Comentario a las lecturas del XXXI domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 2 de noviembre de 1997.
Este domingo la Iglesia entera, extendida por todo el mundo, ora por todos los difuntos. Ora con paz, con serena confianza, con la honda convicción de que “si por el bautismo nos incorporamos a Cristo, ello quiere decir que nos incorporamos a su muerte”. Esta es la oración litúrgica que brota del misterio de Cristo, la que piensa que un día por el bautismo fuimos sepultados con nuestro Salvador en su muerte y por ello mismo, igual que Él resucitó de entre los muertos, alcanzaremos la vida nueva y resucitaremos con Él.
Por eso dijo Pascal que desde que Cristo murió ningún cristiano muere solo, sino con Él, unido a Él, apoyado en Él, con la dulce compañía de Él. Lo que ocurre es que junto a esta grandeza de la muerte cristiana está la frágil condición de nuestra naturaleza, que nos hace sufrir indeciblemente al ver que se mueren nuestros seres queridos, y que también nosotros nos vamos acercando a la muerte despiadada y cruel, tras la cual lo único que queda es la soledad del sepulcro y la corrupción progresiva de unos pobres despojos de aquellos a quienes antaño amamos tanto y ahora ni siquiera nos atrevemos a querer ver cómo están y qué son, si nos fuera ofrecida la posibilidad de contemplarlos. Y ahora ya ni eso. Todo es ceniza.
Por eso, la fe cristiana dice que nuestra existencia está unida a la del Señor, tanto en la vida como en la muerte. Creemos que estamos destinados a ser ciudadanos del cielo y así lo cantamos, a veces, en nuestras eucaristías; vivimos sabiendo que donde está Cristo, allí estaremos nosotros. Ante la muerte no hemos de perder la calma, ni ceder a la desesperación. Creemos en Dios-Amor. En la casa del Padre hay muchas moradas y Jesús nos tiene preparada también la nuestra.
Por eso hoy, la Iglesia llena de amor, de comunión, de solidaridad, recuerda a todos los difuntos, y eleva en la Eucaristía su oración al Señor por todos. Él es la vida y nosotros los sarmientos. Unidos rezamos por nuestros difuntos y esta oración es para nosotros, los que vivimos, consuelo y esperanza. “Cuando se acepta con serenidad la caída de las tinieblas de la muerte –escribe Rahner– como el comienzo de una promesa que no entendemos, cuando un hombre conoce y acepta su libertad última, que ninguna fuerza terrena le puede arrebatar, allí está Dios y su gracia liberadora”.
Todo en esta vida tiene su tiempo y acaba. Pero el Señor vive y no le alcanza la transitoriedad. En esta quietud, en ese amor, en esa paz, en esa vida, en esa felicidad y plenitud, en la que está Dios, están todos los que han muerto. Desde allí Jesucristo ha venido a nosotros y nos ha traído noticias de lo que ningún ojo ha visto, ningún oído ha percibido, ni ha penetrado en el corazón de ningún hombre. Cuando nuestra vida terrena se complete, ahí está también nuestra patria.
Hemos de fomentar en la vida terrena la esperanza y ello servirá de estímulo en nuestro obrar cotidiano. Cada momento es moneda de vida eterna. Seamos conscientes de ello y que nuestra vida sea tocada por el soplo de la eternidad divina, para que cumplamos bien nuestro obrar en el tiempo. Hemos de combatir y luchar por nuestra libertad, para ir haciéndonos mejores y mejorar también nuestro entorno. En toda limitación, en toda aparente inutilidad de nuestra vida, hemos de sentir la esperanza del día en que caerán todas las cadenas y seremos partícipes de la libertad de los hijos de Dios.
“No encadenes tu fondo eterno, que en el tiempo se desenvuelve, a fugitivos reflejos de él. Vive al día dentro del amor de la eternidad; el día de la eternidad, es la eternidad, es como debes vivir” (Miguel de Unamuno, Adentro).
Esta es la mística, la espiritualidad de cada día, buscar a Dios en todas las cosas y hechos, por pobres que sean. Esta es nuestra fe pascual de vida, muerte y resurrección. La Eucaristía es nuestra fuerza en la lucha diaria. Los cristianos proclamamos la fe en un Dios revelado en Jesucristo, que es fiel con nosotros más allá de la frontera de la muerte. Hay que orar más. Frente a las lágrimas, un beso y muchos besos al crucifijo.