Discurso pronunciado en el acto de clausura de la V Semana de Estudios y Coloquios sobre Problemas Teológicos actuales, en Toledo, el 2 de septiembre de 1972. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, septiembre de 1972.
Me sitúo deliberadamente, al hacer esta exposición, en una perspectiva de esperanza cristiana que no tiene por qué estar ausente del corazón de quien cree en Dios, aunque sus observaciones le causen dolor.
Sé que corro un riesgo ineludible: el que lleva consigo toda visión personal de un problema que por su naturaleza es fluido y capaz de provocar diversos estados de ánimo en quien lo contempla. No hay manera de evitar ese riesgo cuando uno se decide a formular un juicio propio. Pero sí que existe la obligación de reducirlo al máximo, tratando de discurrir con objetividad. Para lograrlo, señalo anticipadamente que me dejo guiar por el Magisterio Pontificio, en cuyo carisma de autoridad creo de todo corazón.
Los términos del problema que analizo son muy amplios: fe y moral, por una parte, y la Iglesia en la España de hoy, por otra. Pero es la suya una amplitud fácilmente abarcable cuando el propósito es descubrir un panorama más que pintar un cuadro con todas sus figuras y colores. No se me pide este último.
La consistencia –es decir, el en qué consiste– de la fe y la moral cristiana es cognoscible, no se puede admitir como legitimo el reino de las tinieblas en relación con estos ejes fundamentales de la vida de la Iglesia de Cristo. Esfuerzos para una mayor iluminación, sí. Incertidumbre como nueva y sabrosa conquista de los tiempos, no.
Y en cuanto a España, ahí está. Es un país vario y diverso, con sus treinta y cuatro millones de habitantes en plan de desarrollo, con su tierra hermosa y dura, con su historia en que no escasean hechos gloriosos, con su porvenir, que ya estamos construyendo. Pero es el presente el que nos interesa. Como hombre de la Iglesia vengo contemplándole durante más de treinta años de ministerio sacerdotal y episcopal intenso, y desde observatorios muy distintos. Esta Iglesia católica de Cristo late y vive dentro de la sociedad española. Se la encuentra en las familias, en los pueblos y aldeas, en los grandes o pequeños núcleos urbanos, en las parroquias, en los frailes y monjas misioneros, en las órdenes y congregaciones religiosas, con sus instituciones tan diversas; en los libros y revistas que se editan sobre temas religiosos, en los centros de estudios eclesiásticos, en las asambleas de Obispos, de sacerdotes, de seglares; en los escritos, clandestinos unas veces, de normal circulación otras, en que se nos acusa, se nos defiende, se nos calumnia o se nos alaba.
Está en la Acción Católica de antes y en los apostolados laicales de ahora. Está en los que administran o reciben los sacramentos, predican o escuchan la Palabra de Dios, y en conformidad o desacuerdo con ésta, modelan sus costumbres, aman, pecan, sufren, esperan. Está también en la legislación civil de un Estado oficialmente católico. Es todavía un pueblo numeroso que merece nuestro respeto y nuestro amor. De él, como Pueblo de Dios, recibimos todos mucho más de lo que le damos. ¿Cuál es la situación de la fe y la moral cristiana hoy en este pueblo nuestro?
Por razones metodológicas hablaré separadamente de una y otra. Pero no las separo ni en mi concepto ni en mi intención, puesto que hemos de entender la vida cristiana como un todo. El que cree, ama; y cuanto más se ama a Cristo más se cree en su persona, en sus palabras y su vida. «La moral del cristiano –escribe Spick– es una moral bautismal. Su participación en la muerte y resurrección del Señor le obliga a morir al pecado y a no vivir más que por la vida y los sentimientos de Cristo»1. Me fijaré, más que en conceptos abstractos, a los que alguna vez será necesario referirnos, en lo que podríamos llamar el proceso vital y normalmente comprobable de la fe y las costumbres de nuestro pueblo en estos últimos años.
Herencia y evolución #
Recientemente, en la audiencia general del miércoles 5 de julio, pronunció el Papa las siguientes palabras: «Poseemos un patrimonio heredado de conceptos, de apreciaciones, de tradiciones. ¿Qué es lo que debemos conservar? ¿Qué es lo que debemos cambiar?» También en la Iglesia –dijo en síntesis el Papa– a raíz del aggiornamento promovido por el Concilio, todos advertimos, por una parte, que algo puede y acaso debe ser cambiado; pero, por otra parte, sabemos también que algunas otras cosas son tan importantes y tan esenciales, como la verdad divina y la constitución eclesiástica, que es su autoridad y legítima derivación, que no deben ceder «a esta arrolladora ola de transformismo, de abdicaciones, de infidelidad, sino que deben ser absolutamente defendidas, confirmadas, reafirmadas, renovadas en el sentimiento interior y en las formas exteriores»2.
El Papa añadió textualmente: «Nos encontramos ante un deber nuevo, propio de nuestro tiempo, el del discernimiento entre lo que es caduco, o mejor acaso, perfectible, y lo que en cambio debe ser estable y fijo, so pena de la vida, queremos decir la razón de ser inalienable y permanente. Añadimos en seguida: este discernimiento no podremos realizarlo arbitrariamente nosotros. Miembros como somos de un cuerpo organizado y civil, debemos ser reflexivos y respetuosos ante todo lo que la sociedad legítima y establecida nos ordena y nos manda, se impone inmediatamente un problema de autoridad, aunque esto no impide soluciones de evolución, que hoy más bien las constituciones civiles admiten y promueven. Y esto vale más aún para el cuerpo social místico que es la Iglesia, en el que el elemento divino exige un constante esfuerzo de perfeccionamiento, y al propio tiempo impone una observancia fiel, hasta el heroísmo, de su identidad dogmática y ortodoxa, tutelada y custodiada, enseñada e interpretada por una autoridad legítima, a la que divinamente ha sido encomendado este servicio de caridad por la verdad».
«Mas concluimos en seguida con dos observaciones, o mejor dicho, con dos exhortaciones. En primer lugar, debemos darnos cuenta, sin temor y sin desconfianza interior hacia nuestro tiempo, de que la providencia nos ha hecho nacer en una historia como la nuestra, caracterizada por la transformación, por el progreso. Procuremos comprender esta condición de la humanidad en fase de desarrollo y bendigamos con corazón sabio la vida humana. En segundo lugar, no nos dejemos sobrecoger por el vértigo de las metamorfosis que se producen en nuestro derredor, antes bien tratemos de descubrir en ellas una necesidad aún más lógica de principios superiores que deben ser los goznes de los movimientos en que estamos comprometidos, para que éstos no sean ni arrolladores ni anárquicos, sino más bien invitaciones e impulso a recorrer en el tiempo los caminos de Dios, que deben conducirnos allende el tiempo»3.
Es éste un discurso característico de Pablo VI. Creo que podríamos encontrar, según un cálculo que he hecho rápidamente en las anotaciones que tengo en mis carpetas, más de cuatrocientas alocuciones o escritos del Santo Padre en que repite las mismas ideas: a) necesidad de adaptación y de reforma; b) obligación de mantener intacto el depósito de la verdad divina y la constitución eclesiástica; c) dolor y lamentación por la falta de discernimiento sereno que se observa en la Iglesia; d) apelación a la confianza en el futuro con amor a nuestro tiempo, y advertencia severa contra los movimientos anárquicos y las transformaciones arbitrarias.
En una palabra, progreso y evolución dentro de la Iglesia, pero salvando los valores esenciales de una herencia intocable; y un dolor inmenso ante el desenfreno y la locura de las renovaciones arbitrarias.
Renovación, concepto mágico #
Estos puntos programáticos que configuran el pensamiento del Papa actual sobre la situación de la Iglesia en el mundo, me parece que son perfectamente aplicables a la vida de la Iglesia en España. Una palabra clave, que lleva en sí misma efectos incontrolables si no se precisa bien, viene agitando nuestras conciencias unas veces como brisa suave y fecunda, otras como un huracán devastador.
Es la palabra «renovación». La hemos pronunciado los Obispos españoles infinidad de veces. La ha utilizado el Papa frecuentemente al referirse a España. Y está en boca de todos a cada paso, de todos: seglares, sacerdotes y religiosos. En nombre de esa renovación se han hecho los más generosos esfuerzos y también las más detestables experiencias. La falta de discernimiento ha producido daños inmensos que será muy difícil reparar. Todos amábamos la renovación, y lo digo en obsequio de los Obispos españoles, que en los años del Concilio e inmediatamente después han sido atacados sin piedad. El Episcopado Español fue uno de los primeros en presentar a aprobación de la Santa Sede los estatutos de su Conferencia y ha sido ésta la que más reuniones plenarias ha celebrado en Europa y la que ha promulgado mayor número de notas y documentos. En el Colegio Español de Roma, donde residíamos durante el Concilio, se trabajó denodadamente.
Recordaré siempre con emoción el respeto y el interés con que todos, incluidos los más ancianos , asistíamos a las conferencias que en el Colegio pronunciaron, aparte otros teólogos más conocidos, hombres como el padre Häring y el actual rector de la Universidad de Madrid, doctor Botella Llusiá, sobre problemas de natalidad; o el padre Rahner, monseñor Ancel, Garrone, Roy, sobre cuestiones teológicas o pastorales; las cenas con los monjes de Taizé y con los miembros del Consejo Ecuménico de las Iglesias; las discusiones privadas sobre el tema de la libertad religiosa con el norteamericano padre Murray y otros de su equipo; los contactos frecuentísimos con grupos de Obispos de todos los continentes; las gestiones que algunos Obispos españoles hicimos en un momento de peligro para el Concilio con el Cardenal Frings, de Colonia, y el Cardenal Siri, de Génova, logrando que se equilibrasen ciertas comisiones y se evitara una ruptura seria y dolorosa. Amábamos la renovación y nos disponíamos a aplicarla en España con la prudencia gradual que el hecho requería. ¿Qué ha ocurrido después? Quisiera ser justo y exacto en mis apreciaciones. Porque son muchas las cosas que han acontecido.
La primera de todas, que seguimos amando la renovación de nuestra Iglesia en unión con todos los que seriamente la buscan: con los sacerdotes, los religiosos, los seglares. Y es éste un amor difícil y arriesgado que provocará inevitablemente tensiones y dolores. No sólo comprensión, sino compenetración cordial merecen los que desde campos diversos, fieles a las exigencias del Concilio, se esfuerzan por alcanzar en nuestro pueblo nuevas fronteras. Debemos continuar en este empeño, pero tenemos la obligación, rigurosa y sagrada obligación, de ser exactos y precisos en todo lo que atañe a la fe y a la moral en su objetiva expresión, tal como el Magisterio de la Iglesia la señala, y en sus repercusiones sobre la conciencia del pueblo.
La renovación en muchos grupos y personas ha sido un despliegue de las mayores aberraciones. Se ha entrado en ella sin respeto y sin conocimiento de los límites. Se ha utilizado la palabra como una bandera para aniquilar al presunto adversario con ironías y sarcasmos, con informaciones falsificadas y parciales, con desprecios e invectivas, con planes calculados y estrategias operativas de muy diversa índole.
Doble ha sido el resultado de este modo de proceder. Por un lado, el deterioro de la fe y de la moral cristianas; por otro, el endurecimiento y la desconfianza de otros grupos y personas que, por reacción, se han cerrado a todo intento renovador al observar tantos desastres. Para unos y para otros tienen actualidad las palabras siguientes del Papa:
«Hay muchas cosas que pueden ser corregidas o modificadas en la vida católica, muchas doctrinas en las que puede profundizarse, integradas y expuestas en términos más comprensibles; muchas normas que pueden ser simplificadas y mejor adaptadas a las necesidades de nuestro tiempo; pero dos cosas especialmente no pueden ser sometidas a discusión: las verdades de la fe, autorizadamente sancionadas por la tradición y por el magisterio eclesiástico, y las leyes constitucionales de la Iglesia, con la consiguiente obediencia al ministerio del gobierno pastoral que Cristo ha establecido y que la sabiduría de la Iglesia ha desarrollado y extendido en los diversos miembros del cuerpo místico y visible de la Iglesia misma, para guía y robustecimiento de la multiforme trabazón del Pueblo de Dios. Por ello, renovación, sí; cambio arbitrario, no; la historia siempre viva y siempre nueva de la Iglesia, sí; historicismo disolvente del compromiso dogmático tradicional, no; integración teológica según las enseñanzas del Concilio, sí; teología conforme a libres teorías subjetivas, a menudo tomadas de fuentes adversarias, no; Iglesia abierta a la caridad ecuménica, al diálogo responsable y al reconocimiento de los valores cristianos entre los hermanos separados, sí; irenismo renunciando a los valores de la fe, o bien proclive a identificarse con ciertos principios negativos que han favorecido el distanciamiento de tantos hermanos cristianos del centro de la unidad de la comunidad católica, no; libertad religiosa para todos, en el ámbito de la sociedad civil, sí; como también libertad de adhesión personal a la religión según la elección meditada de la propia conciencia, sí; libertad de conciencia, como criterio de verdad religiosa no corroborada por la autenticidad de una enseñanza seria y autorizada, no»4.
«No se puede inventar un nuevo cristianismo para renovar el cristianismo; es necesario serle tenazmente fieles. Y esta estabilidad en el ser, unida a su continuidad en el movimiento y en desarrollo, esta coherencia existencial, propia de todo ser viviente, no puede calificarse de reaccionaria, oscurantista, arcaica, esclerótica, burguesa, clerical o con cualquier otro adjetivo despreciativo, como por desgracia la califica cierta literatura moderna llevada por la fobia a todo lo que es del pasado, o por la desconfianza contra todo lo que el Magisterio de la Iglesia propone como objeto de fe; la verdad está hecha así; permanece; la realidad divina, que está contenida en ella, no puede modelarse a placer, sino que se impone»5.
Causas del desorden #
Las causas que en España están estorbando el discernimiento necesario son varias, y creo que pueden enumerarse las siguientes:
a) Desestimación y desconocimiento voluntario del Magisterio de la Iglesia. concretamente del pontificio, sustituido por la adhesión a grupos de teólogos o que a sí mismos se llaman tales, los cuales se han permitido todas las licencias. El Credo del Pueblo de Dios, de Pablo VI, el Año de la Fe, sus documentos sobre la Eucaristía, la Santísima Virgen, la regulación de la natalidad, el celibato sacerdotal, sus innumerables precisiones sobre el misterio de la Iglesia, las mismas declaraciones últimas de la Congregación de la Fe sobre errores cristológicos y trinitarios y sobre la confesión de los pecados, han encontrado demasiados silencios, cuando no críticas adversas.
b) Desconcierto dentro de la misma Jerarquía, que nos ha impedido ponernos de acuerdo, no en las declaraciones de principio, sino en la praxis de las tolerancias, de las prohibiciones y de las interpretaciones de lo mismo que hemos declarado, fenómeno éste atribuible en gran parte a la falta de leyes posconciliares y al desuso en que ha caído el vigente Código de Derecho Canónico.
c) Complejo de inferioridad frente a las evoluciones y logros, reales o supuestos de otras iglesias europeas, tanto en el campo doctrinal como en el pastoral. De esto nos acusaron a los Obispos españoles durante el Concilio y ahora se está dando el mismo fenómeno a escala mucho más generalizada. Hay un mimetismo lamentable hacia todo lo que se dice y se hace en otros ambientes en la catequesis, en las enseñanzas teológicas, en la predicación de la Palabra de Dios, en el enjuiciamiento de la doctrina protestante, en los enfoques de la vida moral. Entre nosotros no aparecerán libros originales de gran fuerza desorientadora. Pero se traducen todos los que se editan fuera y se comentan después en una avalancha de artículos en revistas y periódicos, se examinan en círculos más reducidos como para demostrar que se está a la última, y se piensa que quienes no admiten tales enganches son hombres de mentalidad tridentina que no tienen nada que hacer. Las referencias que se dieron en la prensa no hace mucho cuando se dijo que en cierta reunión europea los españoles estaban ya en la punta de la lanza, con los holandeses, más avanzados que los franceses, los belgas y los alemanes, causan sonrojo.
d) Desplazamiento excesivo de la fe en la Encarnación y en las verdades reveladas, hacia las realidades del orden político-social, confundiendo en la práctica y a veces en los mismos principios la teología sobre Cristo y la Iglesia con el ideal de la liberación del hombre en la tierra. Y al revés, espiritualismo tan desencarnado en otros que, por reacción contra los profetismos indebidos, defienden una fe desmedulada y carente de poder de penetración en el mundo concreto en que viven los hombres de hoy.
e) Prisa alocada y vertiginosa en querer tratar de todo y resolverlo todo sin sosiego y sin paz, sin reflexión suficiente, con concesiones frecuentes a un democratismo que pugna con la naturaleza de la Iglesia como misterio de salvación y como sociedad visible. El Concilio Vaticano II y sus riquísimos documentos encierran tan densa carga doctrinal y pastoral que para explicar y salvar su coherencia práctica con la tradición exigirá muchos años de esfuerzos continuados y metódicos. Y aquí nos hemos lanzado en tromba a todos los campos a la vez. Los seminarios, la vida de las comunidades religiosas, la predicación, la liturgia y las devociones, la fe y la cultura moderna, la organización de las diócesis, la responsabilidad del seglar, las parroquias. Todo ha sido zarandeado sin piedad, utilizando ideas y conceptos sobre la base, la consulta, la libertad, el respeto a la persona, la acción en equipo, los métodos de la dinámica de grupos, los signos de los tiempos, la necesidad de seguir el Espíritu que llama, los pobres y los oprimidos, etc., en que, frente a una proporción apreciable de consideraciones válidas y provechosas, ha aparecido una ganga insoportable de petulancias y ligerezas, de resentimientos y orgullos desmedidos, de presiones organizadas, de eslóganes proclamados hoy y olvidados mañana.
¿Cómo con tanta inseguridad y ligereza, queriendo todos opinar de todo en tan poco tiempo, vamos a encararnos eficazmente con la cultura y la ciencia modernas, tan rigurosas y exigentes; con los sistemas políticos, tan planificados y fuertemente sustentados en las realidades económicas; con la mentalidad del hombre moderno en general, tan castigada y endurecida por el sufrimiento, el placer materialista, el escepticismo respecto a toda metafísica? Así sucede que para congraciarnos con ese hombre y ese mundo sobrenada en medio de nuestras ligerezas el poco aprecio de lo trascendente y la acentuación de nuestras preocupaciones terrestres, creyendo que de ese modo vamos a lograr un Cristo más cercano a los hombres. Es muy peligroso obrar así, porque el resultado es que, más pronto o más tarde, nos dan de lado, persuadidos de que si nos presentamos a ellos con las manos vacías del misterio de Cristo, cuya posesión inconscientemente anhelan, no les hacemos falta, puesto que lo demás lo tienen ellos con más medios para conseguirlo y sin escrúpulos que les estorben. O tratan de manipularnos a su antojo o nos acusan de intentar un nuevo clericalismo de izquierdas, como lo están diciendo ya en las críticas que algunos marxistas han hecho del movimiento Cristianos hacia el socialismo, de Chile, y el célebre Garaudy en su controversia con el Cardenal Daniélou. El ex presidente boliviano Luis Adolfo Siles-Salinas, respecto a Chile. Neil P. Hurley, en Time; Antoine Casanova, miembro del Comité Central del P. C. Francés, respecto a la declaración de la Comisión Episcopal del Mundo Obrero de Francia, en L’Humanité; Claude Gult, en el semanario socialista L’Unité.
f) Por último, señalo como causa que ha influido también, indirectamente, en el descrédito de la fe y la moral, un dato singular en la vida de la Iglesia española: el del modo como se ha tratado el problema de las relaciones Iglesia-Estado. Este es un hecho de suma importancia, necesitado de revisión en el sentido en que lo pide el Concilio Vaticano II en todos los documentos en que trata de ello y de acuerdo con las reales condiciones en que viven la Iglesia y la sociedad españolas. Pero se ha planteado mal y no hemos sabido aislarle y contenerle dentro de su propio contexto. Reducido a sus justos términos, en la consideración teológica, jurídica y sociológica, que el tema merece, está más que justificado el intento de renovar el status actual. Pero al hablar del problema se han producido invasiones en otros terrenos: se ha herido el sentimiento religioso de muchos, se han atribuido injustamente a la situación existente fallos terribles en la fe de los españoles, se ha hecho proceso a las conductas e intenciones de muchos hombres públicos o privados de la Iglesia y del Estado de los años pasados o del momento actual, todo lo cual ha producido irritación, confusionismo o desconfianza en las conciencias, que han trasladado sus enojos, de una y otra parte, a esa otra zona más personal de sus propias convicciones y sus dudas, con escándalo, con hostilidad o con desprecio. No había razón ninguna para que esto se produjera, aun cuando exista perfecto derecho a tratar de lograr modificaciones importantes. Un tratamiento que ante todo era de índole histórica se ha convertido en polémica de índole religiosa y moral innecesariamente.
El nuevo lenguaje #
No me refiero al de la ciencia teológica moderna del que nos han hablado estos días, sino al de las publicaciones religiosas de uso frecuente.
La falta de rigor y de precisión en las ideas se suple hoy en muchos escritos, y a veces en las cátedras y aun en lugares sagrados, con un lenguaje halagador para las personas y situaciones-límite, a la vez que desconsiderado y reticente para los que quieren firme claridad y precisión. Estos son juzgados como fósiles, incapaces de comprender el «élan» vital del presente hacia el futuro, entre cuyo boscaje crecen ya las nuevas espigas.
La solución –se dice– está más allá de nosotros, la verdad no la posee nadie, sino que se va haciendo amasada con el dolor y las esperanzas del hombre que pasa. la religión es el hombre vivo y sufriente que tiende hacia «el infinito del tiempo que corre», santificándose con el trabajo, el amor, la lucha política. No a la masa religiosa vegetativa e inerte. Sí a las minorías cualificadas que asumen un compromiso iluminado por las llamas de una mística que hierve dentro de la conciencia, libre de mitos e impuras alienaciones. Todo cambiará. Se logrará otro cristianismo, en que los hombres levanten en sus manos la hostia de la nueva creación, lograda por ellos a fuerza de autenticidad y de consentido despojo de todas las vestiduras artificiales con que hemos recubierto las estructuras de la Iglesia, los sacramentos, la santa Ley de Dios del amor.
Los valores de este mundo serán el nuevo altar y, al establecer las relaciones entre los mismos y el Cristo de la Encarnación y del Evangelio, huiremos de todo dogmatismo sofocante y buscaremos formulaciones provisionales como corresponde a las leyes de un proceso antropológico, que es el hecho en que descansa y el cauce por donde discurre la fe, puesto que ésta es la ayuda que presta al hombre un Dios benévolo y amante de la vida para que el hombre se realice. Simpatía, pues, hacia los hermanos separados que oportunamente dieron el grito de la libertad entonces mal entendida; cordial comprensión del marxismo, la religión de los tiempos modernos, por cuyas venas corre un cristianismo implícito que hemos de bautizar con paciencia y respeto; crítica implacable contra la autoridad y el orden legal existente, tachado de injusto y opresor; atención sagrada a las voces que surgen de la entraña del pueblo, en cuya grandiosa sinfonía se percibe la gran operación popular, sin cuyo concurso no se podrá construir la religión del futuro.
¿A qué seguir? Da pena tanta retórica, que podría ser bella si fuese un poco más sobria y se aplicase a la redacción de un manifiesto de humanismo poético. Pero es atrayente y permite hacerse la ilusión de que los hombres la escuchan. Paralelamente se invocan los errores católicos del pasado, la rigidez opresora de las conciencias, el rutinarismo de las prácticas religiosas, las torpezas escolásticas, las fuertes alianzas con los poderes de la tierra… y, en lugar de situarse con humildad, para tratar de corregir lo que de defectuoso ha habido entre nosotros, y con veracidad, para excluir los delirantes proyectos de la imaginación, se mutila el Evangelio, se rehúye hablar de premios y castigos de la justicia de Dios, se pone en duda la resurrección de Jesucristo y se juzga al Sumo Pontífice como un hombre impresionable y senil, cuando, impelido por la conciencia de sus graves deberes, nos avisa de que Satanás sigue actuando con sus designios tenebrosos y de que el humo satánico está cegando los ojos de muchos hijos de la Iglesia.
Fe y creencia #
Este lenguaje está de moda. No se trata de un nuevo estilo para expresar verdades teológicas, empeño que estaría justificado y que ha tenido siempre cultivadores insignes. El rico lirismo con que a veces hablan de Jesucristo hombres como Grandmaison, Guardini, De Lubac, Congar e incluso Rahner, y sus vuelos majestuosos, desde las cumbres de su pensamiento teológico, sobre las áreas de la historia del hombre y las culturas, no les ha impedido mantener la sólida arquitectura de las creencias y los dogmas. Pero es que ahora, éstos a los que me refiero lo que hacen es hablar por hablar. Más que nuevo estilo para la exposición de la verdad poseída, es una nueva fe invertebrada y fluida la que se trata de exponer, sin que falten, naturalmente, grupos más reducidos y cultos que cogen entre sus dedos la anatomía concreta y ponderable de las verdades dogmáticas para operar sobre ellas con toda la dureza de las criticas adversas. La Virgen María y el reconocimiento de sus privilegios, el culto y la devoción del pueblo, la presencia del Señor en la Eucaristía, los Santos como intercesores nuestros ante Dios, la existencia del purgatorio y el infierno, la infalibilidad del Papa, el ser mismo de Jesucristo en la realidad de su unión hipostática, la conciencia, la ley moral, el concepto de pecado y de virtud, las vigorosas prescripciones ascéticas de las cartas de San Pedro y de San Pablo, la oración, las pasiones y los vicios, todo se somete a aceradas interpretaciones, ya no sólo sustituyéndolo con el nuevo lenguaje, sino erosionándolo con los golpes incesantes de afirmaciones demoledoras, no escasas de cierta erudición.
¿Cómo es posible que la fe del pueblo pueda resistir mucho tiempo estos embates, sostenidos y alimentados en nombre de una conquista moderna, más aún, de la teología llamada posconciliar, más aún, de la fe misma a la que, según dicen, daña la religión y la creencia?
La enseñanza del Concilio, por el contrario, es muy diversa: «Cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe (cf. Rm 16, 26, comp. con Rm 1, 15; 2Cor 10, 5-6). Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece ‘el homenaje total de su entendimiento y voluntad’, asintiendo libremente a lo que Dios le revela. Para dar esta respuesta de fe es necesaria la gracia que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del Espíritu y concede ‘a todos, gusto en aceptar y creer la verdad’. Para que el hombre pueda comprender cada vez más profundamente la revelación, el Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe con sus dones» (DV 5).
De este texto se desprende que la fe puede considerarse como revelación de Dios y como respuesta del hombre al mensaje divino. Dos aspectos complementarios de una misma realidad.
1. De parte de Dios, la fe es una manifestación amorosa de su plan divino de salvación. Por iniciativa suya el hombre va a tener posibilidad de ponerse en contacto con un Dios personal y amigo, Redentor suyo. Se funda, por tanto, un orden nuevo en el que podemos movernos como hijos de Dios.
2. La fe, de parte del hombre, no es sino una respuesta personal no sólo a la invitación que ha precedido, sino también al impulso suave con que Dios nos coloca dentro de una vida de comunión con él. Por la fe el hombre empieza a estar salvado. Ahora bien, la actitud en que se coloca creyendo exige una entrega total y libre hasta prestar el obsequio de su entendimiento y voluntad a la revelación comunicada y al Dios Revelador.
3. El acto de fe como tal, y la vida de fe, es un regalo de Dios Uno y Trino. El Padre tiene la iniciativa de revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad. El Hijo es la Palabra eterna que alumbra a todo hombre para que habite entre los hombres y les cuente la intimidad de Dios (DV 4). Con el envío del Espíritu de la verdad lleva a plenitud toda la redención y la confirma con testimonio divino.
Dios mismo ha de seguir llevándonos de la mano para que la fe se desarrolle y sus manifestaciones sean saludables. «La fe es el principio de nuestras auténticas relaciones con Dios; es el criterio lógico y la energía espiritual que deben regular las orientaciones prácticas y espirituales de nuestra vida –el justo vive de la fe–. La fe es nuestra fortuna, que nos califica de cristianos y nos asigna nuestro puesto de creyentes entre la humanidad que no disfruta de esta ciencia de Dios y del hombre»6.
4. Por la fe el hombre comienza a pertenecer a una comunidad de salvación que es la Iglesia. Más aún, la Iglesia no es solamente el término de nuestra fe, sino también la fuente de donde la recibimos. «La fe la hemos recibido de Nuestra Madre la Iglesia. Formémonos, ante todo, una idea clara de la conexión entre la fe en Cristo y la Iglesia. Sólo por la confesión en Cristo vino a ser ella la madre de la fe y la comunidad de creyentes. El principio de nuestra fe está en el «creo» en Jesucristo. De la Iglesia, y no de la crítica filosófica y filológica, hemos recibido la fe en Jesucristo. Como comunidad de fe, la Iglesia es en sí misma, en su misma esencia, la predicación de Cristo que tiene conciencia de sí mismo, del mensaje del Cristo que a sí mismo se afirma. De la tradición, de su palabra y de la obra divina que a sí misma se comprende. La Iglesia sabe de sí y por sí, por su unión viva con Jesucristo, por su esencial plenitud de Cristo, que Jesús es más que Salomón, más que cualquiera de los profetas, que Jesús es el Señor. Y esto lo sabe la Iglesia por sí misma, por su conciencia viva y de un modo siempre nuevo y que se atestigua a través de los siglos»7.
Pablo VI, en su catequesis conciliar, resume estos puntos de la forma siguiente: «La fe; ahora se habla mucho de la fe, desde luego, porque este término sirve para expresar cien cosas diversas. Pero no todos tienen un concepto exacto del significado de esta palabra, que ocupa el centro de nuestra religión. Quien la emplea según su significado genuino, advierte que la palabra fe puede referirse a la virtud subjetiva y sobrenatural, mediante la cual prestamos asentimiento a las cosas reveladas. Y también puede referirse, como término objetivo de ese asentimiento, a la palabra de Dios revelada, a los dogmas que la definen. Por tanto, es evidente que la fe es el camino por el cual la verdad divina entra en el alma. Es la condición, más aún, el principio de la justificación; es decir, de la vida nueva, de la vida sobrenatural que Dios confiere a quien cree, a quien se fía a Él. Sin la fe, se escribe en la Carta a los Hebreos, es imposible ser grato a Dios (11, 6); mientras que el que crea y sea bautizado se salvará (Mc 16, 16). La fe es la base indispensable de nuestra salvación y el fundamento de la unidad de la Iglesia; es el elemento principal de su cohesión interior, de la univocidad de su pensamiento y de su doctrina: La fe es una, dice San Pablo (Ef 4, 5). Nunca daremos la suficiente importancia a la fe, nunca estudiaremos suficientemente la inmensa, delicada, difícil y magnífica doctrina sobre la fe, ni su esencial relación con la Iglesia, que es, como dice el Concilio, una «comunidad de fe» (cf. LG 8)»8.
Comentando estos problemas, el P. De Lubac, en la nueva edición de su libro La fe cristiana, escribe en el capítulo titulado «Fe, creencia, religión»: «Aunque por todos los caracteres que acabamos de recordar, la fe se distingue de la simple creencia, sin embargo, no por eso la excluye, antes al contrario, la lleva en sí misma, no puede prescindir de ella. Distinguir dos términos que se hallan a la vista, contrastarlos incluso para discernir mejor sus rasgos respectivos, no es excluir o condenar a uno de ambos. Es esencial al cristianismo la unión íntima –en un mismo acto– de lo que designamos por creencia y lo que designamos por fe, es una unión indisoluble. Desde las epístolas de San Pablo, es decir, desde el primer testimonio que nos queda del cristianismo primitivo, «la noción de depósito de la fe se halla plenamente en acto», es decir, se impone a todo fiel un conjunto preciso de creencias. Existe –dice San Pablo a los Romanos– una regla de doctrina, a la cual todos deben obedecer de todo corazón (6, 17). En lo que sigue, vemos afirmar por doquier como esencialmente ligada a la idea de la fe, sin perjuicio alguno sobre el carácter que le es propio, una cierta nota objetiva y autoritaria: se trata, efectivamente, de un mandamiento de Dios, de una enseñanza del Señor, de una doctrina aceptada en base al testimonio de los primeros apóstoles y fielmente transmitida; de aquí las palabras como «Diage», «Didascalia», «Parádosis», «kanon pisteos”, etc. Ya conocemos las recomendaciones de las epístolas a Timoteo y a Tito. “Es preciso –dice San Juan– rechazar los falsos doctores y mantenerse en la doctrina de Cristo» (2Jn 7, 11). Y San Ireneo multiplicará las afirmaciones sobre la «verdadera y firme predicación de la Iglesia», fundamentada sobre «la sólida tradición de los Apóstoles», que anuncian «la verdadera y firme palabra de Dios», que cada fiel recibe con «fe verdadera y firme»: Omnia firma et vera, etc. Por tanto, así como la distinción entre ambos conceptos, » “simple creencia» y «fe», es iluminadora y necesaria, así también la disociación entre los dos sería arbitraria y mortal. La fe hace que las creencias incluidas en ella participen de sus propias características. Y, en cambio, una pretendida exaltación de la fe por la eliminación de las creencias es, en realidad, su ruina. Pasar «de las creencias a la fe» podría ser un hermoso programa, si por ello entendemos que no basta tener creencias. adherirse a «verdades” para ser cristianos, sino que, además, hay que vivificar las propias creencias y unificarlas en un acto que comprometa todo el ser. Pero si con ello quisiéramos dar a entender que hay que abandonar las primeras para encontrar la segunda, reemplazarlas por una fe que ya no tuviera objeto, eso seria una añagaza»»9.
«Para no quedarse en formal y vacía, para existir, le es preciso nutrirse con esta creencia. La supone, la integra y la engloba, haciéndola participar de su carácter personal. La obediencia de la fe, como dice San Pablo. no puede ser sin una adhesión intelectual a una serie de creencias; o para hablar mas objetivamente, a una serie de acciones reveladas, cuyo conocimiento es recibido mediante la predicación apostólica: aquellas mismas menciones que en el Credo acompañan a la mención de cada una de las tres Personas. En efecto, nuestra fe es adhesión a aquella Palabra de Dios, que para expresársenos y dársenos a entender, para llegar hasta nosotros en nuestra condición terrena, en ese ámbito de lo múltiple donde todo nuestro ser se halla presentemente sumergido, se fragmenta objetivándose. Y tan sólo así llegamos hasta ella en su unicidad. Abandonando entonces toda restricción, toda reserva, la fe renuncia radicalmente a circunscribir el ámbito de su adhesión»10. La Escritura desconoce ese ente de razón que sería una fe sin creencias.
«Fe y creencia, fe y religión: estas dos parejas de nociones se hallan estrechamente vinculadas. El que disocia uno de estos dos pares está disociando –por este mismo hecho– al otro par. Así como la religión no vive sin creencias, tampoco las creencias subsisten sin religión; y creencias y religión son igualmente indispensables para la vida de la fe».
«La fe, pues, así como no excluye a la simple creencia, no se opone tampoco a la religión, en el sentido de que tendiese a destruirla. Y no sólo eso, sino que, además, la integra. La purifica, la da todo su verdadero sentido, imprimiéndole su orientación auténtica. Para oponerse a la religión en nombre de la fe con alguna apariencia de razón hay que comenzar por dar de la religión una definición estrecha y peyorativa: definición tendenciosa, arbitraria, dictada quizá por cierta antropología reductora. Entonces se hace de ella un sinónimo de superstición, de paganismo, de mitología, de idolatría, de adoración al mundo, etc. Esta manera de hablar, que tropieza con el constante uso de la tradición cristiana, tampoco está justificada por la explicación etimológica mas corriente. La religión establece un vinculo entre el hombre y la divinidad. Y este vinculo no hay que concebirlo necesariamente como un vinculo que está (falsamente) asentado en la iniciativa del hombre y que es resultado ilusorio de su ambición. Ni hay que concebirlo tampoco como algo que por su naturaleza es incompatible con la fe. La religión establece también un vinculo entre los creyentes; ahora bien, esto es verdad eminentemente en el caso del cristianismo, el cual congrega a sus fieles en Iglesia, la cual los une místicamente en e] Cuerpo de Cristo y desea reunir a todos los hombres en una unidad «católica». La «religión cristiana”, que aparece empíricamente como una religión entre otras, es para el cristiano la religión por excelencia, la perfección de la religión. En esta manera tradicional de expresarse no hay ningún repliegue egocéntrico y tampoco ninguna concesión al orgullo humano, a la superstición o a la idolatría. Es más bien la aplicación de un principio universal de la teología católica, principio especialmente caro para Santo Tomás, según el cual «la gracia no sustituye a la naturaleza, no la amputa, no convierte su perfeccionamiento en cosa inútil, sino que lo exige y lo procura…»11.
«Sin pretender terminar siempre en una negación tan radical, tratando incluso de guardarse de ella, pero preocupado por una trascendencia más absoluta, cierto purismo de la fe (que a primera vista puede parecer fruto de una elevada exigencia espiritual) toma el camino que conduce a tal negación. Deja gustosamente deshonrar, tildándolo de ‘dogmatismo’ o de ‘fidelismo’, todo lo que sea fiel apego del cristiano a la verdad dogmática. Y cediendo ante ‘el vértigo de disociación que invade y causa estragos en el pensamiento contemporáneo’, opone artificialmente ‘la realización de la libertad del hombre’ a ‘la fidelidad a una doctrina’ o ‘el compromiso de la vida’ a ‘la adhesión de la inteligencia a un contenido impuesto’. Este purismo que rehúsa todo ‘poseer’ y toda ‘secularidad’, que vacía la fe de todo elemento ‘religioso’, al que se considera como demasiado humano, demasiado interesado, demasiado pesado e impuro, no es –en el mejor de los casos– sino una ficción de intelectual. Una fe que vaya llegando poco a poco a no tener ni signo exterior, ni culto, ni festividad, ni institución social, ni referencia a la historia, ni a la cultura, ni creencia formulada objetivamente, ni sentimiento; una fe sin ningún sostén ni medio de expresión es una fe que no corresponde ya a la fe del cristiano medio, ni del hombre de la Iglesia, ni del santo. Ningún fiel de Jesucristo ha realizado jamás desde hace veinte siglos semejante visión de la mente. Ninguno ha tendido siquiera a su realización. Esta perspectiva, muy alejada de la Escritura y de la tradición vivida, tanto sin humildad como sin realismo, supone un doble desconocimiento: desconocimiento de la naturaleza humana y del carácter universal y social del cristianismo, el cual ‘debe ser predicado a toda criatura’. La fe ‘desacralizada’, ‘desmitificada’ y ‘secularizada’, gracias a una orgía de criticas e ironías fáciles, dobladas con otros tantos paralogismos, se ve privada no sólo de todo apoyo, sino también de los elementos de que se nutre, y muere de asfixia. Dios mismo desaparece de su horizonte. Jesucristo, si todavía se sigue pensando en Él, no es más que un lejano iniciador; uno se fabrica de Él una imagen, cuya única medida es el propio gusto. No queda ya más que una ideología sin consistencia, a la que se llama ‘ideología hacia el futuro’, o de cualquier otra manera que se la quiera llamar. La sinceridad exige que se reconozca entonces que se está hablando de algo que no es ya la fe cristiana»12.
El pueblo indefenso #
La más dolorosa consecuencia de estas disociaciones y de este lenguaje de las arrogancias sin sentido es el debilitamiento y la destrucción de la fe del pueblo. Se desprecia la llamada fe sociológica sin detenerse a discernir lo mucho que hay de asimilación consciente y viva de las verdades y las exigencias existenciales de la fe en las grandes comunidades populares, no obstante las apariencias de expresión poco afortunadas para el gusto de un espíritu selecto. Ese pueblo tiene derecho a un mayor respeto, a una educación continuada y metódica de sus creencias, sin traumas que rompan la humilde coherencia de sus aspiraciones y sus esperanzas, no más defectuosa que la de las minorías escogidas, que sólo podrían hablar de armonía entre la fe y la vida cuando entre ellas hubiera menos orgullo farisaico que lo que puede haber de rutina o de superstición en el pueblo que cree. No puedo detenerme en este punto, al que pienso volver pronto en una instrucción pastoral para mi diócesis; pero me veo obligado a confesar como Obispo de la Iglesia y, por consiguiente, del pueblo, que es aquí donde más justificado está el enojo contra los radicalismos arbitrarios que dejan indefenso a un pueblo sencillo, cuyo único gozo, puro y elevado, frente a tantas carencias, es el de la religión cristiana católica tanto tiempo poseída. No nos mueven las nostalgias añorantes del pasado, ni la complacencia en el colorismo folklórico y sentimental de las tradiciones locales. Todo lo que haya que corregir debe corregirse. Pero sin atropellos, sin desprecios, sin querer desconocer las misteriosas vías por donde llegan a los humildes de corazón los dones del Espíritu Santo. Decía el Papa el 18 de marzo de 1971: «Una secularización radical de la sociedad, al hacer la fe menos sociológica, ¿hay esperanza de que la haga más pura, más consciente, más responsable? Estamos absolutamente convencidos de que no. Ante todo, es un hecho histórico que semejante secularización se ha desarrollado en oposición con el cristianismo. Pero es preciso añadir, además: la secularización en sí misma, junto a la distinción legítima y necesaria entre las realidades terrestres y el reino de Dios, acentúa de hecho con todo su peso el sentido del inmanentismo y del antropocentrismo, al que no puede reducirse la fe cristiana. En la práctica, una secularización radical, despojando a la ciudad humana de la referencia a Dios y a los signos de su presencia, vaciando los proyectos humanos de toda búsqueda de Dios, suprimiendo las instituciones propiamente religiosas, crea un clima de ausencia de Dios. Si eso puede ser una suerte para la maduración religiosa de alguna ‘élite’, es ante todo, de hecho, un terreno fértil para el ateísmo en todos aquellos –y serán siempre la mayoría– que tienen una fe débil, que sobrevive mal sin apoyos exteriores. Para admirarse de esto habría que desdeñar la naturaleza del hombre y su necesaria expresión social»13.
La vida moral #
Entro en la última parte de mi exposición, temeroso de haberos privado ya de los recursos que podía tener vuestra paciencia para seguir escuchando. Me refiero ahora a ese conjunto de acciones, públicas o privadas, responsables y libres, que expresan y manifiestan la moral de un pueblo. La manifiestan, pero no la constituyen. Por delante de ellas, informándolas en un sentido o en otro, haciéndolas nacer, está la fe, puesto que se trata de una moral cristiana. Y está la conciencia, como norma subjetiva de moralidad, y la ley como expresión de la voluntad de Dios, y el doble orden objetivo de la naturaleza humana en el uso de las cosas y el sobrenatural de la gracia y la caridad.
«Si a lo largo de las últimas décadas se podía plantear el tema de la revisión de la teología moral, hoy parece más adecuado hablar de renovación o reflorecimiento; hasta tal punto la moral participa actualmente en el intenso esfuerzo de investigación teológica». No hago más que recoger estas palabras del prólogo o presentación de un libro extraordinario, Teología Moral del Nuevo Testamento, de Ceslas Spick, editado por la Universidad de Navarra, para referirme al hecho de que también en España los estudios de teología moral se orientan cada vez más por esta dirección.
Fe, docilidad a Cristo y a cuanto Cristo nos enseña como enviado del Padre, esfuerzo y lucha por vivir de su vida en el amor, muertos al pecado tal como éste aparece descrito en la Revelación, liberados del influjo del demonio, al que hay que oponer continua resistencia amparados en la gracia, alimentados con la esperanza que no se extingue, hijos del Padre, amadores de Dios y de nuestros hermanos los hombres, anhelosos de justicia, de paz, de fraternidad humana, también ahora, también aquí, en la tierra, que es el lugar para el que se nos ha enseñado a rezar el Padre Nuestro. Todo cabe aquí. La moral de la persona, de la familia, del progreso, del amor humano, del Estado, del orden político y social.
Este retorno a las fuentes, con particular atención al constitutivo nuclear de la moral centrada ‘»en la vocación de los fieles en Cristo y la obligación que tienen de producir su fruto por la vida del mundo en la caridad», como indica el Decreto Conciliar sobre la formación sacerdotal al hablar del tema; esta apelación a la vocación universal y cristiana a la santidad por encima de la simple actitud de huida del pecado; esta legítima preocupación por los problemas sociales, de los que no puede desentenderse el hombre que aspira a la salvación; esta conciencia de que vivimos en la ley de la gracia, que es la que nos guía y nos hace comprender la llamada de Cristo, las bienaventuranzas, la necesidad de cristiana conversión, la fidelidad perseverante a Nuestro Señor Jesús, significan un enriquecimiento de las perspectivas que harán el mensaje cristiano infinitamente más hermoso. A cuantos se esfuerzan hoy en España desde las cátedras de teología o desde otros lugares donde enseñan o escriben por conseguir este cambio, debemos alentarles y agradecerles su empeño.
Pero ello mismo está indicando la necesidad de mantener inconmovibles los grandes principios de la fe. A una moral de los hijos de Dios, libres con la santa libertad de la gracia, corresponde una fe limpia, encendida de claridades divinas, que coloque al hombre en el punto exacto de su relación con Dios Padre y con el Espíritu Santo por medio del Hijo en el seno de la Iglesia Madre. Una fe casi mística, como la de San Juan de la Cruz, es la que hace libre a un cristiano.
Esta moral escatológica, que no se limita a considerar el fin último como premio, sino que sin excluir esto conserva todo el dinamismo de la vida actual como etapa hacia la plenitud del Reino, integrando los signos de los tiempos en el juego de la providencia de Dios; esta moral de la esperanza, individualizada y personal, y vibrante en su dimensión comunitaria, puesto que ha de ser todo el Pueblo de Dios el que espera la tierra prometida, caminando como luz del mundo y sal de la tierra; esta moral cristocéntrica, cuyo programa nos marca una doble dirección: glorificar al Padre al hacer su voluntad y ayudar a los hombres en el plano horizontal de una caridad eficaz y comprometida; esta moral del Reino de Dios, que se concreta en Cristo Encarnado, muerto y resucitado, vuelto al Padre, donde nos espera, que nos pide que actuemos su presencia no sólo en nuestro interior, sino en las relaciones intersociales de la humanidad para que su Reino se extienda; esta moral sacramentaria, que incorpora lo mistérico al hecho normal humano y cristiano, que florece en la liturgia y corre como una brisa santificadora y alegre, exige, repito, so pena de reducirse a una fragancia de mero humanismo cristiano cada vez más tenue y evaporado, una doctrina y una vida de fe robusta y clara.
Y he aquí la paradoja. Cuanto más hermoso queremos presentar el programa moral, más confuso aparece el mensaje de la fe. ¿No está pidiendo esto un esfuerzo serio de los teólogos y los pastoralistas para no defraudar al hombre de nuestro tiempo al invitarle a contemplar un paisaje tan bello, privándole a la vez de la luz necesaria para verlo?
Los grandes principios morales sobre la familia y el amor, la sexualidad y la economía, la conciencia y la libertad, la guerra y la paz, la autoridad y los súbditos, el pecado y la virtud, están pidiendo a gritos ser más predicados y urgidos, con decisión cristiana, desde la perspectiva de la fe teologal. De lo contrario, caeremos en una nueva casuística, no de casos aislados, que, por supuesto, requerirán siempre un examen específico, sino de áreas de comportamiento o de zonas de actividad humana, inconexas entre sí, porque faltará la visión global del hombre cristiano.
A mi modesto juicio, esto está fallando hoy en España en nuestra predicación y catequesis moral. Se ha acentuado, en concreto, la insistencia en nuestros deberes sociales hacia la comunidad y en la obligación de no considerar ajeno a nuestro ordenamiento interior el impulso que debe llevarnos hacia el perfeccionamiento de las estructuras sociales, culturales, políticas, económicas, en que el hombre se desarrolla y vive. Esto es un logro que debemos apreciar en todo lo que vale. Es una manera práctica de servir a eso que llamamos, con palabras abstractas, el bien común. ¿Pero basta eso para ser cristiano? ¿Cómo lograremos ese tipo de hombre testigo de Dios si no se le facilita la oración, que es también una obligación moral; el arrepentimiento y la penitencia; la liberación de los egoísmos de la carne y del dinero; la convicción de que igual se puede ser esclavo de cien pesetas que de cien millones; la fidelidad a una práctica religiosa libre, pero constante y regulada para que no se disuelva su espíritu en el simple deseo ineficaz y estéril?
Los que fomentan hoy, en nombre del Evangelio de la libertad, la autonomía sin límites de la conciencia, la regulación subjetiva de los deberes religiosos sin servidumbre a las leyes eclesiásticas, la crítica rebelde contra la autoridad, la apelación a la opción fundamental sin preocuparse demasiado de la matemática de los actos concretos y personales, están destruyendo el bello paisaje de la moral cristiana no sólo en el ámbito individual de cada conciencia aislada, sino en aquello que más enardecidamente amaban y querían defender: el de la comunidad social vivificada por un amor nuevo. Al introducirse el egoísmo, la liberación común de signo cristiano se desvanece y muere. A no ser que se quiera entender como único fruto del Evangelio amado, la nivelación económica conseguida a cualquier precio.
El problema de la pobreza moral en la vida española de hoy, con su peso específico, cada vez más fuerte, está ahí. Y no podemos ocultarlo ni desconocerlo. Hace dos años en la XII Asamblea Plenaria del Episcopado Español fue examinado atentamente. El P. Todolí, catedrático de Ética y Sociología de la Universidad de Madrid, nos ofreció un estudio documentado y serio sobre el pecado y sus estímulos sociales (drogas, erotismo, fraudes, afán desmedido de lucro, espectáculos, publicidad de consumo), en que se demuestra la alarmante situación en que nos encontramos. Lejos de corregirse, hoy, a dos años de distancia, debemos decir que ha empeorado.
La acusación de los jóvenes #
Una de las más incitantes y generalizadas actitudes por parte de las generaciones jóvenes de hoy es la acusación que se hace a los mayores de insinceridad, hipocresía, egoísmo, incapacidad para resolver los problemas del mundo. Estos grupos, cada vez más numerosos, contemplan a sus padres con indiferencia, con desprecio, con una frialdad cruel. Digo que la acusación es incitante y contagiosa, porque va envuelta en una apariencia de noble y hermosa inquietud social, y les permite constituirse de golpe en jueces nada menos que de sus padres y de la sociedad adulta. Esto es muy grato a la psicología juvenil. Al obrar así compensan sus lógicas impotencias propias de la edad y sus todavía insatisfechas aspiraciones con una falseada conciencia de superioridad acusatoria y agresiva. Y surge el desdén hacia todo lo que los mayores representan y hacia las formas de vida que los acompañaron o guiaron: la religión, la patria, el orden político y social, la familia, el concepto de libertad y de progreso, todo fue superstición y ganga inútil, retórica patriotera, encubrimiento de injusticias, conculcación de los derechos del hombre libre. Todo fue falso, empobrecedor y decadente.
Y en esta actitud hostil y desdeñosa aparecen siempre, junto a los acusadores jóvenes, otros que ya no lo son tanto, y que por los motivos que sea no están dispuestos a perder el tren. Desde la cátedra y el libro, desde las revistas y periódicos, desde las pantallas de cine y del teatro, y también desde dentro de la Iglesia, se revuelven iracundos o mansamente doctorales contra todo lo pasado, y de sus labios y sus plumas brotan a raudales los halagos a la generación que viene, las apelaciones a los cambios irreversibles de la historia, los cantos oscuramente líricos a los valores de la autenticidad, las manifestaciones generalizadas de una radicalmente falsa esperanza en el futuro que nos va a traer, colgados de su mano prometedora, los nuevos cielos y la nueva tierra. La futurología y la vaguedad sustituyen así a la antigua retórica; falta el rigor y el discernimiento; todo queda confiado a la dinámica del cambio y de la transformación que lleva en sus entrañas fuerza creadora. Una vez más los debeladores de lo que ellos estimaban inadmisibles mitos se reducen estérilmente a configurar un mito nuevo: el de un profético mesianismo sin profetas y sin mesías.
Lo peor es que los mayores estamos cayendo en la trampa. Una mezcla de remordimiento por nuestras faltas reales y objetivas, de explicable resistencia a las luchas y polémicas, de respeto humilde a lo que puede haber de positivo en esas críticas que nos hacen, fomenta en nosotros un silencio que con frecuencia es desaliento y cobardía. Y algunos van más lejos porque se pasan con armas y bagajes al campo de donde vienen los ataques para lanzar también sus propios dardos.
Esta táctica, a mi juicio, es suicida desde el punto de vista moral. Porque es injusta, cobardemente complaciente, y sustentada sobre estimaciones que no responden a la verdad. Lo de siempre, falta de discernimiento. Razonaré brevemente esta afirmación que hago.
Considero que la crítica que las generaciones jóvenes hacen a los mayores es provechosa en cuanto que obliga a reflexionar y a buscar un mayor perfeccionamiento en todo. Más aún, de esos jóvenes tienen que venir, y es deseable que vengan, cambios fecundos para el conjunto del orden social. Y se comprende también que nos juzguen con irritación al personalizar en las generaciones adultas los trágicos fallos de nuestra convivencia humana y social. Saben que ha habido demasiadas guerras, demasiado odio, demasiada desigualdad social y económica. Haremos bien en examinar nuestra conciencia y reconocer nuestras responsabilidades.
Pero los nuevos profetas no nos traen una nueva moral. La suya consiste en protestar, destruir y negar. Son injustos, porque no es lícito lanzar acusaciones contra la sociedad anterior en bloque por el hecho de que se hayan dado guerras e injusticias: hubo también miles de hombres buenos y honestos que obraron el bien y que protestaron y se quejaron, antes que ellos, de los males existentes, pero persuadidos de que la auténtica corrección de los mismos se realiza en el interior del corazón de cada uno, de donde ha de brotar la sinceridad para la reforma de instituciones y estructuras, también necesaria.
Por su desprecio a la ley, al principio de autoridad, a la parte buena que indudablemente hay en el orden existente, incurren en un ingenuismo romántico que a nada conduce, o se dejan engañar torpemente por abominables tiranías, ellos, que tanto alardean de amor a la libertad. Se hacen pacifistas, pero no sembradores de paz; rechazan las injustas desigualdades económicas, y quizá ellos no trabajan; se niegan a admitir una religión con dogmas y preceptos, y se excitan, en cambio, ante canciones religiosas sentimentaloides o ante óperas y operetas, como «Jesucristo, super-star» , explotadas comercialmente por los insaciables de siempre. Para ellos la moral cristiana es una antigualla inservible, pero ni siquiera se quedan con la moral kantiana del imperativo categórico que admitía el valor permanente de unos principios sustantivos que nacen de la persona humana.
Estos grupos y tendencias son, además, egoístas, profundamente egoístas. Lo revelan en un determinado campo de su existencia, en que los frenos ya no existen: el del libertinaje sexual. Hablan del egoísmo hipócrita de los mayores, con sus orgías, sus adulterios y sus fornicaciones. Ahora es mucho peor; es el amor libre animalizado; la promiscuidad; el intercambio; el aborto, con sus redes organizadas; la droga, cuyo consumo aumenta sin cesar, según las comentadas manifestaciones que hizo este año el Fiscal del Tribunal Supremo. Su egoísmo es tan fuerte e insaciable que para evitar sentirse reos empiezan por eliminar los conceptos de culpa, de pecado o de desorden moral. Todo es lícito, todo es camino de libertad para la realización de la persona humana. Gastar dinero, poseer o robar coches, consumir alcohol, drogarse, satisfacer instintos. Y éstos son los que se presentan altaneros y despectivos como reformadores del orden social. A ellos es aplicable el agudo análisis que de estas actitudes realizó hace años la novelista Carmen Laforet en La mujer nueva, cuando la protagonista, amiga de la libertad y de lo auténtico, vehemente impugnadora de todas las beaterías y actitudes hipócritas de las gentes de Iglesia, va cayendo en la cuenta, poco a poco, de que ella, desde su elegante y frío escepticismo, es más egoísta que nadie, porque no busca más que su propio placer y su satisfacción personal. Con qué cara –lee un día en el Evangelio– te pones a mirar la paja en el ojo ajeno y no ves la viga en el tuyo … Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo y entonces verás cómo has de sacar la mota del ojo de tu hermano (Mt 7, 3-5).
Esta mujer joven, en la novela, encontró por fin la luz y supo vivir después sus obligaciones enriquecida por el misterio de Cristo. Pero los jóvenes de que hablo, mucho más numerosos de lo que creemos, desprovistos de toda defensa moral y religiosa, terminan por caer en un nihilismo absurdo que lleva incluso al suicidio cada vez más frecuente. No se puede esperar de ellos familias estables y sólidas. Contribuirán con su amargura y su desorden a la desintegración de la sociedad. No se puede decir que sean una esperanza del futuro simplemente porque sean más sensibles a los problemas sociales que los de antaño.
Esta sensibilidad, cuando no se sustenta sobre los sólidos principios de la ética y el derecho natural, no sirve, y lo único que logra es favorecer, a la larga, la destrucción de la propia sociedad del bienestar en que viven, con tanto esfuerzo levantada.
La Iglesia española debería hacer un esfuerzo inmenso no contra esta juventud, sino contra estos criterios devastadores que la aniquilan. De la moral individualista, o, a lo sumo, familiar, insistentemente urgida en otro tiempo, hemos pasado a una predicación y catequesis de sensibilidad social, evidentemente necesaria, pero sólo parcialmente evangélica, si nos olvidamos de los grandes principios que regulan las relaciones de la conciencia de cada uno con Dios y con su Hijo divino, Nuestro Señor Jesucristo.
Porque queda otra juventud, todavía gracias a Dios, mucho más numerosa que la anterior. Está compuesta por una muchedumbre innumerable de muchachos y muchachas sanos, trabajadores, alegres, cristianos. Son estudiantes u obreros, del campo y de la industria, oficinistas y empleados. También son inconformistas y rebeldes. Pero este inconformismo, salvado lo que tiene de idealista y utópico, de cuya eliminación se encarga la vida misma, es positivo y estimulante. A esta juventud es a la que hay que admitir y escuchar, solicitando su ayuda y colaboración. Yendo a ella con toda la trascendencia del mensaje cristiano, no reducido al horizonte de la solidaridad social humana, predicando y urgiendo todos y cada uno de los mandamientos de la ley de Dios, sin falsos conceptos de la libertad y la persona humana. Porque si no lo hacemos así esta juventud será también inexorablemente devorada por la terrible presión del ambiente y el materialismo se adueñará de sus almas. He podido comprobarlo en una ciudad como Barcelona, adonde confluyen miles y miles de jóvenes de toda España.
Concretamente en lo que se refiere al libertinaje sexual, causa pena e indignación ver la mansedumbre con que aceptamos las repetidas acusaciones de que, en España, en la educación moral que la Iglesia ofreció a sus hijos, sólo se preocupó del sexto mandamiento. Este reproche es injusto e infundado. Detrás de esta preocupación de la Iglesia no había mojigatería monjil o represión celtibérica, como quieren decir: había un noble afán de defender el verdadero amor y la familia, y a ello nos llevaba el sentido católico de la vida. Si no se urgió tanto la moral de los deberes sociales, ésta es otra cuestión, que merecería ser examinada más despacio para evitar generalizaciones simplistas y abusivas. Y si hubo, en tomo a la educación sexual y la protección del pudor, pintorescas exageraciones, cautelas desmedidas y, a veces, deformantes, etc., tenemos que decir que igualmente existieron en la Inglaterra puritana, y en la Suiza protestante, y en Francia, y en Italia. Basta leer los reglamentos de la vida en los colegios y la literatura de costumbres.
Poco a poco, y antes desde luego que en nuestro país, fue cambiando la orientación pedagógica en estas cuestiones y empezaron a existir las amplias libertades que ahora también se disfrutan en España. Ya somos muy europeos en este orden moral. Ya tenemos miles y miles de educadores que defienden la plena libertad de las costumbres, porque así se evitan los tabúes y las conciencias reprimidas. Y aducen ejemplos. En Dinamarca –dicen– se han permitido exposiciones públicas de pornografía, y al repetirse han dejado de tener éxito. Efectivamente, la gente se cansa de ir a contemplar, públicamente organizado, el espectáculo de su propia degradación animal. Las exposiciones fracasan. Pero la pornografía se ha adueñado, con silenciosa y tranquila posesión, de las costumbres normales. ¿Qué falta hacen ya exposiciones, si el agua de la cloaca corre abundante y libre? Mientras tanto, siguen llegando desde esos países, tan adelantados y modélicos, revistas y libros repugnantes que atraviesan clandestinamente las fronteras para ser devorados por nuestras jovencitas y nuestros muchachos, emancipados ya de la estúpida moral que predicábamos los curas españoles. Ya no habrá represión. Sólo habrá prisioneros en la cárcel del materialismo que entre otros estamos levantando. ¿Por qué tener que ir de un exceso a otro mayor?
El ejemplo del Papa #
Pablo VI lleva sobre sus hombros el peso glorioso y, a la vez, terrible de aplicar a la vida de la Iglesia las nuevas orientaciones pastorales del Concilio Vaticano II. Su predicación sobre la fe ha sido incesante, iluminada, vivísima. Ha dado y está dando un ejemplo insuperable de coherencia entre el mantenimiento de la verdad tradicional y la apertura hacia aquellos sectores del pensamiento y de la vida del hombre en que el Concilio puso su atención.
¿Cuál ha sido su predicación y su magisterio en el orden moral? Continua e insistente en las homilías de las audiencias de los miércoles.
La moral, en lo privado y en lo público, ha constituido el tema central de innumerables discursos de Pablo VI. Pero sobresalen algunos documentos que en materia moral son de un valor extraordinario. La Populorum Progressio; la Octogesima Adveniens; la Communio et Progressio, sobre los medios de comunicación social; sus discursos en Colombia y en la O.I.T. en Ginebra; sus mensajes a las jornadas de la paz, constituyen un espléndido monumento.
En los primeros años de su pontificado se entrega con entusiasmo creciente a una catequesis incesante sobre la renovación pastoral de la Iglesia por la caridad y el diálogo. Las mejores vibraciones de la teología moderna, bíblica y dogmática, sobre el misterio de la caridad como virtud informadora de la actividad humana del cristiano y de la ciencia moral, aparecen frecuentemente en su enseñanza.
No entiende él la acción de esta moral de la caridad como una mera dignificación del hombre en el sentido de que haya que dotarle de medios de cultura y conseguir una más justa distribución de la riqueza, y en la cumbre, la paz. En su catequesis habla sin cesar de la gracia y de la vida en consonancia con el Evangelio y con las leyes y doctrinas de la Iglesia. Pero la «contestación» y los desmanes doctrinales y de comportamiento, consecuencia de los primeros, irrumpen violentamente como una riada arrasadora que sorprende la buena voluntad del Pontífice. Empieza a hablar de que se ha perdido el sentido de la moralidad y del pecado. Sus advertencias son graves, pero su irrompible amor a la Iglesia del posconcilio y al mundo en que ésta ha de presentar su mensaje no le hacen desistir de sus afirmaciones llenas de apostólica valentía, proclamando la obligación moral de la adhesión a la verdad y de la defensa del hombre como parte del camino que necesariamente hay que recorrer para llegar a la caridad, alma de la moral cristiana.
Desgraciadamente, tenemos que reconocer que la mayoría de los sociólogos y hombres punta de la revolución social en la Iglesia y de los sacerdotes extraviados en el temporalismo alegan falsamente la postura del Papa, que, según ellos, exige como fruto de la fe comprometida la promoción del hombre en la estadía del tiempo, reduciendo casi únicamente a esto la moral del cristianismo. Causan así una injuria grave al magisterio papal, que una y otra vez ha afirmado que la misión de la Iglesia no es política, ni social, ni económica, sino religiosa, y que, si bien no excluye ni elude las justas exigencias de tipo social y cultural, tiene como fundamental objetivo llevar el sentido de Dios a los descubrimientos y al progreso de la hora presente.
En los últimos años, y particularmente en el que está en curso, se advierte en Pablo VI una preocupación cada vez mayor por los temas relativos al orden moral y la conciencia, el desenfreno de las costumbres, el aumento de la delincuencia, la falta de respeto a las leyes, las desobediencias multiplicadas, las ideologías que favorecen, desde dentro de grupos cristianos, la marcha hacia la revolución, el desprecio de los preceptos del decálogo y de la Iglesia, etc. No perderá jamás su esperanza, pero se ve claro que un gran dolor llena su alma.
A modo de balance #
Dije al principio que me situaba conscientemente en una perspectiva de esperanza cristiana. ¿Cómo abdicar de ella si se quiere seguir viviendo con Cristo y trabajando por su Reino?
Pero una honradez elemental me obliga a manifestar que la situación de España hoy en cuanto a la fe y la moral empieza a ser grave y preocupante. Los resultados del posconcilio son todavía un fruto en agraz. Su maduración depende de que en el árbol del que cuelga ese fruto no se hagan cortes, que impidan el acceso de la savia que da vida a la Iglesia. El Vaticano II no ha venido a plantar un árbol nuevo. Es más bien una nueva técnica agrícola, con nuevos riegos, nuevo sol, nueva y enriquecida tierra para el mismo árbol de siempre.
Son muchas ya las personas desorientadas, desasistidas e incluso privadas del alimento que deben recibir para que su vida cristiana se mantenga. El sacramento de la Penitencia es combatido y despreciado. El de la Eucaristía es frecuentemente recibido, pero ¿con qué provecho? El del Matrimonio, sobre el que ha florecido una tan rica literatura religiosa, ya antes del Concilio, sufre un asalto sistemático con todo lo que se dice sobre relaciones prematrimoniales, separación y divorcio, exigencias del amor, paternidad responsable mal entendida, con olvido de los términos exactos de la Humanae Vitae. El Magisterio de la Iglesia, en su función de garantía querida por Dios para la transmisión de la verdad revelada, es rechazado por muchos con insolencia, sin advertir que cuanto más se avance en este camino, eliminando la obediencia a las enseñanzas del Papa, no quedará en pie la autoridad de los Obispos, y menos resistirá la de los sacerdotes, a los que el Concilio llama «rectores del Pueblo de Dios».
Grave y reprobable es la obstinada falta de docilidad para entrar por los caminos de la renovación; pero todavía es más censurable la jactanciosa altanería con que se juzga y se desprecia a los que proclaman su fidelidad, su sentido de responsabilidad frente al mundo y, a la vez, frente a lo que el Señor ha ordenado para su Iglesia. A muchos sacerdotes se les está haciendo sufrir indeciblemente, porque, deseosos como el que más de las verdaderas renovaciones, no pueden admitir en su conciencia que se quiera hacer pasar como renovación lo que no es más que desenfreno, y porque no consienten ni pueden consentir en experiencias demoledoras. Se les trata de retrógrados, de inmovilistas, desfasados, inadaptados a su tiempo. Esto es gravemente injusto. Ser tradicionales no es ser tradicionalistas en el sentido peyorativo de la palabra.
Se ha avanzado positivamente en la educación litúrgica, en sensibilidad social, en comprensión más honda de que no puede haber amor a Dios si no hay amor al hermano, en interiorización personal, en responsabilización más viva de que pertenecer a la Iglesia de Cristo exige una actitud de conversión continua, de búsqueda de nuevos caminos para la evangelización, de atención más delicada y analítica para todo cuanto hay de bueno en el mundo, en sus realidades económicas, y políticas, en sus aspiraciones a la justicia y a la paz, en las diversas religiones que tienen adoradores y creyentes. Todo esto es bueno para nuestra España y nuestra comunidad católica.
Pero hay demasiados defensores de la secularización y la desacralización, tan repetidamente reprobadas por el Papa; hay demasiada proclividad hacia los intentos de reforma social por el camino de las violencias; hay una actitud torpe y apasionada que induce a estimar en seguida como enfeudamiento lo que no es más que colaboración respetuosa con la autoridad civil, respecto a la cual tan necesario como la independencia es el respeto y la justicia en la critica; hay dolor y preocupación pastoral legítima, sí, legítima y explicable por nuestra falta de presencia eficaz en el mundo obrero y el universitario. Pero, ¡por amor de Dios!, que no se olvide a los muchos sacerdotes que todavía trabajan entre los jóvenes estudiantes con alegría y con fe y encuentran espléndida acogida. Y a los muchos párrocos del mundo rural, más pobre que el de las zonas industriales, o de suburbios y clases modestas de las grandes ciudades que realizan silenciosamente tareas de evangelización y sacramentalización humildes y llenas de eficacia, más densas y penetrantes muchas veces que las estudiadas técnicas de operatividad apostólica en que tanto se insiste. Que no se diga a la ligera que siempre llegamos tarde, porque a ese paso vamos a tener que afirmar que también Cristo habría llegado tarde en el tiempo de su Encarnación, dado que las civilizaciones que le habían precedido no pudieron recibir su buena nueva.
Muchos de nuestros seminarios y noviciados están vacíos, lo cual es muy grave para el futuro de la Iglesia en España. Pensar en que todo se arreglará cuando del seno de la comunidad surjan adultos que reciban la imposición de las manos, puede ser un recurso de la imaginación, pero la historia es más exigente en sus comprobaciones. A medida que la religión cristiana se extiende, sus ministros tienen que multiplicarse y cada vez con más esmerada preparación. ¿O es que nos contentamos a priori con un cristianismo de pequeños grupos? ¿Dónde quedará entonces el celo por la expansión del Reino de Dios? Efectivamente, para plantar una semilla bastan las manos de un hombre y aun las de un niño. Pero esa semilla, en la intención de Jesús, está destinada a ser árbol frondoso, en cuyas ramas aniden muchas aves. Si por circunstancias ajenas a nosotros el Pueblo de Dios ha de disminuir en número, aceptémoslo con humildad; pero que ni una sola centella de luz cristiana se apague por nuestra indiferencia o nuestras blanduras en cuanto a la exigencia para ser ministros del Señor. Formas diversas de reclutamiento de las vocaciones, adultos o niños, sí. Complacencias acomodaticias, no valen nunca. Las cristiandades de África y Asia, que saben algo más que nosotros de carencias y de anhelos, dan lecciones muy distintas sobre los seminarios y la formación sacerdotal. Y consta por informaciones serias que en alguna diócesis muy importante del Norte de Italia el mayor número de secularizaciones procede de las llamadas vocaciones tardías. No generalicemos demasiado.
Pero yo tengo esperanza en la Iglesia de Dios y, concretamente, en la Iglesia de España. Hay mucho dolor, y mucha oración, y mucho esfuerzo que no pueden quedar infecundos.
La mayor parte de nuestras divisiones y conflictos nacían hasta ahora más de motivos pastorales que doctrinales. Ya no puede decirse lo mismo. Pero si reflexionamos a tiempo y hondamente sobre las exigencias de la fe y la moral y se produce una reacción vigorosa que nos haga estar contentos de ser lo que somos para llevar con humildad al mundo lo que el Evangelio nos pide, los pluralismos pastorales no harían más que enriquecernos y enriquecer a la Iglesia. La inmensa mayoría de los sacerdotes de España coincidimos en lo fundamental de nuestras aspiraciones apostólicas. ¿Por qué hemos de ser incapaces de darnos el abrazo de la fraternidad en la misma fe y la misma moral y el mismo concepto de Iglesia? Hay algo y alguien que puede ayudarnos: el Magisterio de la Iglesia y el Papa. Atengámonos a esto. Dejemos falsos magisterios. Lo demás lo hará nuestra oración, nuestra vida espiritual, nuestra cruz amada y bendecida.
Estudiemos las cuestiones seriamente. A mis sacerdotes de Toledo les anuncio que seguiremos por esta línea: atención profunda a lo pastoral y estudio de nuestros dogmas. Pronto nos reuniremos para celebrar unas jornadas sobre algo que pide urgente examen: la llamada teología de la liberación. Teología sin acción pastoral no nos soluciona el problema. Pastoral sin reflexión teológica nos lleva al caos. Unamos ambas cosas. Y unamos aún más nuestras vidas en el amor a nuestro sacerdocio, a la Iglesia y al mundo de hoy y a nuestra Iglesia de España.
Hay que volver a predicar la fe y las exigencias morales de la misma con entusiasmo y alegría, desterrando para siempre la idea de que podemos presentar a los hombres un cristianismo nuevo o tan renovado en sus constitutivos esenciales que ya no sea el de Cristo. Los esfuerzos hechos en tantas Asambleas Diocesanas y en la Asamblea Nacional de Obispos y Sacerdotes celebrada en Madrid el pasado año, corregidas algunas afirmaciones y ciertas líneas de orientación que no pueden admitirse sin más, tienen mucho de aprovechable. Busquemos juntos el equilibrio necesario para evangelizar a esta sociedad española que cambia, de acuerdo con la verdadera doctrina del Concilio, la legislación canónica y moral vigente y el Magisterio de la Iglesia.
1 C. Spick, Teología moral del Nuevo Testamento, Pamplona 1970, 395.
2 Homilía, 5 de julio de 1972.
3 Ibíd.
4 Pablo VI, Discurso a diversas peregrinaciones, 25 de abril 1968: Ecclesia, número 1.389, 705.
5 Pablo VI, audiencia general, 12 de agosto de 1970: Ecclesia, núm. 1505, 1670.
6 Pablo VI, Homilía, 21 de junio de 1967: Ecclesia, núm. 1.349.
7 K. Adam, El Cristo de nuestra fe, Barcelona 1958, 116ss.
8 Pablo VI, audiencia general, 3 de noviembre de 1966: Ecclesia, núm. 1.320.
9 H. de Lubac, La fe cristiana, Madrid 1970, 149.
10 Ibíd., 152.
11 Ibíd., 155ss.
12 Ibíd., 167ss.
13 Pablo VI, discurso al Pleno del Secretariado para los no creyentes, 18 marzo 1971.