristo y se le ama, la carrera ya no tiene límites: surgen las consagraciones, las entregas totales de una vida.
Porque ya no es sólo dar gloria a Dios, pensar en Él, sino que es consagrarse totalmente a Él, es ofrecerle generosamente todo el amor del corazón, todas las determinaciones de la voluntad, sacrificarlo –en una palabra– todo de la misma manera que un jardín sacrificaría sus flores, si pudiera, una mañana en que bajara un ángel del cielo a decirle: presenta y ofrece la hermosura de tus flores, que va a pasar por aquí el Señor.
¿Es que partiendo de una fe en Jesucristo se puede poner en duda el que haya almas en el mundo, en que para amarle de todo corazón se entreguen a Él sin reserva y para siempre? Todos los demás criterios que con frecuencia se suelen utilizar, de que se puede ser cristiano en el mundo, de que no hay que dejar la familia, de que…; pues claro que los admitimos, pero vuelvo a preguntar: conociendo y teniendo una fe profunda en Jesucristo, ¿se podrá poner en duda la justificación de que haya personas que digan: un paso más y te lo entrego todo para siempre? Porque, ¿quién hay y qué hay en la vida del hombre que pueda merecer una donación total como Jesucristo? El seguimiento del Cordero inmaculado, los votos religiosos, el ofrecimiento completo a este Señor de los señores, en una vida de amor, de sacrificio, de esperanza y de gozo a imitación suya, es una constante llamada del Evangelio a todos.
Pero las metas a que nos invita ese Evangelio son tan altas, tan altas que terminan en el cielo. Por tanto, dejemos que en esta carrera de imitaciones cada cual siga su camino, tratando de unirse a su Señor hasta el grado máximo que pueda ser posible en este mundo.
Esto es lo que a lo largo de ochocientos años de historia se ha hecho aquí en San Clemente. Vuestros Padres me han ilustrado a mí para escribiros la carta pastoral sobre La actualidad de la vida contemplativa. Allí hablo de algunas religiosas ilustres de este monasterio. Sin embargo, ¡cuántas habrá habido que se pierden en el anonimato de los siglos, sin que sepamos nada de ellas, de las cuales podemos estar seguros que han dado al mundo espléndidos ejemplos de santidad!
Servicio trascendente a la humanidad #
El otro aspecto, el servicio a la humanidad: Alabanza y glorificación de Dios, seguimiento de Cristo en una donación total y servicio a la humanidad. Así. Aquí otra vez tendríamos que entrar casi en consideraciones de tipo polémico, pero las circunstancias de esta conmemoración gozosa no me invitan a mí hoy a utilizar este género de oratoria. Simplemente hago afirmaciones para aquellos que ya están convencidos, por supuesto que los que estáis aquí vivís la misma fe en nombre de la cual estoy hablando. Así pues, no discuto, ni polemizo con los que lo niegan. Afirmo con los que lo admiten: he aquí el servicio más trascendente y profundo a la humanidad, la vida de consagración total a Dios. Y esto, a pesar de que el mundo no lo perciba, ni se dé cuenta.
En la carta que el Papa os dirigió a los trapenses en el año 1968 –admirable documento–, os hablaba de que si vuestro género de vida de contemplativos se resquebrajase, todo el Cuerpo Místico de Cristo sufriría las consecuencias.
Y es que puede haber muy bien gentes que se benefician de algo sin saberlo, y el criterio para saber si hay beneficio no está en que ellos lo sepan, sino está en considerar cuál es la necesidad del hombre.
Estos monasterios y conventos, que recuerdan la trascendencia de Dios y el destino del hombre, que son una llamada perenne a los hombres y mujeres de todos los tiempos, que les hacen pensar en que su destino no está acá abajo, sino que hay algo infinitamente superior a los vaivenes de la vida moderna: estos monasterios están prestando un servicio fabuloso a toda la humanidad, mediante la entrega de amor, la oración ardiente, el sacrificio incesante de tantos religiosos y religiosas como cada día se inmolan por sus hermanos los hombres; suplen con generosidad lo que muchas veces nosotros teníamos que hacer: dar testimonio vivo de lo que significa Cristo, su doctrina de abnegación y renuncia.
Reinas que renunciaron sus coronas por amor a Cristo, esclavos con pies descalzos que también le siguieron en todo momento: están predicando al mundo –ora de los sabios, ora de los ignorantes– esa fuerza divina que comunica la gracia y que es, en definitiva, el primero de todos los valores de la tierra. Sacrificarlo todo por el Todo, es un servicio a la humanidad exquisito, delicadísimo, profundo, que hace poner en juego todos los resortes de la divina Providencia que hacen girar los acontecimientos de la historia en torno a los planes divinos en beneficio de los mismos hombres.
Carácter de las «adaptaciones» #
Así pues, hijas mías, adelante a empezar otro siglo que se abre camino ahora con cara a otros tiempos, manteniendo fielmente vuestras constituciones, observando de manera exquisita todo cuanto os pidan vuestras reglas y vuestra Orden.
Es éste otro de los fenómenos de nuestro tiempo al que aludía yo al principio: tanto hablar de reformaciones, acomodaciones, cambios… Sin querer penetrar en el fondo del problema, yo distinguiría dos modos de hablar sobre tales cuestiones: uno perfectamente lícito y justificado, que, además, es permanente, concorde con aquella expresión clásica de nuestra teología de Ecclesia semper reformanda, la Iglesia necesita de una constante renovación. En este sentido, las órdenes religiosas, por exigencias naturales en el desenvolvimiento de su vida, siempre se han reformado, se han adaptado a los tiempos, se han atenido a exigencias de este o aquel tipo, han introducido –como fruto de una seria reflexión, de una oración asidua, de una sabiduría impulsada de la gracia– modificaciones que, sin alterar en nada lo sustancial de las mismas, consiguieron, sin embargo, aquello que exigen la condición humana, la evolución del tiempo, los imperativos de las culturas.
Este sentido de reforma, de imitar a la Iglesia semper reformanda en todos los niveles, es absolutamente necesario y lícito, está en línea directa con las normas trazadas por el Vaticano II sobre la renovación.
Pero hay un segundo modo «de reforma» que circula en los ambientes de la mayoría de las comunidades, totalmente al margen del Concilio, y al que se debe combatir. Es ese espíritu de adaptación falsa, ese sistemático afán de cambio –un cambiar por cambiar–, esa adaptación al espíritu del mundo, esa acomodación al modo de obrar de los mundanos, so pretexto de no aparecer anacrónicos, de hacernos entender mejor. No es ése el espíritu de renovación, la insistente llamada del Concilio a que los religiosos reencuentren y encarnen en sí el espíritu de sus fundadores.
Una sinfonía de Beethoven o una catedral de Toledo no se adaptan. Y si hoy se pretende hacer una catedral o una pieza de música, el maestro puede decir: voy a hacer una catedral, voy a componer una pieza de música, pero esa catedral de Toledo, esa sinfonía de Beethoven existente, se las respeta, se las respeta y admira. Y cuando una obra arquitectónica necesita una restauración, los que la llevan a cabo se cuidan muy bien de hacerla con la máxima fidelidad hasta en el tamaño y color de las piedras, se guardan muy mucho de introducir novedades que desentonen de la obra, porque si no lo hacen así serían justamente reprochados por los hombres cultos y admiradores del arte.
Lo mismo pudiéramos decir de las grandes órdenes y congregaciones religiosas. ¿Que hay que fundar otras nuevas adaptadas a nuestros tiempos? Muy bien, que se funden. Seguramente hay motivos para ello. Pero las ya existentes, con una tradición gloriosa de siglos, ésas deben permanecer sustancialmente idénticas en su espiritualidad primitiva. La renovación pedida por el Concilio no es desmantelar, sino ahondar más y más en el espíritu de los fundadores.
El Canto Gregoriano, sereno, profundo, intemporal #
¡Ay de la Iglesia si piensa que el criterio que debe guiarla es la facilidad, el ir dejando carga! ¡Esa ansia de hacer todo más leve, más ligero, más adaptado al mundo para que los hombres nos entiendan!
Un ejemplo patente tenemos en el canto gregoriano. Sí, no dudo en afirmarlo. El Papa, en la carta anteriormente citada, os exhortaba a conservarlo en toda su pureza impresionante. Con todo, se ha ido liquidando poco a poco en todas partes, salvo raras excepciones. ¡Un horror! ¡Una pena lamentable! Es que el pueblo no lo entiende –se aduce como pretexto–. Sí que lo entiende, y es compatible poder alternar el canto gregoriano con la lengua vernácula. Y todavía lo entendería mejor si se facilitasen instrumentos pastorales, hojas múltiples donde pudiera seguir lo que se está cantando.
Se podrían hacer brevísimos ensayos al principio de la celebración litúrgica, y entonces se produciría el mismo fenómeno de concurrencia como el que presencié yo el pasado verano en Santo Domingo de Silos –donde conservan las melodías gregorianas–, adonde cada vez acude más gente seglar en busca de ese canto gregoriano, sereno, profundo, intemporal, lleno de unción religiosa, acomodado a las exigencias de todos los hombres de todas las épocas. Pues se ha perdido en casi todas partes, hasta en los monasterios de monjes que debieran ser archivos, impenetrables a la acción demoledora de la época, de estas riquezas transmitidas por la Iglesia con una vigencia de muchos siglos.
¡Ay de la Iglesia –permitidme lo repita una vez más– que únicamente cuente para desarrollarse en el tiempo con ese criterio de decir: vamos a renovarlo todo, a hacerlo todo más fácil! Porque de ahí se va pasando, ¿a qué?, a esas liturgias irrisorias que tanto se prodigan hoy en muchos lugares. Rompen el alma de dolor al ver cómo puede haber sacerdotes que traten de esa manera ignominiosa algo que no es suyo, algo que es de la Iglesia, depositaria fidelísima de los tesoros de Cristo. Me refiero a la ordenación del culto, del sacrificio de la Misa, al tratamiento de la palabra de Dios, la oración pública de la misma Iglesia, haciéndolo todo a su talante, convirtiendo los actos litúrgicos en comparsas de camaradas, tirados por los templos, con sus guitarras y cantinelas, gesticulando de manera irreverente, como si no se tratara de la casa de Dios. Todas estas cosas las veríamos bien en un teatro o en una reunión de diversión, nunca en el lugar santo, que exige máxima reverencia, actitudes nobles, armonías propias y cuanto viene requerido y avalorado por el peso de los siglos.
San Bernardo levanta una bandera de amor y de exigencia #
En el verano de 1975 visitaba yo el monasterio de dominicas de Olmedo, una comunidad floreciente de vida muy austera, con seis horas de oración, trabajando con un reglamento y unas normas de vida llenas de exigencias, al parecer poco acordes con el ambiente hedonista de nuestra época. Se diría que una comunidad así se dirigía vertiginosamente hacia su aniquilamiento, a desaparecer las llamadas de nuevas vocaciones; todo lo contrario. De allí han salido ya religiosas para reforzar o fundar nuevas casas en América, África y Asia; quedan todavía más de sesenta religiosas, y las llamadas a sus puertas siguen ininterrumpidas, porque allí se vive una observancia estrecha, rigurosa, firme en sus convicciones y en su entrega.
Padres trapenses que asistís a esta ceremonia: ¡cuánto gozo sentiría yo en que se lograra este ideal de que venimos hablando!, es decir, que se fundara esa abadía de Montesión, que está ahí, a las puertas de Toledo, que se llenara otra vez con monjes blancos, discípulos de San Bernardo. Que vengan, que vengan pronto de otras abadías de España y se forme ahí una comunidad numerosa, de tal manera que se convierta en casa de oración, de canto litúrgico en gregoriano, de exquisitez en el culto, de facilitación para ejercicios espirituales, de retiros en silencio para la gente del mundo, tan atosigada por el ruido excesivo.
Una casa que sea un centro de irradiación espiritual potente a las puertas de Toledo, muy cerca de Madrid, en el corazón de España; pero no para que sea una casa más, sino para que se presente desde el primer momento como un baluarte de la más pura exuberancia religiosa que invite desde el momento que se entre allí a caminar en silencio, a orar, a buscar el trato con Dios.
Me daría en mi pontificado en Toledo la mayor de las satisfacciones si esa abadía lograra ponerse en marcha y encontrar la vitalidad que tuvo en otros tiempos.
Lo que sí os pediría, desde el primer momento, es que sea de la máxima exigencia, y si no, no vengáis, mantenedla así, simplemente, sosteniendo el recuerdo de su historia y su vida actual con la presencia sacrificada del puñado de monjes a quienes respeto y admiro. Pero si venís –que lo deseo ardientemente–, venid a plantar ahí una bandera desde el primer día, que ponga de relieve ante los ojos de todos los que os contemplen, que creéis de verdad en la oración, en el sacrificio, en la austeridad, en el silencio, en el culto a Dios, de la forma más perfecta. Que sea una llamada apremiante a los hombres de este mundo –porque es este mundo en el que vivís–, a participar de esos anhelos y de esas vivencias espirituales, sin ningún género de claudicaciones, sin ninguna acomodación ficticia, sin ninguna falsa interpretación de vuestras reglas.
Lo que ha dado gloria a la Iglesia, a través de San Bernardo, fue el hecho de haber levantado él una bandera de amor y de exigencia en aquella época en que todo se iba también debilitando. Él fue el caballero de Cristo, como le ha apellidado la historia. Pero por donde pasaba fue encendiendo el corazón de sus monjes y el de los pueblos a los que llegó, y el de los papas a quienes escribió, en la fidelidad al Evangelio, proclamándola en toda su integridad y pureza.
Que este centenario nos traiga ese regalo y que para unos y para otros pueda servir la conmemoración que hacemos de lección para el futuro y de aliento de fidelidad inquebrantable en los compromisos contraídos con Cristo.