Comentario a las lecturas del XXIV domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 15 de septiembre de 1996.
Todavía Pedro no conoce a Jesús. Todavía no ha entrado de lleno en la dinámica cristiana, ni sabe lo que es realmente el amor de Dios Padre. Por eso tampoco sabe cuál tiene que ser su actitud con el prójimo, cuando de éste ha recibido alguna ofensa. “Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces le tengo que perdonar? ¿Hasta siete veces?”
El perdón. El perdón no como algo excepcional ni reducido a número, sino como actitud, que se integra sólidamente en nuestra vida y es normal expresión del sentimiento de unos hacia otros, precisamente cuando nos consideremos injuriados, ofendidos u odiados. Las tres lecturas de este domingo están centradas en esta actitud tan básica y necesaria en nuestra vida.
El libro del Eclesiástico nos enseña una lección clara y precisa de la verdadera sabiduría. La alianza con el Señor exige y condiciona nuestra relación con los demás; hay que saber perdonar y no andar recordando siempre los agravios recibidos. A nosotros tampoco nos gusta que Dios haga esto con nosotros. En cada párrafo la referencia es del Señor. “Del vengativo llevará Dios estrecha cuenta. Si perdonas, también serás perdonado. Piensa en tu fin y cesa en tu enojo. Piensa en tu muerte y guarda los mandamientos”. Debemos escuchar a Dios en nuestro interior para recibir la calma y la paz: “Él también tendrá compasión de nosotros, cesará en su enojo y nos guardará”.
Impresiona este lenguaje, en que tan claramente se nos manifiesta que seremos perdonados por Dios en la medida en que nosotros perdonemos a nuestro prójimo.
No vivimos para nosotros, ni morimos para nosotros. Es san Pablo el que proclama que, en virtud de la nueva Alianza, en la vida y en la muerte somos del Señor. Al hacernos cristianos recibimos esta nueva vida. En cada uno de nosotros Cristo vive su vida siempre de nuevo. Hemos de creer en lo que la fe nos dice que somos, a pesar de nuestras pobres experiencias y caídas. Nuestro vivir tiene que ser e ir siendo progresivamente Cristo. Él ama a través de nuestro corazón, se entrega por medio de nuestro esfuerzo, perdona en nuestro perdón. Por eso esta actitud es tan fundamental en nuestra vida. Cristo muere por nosotros y en todos nosotros vive. Su muerte en la cruz fue también para perdonar y así lo manifestó con palabras que aún hoy mismo nos conmueven: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. ¿Lo sabe bien, acaso, el que nos ofende a nosotros? Para que nos sea más fácil perdonar, hemos de despojarnos del sentimiento de que estamos ante el enemigo. Hay que renunciar a ciegas actitudes defensivas y a todo deseo de venganza. Perdonar es no querer humillar a quienes nos han ofendido. Ni siquiera el afán de justicia debe eliminar de nuestra alma la hermosa inclinación a perdonar.
Estamos en lo más profundo de la salvación. El perdón de Dios es una expiación. Dice Romano Guardini que no podemos ser redimidos sin que el espíritu de la redención actúe en nosotros. Pedro tuvo ocasión de comprobarlo: fue perdonado con generosidad sin límite. Y él también perdonó a sus enemigos.