Conferencia pronunciada el Viernes de Ceniza, 1 de marzo de 1968.
Os hablaba en la pasada noche del miércoles de Ceniza sobre nuestra fe cristiana como fundamento del gozo y la alegría, pero no podemos detenernos en una contemplación puramente gozosa de esta fuerza que viene a darnos la paz y la alegría interior. Si tal hiciéramos, correríamos el riesgo de reducir nuestra fe a un puro sentimiento. Es necesario avanzar más en nuestras reflexiones y buscar los fundamentos serios de esa paz y de ese gozo que nos proporciona la fe.
¿De qué viene a salvarnos Jesús, el Hijo de Dios? #
Por eso vamos a hablar hoy de la fe en Jesucristo Salvador. Necesitamos fortalecer nuestros sentimientos cristianos, darles una consistencia y un apoyo definitivos, conseguir de una vez para siempre, si es posible, que esta fe, en la cual descansa toda nuestra vida cristiana, se vea libre de las flaquezas a que podría conducirnos un desconocimiento por nuestra parte de los fundamentos reales en que descansa. Si acaso ha de verse turbada alguna vez como consecuencia de nuestra debilidad, de nuestras pasiones, de las pruebas y tentaciones diversas a que está sometida mientras vivimos en este mundo, por lo menos que no lo esté como consecuencia de una omisión, que sería culpable: la de no examinar bien los fundamentos de nuestra fe cristiana.
Hermanos míos: nosotros llamamos a Jesucristo, el Salvador. En realidad no podemos llamarle de otra manera, porque eso es lo que significa esta palabra, Jesús, Salvador. Abrimos el Evangelio: Evangelio según San Mateo, y en el capítulo 1 leemos estas palabras: El Ángel le dice a José: José, hijo de David, no tengas recelo en recibir a María, porque lo que se ha engendrado en su vientre es obra del Espíritu Santo; así que dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, pues Él es el que ha de salvar a su pueblo, o librarle de sus pecados; por eso le has de llamar Jesús (Mt 1, 20-21).
Seguimos leyendo el Evangelio, y ahora nos encontramos con que es el mismo Cristo el que habla de sí mismo. Observemos cómo Él también dice que ha venido al mundo para salvarnos. Evangelio de San Juan, capítulo 3:Al modo que Moisés en el desierto levantó en alto la serpiente de bronce, así también es menester que el Hijo del Hombre sea levantado en alto, para que todo aquel que crea en Él no perezca, sino que logre la vida eterna; pues amó tanto Dios al mundo que no paró hasta dar a su Hijo unigénito, a fin de que todos los que crean en Él no perezcan, sino que vivan vida eterna; pues no envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que por su medio el mundo se salve (Jn 3, 14-17).Cristo es el salvador del mundo.
Oigamos ahora otro texto sagrado. Nos lo ofrece Pablo, el gran apóstol de la salvación cristiana. Dice en su Carta a los Romanos, capítulo 5:Justificados, pues, por la fe, mantengamos la paz con Dios mediante nuestro Señor Jesucristo; por el cual, asimismo, en virtud de la fe, tenemos cabida en esta gracia en la cual permaneceremos firmes, y nos gloriamos esperando la gloria de los hijos de Dios. Y no nos gloriamos solamente en esto, sino también en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación ejercita la paciencia, la paciencia sirve a la prueba de nuestra fe, la prueba conduce a la esperanza, esperanza que no frustra; porque la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado. Porque, ¿de dónde nace que Cristo, estando nosotros todavía enfermos del pecado, al tiempo señalado, murió por los hijos de Dios? A la verdad, apenas hay quien quisiere morir por un bienhechor, pero lo que hace brillar más la caridad de Dios hacia nosotros es que entonces mismo, cuando éramos aún pecadores, fue cuando, al tiempo señalado, murió Cristo por nosotros. Luego es claro que ahora mucho más, estando justificados por su sangre, nos salvaremos por Él de la ira de Dios, y si, cuando éramos enemigos de Dios, fuimos reconciliados con Él por la muerte de su Hijo, mucho más estando ya reconciliados nos salvará por Él mismo, resucitado y vivo, y no tan sólo eso, sino que también nos gloriamos en Dios nuestro Señor Jesucristo, por cuyo medio hemos obtenido ahora la reconciliación(Rm 5, 1-11).
Podríamos alinear muchos otros textos sagrados junto a estos que he leído. No es necesario. Nosotros tenemos conciencia clara, como cristianos hijos de la santa Iglesia Católica, de que Cristo ha venido al mundo para esto; y es muy importante que nuestra reflexión se centre en esa idea fundamental, porque hoy corremos un peligro, y es el de la abstracción ideológica también en el orden del pensamiento cristiano, y de la dispersión moral en cuanto a las actitudes que hemos de tener todos para construir con nuestro esfuerzo laborioso y paciente un mundo mejor que el que tenemos. Y corremos ese peligro, porque quizá nos olvidamos de las ideas fundamentales de la vida cristiana, a las cuales Cristo se ha referido, los Apóstoles también, y la Iglesia continuamente.
Tenemos fe en Jesucristo Salvador, y necesitamos decir una y mil veces que Cristo ha venido a esto, a salvarnos del pecado. ¿Acaso ahora, la Iglesia de hoy predica otra doctrina distinta? Ciertamente no, y me vais a permitir, aunque abuse un poco de vuestra atención, que lea otro texto que merece toda nuestra reverencia. Este pertenece al Concilio Vaticano II, y está tomado de un documento conciliar hacia el cual se ha vuelto más que a ningún otro la atención esperanzada de los hombres de hoy.
Es la constitución Gaudium et Spes, la que habla de la presencia de la Iglesia en el mundo. Esa constitución conciliar ha expuesto cuestiones y se ha referido, en el tratamiento de las mismas, a los principios que hay que tener en cuenta para resolver, en cuanto humanamente podamos, los problemas que afectan a la cultura, al mundo del trabajo, a las relaciones económica, al orden político y social. Cuestiones de las que ha hablado el Concilio y de las que nos es muy grato hablar nosotros hoy, no por una vana complacencia en las mismas, sino porque encontramos en esas enseñanzas raíces fecundas para poder hacer que surja el árbol de la cristiandad con más flores y con más frutos que hasta aquí. Ahora bien, corremos el peligro, tantas veces denunciado por el papa Pablo VI, el más autorizado intérprete del Concilio, de fragmentar los textos conciliares, de utilizarlos arbitrariamente, de fijarnos con exclusividad en algunos aspectos que pueden resultarnos particularmente atractivos, olvidando otros que son indispensables y fundamentales para entender toda la panorámica teológica que el Concilio nos abre.
El misterio del pecado #
En esta misma constitución sobre la Iglesia y su presencia en el mundo, en este documento en que se nos habla de estas cuestiones, a las que debemos prestar nuestra atención, en el capítulo que introduce toda esa temática, que tan laboriosamente fue elaborada por el Concilio Vaticano, hay unos párrafos que no podemos olvidar. Escuchémoslos con atención.
Número 13 de esta constitución conciliar: “Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como Dios; oscurecieron su estúpido corazón, prefirieron servir a la criatura, no al Creador. Lo que la revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último y también toda su ordenación, tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás, con el resto de la creación. Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía: el hombre se nota incapaz de dominar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al príncipe de este mundo, que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud. A la luz de esta revelación, la sublime vocación y la miseria profunda que el hombre experimenta hallan simultáneamente su última explicación” (GS 13).
Palabras estas últimas muy profundas, sobre las cuales volveré después, si tengo tiempo, en la explicación que he de hacer: “a la luz de esta revelación, la sublime vocación y la miseria profunda que el hombre experimenta, hallan simultáneamente su última explicación”. Hemos de prestar atención a este adverbio: ‘‘simultáneamente”.
Pero, por lo pronto, yo os invito a que reflexionéis sobre una cosa: este lenguaje del Concilio no se diferencia mucho del de San Ignacio de Loyola, el que tantas veces ha llegado a nosotros en los días que hemos practicado Ejercicios Espirituales, cuando se nos ha hablado de que el hombre tiene un último fin, que es Dios, y de que ha nacido para darle gloria y servirle, y de que el obstáculo para ello es el pecado. Así hemos meditado muchas veces, y esto nos lo dice hoy el Concilio Vaticano II. ¿Por qué se silencian estos pasajes conciliares? ¿Por qué no se habla por parte de todos, sacerdotes, religiosos y laicos, que enseñan de palabra o por escrito, por qué no se habla de estas enseñanzas fundamentales, sin las cuales todo lo que el Concilio enseña después sobre el hombre en el mundo carece de una base de sustentación sólida y definida?
Sí hermanos en Cristo, sí; es necesario darnos cuenta bien de cuál es la misión que ha traído Jesucristo al mundo, cuál es la miseria de la que viene a salvarnos. Leyendo estos pasajes, tanto los de la Sagrada Escritura como los del Concilio, nos damos cuenta de dónde está la radicalidad del mal del pecado. Constituye, en primer lugar, una separación del hombre con respecto a Dios; engendra, además, dentro de cada hombre una dramática división; da origen, después, a una separación profunda del hombre para con los demás. En esos tres aspectos del pecado es donde podemos encontrar toda su malicia. Lo que ocurre es que cuando hablamos del pecado, solemos fijarnos en la escasa significación que tiene en el mundo un hombre que peca, y en el momento en que comete ese pecado el hombre no es propicio a escuchar preguntas de esta índole. Se ha dejado llevar de una pasión que le ciega, y apenas puede comprender las consecuencias perturbadoras que se van a derivar de esa acción en la cual él ha incurrido. Pero cuando ese pecado se repite, y aunque no se repita, cuando el hombre se obstina en mantenerse en él con plena conciencia de que obra mal, advierte que ha introducido en su alma el dominio de una fuerza muy distinta de aquella a la cual su naturaleza está llamada a someterse: la fuerza de Dios. Y se hace esclavo, él con ese pecado y con otros que siga cometiendo, de fuerzas muy distintas, las cuales no pueden traerle la paz y la felicidad.
Surge entonces dentro de su alma ese sentimiento trágico, como de cierta impotencia en el cual se debate, como nos dice el Concilio, al ver, por un lado, nobles aspiraciones de su alma hacia un mundo más puro, y, por otro, condescendencias fáciles a las cuales se entrega y con las que no va obteniendo más que aumentar las cadenas de futuras esclavitudes. Pero, no solamente experimenta dentro de sí ese descontento y ese vacío propio de todo pecador, al que en páginas inolvidables del libro de las Confesiones se refirió, por ejemplo, San Agustín. No solamente advierte ese hombre que ha introducido el desorden en su vida, que ha roto con Dios, que se separa de la estrella que tenía que guiarle, de su último fin; no solamente eso, sino también, si ese hombre es sincero, aunque sea pecador, se da cuenta de que introduce asimismo el germen de una separación con respecto a los demás.
Cuanto más peca un hombre, más daño hace a los demás, porque no solamente les priva del bien que tenía obligación de difundir, sino que también, muchas veces, hace llegar hasta ellos la onda del mal, y así se produce una cadena de influencias continuas, de unos para otros, en virtud de la cual llega un momento en que sentimos todos el drama de un mundo que camina como aplastado con un peso que no puede soportar, el peso del pecado que empieza siendo individual, que tiene consecuencias sociales y que llega a hacerse colectivo, sin que disminuya la responsabilidad de aquel que por su acción personal contribuye a la difusión de ese mal que termina por ensombrecer al mundo. Entonces todo el paisaje moral se torna sombrío, y el mundo aparece sumergido en una casi perpetua injusticia.
Ciertamente, a la luz de esta doctrina conciliar, y por lo que nos dicen estos textos sagrados y por lo que conocemos de la historia y la vida del Salvador, uno de cuyos capítulos, al que no podemos renunciar, es su muerte en la cruz para salvarnos a todos del pecado; a la luz de estos textos comprendemos que necesitamos una fuerza distinta de la del mundo para poder librarnos de este peso que nos aplasta en nuestro interior, que nos hace tanto daño y casi, sin quererlo nosotros, pero sin poder evitarlo, nos obliga también a hacer daño a los demás. Entonces comprendemos la necesidad de una fuerza distinta de las que hay aquí abajo, una fuerza que tiene que venir del cielo, la fuerza de Cristo Salvador. Entonces comprendemos cómo, en cierto modo, se explica, si es que puede tener explicación, el amor infinito de Dios a los hombres, manifestado en el hecho de que Jesús haya venido al mundo.
No es infrecuente cuando uno habla con un incrédulo o con alguien que tiene su fe debilitada y empobrecida, al menos circunstancialmente, no es infrecuente, digo, oírle exclamar con un gesto de sorpresa que casi es una duda, o por lo menos un interrogante que lanza para ver cómo la religión puede contestarle; no es infrecuente, digo, oírle decir: “¿Cómo es posible que Dios haya venido a la tierra? Esta es una fábula de una mitología religiosa grata a nuestros oídos, es una de tantas evasiones con las cuales el hombre se consuela en la áspera lucha que tiene que realizar mientras camina aquí abajo. Pero tú, creyente, cristiano, ¿no te das cuenta de lo que significa esta afirmación, de que Dios se haga hombre y que nazca de María la Virgen, que venga al mundo, que camine entre nosotros, realice y viva una vida pobre, muerta en una cruz y después resucite? ¿No es extraño? Para la majestad de Dios, ¿qué soy, yo, yo, hombre insignificante? Hay una desproporción gigantesca entre ese Dios que me dices que ha venido al mundo para redimirnos, y esta realidad humana tan pobre que constituye tu personalidad y la mía; no comprendo cómo tu religión cristiana puede hacer esas afirmaciones”.
Pero cuando uno medita en el pecado y se da cuenta de cómo el pecado se extiende, de cómo la violencia engendra violencia, de cómo el egoísmo es causa después de tantos odios y venganzas, de cómo la soberbia, la lujuria, la falta de misericordia, de caridad y de justicia se extienden, con un movimiento incontenible, sobre el mundo entero y nos hacen caminar a todos gimiendo y llorando, impotentes, a pesar de los éxitos externos de nuestra civilización, entonces cambian ya las perspectivas, y uno discurre, al contestar a ese incrédulo, de esta manera: yo pongo el punto de partida sobre una base distinta; y en ésta: Dios ha creado el mundo, Dios le ha creado por amor, Dios ha puesto en el mundo al hombre, y le ama; Dios quiere que el hombre alcance su fin. El hombre ha puesto un obstáculo, y ese obstáculo se ha extendido y hace que la humanidad entera camine como vencida, humillada, muchas veces torturada, casi sometida a la desesperación al ver cómo, a pesar de tantos esfuerzos, no logra en el orden moral ni en el orden de la elevación del espíritu, esa paz y esa seguridad que busca.
Los países más progresivos de hoy en el mundo, de Europa, de América, de donde quiera que estén, nos ofrecen un desarrollo técnico inimaginable hace nada más que veinticinco años. A través de esto podemos calcular lo que será este mundo dentro de cincuenta años, por ejemplo. Ahora bien, frente a ese progreso técnico, estos países no nos dan la clave para la solución moral de los problemas que atormentan al hombre, ni como persona, ni como miembro de la familia, ni como formando parte de la sociedad colectiva nacional o internacional. Estos países nos ofrecen, por ejemplo, hace unos días, por medio del que les representa como Secretario General de las Naciones Unidas, este testimonio que es como una bofetada sobre el rostro del hombre de hoy, al hablar de la guerra del Vietnam “No podrá haber quien venza ni quien sea derrotado; lo único que se logrará, si la guerra continúa, es aumentar el sufrimiento y el dolor”.
O bien, respecto al país más poderoso de la tierra, noticia bien reciente: “Dos millones de estudiantes adictos a las drogas”. ¿Cabe una confesión mayor del fracaso en el orden moral, en ese mundo en donde el hombre quiere ser persona, dueño de sí mismo, libre de las esclavitudes del pecado personal o del pecado colectivo?
Entonces, frente a una extensión tan profunda del mal, ¿qué es, en definitiva, lo que produce estos efectos catastróficos? ¡Ah!, si establezco como punto de partida que yo creo en Dios, y que Dios me ha creado a mí y a los demás hombres por amor, ya de alguna manera comprendo, empiezo a comprender que, para librarme de este terrible obstáculo del mal, se necesite una fuerza infinitamente superior a la que encuentro en el mundo. Ya entonces no me parece, supuesta la base del amor, no me parece tan extraño el que Cristo venga al mundo, y nos ofrezca con su palabra, con su ejemplo, con su vida los recursos indispensables para vencer el pecado.
En la medida en que el hombre y la sociedad, dejándose guiar de esa luz de Cristo, recibida o deseada o presentida, según sea el estadio histórico en que el hombre se mueve, antes de Cristo o después de Él; en la medida en que se deje guiar de esa luz, el hombre contribuye al progreso, difunde la paz, limpia el corazón suyo y el de los demás, establece las bases de esa elevación necesaria hacia la cual aspira continuamente. Ha venido, pues, Jesucristo a esto, no a otra cosa.
Jesucristo no ha venido, ni tuvo como objeto directo de su acción resolver nuestros problemas humanos de orden temporal; ni en los aspectos familiares o económicos, que tanto nos preocupan legítimamente, quiso entrar. Un día, dice el Evangelio que se le acercó un hombre, y le dijo: Señor, di que mi hermano me dé la parte de bienes que me corresponde por herencia (Lc 12, 13). Y Cristo contestó, casi de una manera áspera y airada, Él, que era la dulzura personificada: ¿Quién me ha constituido a mí repartidor de vuestros bienes? (Lc 12, 14). Otro día le preguntan si es lícito dar tributo al César, y contestó con aquella frase que tantas veces nos hace pensar: Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt 22, 21). No entro en ese problema que vosotros me planteáis.
Jesucristo no vino directamente a resolvernos estas cuestiones sociales en las cuales nos debatimos constantemente, y con esto yo no hago ninguna injuria al evangelio de lo social; por el contrario, lo que hago es defenderlo, para que no esté en contradicción con la propia Sagrada Escritura. Si Dios creó al hombre y le dio a él el poder de dominar la tierra, como se nos dice en el Génesis, a él, al hombre, es el hombre el que tiene que seguir dominándola, desarrollándola, haciendo de su parte todo cuanto debe hacer para que el orden político, económico, familiar, en el plano humano, sea resuelto. Cristo da los principios, da la luz, crea una atmósfera, establece unas exigencias en el interior del corazón. Y, admitida esa luz y recibidas esas exigencias, se crea inmediatamente un nuevo ambiente espiritual, que permite después lograr la fecundidad de las soluciones cristianas. Pero es el hombre el que tiene que hacerlo; Cristo no podía, al venir al mundo, introducir una modificación en el plan de Creador. El Creador dio al hombre esta misión; por el pecado se introdujo el obstáculo; Cristo viene a liberarnos del pecado, que es el obstáculo para que los hombres, en tanto en cuanto nos libramos del pecado, produzcamos el mayor bien que debemos producir con respecto a nosotros y al resto de la humanidad. Es una idea clave que debemos tener en cuenta, porque, de lo contrario, hay motivos para temer.
Que nadie de entre vosotros, o de aquellos a quienes llega mi voz, pueda pensar que vuestro Obispo diga que os desentendáis de los problemas sociales en nombre del Evangelio. Todo lo contrario: es necesario aplicarnos a ellos. Pero os expongo un temor también, y es el de que, para actuar en cristiano en la resolución de los problemas, tenemos que tener una sinceridad radical con nosotros mismos y con todos. Si no nos esforzamos por eliminar el pecado, sea cual sea, somos egoístas, porque todo pecador se busca a sí mismo y se convierte en un agente perturbador de la sociedad. La vida cristiana tiene esta exigencia, y nos obliga a buscar las raíces auténticas.
Si nos olvidamos de que Cristo ha venido para redimirnos del pecado, ¿a qué le reducimos? ¿Dónde vamos a encontrar esa fuerza liberadora frente a una potencia tan aplastante como es esta miseria en que el hombre se debate y de la cual tenemos continuamente los testimonios que ofrece la vida de hoy y la de cualquier época de la historia?
Para encontrar la fuerza que nos dé esperanza, valentía en la lucha contra el mal, aceptación humilde del silencio, de la espera, muchas veces del misterio, para seguir haciendo el bien en medio del mal; para perdonar cuando nos odian; para dar paz cuando nos combaten, que lodo esto es progreso y beneficio del mundo, ¿dónde encontraremos la fuerza, si no miramos a Jesucristo nuestro Señor, a Cristo nuestro Salvador? El misterio del pecado solamente se vence pensando en el misterio de Cristo que viene al mundo para salvarnos.
De la humillación y el empobrecimiento, a la libertad verdadera #
A la luz de estas reflexiones se ve claro el inmenso servicio que presta la Iglesia al mundo de hoy al recordar constantemente esta doctrina salvadora. Pero es necesario recordarla, porque, si no, nuestro cristianismo se diluye y se queda sin las bases sólidas y fuertes que lo sustentan. Para luchar contra el mal que hay en el mundo, si yo me apoyo en Cristo Jesús, una de dos: o mi lucha dura poco tiempo, porque el cansancio me domina; o si me acompaña toda la vida, estoy expuesto a que mi lucha sea parcial, buscando únicamente lo que a mí me interesa. Tengo que remontarme a un horizonte más alto; tengo que encontrar una luz que lo ilumine todo, que me permita explicar cuáles son las razones de mi amor a los que están a un lado y a los que están a otro; a los de hoy y a los de ayer; y esa luz la encuentro en Jesucristo.
Es necesario, digo, insistir en esto y en una vida cristiana muy fuerte, porque hoy hay un ambiente difuso, difuso pero real, entre muchos que están obligados a impartir estas enseñanzas de la religión cristiana, a los cuales les es poco grato hablar del pecado. Hablan de la construcción del mundo, de la autonomía de las realidades terrestres, del progreso del hombre, del compromiso necesario, de la encarnación a que debemos llegar, asumiendo cada uno de nuestra parte todas estas realidades creadas en que vivimos para hacerlas más religiosas y cristianas, simplemente respetando su autonomía e imprimiendo con nuestra acción libre una dirección que, por sí misma, hace que se orienten hacia el Dios que las creó.
Es cierto, de todo esto tenemos que hablar, y el Concilio ha hablado y nos lo pide a los cristianos de hoy, a los sacerdotes, a los obispos. Pero ésta es una parte nada más de la enseñanza. Si eso se encuentra en la Sagrada Escritura, también en la Sagrada Escritura y en el Magisterio de la Iglesia está continuamente la otra enseñanza, de la cual no se puede prescindir jamás, y es que el pecado destruye y esclaviza. Pero resulta menos grato hoy hablar a los hombres de esta materia e invitarles u que se enfrente cada uno con ese drama interior de la propia conciencia para mejorar su conducta y para difundir en el mundo, en nombre de la fe cristiana y su amor a Jesucristo, el bien a que está llamado; resulta poco grato, y entonces es posible que estemos pecando todos de un pecado de omisión y de cobardía, del cual Dios nuestro Señor podrá pedirnos cuenta.
No hablar del pecado es un terrible error religioso; es un drama social, y es una contribución a la aniquilación del hombre; es faltar a la caridad y a la justicia, porque podemos consentir con nuestro silencio a que el hombre, a quien tenemos nosotros que dirigir espiritualmente, se engañe y se produzca una falsa ilusión, parecida a la de nuestros primeros padres cuando la serpiente tentadora les dijo que serían como dioses. No hablar del pecado tal como lo dice la religión cristiana y tal como el Magisterio de la Iglesia lo proclama; no insistir en esta obligación grave que tiene todo hombre de fe, de purificar incesantemente su conciencia, contribuye al engaño; y podría suceder al cabo de una época más o menos prolongada, que este silencio o esta falta de atención a las raíces fundamentales, permitiera crear una conciencia desorientada; al cabo de algún tiempo nos encontraríamos con una sociedad religiosamente vacía. Entonces nuestro delito sería gravísimo. Hace pocos días leía estas palabras de un teólogo conciliar, y es el padre Rahner, a quien nadie podrá calificar de hombre oscurantista y retrógrado, o enemigo del progreso y de estas tareas en que debemos estar empeñados por construir un mundo mejor. Este mismo teólogo –se preguntada y nos preguntaba–: ¿Quién entre nosotros predica aún sobre el infierno? ¿Quién experimenta aún el miedo a la muerte y al tribunal de Dios? ¿Quién llora de verdad cuando alguno de los suyos muere sin sacramentos? ¿Quién tiene todavía la audacia de forzar la puerta de aquellos que no quieren escucharle y de aconsejar que se conviertan y se amen recíprocamente? Muchos de entre nosotros prefieren hacer discursos de una piadosa inactualidad ante un auditorio inofensivo.
Yo no quiero incurrir en ese pecado. Tengo una grave obligación, porque me corresponde velar por la pureza de la fe en la diócesis que me ha sido encomendada como obispo de la Iglesia; y por eso os hablo así, y deseo vivamente que mis palabras lleguen a todos aquellos colaboradores míos en la predicación del Evangelio, sacerdotes, religiosos y religiosas, los cuales no deben tener miedo a hablar de estas verdades que los textos conciliares y la Sagrada Escritura nos han enseñado siempre. Cristo ha venido a liberarnos del príncipe del demonio –dice el Concilio, tomándolo de la Sagrada Escritura–. Cristo ha venido a liberarnos del pecado. En tanto en cuanto asentimos y obedecemos sus mandatos, nos elevamos del empobrecimiento y la humillación hacia la libertad verdadera.
Oíd a San Juan Bautista; pasa junto a él Jesucristo, y ¿cómo le presenta a los que están oyéndole? He aquí el Cordero de Dios, he ahí el que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29). Esta es la definición que da de Él el profeta inmediatamente precursor. No podemos cambiarla. Y si ha venido a esto Jesucristo, ¿por qué no hemos de recibir su benéfica influencia? Sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos católicos hijos de la Iglesia de Dios, repito mi exhortación anterior: debemos trabajar por la reconstrucción de un mundo mejor, en su realidad humana y terrestre, pero ¿cómo hemos de trabajar? ¿Como hombres nada más? Entonces yo no tendría nada que decir. Para hablar de hombre a hombre podríamos reunirnos en un salón donde se debatieran temas culturales o políticos. Hablando a cristianos, un sacerdote de Cristo, un obispo de la Iglesia, tiene que decirles: hemos de trabajar para reconstruir este inundo venciendo al pecado, siendo mejores en el sentido en que Cristo nos invita a serlo. Esa es la verdadera libertad. Con eso no diré yo que logremos desterrar el mal del mundo, pero aumentamos la influencia del bien.
Hace nada más que dos días ha muerto aquí, en Barcelona, un religioso venerable, filipense, el padre Serafín Alemany. Pude visitarle poco antes de morir para darle mi bendición. En su rostro se podía apreciar la serena belleza de los hombres justos. No he tenido la fortuna de tratar con él más tiempo, pero he oído hablar a muchos sacerdotes del bien que él hizo en su actuación sacerdotal sobre las almas, en el confesonario, en el consejo espiritual, ayudando a arrepentirse del pecado, sosteniendo la esperanza, difundiendo la paz en las conciencias. Los que se han acercado a él, y han sido miles y miles a lo largo de su vida, se separaban luego para ir a su oficina, a su profesión, con más fuerza interior en su alma, cumplían mejor sus deberes, contribuían a que en las relaciones suyas con los demás hubiera más justicia; salvaban al mundo. Ese hombre, en silencio, y como él tantos otros, hablando y actuando en nombre de Cristo, pero desde las raíces, buscando estos fundamentos sólidos, sin los cuales todo se reduce a gratas escaramuzas en que los unos nos atacamos a los otros; este hombre, y como él tantos otros –repito–, ha prestado un inmenso servicio al bien social.
Aquí es donde insisto: no digo que nos olvidemos de lo otro; digo que empecemos por aquí, porque por ahí empezó Cristo; ese nombre le fue impuesto: Jesús, el Salvador. A eso dijo que Él había venido, a salvarnos del pecado, para que los que crean en Él no perezcan y tengan vida eterna. En eso consiste la reconciliación de que nos habla San Pablo: reconciliados por la sangre del Hijo con el Padre, vivimos, palpamos los fundamentos de la libertad verdadera. Lo contrario puede resultar momentáneamente grato, pero es engañoso; y es seguir caminando montados sobre la mentira. No podemos contribuir nosotros, los que tenemos el deber de predicar el santo Evangelio de Cristo, a que esta situación engañosa de los espíritus se mantenga. La lucha en favor del mundo la reclama el Evangelio; la fuerza para luchar en nombre del Evangelio nos la da nuestra fe en Jesucristo Salvador, nuestra adhesión a su doctrina y a su vida, y nuestro esfuerzo para librarnos del pecado.