Homilía en la Misa de clausura del Sínodo diocesano

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Homilía en la Misa de clausura del Sínodo diocesano

23 de noviembre de 1991. Publicado en BOAT, mayo-junio 1992, 79-82.

Queridos hermanos en el Episcopado, miembros del Sínodo, CabiIdo de la Catedral, sacerdotes de la Diócesis, alumnos de los Seminarios y hermanos todos en Jesucristo:

Fijaos qué aplicación tan directa e inmediata tiene la Epístola que hemos leído, al acto que estamos celebrando. Es un fragmento de la Carta a los Efesios, y en él dice San Pablo, refiriéndose a los que hasta entonces habían sido paganos: «Ya no sois extranjeros, ya no sois forasteros, sois ciudadanos del Pueblo de Dios, más aún, miembros de la familia de Dios».

Nosotros no venimos del paganismo; nosotros somos cristianos desde que hemos sido bautizados, y además, por las mil influencias propias del ambiente cristiano en el que hemos sido educados: de manera que estamos en casa desde hace mucho tiempo. Pero por lo que se refiere al Sínodo, nunca hasta hoy habíais participado tanto en construir pueblo y familia; y, por consiguiente, nunca hasta hoy podía decirse con todo derecho que ya no sois forasteros, ni extranjeros, que sois muy de casa. Esto es el cristiano y, de manera particular, el cristiano militante, el que ama a la Iglesia y se compromete por ella.

Segunda afirmación que hace San Pablo: «Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y los profetas», o sea, que sois Iglesia apostólica. Esta familia viene de muy lejos; nuestra genealogía llega hasta ese momento en que los Apóstoles fueron enviados por Jesucristo a predicar, como dice San Marcos, en el Evangelio que se ha leído; ése es el cimiento nuestro; y todavía podemos ir más lejos, porque hubo quienes prepararon esos cimientos, y fueron los Profetas, los que hablaron en nombre de Dios durante el Antiguo Testamento, y fueron como preparando el terreno para que un día llegase la gran novedad, la Buena Nueva: el nacimiento de Cristo y la predicación de su Evangelio.

Ese es nuestro cimiento y por eso también vosotros, miembros sinodales, que habéis propuesto una legislación para la Iglesia particular en que vivís, lo hacéis conscientes de que no es un abuso por vuestra parte, sino que estáis llamados a participar en estas actuaciones, porque tenéis como cimiento a los mismos Apóstoles.

Y sigue San Pablo diciendo: «Y la piedra angular es Jesucristo, en el cual queda ensamblado todo el edificio», o sea, más que los Apóstoles, más que los Profetas, más que el Antiguo Testamento, más que el Nuevo; porque el Nuevo sólo tiene razón de ser por el que lo hace Nuevo, que es Cristo la piedra angular; y vosotros, miembros sinodales, estáis edificando sobre esa piedra angular, porque amáis a Cristo. Los trabajos del Sínodo han sido una prueba de amor, de amor muy grande a la Iglesia y a la obra de Jesús. Esta tarde que hemos venido aquí, traemos con nosotros todos los esfuerzos que fuisteis realizando durante la etapa presinodal, que empezó en 1986, y luego, después, de la etapa propiamente sinodal. Todos esos esfuerzos se incorporan al esfuerzo redentor de Cristo, que ama a su Iglesia y sigue vivificándola con su Espíritu. Y vosotros no habéis hecho más que esto. Yo en nombre de Dios, en nombre de la Iglesia Diocesana, he recogido esos trabajos vuestros, los he examinado, he visto que merecen la aprobación, y ahora vengo aquí con toda solemnidad, no por las personas que estamos, sino por el acto que celebramos, aquí en presencia de nuestra diócesis. Esto es también algo que pertenece a la piedra angular, y no lo digo yo, lo dice San Pablo, porque termina este fragmento de la Carta a los Efesios, diciendo el apóstol: «Y vosotros mismos también os vais integrando en la construcción». ¿Os dais cuenta, hermanos? Os integráis en la construcción del Reino, de tal manera que «por el Espíritu, venís a ser morada de Dios». Esta es la Carta de San Pablo a los Efesios. Y por eso digo yo que tiene una aplicación inmediata a nosotros, los que estamos aquí esta tarde, para que seamos conscientes de que lo que hacemos es para integrarnos más en esa piedra angular del edificio; pero con la alegría de ser no solamente los peones que arrastran las piedras, sino los albañiles que las colocan y las ponen junto a Cristo, que es la piedra fundamental. Y así, edificamos la construcción, o sea, edificamos la Iglesia Diocesana. Esta es la dignidad de nuestra labor durante este tiempo.

Ahora se va a proceder a la aprobación solemne de los Documentos Sinodales y se leerá el Decreto con el cual quedan promulgadas las Constituciones Sinodales. Yo dejo de hablar, pero no sin antes dar las gracias a cuantos estáis aquí: al Sr. Obispo de Ciudad Real, querido hermano nuestro, hijo de Toledo. Los demás Obispos de la Provincia Eclesiástica tenían hoy compromisos ineludibles; él ha hecho un esfuerzo para estar aquí hoy con nosotros, y se lo agradecemos muy de veras.

Doy las gracias al Excmo. Cabildo de la Catedral, por cuanto ha hecho para que este acto se celebre con toda dignidad, sin escatimar los medios necesarios para ello. Agradezco mucho a la Delegación Arzobispal del Sínodo, a los sacerdotes y seglares, que desde el principio han estado gastando tantas horas de trabajo, de día y de noche, para poder lograr que todo fuera lo más perfecto posible. A los seglares, algunos de ellos también miembros sinodales con todo derecho. Y a todos los demás, sin excluir a aquellos más de diez mil o doce mil, que formaron parte de los grupos presinodales en todas las parroquias de la diócesis. Yo me acuerdo de aquel año en que recorrí todos los lugares, concentrando a los fieles en alguna parroquia un poco más significativa y más a propósito para eso, anunciando la convocatoria del Sínodo, explicando lo que iba a ser y recibiendo de todos una adhesión fervorosa que se ha mantenido hasta el final.

También a vosotros, los que habéis venido desde muy lejos, esta tarde, y volveréis muy de noche ya a vuestros hogares; que podáis regresar en paz y con alegría. Sabed que nos dejáis aquí como el perfume de vuestra presencia eclesial: ya no es sólo Toledo, no es sólo la Ciudad y la Catedral; aquí están las demás ciudades, villas, pueblos y aldeas; aquí están los demás templos; templo consagrado al Señor es el edificio que se levanta como consecuencia del Sínodo, tal como lo ha recordado San Pablo. Es como un templo el que hemos estado levantando durante este tiempo; ahora vamos a hermosear entre todos lo que tiene de edificación en su ser externo y en su estructura interior, para que de verdad se produzca la renovación necesaria en la diócesis.

Esta es la hora en que ya se puede decir: «Por sus frutos los conoceréis». Ya no es el momento de las críticas, ni de las preferencias subjetivas, ni de los comentarios estériles; es la hora de aportar todos, dando cada uno lo que pueda para que en todas las parroquias se estudie lo que propone el Sínodo: son cuatro libros, los cuatro libros deben ser leídos, estudiados, analizados, asimilados, retenidos, comentados y hechos fruto. Se explicarán en el Seminario, en las clases a que correspondan los estudios a que se refiere cada uno de esos libros, se explicarán detenidamente para que los alumnos salgan ya a su vida sacerdotal con la mentalidad que requiere el Sínodo. Vosotros, cada uno, lo haréis en vuestras parroquias, y os referiréis a ello incluso en vuestras clases de religión; toda la diócesis se sentirá conmovida como consecuencia de esta acción, que durante tanto tiempo ha sido movida por el Espíritu Santo en la comunidad diocesana. Llamo, por último, de manera particular, a los jóvenes, a esas juventudes que están aumentando cada día en nuestra diócesis, que están organizándose ya fuertemente hasta el punto de contar ya varios millares, los que están así organizados y formados para seguir caminando en unión con Cristo.

Decía un escritor francés del siglo pasado que los jóvenes buscaban siempre lo desconocido para alimentarse con la novedad, de lo contrario, piensan que lo que tienen en la mano no sirve para nada. Muy pronto le corrigió otro poeta, Paul Claudel, diciéndole: «No hay que buscar lo desconocido para encontrar lo nuevo, hay que analizar cada vez más profundamente lo que se tiene para encontrar lo inagotable». Y ése es el Evangelio, lo inagotable. Y ése es Jesucristo, inagotable. Y ésa es la Iglesia, inagotable en su riqueza. Y ése es el Espíritu Santo, que nos conduce a todos.

¡Ven, ven, Espíritu Santo!, guíanos, santifícanos, enciéndenos con el fuego de tu Amor. Así sea.