¿Ha pasado de moda el Rosario?

View Categories

¿Ha pasado de moda el Rosario?

Instrucción pastoral, de mayo de 1971, publicada en el Boletín Oficial del Arzobispado de Barcelona, 15 de mayo de 1971.

Una vez más deseo aprovechar la oportunidad que me brinda el mes de mayo para hacer una profesión de fe y de piedad en el misterio de la Santísima Virgen María. Y para invitaros a todos, sacerdotes, comunidades religiosas y fieles seglares, a hacer lo mismo. No nos es lícito despreciar estas costumbres piadosas –las de ofrecer cultos especiales a la Virgen María durante el mes de mayo y en octubre– bajo el pretexto de que no son expresiones litúrgicas. Hemos de defender la piedad del pueblo, la piedad sencilla y fervorosa, que es expresión de vida y de amor. Así lo hicieron los grandes poetas cristianos como Verdaguer. Los grandes obispos, tan sabios como santos, entre los cuales el nombre de Torras y Bages cobra particular relieve. Así lo han hecho y siguen haciéndolo los grandes Papas, como Pío XII, Juan XXIII y Pablo VI.

El mes de mayo en nuestro calendario suele coincidir siempre con esta época que va de la Pascua de Resurrección a la de Pentecostés. La Iglesia contempla durante este tiempo el nacimiento de la comunidad cristiana, tal como nos lo permite entrever el libro de los Hechos de los Apóstoles, escrito por San Lucas. Y en esa comunidad naciente, formada por los apóstoles y los discípulos creyentes, estaba María, ocupando el lugar de presidencia que desde el principio le fue reservado por un designio divino. ¿De qué hablaban los Apóstoles y la Virgen Madre? ¿Cuáles serían sus conversaciones durante este tiempo en que esperaban?

Preguntas como éstas han podido ser objeto de muchas meditaciones por parte de las almas piadosas. Los exégetas no pueden decirnos nada, porque las narraciones de la Escritura son extremadamente sobrias. Pero nadie podrá desautorizar al que piense que en esos días primaverales de la Iglesia que empezaba a germinar, María Santísima, la Madre del Resucitado que iba a subir a los cielos o que había subido ya, hablaría –y no poco– de lo que hablan las madres sobre el hijo que ha muerto y que sigue siendo amado.

En este caso, además, el que murió estaba vivo, y los atemorizados Apóstoles de unas semanas antes se habían acogido a la intimidad del cenáculo en espera de las grandes cosas que iban a suceder. La que más recuerdos tenía, la que más podía hablar revelando el secreto de sus silencios pasados, la que más humanidad podía poner en la sobrecogedora grandeza de lo que se estaba viviendo, era Ella, María. Ella tuvo que ser la que más habló y la que más fue preguntada.

O sea, que en el primer año de la historia del cristianismo hubo ya una especie de mes de mayo en que la Santísima Virgen invitaba a meditar en los «hechos», acogía súplicas y ruegos, y ponía un poco de claridad en las cosas. Lo que ha hecho siempre.

I El Concilio y el pueblo #

Defendamos, sí, la piedad del pueblo. Del pueblo sencillo, fervoroso, que siglo tras siglo forma no una masa amorfa e indiscriminada, sino una muchedumbre innumerable, compacta, ordenada, solidísima, en el testimonio de su piedad y su alabanza a la Madre de Jesús. Este pueblo es una familia, la familia de Dios, y ha de respirar la atmósfera familiar que Dios quiere que respiren sus hijos.

Pues bien, he aquí lo que, según dice el Concilio Vaticano II, ha querido el Señor. «Uno solo es nuestro Mediador, según las palabras del Apóstol: Porque uno es Dios, y uno también Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de todos (1Tim 2, 5-6). Sin embargo, la misión maternal de María para con los hombres no oscurece, ni disminuye en modo alguno esta mediación única de Cristo, antes bien, sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de Éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta».

«La Santísima Virgen, predestinada desde toda la eternidad como Madre de Dios, juntamente con la encarnación del Verbo, por disposición de la Divina Providencia, fue en la tierra la Madre excelsa del divino Redentor, compañera singularmente generosa entre todas las demás criaturas y humilde esclava del Señor. Concibiendo a Cristo, engendrándolo, alimentándolo, presentándolo al Padre en el templo, padeciendo con su Hijo cuando moría en la cruz, cooperó en forma enteramente impar a la obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente caridad, con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por eso es nuestra Madre en el orden de la gracia».

«Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente a la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna. Con su amor materno se cuida de los hermanos de su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligro y ansiedad hasta que sean conducidos a la patria bienaventurada» (LG 60.62).

Y así es como el pueblo cristiano ama y entiende la misión de la Virgen María en la gran familia a que pertenece. Por eso la honra, la alaba, la bendice y se confía a Ella con la esperanza de lograr su intercesión maternal.

Por eso mismo todos cuantos tenemos la responsabilidad pastoral de conducirle hacia Dios, hemos de esforzarnos por mantener encendida y viva la llama de la piedad mariana, y no podemos permitir que se extingan, por nuestra desidia o nuestro equivocado modo de pensar, santas y respetables tradiciones como ésta de los actos especiales de devoción en el mes de mayo o en ocasiones parecidas.

Culto litúrgico, lo primero; pero también piedad sencilla y popular. Sentimentalismos vanos, no; pero justa expresión de los sentimientos del amor, sí. Supersticiones y credulidades fantásticas, nunca; pero ternura y confianza que se manifiesta en cantos, rezos, alabanzas, tal como la Iglesia lo ha querido siempre, ¿por qué no?

La piedad y devoción a la Virgen María sirve para llevarnos más fácilmente a Cristo, para fortalecer nuestra fe, para vencer las tentaciones, en una palabra, para ayudarnos a una vida más auténticamente cristiana.

«El santo Concilio enseña de propósito esta doctrina católica y amonesta a la vez a todos los hijos de la Iglesia que fomenten con generosidad el culto a la Santísima Virgen, particularmente el litúrgico; que estimen en mucho las prácticas y los ejercicios de piedad hacia Ella recomendados por el Magisterio en el curso de los siglos, y que observen escrupulosamente cuanto en los tiempos pasados fue decretado acerca del culto a las imágenes de Cristo, de la Santísima Virgen y de los santos. Y exhorta encarecidamente a los teólogos y a los predicadores de la palabra divina que se abstengan con cuidado tanto de toda falsa exageración cuanto de una excesiva mezquindad de alma al tratar de la singular dignidad de la Madre de Dios. Cultivando el estudio de la Sagrada Escritura, de los Santos Padres y Doctores y de las liturgias de la Iglesia bajo la dirección del Magisterio, expliquen rectamente los oficios y los privilegios de la Santísima Virgen, que siempre tienen por fin a Cristo, origen de toda verdad, santidad y piedad. En las expresiones o en las palabras eviten cuidadosamente todo aquello que pueda inducir a error a los hermanos separados o a cualesquiera otras personas acerca de la verdadera doctrina de la Iglesia. Recuerden, finalmente, los fieles que la verdadera devoción no consiste ni en un sentimentalismo estéril y transitorio ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe auténtica, que nos induce a reconocer la excelencia de la Madre de Dios, que nos impulsa a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes» (LG 67).

II Consideración especial sobre el Rosario #

Mi atención se vuelve ahora a una práctica piadosa que tiene a su favor el respeto de los siglos y la adhesión sincera de innumerables hijos de la Iglesia, santos, sabios, hombres, mujeres, eclesiásticos, laicos, en una palabra, de toda la comunidad social y visible de la Iglesia Católica entendida como pueblo creyente y fiel al Magisterio que le guía en su fe, que ha hecho del rezo del Rosario una decisión responsable y consciente en el ámbito de su libertad y personalidad religiosa. Cuando una práctica de piedad llega a calar tan honda y universalmente y durante tanto tiempo en el pueblo cristiano, se puede afirmar sin exageración que el Espíritu Santo, alma de la Iglesia, la está sosteniendo como una manifestación práctica del sentido de la fe del pueblo. Por eso es incomprensible decir que el Rosario ha pasado de moda, que no es oración para nuestro tiempo, que al espíritu del hombre de hoy le resulta inasimilable. Una vez más la repetición continua de frases desdichadas, unida a nuestra pereza para orar, puede hacer desaparecer una santa costumbre, no porque hoy sea menos apta, sino porque se nos antoja decirlo así, en lugar de reflexionar seriamente sobre el valor que encierra y tratar de mantenerla.

El Rosario y la Pastoral #

Reflexionemos ahora brevemente sobre el valor del Rosario en la acción pastoral del sacerdote.

Entendemos por pastoral la acción de la Iglesia dirigida a la edificación del Cuerpo de Cristo, al servicio de la fe, si bien más propiamente significa la relación existente entre los que están encargados por Dios de propagar su palabra, sus misterios, sus sacramentos, su gracia, y aquellos que por el bautismo han sido llamados a recibir tan altos dones y hacerlos fructificar. La pastoral, estrictamente hablando, es la tarea de los pastores del pueblo de Dios.

Una acción pastoral que quiera cumplir con su cometido deberá interesarse necesariamente por todos aquellos medios que contribuyen eficazmente a la propagación, a la conservación y a la fructificación de la fe en las almas. Y surge ahora la pregunta: ¿qué puede aportar el rezo del Rosario a la acción pastoral? Tres fases podemos distinguir, más teórica que prácticamente, en la acción pastoral: evangelización, catequización y liturgia o sacramentalización.

Evangelización y Rosario #

Evangelizar es proclamar la palabra de Dios, anunciar el mensaje cristiano, el Reino de Dios, y si fuera fácil hacer esas distinciones que establecemos de una manera teórica, diríamos que la evangelización es un ministerio dirigido más bien a los que aún no han aceptado que Dios interviene en su vida y nos habla por medio de Jesucristo para pedirnos un compromiso serio de continua conversión.

En esta fase de la evangelización se encuentran y se encontrarán muchos cristianos toda su vida, porque siempre necesitan ser llamados, aunque ocasionalmente, con mayor o menor perseverancia, participen de la riqueza de los sacramentos.

Pues bien, el rezo del Rosario coloca a aquellos a quienes se trata de evangelizar en una actitud de reconocimiento de su ser de criatura ante Dios, principio de todo, de quien toda persona depende, y a quien se debe alabanza, adoración y gloria.

El que empieza a rezar el Rosario reconoce que Dios no solamente le ha creado, sino que interviene en su vida para salvarle por medio de su Hijo, el cual se encarna en una mujer de nuestra raza y toma nuestra propia humanidad, semejante a nosotros menos en el pecado, fiador ante el Padre, ofreciendo para redimirnos la vida entera, triunfando de la muerte y resucitando para subir al cielo después de pasar por los misterios de gozo y de dolor.

La sustancia del mensaje evangélico, hecho vida y sensiblemente jalonado, aparece en todos los cuadros que pasan por la mente del que reza el Rosario, suscitando en él, si es sincero, una mayor aceptación y conversión cada día. El Hijo que se hace hombre, que ama a la humanidad, que sufre y se entrega a la muerte, no puede dejar de promover y arrancar del alma una transformación de sentimientos y actitudes cada día más conformes conel misterio, función esencial de esta fase de la pastoral. A todos se debe hacer esta proclamación, y para todos resulta asequible por medio del Rosario bien rezado.

El Rosario, con su gran pedagogía –que es la del Evangelio–, hace desfilar ante nuestra consideración todos esos cuadros, escenas, sucesos, episodios vivos, enmarcados en una concreción y ropaje sensibles, lleva a todos fácilmente al conocimiento de la vida de Jesús y de María y a la comprensión de las más altas verdades de nuestra religión: la Encarnación del Señor, su Redención, la vida cristiana presente y futura, que mueven al alma a adoptar una actitud auténtica ante la historia de la salvación.

La renovación de la vida cristiana comporta una imitación cada vez más profunda de Cristo, regla, camino y vida. Con el Rosario meditamos en cada misterio algún acontecimiento de la vida del Señor y nos ponemos en comunicación vital con los hechos de nuestra salvación. A la vista de Cristo, nadie puede quedar indiferente, sin resolverse a ir ajustando su vida a lo que esa contemplación le ofrece.

Más aún. El Rosario se proyecta inevitablemente sobre la vida familiar, por los ejemplos de la familia de Nazaret que trae a la memoria, y educa y desarrolla el sentido comunitario de Iglesia en las personas que lo rezan. Contemplamos a través de la vida de Cristo, de su pasión y resurrección, el nacimiento y organización de la misma; vemos en Pentecostés su plenitud y consumación en la tierra; y en la Asunción y Coronación de María como reina de todo lo creado, se nos manifiesta la más espléndida realización salvífica de Cristo, que completa la singular merced que hizo en Ella al preservarla, por sus méritos de Redentor, de toda mancha en su alma, y librarla de toda corrupción corporal.

El Rosario, breviario y síntesis del Evangelio, hará descubrir al que lo reza la actitud que debe tomar ante el gozo y el dolor, el triunfo o la humillación, pues no son lecciones abstractas las que ofrece, sino trozos palpitantes de una historia real y viva.

Rosario y catequización #

Entendemos por catequización la acción pastoral que, lenta y continuamente, trata de iluminar y robustecer nuestra fe en Cristo, para llevar a una más consciente participación de su misterio y alentar a los creyentes a una acción apostólica y militante.

Esta profundización del acontecimiento salvador, objeto de nuestra fe y, por tanto, común a todo el que cree, deberá necesariamente partir de los datos de la revelación. Ahora bien, siendo el Rosario una contemplación de los misterios revelados será un medio maravilloso de catequización para todos. Porque es como un catecismo dinámico y reposado de las verdades fundamentales de la fe. Es un acto de fe viva en el misterio de Cristo que, por la virtud de la religión, favorece el desarrollo de las virtudes teologales, y da origen a la devoción: esa raíz de todo el culto litúrgico que hace que nos demos a Dios con dedicación total, y así obtengamos las gracias de la santificación.

El Rosario nos hace vivir el misterio de Cristo desde el alma de María, en la perspectiva en que Ella se situó, y por su intercesión esperamos conseguir una mayor profundización intelectual y afectiva de la fe, al meditarlo y rezarlo con sus sentimientos y por su mediación amorosa y maternal.

Pío XII, en su Encíclica Ingruentium malorum, escribió que «con la frecuente meditación de los misterios, el espíritu, poco a poco y sin dificultad, absorbe y se asimila la virtud de ellos encerrada, se anima de modo admirable a esperar los bienes inmortales y se siente inclinada, fuerte y suavemente, a seguir las huellas de Cristo y de su Madre»1.

Juan XXIII escribió con gran unción: «La verdadera sustancia del Rosario, bien meditado, está constituida por un triple elemento: contemplación mística, reflexión íntima y reflexión piadosa. De la contemplación de los misterios debe derivarse la reflexión para sacar las enseñanzas oportunas y buenas para el alma en orden a su propia santificación y a las condiciones en que vive bajo la continua iluminación del Espíritu Santo»2.

Rosario y liturgia #

Es bien sabido que, para algunos liturgistas, y no tales, el Rosario ha pasado a la historia, y ha perdido su razón de ser, una vez que el pueblo empieza a comprender la verdadera liturgia de un modo consciente y activo. Creemos sinceramente que esta opinión revela falta de conceptos exactos y claros sobre la relación entre liturgia y Rosario. No es justo rechazar el Rosario, ni siquiera concediéndole un benévolo reconocimiento por los servicios prestados. Ni el Rosario puede sustituir a la liturgia, ni la liturgia al Rosario. No es medida acertada la de sustitución, sino la de coordinación y complementación.

La liturgia, culto público y oficial de la Iglesia, se realiza en la aplicación sacramental (sobre todo eucarística) de los misterios redentores y en la conmemoración a lo largo del año de estos mismos misterios para que puedan los fieles beneficiarse de las riquezas del poder santificador de los méritos de Cristo, y llenarse de la gracia de salvación.

El Rosario coincide con la liturgia en ser una conmemoración compendiosa de los grandes misterios de la Redención; pero mientras en las principales acciones litúrgicas la aplicación del fruto de los misterios es sacramental y eficaz por sí misma, en el Rosario esta revivencia, y su fruto y beneficio, es solamente moral, condicionada por el espíritu y disposición del creyente.

Reconocida esta principalidad y estas ventajas sustanciales de la liturgia sobre el Rosario, ¿qué puede aportar la práctica del Rosario al culto litúrgico?

La vida litúrgica exige un clima, un ambiente. Si la vida o celebración litúrgica no se prepara y caldea con la oración personal o con el compromiso y empeño moral que exige la recepción de los sacramentos, la actividad litúrgica se desvirtúa y desnaturaliza hasta degenerar en mero ritualismo.

Por tanto, cuanto contribuye a la mejor comprensión y estimación de los misterios redentores, contribuye también a la fructuosidad santificadora de los sacramentos. He aquí, pues, una preciosa aportación del Rosario a la piedad litúrgica: como aleccionamiento cotidiano de los fieles a los misterios de la fe, como empeño afectuoso del alma en revivir y apropiarse a Cristo, haciendo suyo el fruto y la divina fecundidad de su acción redentora, prepara admirablemente a una mayor inteligencia de la liturgia de la Iglesia y contribuye muy beneficiosamente a la educación litúrgica del pueblo.

La grandeza del Rosario estriba en esa actualización viva y compendiada del año litúrgico. De este modo la renovación litúrgica no debe anular el Rosario, sino considerarlo como un medio óptimo de preparación, ampliación y vitalización del culto litúrgico, fuente y cumbre de la acción salvadora de la Iglesia.

No perdamos de vista el valor de universalidad del Rosario, esto es, su aptitud para poner al alcance de las almas la doctrina, el ejemplo y el valimiento de Jesús y de María, y el hecho de que ha sido y es todavía la devoción mariana más querida y practicada del pueblo cristiano: la expresión constante de su fe, de su esperanza y de su amor.

Por eso Juan XXIII, en una hora muy oportuna, cuando comenzaban a asomar los exclusivismos liturgistas, tuvo especial interés en recomendar el Rosario y señalar con sumo cuidado el lugar que le corresponde. Dijo así: «El Rosario, como ejercicio de cristiana devoción entre los fieles…, tiene su puesto después de la Santa Misa y del breviario para los eclesiásticos y después de los sacramentos para los seglares»3.

Hacemos nuestras estas ponderadas reflexiones del P. Spiazzi: «Habida cuenta de la insistencia con que ha sido recomendada por los Papas y por los Obispos a los fíeles de acuerdo con los repetidos mensajes de las apariciones marianas, el Rosario tiene un cierto valor oficial en la Iglesia, muy bien expresado en la denominación que desde antiguo le designa: “salterio de los fíeles”. Se puede decir que es el breviario del pueblo cristiano, que como el de los sacerdotes, comprende oración, profesión de fe, contemplación, alabanza, normas y ejemplos de acción, y todo ello centrado en el misterio de Cristo y de María…, y por medio de esta meditación sube hasta la Trinidad, que es el último término de la oración y de la glorificación de la Iglesia…»4.

III Una aplicación práctica: Los equipos del Rosario #

Podríamos resumir las anteriores reflexiones en las afirmaciones siguientes:

El Rosario debe seguir siendo estimado y reconocido como práctica de oración y de piedad del pueblo cristiano. Es un instrumento eficaz de acción pastoral, entendida ésta en sus diversas fases y en su específico carácter de ministerio que trata de facilitar la relación que ha de existir entre el hombre y Dios. No se opone en nada, antes bien favorece y ayuda a un mejor entendimiento y vivencia del culto litúrgico. Logra dar cauce de manera difícilmente superable a una exigencia fundamental de la religión cristiana, la del culto a la Virgen María, de conformidad con el puesto singular que ocupa en la redención y el reconocimiento que merece. Es, por fin, una práctica generalmente usada por el pueblo cristiano, que cuenta también con la adhesión de innumerables personas cultas y responsables de su fe: teólogos, sacerdotes, seglares, padres y madres de familia, obispos, religiosos, papas. Si se abandona, es porque se cede a las dificultades que siempre, no sólo ahora, han sido presentadas contra la misma (monotonía, rutina, etcétera), dificultades, por otra parte, vencibles, a poco que nos esforcemos por desvanecerlas mediante una catequesis adecuada.

Debo reconocer, sin embargo, que hoy, tanto en la piedad personal de algunos, como en determinadas manifestaciones comunitarias, van apareciendo prácticas de oración y de piedad que antes no se hacían. Si dentro de estas actitudes piadosas se reserva a la Virgen María el lugar que la Iglesia ha señalado, se la alaba y glorifica, se solicita su intercesión, y se procura imitarla, se trataría de sustituciones que para algunos pueden ser más conformes y provechosas.

Lo que no es lícito, pastoralmente hablando, es suprimir el Rosario, declarándolo sin más pasado de moda y anacrónico; prescindir de fomentar debidamente la oración y la confianza en la Santísima Virgen María; y, sobre todo: privar a la gran masa del pueblo cristiano de medios de relación con Dios, tan eficaces, tan serios y tan consoladores como éste, sin ofrecerles otros, o presentándoles los que sólo serán aptos para algunas minorías.

Ningún sacerdote con cargo pastoral perderá nada, antes al contrario, ganará mucho en su acción sobre las almas si fomenta el rezo del Rosario en el templo, en los hogares cristianos y en las costumbres y hábitos piadosos de cada uno. ¡Cuántos hombres hay que no practican y que, sin embargo, llevan un Rosario en su bolsillo, y lo rezan en ocasiones especiales y se encomiendan a la Virgen, con la confianza de obtener a través de Ella el auxilio divino que en su indigencia necesitan!

Pero quiero referirme ahora a una modalidad especial que ha surgido en Francia como fruto de esa noble actitud de estar a la escucha de las llamadas del mundo de hoy y del deseo de ofrecer caminos que pueden conducir a los hombres a la fe de Jesucristo. Son los llamados “Equipos del Rosario”, movimiento de espiritualidad aprobado por el Episcopado francés en 1967, que cuenta ya con más de 60.000 adheridos. Su fundador y hoy Consiliario Nacional es el dominico P. Eyquem. Con posterioridad, en la Asamblea Plenaria que el mismo Episcopado celebró en octubre de 1970 en Lourdes para estudiar el tema «Los caminos de la fe y el crecimiento de la Iglesia en las realidades humanas», fue expuesto por el Responsable Nacional un resumen sobre el Movimiento de los Equipos del Rosario y los caminos de la fe en estos pequeños grupos, exposición que tuvo una gran aceptación y resonancia.

He aquí cómo narra el origen de la obra su propio fundador:

«¿Cómo han nacido los Equipos del Rosario? De una fidelidad a la Iglesia. A la Iglesia amada, a pesar de todas las apariencias en contra, como fuente de vida. Era en 1951. En la Iglesia de Francia la fermentación era grande. Resolví unirme al Padre Loew en Marsella y formar parte del equipo de sacerdotes obreros que él había fundado…, mas no era suficiente ser aceptado por el equipo. Religioso dominico, yo dependía de mis superiores. Logré la conformidad de mi Provincial. Pero en aquella época el movimiento de los sacerdotes obreros tropezaba con las más graves dificultades. Era necesaria la autorización del Maestro General de los dominicos. La solicité, y me fue negada categóricamente y sin apelación».

«Dos años más tarde, mi Provincial me pidió que volviera a tomar la dirección del Rosario en Toulouse. Era un ministerio poco solicitado. La estima mediocre en que había caído, contrastaba enormemente con lo que la Iglesia continuaba diciendo de él. Fui sensible a la vez a esta voz y a este abandono. Aceptaba, pues, la proposición de mi Provincial, pero tomando la firme resolución de llevar a este ministerio las preocupaciones que me habían conducido hacia aquellos a los que de hecho no había sido llevado el Evangelio o se les había llevado demasiado poco».

«Quizá me engaño, pero creo sinceramente que los Equipos del Rosario han nacido de una cierta inteligencia de la bienaventuranza de los pobres, de una fe firme en la bendición que les acompaña. Únicamente hay que ver bien que el “pobre” no es necesariamente el que pasa por tal, sobre todo si de hecho, por estar bien encuadrado en la sociedad, llega a ser una potencia. El pobre es aquel en el que nadie piensa sino Cristo, porque no representa nada. No cuenta. No interesa a nadie. Es el que, al no ser tenido en cuenta por nadie, llega a ser precioso a los ojos de Dios. Pienso que sólo unos ojos iluminados por una luz de lo alto pueden ellos también verlo así. Resulta de esta convicción una actitud que está en los antípodas de todo paternalismo. No se enriquece al pobre. Es él quien nos enriquece. No se va hacia él para llevarle la vida, sino para recibirla. Porque Dios está con él. Reanudar sin cesar el contacto con el pobre es para la Iglesia, y para todo lo que es de la Iglesia, una exigencia vital. Cuando la Iglesia se separa del pobre, muere. Desaparecería totalmente si, en la Iglesia, el Espíritu Santo no mantuviera siempre aquí y allá el contacto. Al escoger la infamia de la Cruz, el Hijo único de Dios ha hecho saber, de una vez para siempre el lugar donde permanece».

«¿Cómo aplicar este principio al Rosario? Es el problema que me he planteado entonces. Atento a la voz de la Iglesia, he tomado una conciencia más viva de que el Rosario era, más bien que “una oración más”, “un alimento de la fe”, y de que estaba destinado a todo el pueblo. Si esto era verdad –y yo no dudaba de ello– entonces había que poner este alimento al alcance de todos, particularmente de los que están más desprovistos de fe. Serviría para reanimar “mechas que aún humean”, pero que ya no iluminan. Sería necesario, pues, sin vacilar, salir de las Iglesias y del medio practicante para avanzar a ese destierro en donde cantidad de bautizados acaban de perder lo poco que tienen. Sería necesario también consentir en no pedir nada a esta multitud que no puede dar: ni práctica sacramental, ni compromiso de ninguna clase. No porque haya que pensar que una vida cristiana desarrollada pueda prescindir de los sacramentos o de un compromiso de Iglesia, sino porque esto debe brotar de la vida, de una santidad reencontrada. No sirve para nada tirar del trigo verde para que crezca más de prisa. Hay impaciencias que son fatales para el desarrollo de la vida».

«De hecho, ha parecido que lo que más convenía con frecuencia era un rosario concebido como una liturgia, “una liturgia de umbral” (de entrada). Una pequeña comunidad en oración que busca un contacto con Cristo. Es en este momento cuando he conocido la obra de Paulina Jaricot, en el siglo XIX: esta mujer notable, que fundó el Rosario Viviente y la Propagación de la Fe, y que no temió en su época comprometer toda su fortuna (y perderla) en la creación de una fábrica en donde el hombre conservara su calidad de hombre. Tuve también la suerte inestimable, en el momento en que todo no estaba más que en germen, de ser comprendido y sostenido por el arzobispo de Toulouse, Mons. Garrone».

«La orientación misionera de los Equipos del Rosario explica muchas disposiciones concretas que conciernen a los medios puestos en obra. Ha sido necesario constantemente y lo es aún resistir a la tentación de lo mejor y lo más, si no se quiere pasar por encima de la cabeza del pobre. Una tal orientación debía conducir necesariamente a construir un movimiento de laicos. Porque son laicos los que viven cotidianamente en contacto con la multitud… Pero eso es abordar otra etapa de la historia de los Equipos del Rosario. La que vosotros conocéis y habéis realizado»5.

He tenido interés en transcribir esta larga cita, porque nos revela la profundidad de pensamiento de un sacerdote de Cristo, a quien no son extrañas las preocupaciones apostólicas de la Iglesia de hoy. Su profundidad la veo en este tránsito que hace de su propósito de ser sacerdote obrero al nuevo trabajo que se le encomienda. No considera en ningún momento que sus afanes de evangelización de un mundo alejado de la Iglesia vayan a ser irrealizables dedicándose a un apostolado de muy «mediocre estimación». Antes al contrario, persuadido de que el rezar y el ponerse en contacto con Dios es necesario al hombre de hoy, igual que al de todos los tiempos, aunque se trate de hombres que pertenecen a ambientes sociales de país de misión –las masas obreras de los barrios de Marsella–, emprende decididamente su campaña y pronto ve que Dios la bendice. Por este camino trata de llevar el Evangelio y la Iglesia al corazón del mundo alejado, y al de los pobres que creen, pero que no practican. Y establece pequeñas comunidades, de las que tanto se habla ahora, los Equipos del Rosario.

Se dirige este apostolado a tantas personas aisladas, aplastadas por el peso de la soledad, por el sufrimiento, enfermos, sobre todo enfermos graves, que se sientes inútiles por estar privados de las actividades de los sanos; inmigrantes que llegan al vecindario y no son acogidos; gentes que viven al lado los unos de los otros, pero sin conocerse ni decirse los buenos días, necesitados, sin embargo, de encontrarse en pequeños grupos fraternos, acogedores y humanos.

Se dirige a la gran masa de bautizados no practicantes que no saben orar o no tienen tiempo para ello. Con deseos de rezar, pero que, encontrándose aislados, no intentan siquiera expresar este deseo, este ideal, y viven una vida sin relación con Dios.

Ante este desierto espiritual que se extiende alrededor de la Iglesia, de tantas almas carentes de un ideal superior, necesitadas de fe, de esperanza, de amor, a las cuales no puede llegar la acción del sacerdote, los Equipos del Rosario han tomado conciencia de lo que pueden y deben hacer como miembros vivos del pueblo de Dios e intentan convertirse en testigos e instrumentos operantes de la Iglesia y de su misión salvadora.

La ingeniosa manera en que están concebidos y se organizan estos equipos y la forma en que comparten las preocupaciones de la Iglesia han movido a los Comités Superiores del Apostolado Seglar de varios países a incorporarlos a la «familia» de sus Movimientos de espiritualidad y de acción apostólica.

Porque la vida de estas pequeñas comunidades de oración las confirma como un eficaz y poderoso instrumento de animación espiritual en los vecindarios: un grupo de quince seglares, cada día separadamente y una vez al mes reunidos a domicilio, para la «Oración en Común», se sitúa frente a las verdades fundamentales de su fe, por la meditación de los misterios del Rosario, en unión con la Virgen y con la perspectiva en que Ella vivió esos misterios salvadores.

Porque con su dinamismo apostólico y misionero estos grupos acogen a todos los que lo desean, practicantes y no practicantes, sin distinción de edad, cultura o nivel social y religioso, y les ayudan a vivir el gran principio de la unidad y amor evangélico con las relaciones humanas y fraternas que entre ellos se establecen gracias al clima de oración que es característica y fundamento de estos pequeños grupos.

Porque además, los Equipos del Rosario responden a una necesidad profunda de catequesis popular, colaborando en la misión pastoral de iluminar y robustecer la fe en las almas, llevándolas a una mejor participación, más consciente y responsable, en la vida de la Iglesia.

Ahora bien, el medio de que se valen los Equipos del Rosario para lograr tan positivos y tan espléndidos fines, su lazo de unión espiritual, su secreto y su consigna, es el Rosario.

«El Rosario…, “devoción de la Iglesia” que, por su carácter popular, su espíritu cristocéntrico y por la filial devoción que inspira, puede reanimar la fe y la piedad en los más diferentes medios de acción pastoral»6.

Es el Rosario, «salterio de los fieles», compendio de la plegaria, de la contemplación y de la revisión de vida, centrado en el misterio de Cristo y en la devoción a María.

Es el Rosario el que los Equipos han tomado como escuela de fe, de plegaria y de acción, aptísima para poner al alcance de sus miembros la doctrina, el ejemplo y el valimiento de Jesús y de María, y para proyectar sobre sus vidas la luz de los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos que dan razón y sentido a sus ideales y esperanzas, a sus luchas y amarguras, a sus triunfos y derrotas.

Es «la oración del Rosario que, cuando se hace bien, sirve para fomentar la fe, para desarrollar la piedad, sin la cual la fe se extingue; para hacer vivir la caridad fraterna; para despertar la esperanza de la eternidad; para volcarnos en el servicio a nuestros hermanos; para comprender el sentido del dolor, para purificar nuestras alegrías; para perseverar en nuestro trabajo diario; para caminar con sencillez, valor desconocido hoy en la vida y que, precisamente porque está ausente de muchas posturas, hace que los seres nos volvamos tan complicados»7.

Porque ha sido el Rosario, y porque lo es todavía, la devoción mariana más querida y practicada del pueblo cristiano, expresión constante de su fe, de su esperanza, de su amor, y como plegaria eminentemente comunitaria, es un instrumento perfectamente adecuado para crear y dar vida a esas pequeñas comunidades de oración y de comunión fraterna, que son los Equipos del Rosario.

IV También en nuestra diócesis #

En Barcelona existen ya algunos de estos equipos. Pero se nos había pedido una palabra de reconocimiento y de apoyo, y a esto obedece esta Instrucción Pastoral, que he querido escribir con ocasión del mes de mayo como obsequio a la Santísima Virgen María.

Aplaudo de todo corazón y bendigo la iniciativa de organizar y extender ampliamente los Equipos del Rosario. Y me atrevo a pedir a la Comunidad de Padres Dominicos de Barcelona que fomenten esta práctica con todos los medios a su alcance. Pido también a los sacerdotes y comunidades religiosas que colaboren a su mayor difusión. Lo repetiré una vez más. El Rosario sigue siendo una plegaria válida para los hombres de nuestro tiempo. Donde exista la costumbre hermosa de rezarlo en familia, procuremos que no se pierda. Que no desaparezca tampoco de los templos y capillas donde siempre se ha rezado.

La particular modalidad de los Equipos no se nos presenta para que deje de rezarse el Rosario en la forma que lo rezan los que siempre lo han rezado, sino para poder introducir la riqueza espiritual y religiosa que esta plegaria encierra, en ambientes donde no haya entrado hasta ahora y sobre todo para establecer lazos comunitarios de fe y de esperanza entre personas víctimas de la soledad de su espíritu y, sin embargo, necesitadas. No hay nadie que no necesite rezar. Esforcémonos por edificar entre todos una Iglesia que reza.

No se trata tampoco de desestimar otras formas de oración que están surgiendo, y que deseamos vivamente se extiendan cada vez más también entre los seglares, como, por ejemplo, la Liturgia de las Horas, sobre la cual la Comisión Interdiocesana de Liturgia de la Provincia Eclesiástica Tarraconense acaba de publicar una nota de orientación, cuyas afirmaciones recomendamos con el mayor interés.

No se opone una cosa a la otra. Lo que deseamos es que no se pierda lo que la Iglesia ama como forma especial de oración y de plegaria a la Virgen María, el Rosario tradicional siempre que sea posible, o con esta modalidad donde sea aconsejable.

Recuperemos la alegría de volver a alabar a la Santísima Virgen con nuestro corazón y con nuestra voz, eco de las de toda la Iglesia. Al alabarla a Ella, damos gloria a Dios que es quien lo ha querido así. Es incomprensible que después de un concilio que ha proclamado la grandeza singular de María como ningún otro lo había hecho, pueda darse el fenómeno de una disminución de la piedad y la devoción marianas. Los excesos de otro tiempo, si los hubo, no justifican los silencios y las resistencias de ahora.

Cuanto más digno lugar ocupe la Virgen María en nuestros templos, en nuestros hogares y en nuestro corazón, más alto y a la vez más próximo estará su Hijo divino, Jesucristo Redentor y Salvador. María es Madre de virtudes, es Madre de la Iglesia, es Madre del pueblo sencillo y pobre, pobre incluso en la expresión de su fe, pero muchas veces ejemplarmente rico en su esperanza.

Este pueblo de España o de Francia, de Polonia o de Norteamérica, ama a la Virgen María hoy igual que la ha amado siempre y encuentra en la recitación de sus plegarias y en la celebración de los cultos que la Iglesia propone en formas sencillas y populares, pero igualmente dignas y merecedoras del máximo respeto, un cauce sanísimo para su vitalidad religiosa por donde ésta corre y a la vez se alimenta.

1 Pío XII, Carta encíclica de 15 de septiembre de 1951, núm. 6: Discorsi e radiomessaggi di S.S. Pío XII, XIII, Città del Vaticano 1952, 541.

2 Carta sobre el Rosario, del 10 de febrero de 1962.

3 Juan XXIII, CartaIl sacro convegno,en:Colección de encíclicas y documentos pontificios,Madrid 1968, 2432.

4 R. Spiazzi,El Rosario y la misión de María en el misterio de la salvación, Cádiz 1967.

5 Le Rosaire dans la Pastoral,enero 1971, 5-6.

6 Pablo VI, Alocución a los participantes en el III Congreso Internacional dominicano del Rosario, 13 de julio de 1963, día en que se tuvo la primera audiencia general del nuevo Papa.

7 M. González Martín, Alocución en el acto de presentación de los discos del Rosario, Barcelona, 23 de diciembre de 1970. Véase el texto en la p. 269ss., del presente volumen.