Carta pastoral, publicada en septiembre de 1989. Verlo en BOAT, octubre 1989, 619-623.
Queridos diocesanos:
En una Diócesis, como la nuestra de Toledo, de tan gloriosa y fecunda historia, no solamente hemos de prestar atención a las urgencias del trabajo pastoral de cada día. Es también un deber de todos nosotros recordar algunos hechos sin los cuales no habríamos podido vivir la realidad religiosa y cultural que ha caracterizado nuestra existencia y ha contribuido en gran parte a nuestro comportamiento personal y social.
Por eso os escribo esta carta, bien consciente de que llega a vuestras manos, a la vez que los muchos escritos y llamadas que se os hacen, para la reflexión exigida por los trabajos presinodales en que estamos empeñados. Es una coincidencia, no una incompatibilidad.
Avivando la memoria histórica #
El genial autor de La Ciudad de Dios, que tan profundamente supo descubrir la relación entre la historia inmanente de los hombres y la historia trascendente de la Salvación, establecía una peculiar medida del tiempo para el ejercicio racional de la memoria histórica.
Advertía sagazmente que en la conciencia cronológica humana los tiempos son tres: presente del pasado, presente del presente y presente del futuro. Estas tres perspectivas racionales del tiempo «existen de algún modo en el alma; y no veo en qué otro sitio puedan darse. El presente del pasado es la memoria; el presente del presente es la visión; el presente del futuro es la esperanza»1.
Importa, por ello, asumir y valorar las realidades del pasado, si no queremos traicionar nuestra identidad histórica.
Apenas pisado el solar hispano y tras besarle con amor aquella tarde del 31 de octubre de 1982, Juan Pablo II nos advertía a los obispos españoles sobre nuestra responsabilidad de padres y animadores de nuestro pueblo, el cual, en su presente histórico,
«experimenta una transición socio-cultural de grandes proporciones y busca nuevos caminos de progreso; que desea la justicia y la paz; que teme, como los otros, ante el riesgo de perder su identidad»2.
Tres días después, en su encuentro memorable con la Universidad e intelectualidad españolas, evocaba las raíces mismas de nuestra civilización con estas palabras:
«El papel que vuestro país ha reconocido a la Iglesia ha dado a vuestra cultura una dimensión especial. La Iglesia ha estado presente en todas las etapas de gestación y del progreso de la civilización española. Vuestra nación ha sido el crisol donde tradiciones muy ricas se han fundido en una síntesis cultural única. Los rasgos característicos de las colectividades hispanas se han enriquecido con aportaciones históricas del mundo árabe…, fusionándose con una civilización cristiana ampliamente abierta a lo universal. Tanto dentro como fuera de sus fronteras España se ha hecho a sí misma, acogiendo la universalidad del Evangelio y las grandes corrientes culturales de Europa y del mundo»3.
Transcurridas apenas veinticuatro horas, insistía el Santo Padre aquí, en Toledo, en el tema de las raíces de la cultura hispánica con estas palabras:
«La Sede de Toledo es lugar propicio para este encuentro (con el laicado español), por estar íntimamente vinculada a momentos importantes de la fe y de la cultura de la Iglesia en España. No podemos olvidar los Concilios Toledanos, que supieron encontrar fórmulas adecuadas para la profesión de la fe cristiana en sus fundamentales contenidos… Toledo fue un centro de diálogo y de convivencia entre gentes de raza y religión distintas. Fue también encrucijada de culturas que desbordaron las fronteras de España, para influir poderosamente en la cultura del Occidente europeo»4.
Y no deja de ser altamente significativo el que un Papa eslavo, de corazón europeo y talante universal, reservara su más apremiante llamada en tierras hispanas para lanzar, desde Santiago de Compostela, el reto impresionante del retorno a la búsqueda de las raíces históricas para la renovación espiritual y humana de Europa. Para proclamar la urgencia de la «comprensión mutua de pueblos europeos tan diferentes como los latinos, los germanos, celtas, anglosajones y eslavos», terminando con un grito de cruzada capaz de conmover a cuantos sean conscientes de su responsabilidad en Occidente.
«Yo, Obispo de Roma y Pastor de la Iglesia universal, desde Santiago te lanzo, vieja Europa, un grito lleno de amor: Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes. Reconstruye tu unidad en un clima de pleno respeto a las otras religiones y a las genuinas libertades. Da al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios»5.
Finalmente, a su llegada el pasado 19 de agosto al aeropuerto de Labacolla, para encontrarse junto a la tumba del apóstol Santiago con miles de jóvenes de todo el mundo, el Vicario de Cristo se refirió a la fe cristiana, como uno de las raíces más firmes de la joven Europa, precisando:
«En este año se ha conmemorado el XIV Centenario del III Concilio de Toledo: una celebración que puede hacer suscitar un eco de admiración y un cúmulo de sugerencias entre los jóvenes venidos a este Encuentro de Santiago. El III Concilio toledano, además de ser un hito importante para el logro de la concordia y de la unión en la historia hispana, nos ofrece la clave para comprender la comunión de España con la gran tradición de las iglesias de Oriente. ¿Cómo no recordar las figuras de los santos hermanos Leandro e Isidoro? Ambos, santos y transmisores del saber, favorecieron la unión de los pueblos y la superación de las rupturas causadas por la herejía arriana. Con ello la Iglesia católica se presentaba ante los pueblos como el espacio creador de libertad, en que se encontraban contrapuestas las culturas hispano-romana y goda. Así fue posible inaugurar una nueva época e ir más allá de las diferencias y divisiones, que ofrecían aspectos no fácilmente reconciliables. Frutos preciados de aquel acontecimiento eclesial fueron la armonización profunda de perspectivas entre la Iglesia y la sociedad, entre fe cristiana y cultura humana, entre inspiración evangélica y servicio al hombre»6.
Evocamos hoy este vivo anhelo del Sumo Pontífice, porque nuestra conciencia de Arzobispo de la Sede Toledana y Primado de España, interpretando –creemos– el sentir de tantos y tantos hijos de la Iglesia española, se ve urgida por el recuerdo de los acontecimientos que aquí tuvieron lugar en el siglo VI, cuando en 589 se celebró el III Concilio de Toledo. Fue entonces cuando quedó radicalmente marcada nuestra identidad secular cristiana y comenzó una larga y estrecha relación entre la fe católica y la nacionalidad hispánica, además de situar a España para siempre en la entraña profunda de lo que iba a ser Europa.
Tanto es el tiempo transcurrido desde aquel acontecimiento, que fácilmente puede surgir el olvido o la indiferencia por parte de muchos españoles, acuciados por los apremios de la vida ordinaria y por las mutaciones producidas por el paso de los días, así como por las crisis que nuestra patria ha venido sufriendo a lo largo de los siglos últimos, con la aparición de tendencias irreconciliables que han dado lugar a guerras intestinas, pérdida de valores fundamentales, polémicas incesantes sobre nuestra historia, y desconfianza en el propio futuro.
Es preciso, pues, volver de nuevo la vista a aquel hecho transcendental, para reinterpretarlo en el contexto pleno de la historia posterior, para saber de dónde venimos, lo que hemos sido, y no perdemos frente a un futuro siempre incierto, pero que está en buena parte condicionado por nuestra identidad pretérita.
También aquí queremos hacernos eco de unas palabras precisas de Juan Pablo II, pronunciadas con medida delicadeza en territorio español. Esta vez, cuando el 10 de octubre de 1984 honraba con su presencia intencionada la ciudad de Zaragoza, rumbo a Hispanoamérica, para inaugurar la preparación espiritual y re-evangelizadora de otro entrañable centenario de la Hispanidad: el V del Descubrimiento colombino:
«Me pregunto –decía entonces el Papa– con tantos de vuestros pensadores, si sería posible hacer historia objetiva de España sin entender el carácter ideal y religioso de su pueblo o la presencia de la Iglesia. Por todo esto, con mirada cultural, que es un respetuoso homenaje a su solera histórica, con acento de voz amiga que invita a superar lagunas sin negar esencias, quiero referir a España el grito que desde Compostela dirigí a Europa: ‘Sé tú misma. Descubre tus orígenes, aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes’ (Disc. 9 nov. 1982). Así encontrarás tu historia vertebrada. Podrás avanzar hacia los desafíos del futuro con savia vital, con creatividad renovada, sin rupturas ni fricciones en los espíritus»7.
La conmemoración que celebramos no deja de tener relación muy estrecha con los trabajos que se están realizando con vistas al V Centenario, en 1992, del Descubrimiento y Evangelización de América. No habría sido ésta posible sin la previa consecución de la unidad católica de España. El colosal despliegue de energías de la Iglesia española en América no se hubiera podido producir jamás, si no hubiera ido precedido de la incorporación a la fe católica de nuestro pueblo, que hunde sus raíces cristianas en los tiempos apostólicos, se consolida en el III Concilio de Toledo, y lucha después durante largas centurias para librarse de las consecuencias de la invasión musulmana.
El Concilio III de Toledo y el nacimiento de España #
Lo que estamos celebrando es el XIV Centenario del III Concilio de Toledo. En mayo del 589 tuvo lugar en la Ciudad Imperial aquella magna asamblea presidida por San Leandro, de Sevilla, y el Obispo Massona, de Mérida, en que el Rey Recaredo, convertido al catolicismo dos años antes, abjuró oficialmente de la herejía arriana e hizo profesión pública de fe católica.
Su ejemplo, y aún más, su propia convicción personal, de la que dio positivas pruebas, movieron a hacer lo mismo a su esposa la Reina Baddo y a los magnates y jefes visigodos, tras lo cual ya no fue difícil que su pueblo se convirtiera también con sinceridad de corazón, no sólo porque su Rey lo había hecho. Se unían así en un mismo Credo los invasores y los invadidos, los visigodos con los hispanorromanos. Comenzó la unidad católica de España que ha llegado hasta nuestros días.
Con razón escribe el gran historiador de esa época, Orlandis, que la conversión de los visigodos fue más teológica, es decir, más auténticamente religiosa que la de otros pueblos barbáricos al cristianismo, porque mientras éstos, por ejemplo los francos, pasaban a ser cristianos desde la gentilidad, aquéllos lo eran ya desde hacía doscientos años, y su incorporación a la Iglesia exigía un cierto discernimiento y una determinada opción entre uno y otro credo.
Al unirse en la misma fe, eran conscientes unos y otros de las nuevas exigencias de fraternidad y comunión que aceptaban libremente. Lo cual no quita para que algunos dirigentes políticos, al igual que lo había procurado Leovigildo, el padre de Recaredo, aspirasen a lograr la unidad religiosa por una conveniencia de índole temporal. De hecho, el acontecimiento tuvo una importancia decisiva para la configuración de la nación española.
García Villoslada, en la Introducción a la obra Historia de la Iglesia en España, escribe estas palabras que resumen bellamente lo que muchos autores han afirmado de un modo o de otro al tratar de responder a la misma pregunta que él se hace: ¿Cuándo nace España?
«A mi entender, en el momento en que la Iglesia católica la recibe en sus brazos oficialmente y en cierto modo la bautiza en mayo de 589, cuando Recaredo I inicia su cuarto año de reinado. Antes del visigodo Eurico, muerto en 484, no era España nación independiente, ni alcanzaría la perfecta unidad nacional durante más de un siglo: eran dos pueblos de raza y religión diversas, dos pueblos que cohabitaban en la misma morada… Solamente en el Concilio III de Toledo (589) España adquiere plena conciencia de su unidad, de su soberanía e independencia. Desde entonces, todos los hispano-godos quieren ser hermanos asociados en el mismo destino histórico. Verifícase en aquel momento transcendental la conversión pública de Recaredo, que privadamente era católico desde hacía dos años, y la conversión masiva de los magnates. El pueblo vencedor pasa a la religión del vencido, fundiéndose ambos espiritualmente y dando origen a la España del futuro.» «Cuando hablo de bautismo, no quiero decir que el Arzobispo de Sevilla bañase sus frentes con las aguas bautismales, pues parece más probable que diese por válido el bautismo arriano, pero sí que ungió ritualmente a Recaredo, derramando sobre su germánica cabellera el crisma de cristiano y rey. Alma de todo y presidente de aquel Concilio fue el arzobispo Leandro, hermoso símbolo de la fusión de las dos razas, pues era hijo de padre hispanorromano y de madre probablemente goda. Hermano suyo, más joven, era Isidoro, que le sucedió en la sede sevillana, y que ha sido apellidado ‘el inventor del nacionalismo español’, porque es el primero que con plena conciencia de su españolía pregonó líricamente su patriotismo en el primer canto a España que resonó en la península. Canto a España que tiene acentos de epitalamio, porque se entonó celebrando las bodas de dos pueblos diferentes, y tiene también melodías de canción de cuna, porque se cantó en la cuna de la España recién nacida»8.
Entonces se forjó la unidad católica de los pueblos de España. No era solamente la profesión de fe católica por parte del Rey y la abjuración del arrianismo, con lo cual se aseguraba la unidad católica de los pueblos de España. Lo que se consiguió entonces fue la pacificación de los espíritus –de los hispanorromanos y de los visigodos– que libres ya de los riesgos de enfrentamiento, a que daban lugar las disidencias religiosas, podían avanzar hacia el futuro con el gozo compartido de una misma fe y de un mismo modo de sentir en la consideración y análisis de los problemas de índole social y familiar, en el respeto y la función que se concedía a los tribunales de justicia, en la educación política y religiosa del pueblo en todas sus instancias. Eran logros culturales tan notables que algunos han estimado aquella época como el primer siglo de oro español. No hay hipérbole. Pocos decenios después de este Concilio aparecen refulgentes las grandes figuras de San Ildefonso y San Julián de Toledo, Braulio y Tajón de Zaragoza, Quirico de Barcelona, Martín de Dumio en Galicia con sus escritos y sus Escuelas monacales o catedralicias; y por encima de todos Isidoro de Sevilla, el hermano de Leandro, hijo espiritual de este III Concilio y que presidiría el siguiente, el más eficaz en cuanto a determinaciones internas en la vida de la Iglesia.
Gracias a hombres como Isidoro y a las determinaciones del III Concilio y la unidad religiosa de España, se pudo lograr la influencia innegable de la Península Ibérica sobre Europa, la Europa de las nacionalidades cristianas que por entonces empezaban a ser fijadas.
Se comprende que manifestara su júbilo, cuando tuvo noticia de lo sucedido en Toledo, un hombre genial de aquella época, el Papa San Gregorio Magno, el último de los Santos Padres de Occidente, a quien se ha llamado el catequista de Europa. Amigo como era de San Leandro, escribió a éste una carta en tonos de encendido entusiasmo al conocer la conversión del pueblo visigodo con su Rey a la cabeza. Nadie como él podía medir, desde su privilegiado lugar de observación y contacto con los mensajeros de las diversas culturas de aquel tiempo, las consecuencias que iban a derivarse del feliz acontecimiento.
Roma, el Cristianismo y Europa #
Europa fue surgiendo como consecuencia de la conjunción de varios factores dispares.
Ante todo es preciso mencionar el legado de Roma, su cultura, su derecho, su sentido de la administración y del Estado. Dentro de su Imperio apareció el Cristianismo, que terminará latinizándose, por una parte, en occidente, y, al mismo tiempo, impregnando una estructura social y política sometida al más desenfrenado politeísmo.
Rota por los pueblos bárbaros la unidad del Imperio occidental, fueron surgiendo las bases del futuro mosaico europeo de las nacionalidades, que a la vez participaron enseguida del sentido universalista que la Iglesia Católica supo imprimir a este conglomerado de pueblos, hasta formar con ellos una realidad político-religiosa supranacional, que fue la Cristiandad. Es de justicia reiterar aquí aquellas afirmaciones de Juan Pablo II, que todos los historiadores serios admiten sin dificultad:
«La historia de la formación de las naciones europeas va a la par con su evangelización, hasta el punto de que las fronteras europeas coinciden con la penetración del Evangelio. Se debe afirmar que la identidad europea es incomprensible sin el cristianismo y que precisamente en él se hallan aquellas raíces comunes de las que ha madurado la civilización del continente, su cultura, su dinamismo, su actividad, su capacidad de expansión constructiva también en los demás continentes, en una palabra, todo lo que constituye su gloria»9.
«Todavía somos herederos de esos largos siglos en los que se formó en Europa una civilización inspirada en el cristianismo»10.
Con la muerte de Teodosio (395) el Imperio quedó definitivamente escindido. Por un lado, Constantinopla y sus zonas de influencia continuarían una marcha histórica autónoma, saturadas principalmente de cultura griega, y con una Iglesia sometida por el sistema cesaropapista, también cada vez más alejada de Roma; mientras que el Imperio de Occidente se fractura casi en tantos fragmentos como son los pueblos invasores. Tras un período de intensa y ejemplar evangelización, abrazan éstos el cristianismo, y la Iglesia queda entre ellos como el único lazo unitario con más poder de cohesión que el propio Imperio Romano.
En los albores del siglo V, hacia el año 409, en que tiene lugar el paso de los primeros pueblos bárbaros, el momento es históricamente dramático y no dejará de acentuarse durante todo el siglo, produciendo un acusado pesimismo entre muchos cristianos, a quienes los paganos que aún quedaban en el Imperio, atribuían la responsabilidad de la situación.
Pero la sólida estructura eclesiástica resistió al general derrumbamiento de la sociedad civil, terriblemente perturbada por el acoso de las sucesivas invasiones.
En España, como en el resto del occidente europeo, comenzó un proceso de asimilación cultural y cristiana al mismo tiempo, que Juan Pablo II ha calificado acertadamente como «el comienzo del bautismo de las naciones europeas».
Había un serio peligro al asentarse en ella los visigodos, pueblo de grandes virtudes naturales, pero cristianizado por monjes bizantinos arrianos en el siglo anterior. Aglutinados fuertemente en torno al jefe y constituidos en casta endógama dominante, habían asimilado esta forma heterodoxa de cristianismo y la habían introducido en su herencia étnica como rasgo nacional definitorio. Bastante tolerantes, en el ámbito religioso, respecto al pueblo hispanorromano, llegaron a arrianizar a los suevos. Aunque tardíamente, su gran gobernante Leovigildo (572-586) llegó a soñar con la definitiva «unidad hispana» por los caminos expeditivos de la unificación religiosa arriana, desterrando a los obispos católicos y derramando sangre martirial. Ni siquiera ante su propia familia y ante sus allegados políticos se detuvo su proyecto avasallador. San Leandro, hermano suyo por la primera esposa, fue desterrado a Constantinopla, pero de allí retornaría más fuerte y vigoroso, respaldado con la amistad de San Gregorio Magno. El gran obispo emeritense Massona sufrió también una dura cautividad con ejemplar intrepidez. Hermenegildo, su hijo, pagó con su vida la firmeza de su fe. Todos ellos constituyeron los índices más dramáticos de su intolerancia religiosa y de la herejía como instrumento al servicio de una política unificadora. Se trata de dominar las conciencias como garantía de vasallaje del conjunto de la población, pero no pudo lograrlo, porque los arrianos eran una débil minoría demográfica frente a la mayoría de origen hispano, prácticamente católica en su totalidad, y generalmente bien defendida en la fe por sus pastores.
Recaredo, su otro hijo y también asociado a su reinado en tierras aragonesas, heredaría la sangre y la fe católica de su hermano Hermenegildo, cuando empezó a reinar.
Si Leovigildo había equivocado el camino hacia la meta –ad uniuitem et pacem, según la expresión del Biclarense11–, Recaredo con su conversión sincera, si bien no exenta de motivos políticos, lo reencontró. La minoría dominante siguió su ejemplo y pronto se iniciaría el proceso de la fusión étnica y de la paz. Se logró la unidad católica y comenzó a existir España.
Lo que sucedió entonces ha de entenderse en su contexto, muy alejado de los presupuestos sobre los que se basa la convivencia civil en nuestro tiempo. Recordemos aquí la prudente advertencia de Juan Pablo II, formulada en Viena el 10 de noviembre de 1983, durante las vísperas europeas, en el Katholikentag del Año Jubilar de la Redención:
«La historia nos obliga a entender los hechos pasados sobre la base del espíritu de aquella época y no a medirlos con los presupuestos de la época actual»12.
Por otro lado, el Concilio Toledano III se inscribe dentro de la propia dinámica de la Iglesia con su tradición sinódico-jerárquica. La Iglesia hispana disponía de la suficiente vitalidad para celebrar, todavía en época de persecuciones, el gran Concilio de Ilíberis13. Poco después de lograda la tolerancia, comenzarían en Oriente los grandes Concilios Ecuménicos de Nicea, Constantinopla, Éfeso y Calcedonia. Hispania entretanto intentaba conjurar el peligro del priscilianismo14 e iniciaba una intensa fase de reuniones eclesiásticas, con la celebración de Concilios Provinciales como los de Zaragoza (380)15, Toledano I (400)16, el Tarraconense del 51617, el Gerundense del año siguiente y un II Toledano en el 53118. También Barcelona (hacia el 540)19 Lérida (546)20 y Valencia (546)21 representaban la actividad de los obispos de Levante. Incluso a pesar de las duras condiciones que se vivían, la región gallega pudo celebrar dos Concilios en Braga (561 y 572).
Con estos precedentes se llegó a los preliminares del Concilio III de Toledo.
El Toledano III y el Medievo occidental #
No puede darse por agotado entre los historiadores el análisis del Concilio Toledano III y su influjo en la configuración de las estructuras eclesiásticas y civiles del naciente medievo europeo. El retroceso de la cristiandad hispana, con motivo de la invasión musulmana del 711, hizo que aquélla se aferrara a su tradición conciliar, al mismo tiempo que la emigración de los visigodos al reino franco se tradujo en un enriquecimiento no pequeño del llamado renacimiento carolingio. La cultura cristiana, tanto de la península como del resto del occidente europeo, recibió el influjo de la personalidad enciclopédica de San Isidoro de Sevilla (560-636), quien siendo hijo espiritual de este Concilio III de Toledo presidió después el IV (633).
De San Isidoro se ha podido afirmar con toda justicia: «Tuvo el mérito de haber codificado la disciplina eclesiástica de su época, de haber reunido una biblioteca riquísima, el mejor archivo de la Europa medieval, en donde se cultivaba toda clase de ciencia clásica, y de haber fundado una escuela donde se enseñaba el trivium y el quadrivium. De no haber sido por la invasión árabe, todo lo que hizo Alcuino en Aguisgrán, lo hubiera realizado San Isidoro en Sevilla y la Escolástica se habría adelantado casi un siglo»22.
Por todo ello, sin ceder a la banal tentación de magnificar más de lo justo la conmemoración del Concilio III de Toledo, pero sin ceder para nada tampoco en la valoración genuina de aquel acontecimiento eclesial e hispano, séanos permitido apuntar un elenco de perspectivas históricas que se podrían explorar desde la altura de nuestros tiempos, y de cuestiones abiertas (teológicas, políticas, sociológicas o simplemente históricas) que bien podrían recabar el interés de los estudiosos.
- Por una visión integral del Concilio III Toledano
No puede ser entendido un hecho histórico si no es teniendo en cuenta sus antecedentes y la totalidad de los factores que en él han intervenido; mucho más si, como en el caso que tratamos, se han conservado los textos esenciales de su desarrollo23.
Los que de forma directa o indirecta tomaron parte en él o lo prepararon, no pueden pasar inadvertidos, como el propio Leovigildo en pugna con su hijo, su proyecto político, y los grandes hombres de Iglesia, como Leandro y Massona, los demás Padres Conciliares, y aun los que desde lejos ejercieron, indirectamente al menos, un benéfico influjo, siguiendo el ejemplo de San Gregorio Magno, «el catequista de Europa»24. Hay que tener en cuenta también las condiciones religiosas y políticas de grupos determinantes, como el mismo clero arriano en crisis, la psicología del entero conjunto del pueblo godo, sus costumbres, sus leyes e instituciones, su visión del desaparecido Imperio y su concepto del Estado, su situación respecto a los demás pueblos germánicos ya fuertemente implantados en el Continente, etcétera.
De otro lado, es menester tener presente la vitalidad de la Iglesia hispanorromana, su nivel de cultura y su prestigio. Especial atención histórica y crítica habrá de prestarse al nexo profundo entre los Concilios III y IV, éste último el más importante probablemente de toda la serie por lo que significa de consolidación de la obra realizada, por su visión unitaria de los problemas litúrgicos, disciplinares y político-religiosos, donde se advierte el peso de San Isidoro en su plena madurez.
En el ámbito de lo puramente eclesiástico habrá que destacar determinados signos que imprimen a la Iglesia visigótica una notable originalidad:
1. El fuerte cristocentrismo trinitario que respiran los cánones de abjuración del arrianismo y de profesión de la fe católica (cc. I al XXIII), y el propio dinamismo de conversión que condicionó toda aquella asamblea sinodal.
2. El audaz sentido disciplinar, con que se impulsó la renovación de la vida eclesial, sacramental y jurídica de las comunidades católicas, la mitigación del primitivo rigorismo penitencial, la exigencia de responsabilidad de los prelados, el retomo a la tradición canónica y, muy especialmente, «a las constituciones y estatutos de la Sede Primada Romana» (c. I). Esta vinculación a las fuentes tradicionales de la fe y, sobre todo, al centro de la comunión eclesial, pondría las bases de una teología tan hispana como ecuménica, cuyo principal representante sería después Julián de Toledo, y eliminaría toda posibilidad de retorno a los errores antiguos.
3. La amplitud y originalidad de la Iglesia visigótica, fundamentada en su jerarquía eclesiástica, que se extendía desde la Galia Narbonense hasta la Bética y la Gallaecia, que alumbró el gran conjunto de las comunidades eclesiales del sudoeste europeo, abierto, por una parte, a las corrientes francas y galicanas, y polarizada por otra sobre la capitalidad toledana. Unidad que configuraba ya en sus grandes líneas el perfil de las nacionalidades hispánicas. Es impresionante constatar la fraternidad episcopal en las firmas de tantos obispos como estuvieron presentes, titulares de sedes, unas desaparecidas o aún existentes, otras enclavadas en tierras ahora portuguesas (Braga, Beja, Ossonova, Lisboa, Oporto, Viseo, Lamego, Coímbra…) y otras tantas en regiones actualmente francesas (Narbona, Béxiers, Elna, Carcasonne, Agde, Lodève, Maguelone, Nimes).
- Prioridad de la renovación eclesiástica
Una lectura exclusivamente política del Concilio nos daría una impresión distorsionada de la realidad del acontecimiento, y nos dejaría sin ver la primacía de la renovación eclesiástica como meta fundamental de la Asamblea conciliar. No puede negarse, sin embargo, que en ella se trataron temas de índole temporal y que de ellas se derivaron consecuencias importantes en el orden civil. Las relaciones del poder religioso y del poder civil no son un dominio cesaropapista del primero sobre el segundo, ni una hierocracia, donde predominaba lo eclesiástico sobre lo secular. Son unas relaciones «sui generis», explicables en el contexto del tiempo, donde no existían los conceptos de soberanía en el sentido moderno, ni la relación de coordinación de las instituciones para el bien común. En todo caso, se trataría de un fenómeno previo y precedente a la Cristiandad medieval, después de la reinstauración del Imperio de occidente.
Puede decirse que el poder civil en muchos casos recurriría al prestigio moral del episcopado como elemento justificador de determinadas soluciones políticas, que en la mentalidad de la época se consideraban legítimas. Ello no lleva consigo necesariamente el considerar a la Iglesia en su conjunto como una «ideología», porque ni entonces ni después es un sistema o un modo de pensar, sino una institución salvadora del hombre. La introducción de esa categoría mental en el análisis de los hechos pasados sería una forma de manipulación anti histórica. Sin que sea necesario canonizar a los obispos que actuaron ni singular ni colectivamente, creemos que las fuentes disponibles nos permiten afirmar que los prelados intervinieron primordialmente con sentido de su responsabilidad pastoral. Sin duda, hacían Iglesia. También hacían patria, porque el proceso evangelizador siempre ha ido acompañado de un paralelo proceso de personalización y de socialización.
El hecho de que en las asambleas conciliares se tratase a veces de temas puramente temporales debía tener sus ventajas para la autoridad civil, porque sancionaba canónicamente, es decir, desde la conciencia, determinados comportamientos beneficiosos en el orden temporal. No era el más pequeño recordar al poder político su carácter limitado, evitando todo peligro de divinización totalitaria. Las palabras de San Isidoro son tajantes a este respecto: «Reges a recte agendo vocati sunt, ideoque recte faciendo regis nomen tenetur, peccando amittitur»25.
En forma más o menos limitada, los Concilios contribuyeron a la creación de un elemental derecho político, que obligaba al monarca, al menos desde un punto de vista moral, a admitir su carácter de espejo del pueblo y a someterse al derecho y a las mismas leyes, es decir, al bien común.
No menos interés tiene el hecho de integrar en las reuniones conciliares la presencia de jueces y exactores del fisco, para educarlos en la equidad y juzgarlos en sus posibles excesos frente a un pueblo inerme, con una burocracia escasa, lejana y con frecuencia opresora, funciones que, en parte, le habían sido atribuidas ya al episcopado católico por los emperadores cristianos del Bajo Imperio. Como desarrollo del canon XVIII del Concilio III, la Iglesia hubo de aceptar la colaboración con el poder constituido como instrumento de derecho, y sólo Dios sabe en cuántas ocasiones numerosas personas se sintieron protegidas por ella frente a la rapacidad de jueces y administradores del patrimonio fiscal,
«para que aprendan cuán pía y justamente deben conducirse con los pueblos, y no carguen al particular, ni graven a los que dependen del fisco con acarreos y operaciones superfluas. Sean los obispos vigías que observen, según se lo amoneste el Rey, de qué manera los jueces se han de haber con los pueblos, para que así, o les corrijan después de haberlos amonestado, o hagan que llegue su insolencia a los oídos del Rey. Y si, corregidos, no pudieren enmendarlos, suspéndalos de la Iglesia y de la comunión. Delibérese por el sacerdote y los ancianos qué juicio merece la provincia sin detrimento de la misma».
Estas competencias en materias ajenas al ejercicio pastoral demuestran hasta qué punto se tenía un alto concepto de la moralidad del clero, como instrumento corrector de las posibles corruptelas de unos magistrados poco escrupulosos.
Estas y otras atribuciones de la institución sinodal, especialmente las relativas a las frecuentes coyunturas conflictivas en la sucesión del trono, han planteado la cuestión de la naturaleza de los Sínodos y Concilios visigóticos hispanos: ¿Una especie de cortes? ¿Asambleas mixtas? ¿Concilios con atribuciones temporales?26 Cuestión muchas veces estudiada y sólo comprensible en una situación de carencias fundamentales del poder civil en el ejercicio de su potestad legítima.
No existía una neta separación de jurisdicciones y competencias, porque si lo puramente religioso incidía en lo temporal, al propio poder civil se le reconocían unas atribuciones, como la iniciativa de la convocatoria y el orden del día de los Concilios, que sólo tiene explicación racional en una sociedad organizada, en un Estado muy poco evolucionado y con escasa conciencia de sus propios fines, así como de sus medios. La Iglesia, en todo caso, supo aprovechar su situación privilegiada para defender a los más desprotegidos y humanizar la siempre difícil convivencia civil.
No se limitó el Concilio a recibir la abjuración formal del Rey de la nación de los godos, sino que trató de erradicar de la sociedad costumbres tan bárbaras e inhumanas como el infanticidio, el trato cruel de los esclavos (cánones XVII, VI y XXI), las últimas prácticas de la idolatría residual del paganismo (c. XVII), la servidumbre de la mujer viuda forzada a pasar a segundas nupcias contra su voluntad, o de la doncella inhabilitada por la fuerza para el estado voluntario de una virginidad libremente elegida (c. X).
Los Padres Sinodales abordaron además con energía los temas de la reforma eclesiástica en cuanto a la recuperación de la disciplina tradicional canónica (c. I), la introducción en la liturgia del Símbolo Niceno-Constantinopolitano como pedagogía en la formación del pueblo (c. II), la posibilidad del ejercicio de la pastoral parroquial por parte de los monjes (c. IV), la administración adecuada del patrimonio diocesano (c. III y XX), la integridad moral de la vida de los clérigos (c. V y XIII), el sentido humano en el trato con la servidumbre por parte de los obispos y las potestades civiles (c. VI, XIV, XV, XXI), la necesidad de restaurar el rigor de la disciplina penitencial (c. XI y XII), la erradicación de costumbres menos honestas con motivo de la celebración de las festividades de los santos (c. XXIII), la falta de austeridad en los entierros de los monjes y religiosos (c. XXII).
En esta línea de renovación a la luz de la tradición, se inscribe la petición regia de tratar de «reducir las costumbres antiguas de la Iglesia al rito de los Santos Padres»27, porque «en cuanto a la corrección de las costumbres estragadas, condesciende nuestra clemencia en que, con sentencias y penas rigurosas y firmes, establezcáis lo que se debe prohibir y, con decretos constantes, confirméis lo que conviene observar»28.
La misma periodicidad de los Sínodos, prevista para la Iglesia visigoda en el canon XVIII del Concilio III de Toledo, no parece tener fundamentalmente otro cometido que el seguimiento permanente y la prioridad de la renovación de la vida eclesiástica, además de las funciones de inspección sobre la administración civil de la justicia y del fisco.
- La «Collectio Hispana» y su proyección europea
En el canon I del Concilio III de Toledo se contiene ya en germen lo que será después una normativa eclesiástica de amplia difusión, cuando afirma: «Queden en vigor las constituciones de todos los Concilios y juntamente las Epístolas de los santos Pontífices Romanos».
«El canon primero no sólo inicia la serie, sino que constituye una verdadera declaración de principios y expone cuáles serán los fundamentos sobre los que ha de asentarse la empresa de la restauración disciplinar que va a acometerse: los cánones de los antiguos Concilios y las decretales de los Pontífices Romanos; es decir, las dos fuentes primordiales del derecho de la Iglesia universal, que la Colección Hispana recopilaría con una amplitud desconocida en cualquiera otra colección precedente o contemporánea»29.
De dicha disposición conciliar del Toledano III arranca la génesis de la Colección Canónica que, a partir del 633, con probabilidad atribuida a San Isidoro y en sus diversas recensiones –«isidoriana», «julianea» o «vulgata»–, se prolongará durante toda la Baja Edad Media como fuente de disciplina eclesiástica.
Con razón se ha podido afirmar: «Sus cánones transcienden tanto la constitución y dirección política del Reino como la disciplina toda eclesiástica… La influencia de la Colección Hispana rebasaba el campo eclesiástico y se extendía a toda la vida jurídica de la nación, que, según la cincelada frase repetida docenas de veces en los diplomas medievales, se regía secundum legem gothicam (=Fuero Juzgo) et canonicam’ (=Collectio Hispana). Pero esta Colección Canónica Española saltó más allá de las fronteras políticas del reino visigodo, España y la Narbonense, y se extendió por todas las Galias, llevada por los fugitivos españoles que escapaban del yugo musulmán y, a partir de los últimos decenios del siglo VIII, vino a ser como el derecho supletorio de la Iglesia de las Galias, colmando las lagunas e insuficiencias de la Hadriana y de las colecciones locales… Las dos colecciones principales de la reforma carolingia, la Hispana y la Hadriana, por necesidad y uso práctico, se fundieron en una sola, primero externamente en la Hadriana-Hispana… y más tarde también internamente en la Decheriana, la principal colección canónica de la primera mitad del siglo IX y cuyo influjo en la Iglesia perdurará hasta la reforma gregoriana… En la recensión interpolada y falsificada de Isidro Mercator continuó la Hispana transcribiéndose y divulgándose por todo el Sacro Imperio Romano Germánico hasta hacer entrega mediata o inmediata de su vieja herencia disciplinar al Decreto de Graciano»30.
La fe católica y la unidad religiosa en España #
Queda ya muy lejos en el tiempo el hecho que conmemoramos. Precisamente por eso la conmemoración está más justificada, porque en este orden de cosas cuanto más antiguos son los motivos para el recuerdo más nos acercan a los orígenes, es decir, a la predicación inicial del Evangelio, punto de partida de lo que vino después.
Todo arranca de un mandato del Señor en cuya aceptación y obediencia el cristiano encuentra su honor y su gloria: Id y predicad enseñando a cumplir todo lo que Yo os he mandado31.
En la Península Ibérica a la que había llegado la predicación del Apóstol Santiago y la de San Pablo, en cuyos campos y ciudades habían ido surgiendo comunidades cristiano-católicas cada vez más numerosas, capaces de defender su fe hasta el martirio, la herejía arriana de los visigodos causaba un desasosiego interior que hacía sufrir hondamente a los pastores y a la grey. Quizá nosotros, víctimas ya y fautores a la vez de tantos pluralismos admitidos sin réplica como una exigencia en el uso de la libertad, estemos incapacitados para percibir la alegría profunda de un pueblo, al ver que ya no tendría que temer por lo que más amaba, su fe, puesto que los que la impugnaban venían, ya convertidos, a formar parte de la misma y única familia.
Se aseguraba así el normal desarrollo del sentido religioso de la existencia, individual y colectiva, que, si hasta entonces había dado ya frutos muy estimables, de los que se sentían legítimamente orgullosos los habitantes de la Península, ahora, bajo nuevas perspectivas políticas y sociales, podría manifestarse mucho más fecunda en su dinamismo evangelizador y misionero. Se había evitado una persecución religiosa que a punto estuvo de declararse abiertamente contra un pueblo en su mayoría católico. Se elaboraba una legislación civil cada vez más perfecta al servicio de la justicia y del pueblo. Se reconocía dentro de la familia la gran dignidad de la mujer. Y se percibía la fuerza matriz de la Iglesia, la gran educadora de los pueblos europeos, que por entonces empezaban a configurar su nacimiento y su futuro destino.
Entonces, sencillamente, nacía España. Solamente en el III Concilio de Toledo (589) España adquiere plena conciencia de su unidad, su soberanía y su independencia32.
Unos años más tarde, apagada ya la voz del gran San Leandro, resonaba otra, la de su hermano, hijo como el anterior de padre hispano-romano y de madre goda, el gran San Isidoro de Sevilla, luz de toda Europa, que en su Historia Gothorum pregona líricamente su patriotismo con sus loores de España, De laude Spaniae:
«De ludas las tierras que se extienden desde el mar de Occidente hasta la India, tú eres la más hermosa, oh sacra y siempre venturosa España, madre de príncipes y de pueblos. Con justo título brillas ahora como reina de todos los países… Tú eres la gloria y el ornamento del orbe, la porción más ilustre de la tierra en la que mucho se deleita y abundosamente florece la gloriosa fecundidad de la gente goda… Tú, riquísima en frutas y exuberante de racimos, copiosa de mieses, te revistes de espigas, te sombreas de olivos, te adornas de vides. Tú, llena de flores en los campos, de frondosidad en los montes, de peces en las riberas…»33.
El himno de la alabanza se convirtió en elegía de dolor y desconsuelo con motivo de la invasión árabe. Siete siglos luchando para librarse del invasor y para seguir afirmando de mil maneras que España y sus reinos querían seguir siendo cristianos. No será ocioso reproducir una vez más las palabras de Menéndez Pidal: «El libre y puro espíritu religioso, salvado en el Norte, fue el que dio aliento y sentido nacional a la Reconquista. Sin él, sin su poderosa firmeza, España hubiera desesperado de la resistencia y se habría desnacionalizado, y habría llegado a islamizarse, como todas las otras provincias del Imperio Romano al este y al sur del Mediterráneo, …como sucumbieron, arabizándose, Siria y Egipto a pesar de su cultura helenística más adelantada… Lo que dio a España su excepcional fuerza de resistencia colectiva…, fue el haber fundido en un solo ideal la recuperación de las tierras godas para la patria y la de las cautivas iglesias para la cristiandad»34.
Después, especialmente a partir de 1492, se desarrolló «una larga etapa que ha llegado hasta nuestros días, durante la cual tanto en el interior de la península como en el continente americano, que entonces se descubría, se creó y propagó una cultura católica de extraordinaria significación y relevancia.
«La obra realizada en España a lo largo de estas centurias nos permite recoger enseñanzas del pasado, que nos ayudan a reflexionar sobre el futuro, ya que nada sólido puede proyectarse en la vida de los individuos y los pueblos si no es a partir de la propia tradición e identidad.
«Durante este largo período la Iglesia ha prestado insignes servicios a la sociedad española, tanto de índole espiritual como material y humana, simplemente por el hecho de cumplir con su misión en los variados campos a que ésta se ha extendido. La fe, hondamente sentida, dio lugar a una realidad social de signo católico con características propias junto con otros pueblos y naciones de Europa, y una relación particularmente estrecha con los de América.
«No se puede entender la historia de España sin tener presente la fe católica con toda su enorme influencia en la vida cultural del pueblo español. Lo manifestamos sin arrogancia, pero con profunda y firme convicción.
«Por lo mismo consideramos que es un burdo error y una actitud anti histórica querer educar a las nuevas generaciones procurando deliberadamente el olvido o la tergiversación de aquellos hechos que, sin la fe religiosa, no tendrán nunca explicación suficiente.
«Fue la Iglesia la que salvó de la desaparición el patrimonio de la cultura grecolatina, matriz donde se gestó la nuestra occidental, copiando los libros clásicos junto con los de su propia tradición bíblica y patrística. La fe católica movió voluntades y sentimientos para crear espléndidos monumentos artísticos de que está sembrada la geografía peninsular: monasterios, iglesias, catedrales, en todos los estilos, que no pueden contemplarse sin admiración. La pintura, la escultura, la orfebrería, la música y todas las artes han alcanzado cimas inigualables en su expresión religiosa y encontraron sus mejores mecenas en hombres de la Iglesia. Como son también obra suya la mayor parte de las universidades antiguas y una vasta red de escuelas de todo tipo, –mucho antes de que el Estado tuviera una política escolar definida–, por medio de las cuales ha sacado de la barbarie o de la mediocridad a millones de españoles. En el campo de las literaturas hispánicas es incalculable la labor de clérigos y laicos cristianos, como es notorio a toda persona cultivada.
«La aportación en recursos y en hombres a las grandes tareas nacionales o consideradas como tales a lo largo de los siglos, es amplísima. En obras asistenciales o caritativas ninguna otra institución puede exhibir un conjunto de realizaciones tan extenso, ni un número tan elevado de sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, con frecuencia anónimos, que han consumido sus vidas, sin ninguna contraprestación ni relevancia, al servicio del pueblo y de la fe.
«De manera particular se pone esto de manifiesto en la admirable empresa de la evangelización de América y de otros países de África y de Asia llevada a cabo por la Iglesia española. Los propios naturales de esos pueblos encontraron en la Iglesia la mejor defensora de sus derechos y de su consideración como seres humanos»35.
Conclusión #
Las consideraciones precedentes nos permiten comprender la Importancia histórica que tuvo el acontecimiento que este año estamos celebrando. Ningún pueblo culto dejaría de recordar un hecho de tanta trascendencia como fue el Concilio III de Toledo. Tuvo una decisiva influencia sobre el ser de España y su unidad religiosa y política.
«A distancia de siglos –dijo el Papa a los Obispos de la Provincia Eclesiástica de Toledo en diciembre de 1986– nadie puede dudar del valor de este hecho y de los frutos que se han seguido en la profesión y transmisión de la fe católica, en la actividad misionera, en el testimonio de los santos, de los fundadores de órdenes religiosas, de los teólogos que honran con su memoria el nombre de España. La fe católica ha desarrollado una idiosincrasia propia, ha dejado una huella imborrable en la cultura, ha impulsado los mejores esfuerzos de vuestra historia»36.
Igualmente, el Concilio III de Toledo y lo que en él se logró, tuvo repercusión muy honda sobre la España cristiana que entonces nacía. Los Papas, los grandes evangelizadores que fueron surgiendo en los países europeos, los gobernantes, las leyes que fueron promulgándose por parte de los poderes civil y eclesiástico, tuvieron presente lo que antes se había legislado y promovido en la Península Ibérica en éste y en el siguiente Concilio, y las figuras de San Leandro y más tarde de San Isidoro merecieron el reconocimiento de los hombres cultos de su época por encima de lenguas y fronteras.
Mas no nos detenemos en la simple conmemoración. En todos los actos que se han organizado y aún se han de celebrar durante el Año del Centenario, nuestra mirada se dirige al futuro de nuestra existencia como pueblo y a nuestro personal destino de hijos de la Iglesia y conciudadanos de esta patria común, que es España. Ya no existen un Estado confesional, ni tampoco la unidad católica que en el orden religioso se vivió y se mantuvo durante tantos siglos.
A la vez que ofrecemos nuestro homenaje de respeto y gratitud al pasado por los inmensos beneficios que de aquella situación se derivaron, manifestamos nuestro respeto a la cultura actual y al legítimo pluralismo de ideas y tendencias que nacen, como normal exigencia de la libertad.
Es aquí y ahora, y en esta situación concreta, donde tenemos que evangelizar con fe y con esperanza. En este sentido acogemos con veneración las palabras del Cardenal Secretario de Estado, Mons. Casaroli, en la Carta que con motivo del XIV Centenario nos dirigió, en nombre del Santo Padre, y ha sido publicada en el Boletín Oficial del Arzobispado, el mes de mayor de 1989:
«El recuerdo de lo que la Iglesia española ha hecho en el pasado no debe llevar, sin embargo, a la sola añoranza nostálgica de unos tiempos que no volverán, sino que debe ser, sobre todo, estímulo para afrontar, con valentía y esperanza, el desafío del tercer milenio, en el cual la Iglesia ha de continuar su misión salvífica, impregnando de valores evangélicos la cultura humana, como sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5, 13-14). Si queremos para las futuras generaciones un mundo no deshumanizado, es preciso recobrar el dinamismo de la fe operante, que transforma y perfecciona la naturaleza humana. Esta es, pues, una ocasión propicia para elevar nuestra ferviente acción de gracias al Señor por los muchos beneficios recibidos y, a la vez, para recordar la riqueza de espiritualidad y la ingente obra que la Iglesia ha desarrollado al servicio de un pueblo, al que ha acompañado como Madre solícita durante largos siglos de su historia. Una historia que ‘a pesar de las lagunas y errores humanos –en palabras de Su Santidad Juan Pablo II– es digna de toda admiración y aprecio. Ella debe servir de inspiración y estímulo para hallar en el momento presente las raíces profundas del ser de un pueblo. No para hacerle vivir en el pasado, sino para ofrecerle el ejemplo de proseguir y mejorar en el futuro’». (Discurso en el Aeropuerto de Barajas, Madrid, 31-X-1982)37.
Toledo, septiembre de 1989.
1 Cfr. San Agustín, Confesiones, XI.
2 Discurso a la Conferencia Episcopal Española, Madrid, 31 de octubre de 1982. Texto castellano en Mensaje de Juan Pablo II a España: BAC, 1982, 17.
3 Discurso en la Universidad Complutense, Madrid, 3 de noviembre de 1982, n. 5: Ibíd. 96.
4 Homilía en Toledo, 4 de noviembre de 1982, n. 2: Loc. cit., 127.
5 Discurso en el Acto europeísta, en la Catedral de Santiago de Compostela, 9 de noviembre de 1982, n. 4: Loc. cit., 259. A partir de aquella fecha ha sido frecuente en la voz de Juan Pablo II la reiteración de este llamamiento de Zaragoza, rumbo a Hispanoamérica (10 de octubre de 1984), para inaugurar la preparación espiritual del V Centenario del Descubrimiento (n. 4); en su discurso a las Comunidades Europeas, en Bruselas (20 de mayo de 1985) (n. 8). Véase también la Encíclica Slavorum Apostoli (2 de junio de 1985) y el Simposio del Consejo de la Conferencia Episcopal de Europa (11 de octubre de 1985) «sobre secularización y evangelización hoy en Europa».
6 Discurso en el aeropuerto de Labacolla, en Santiago de Compostela, el 19 de agosto de 1989.
7 Discurso en el aeropuerto de Zaragoza, el 10 de octubre de 1984.
8 García Villoslada, R., Introducción a la Historia de la Iglesia en España, vol. 1º, Madrid 1979, XLII-XLIII.
9 Discurso en el Acto europeísta en Santiago de Compostela, el 9 de noviembre de 1982, n. 2: Loc. cit., 258.
10 Discurso a las Comunidades Económicas Europeas, en Bruselas, el 20 de mayo de 1985, n. 2. «Desde el momento en que el Imperio Romano configura por primera vez a Europa, extendiéndose desde la cuenca del Mediterráneo, la unidad que ella conoce durante algún tiempo es fruto de la fusión de corrientes griegas y latinas, asociadas pronto a los antiguos pueblos de occidente a oriente… Fue así como apareció una cierta unidad de civilización a favor de intensas corrientes de intercambios» (Ibíd. n. 2).
11 Cronicón Ioannis Biclarensis: ed. J. Campos, Madrid 1960.
12 Discurso durante las Vísperas Europeas, en Viena el 10 de noviembre 1983: n. 4.
13 Cf. J. Orlandis, D. Ramos Lisson, Historia de los concilios de la España romana y visigótica (EUNSA, Pamplona 1986), pp. 25-34; F. Rodríguez, La Colección canónica e hispano-romana (C.S.I.C., Madrid-Barcelona 1963), 1-15.
14 Cf. Orlandis-Ramos – Lisson, op. cit., 65-ss. P. Sainz Rodríguez, Estado actual de la cuestión priscilianista, en Anuario de Estudios Medievales 1 (1964), 653-ss. E. Romero Posse, Estado actual da investigación sobre Prisciliano, en Encrucillada, 3 (1979), 150-ss.
15 Cf. J. Orlandis, D. Ramos Lisson, loc. cit., 68-ss. Rodríguez, loc. cit., 291-296.
16 Cf. J. Orlandis, D. Ramos Lisson, o.c., 80-100. A. De Aldama, El Símbolo Toledano I (Roma 1934), 1-66.
17 Cf. J. Orlandis, D. Ramos Lisson, loc. cit., 269-281. Orlandis-Ramos-Lisson, op. cit., 102 ss. Vives, Concilios visigóticos e hispanorromanos, 1963, 345.
18 Cf. Rodríguez, o.c., 283-290 y Orlandis-Ramos-Lisson, o.c., 109-114; 114-120.
19 Cf. J. Orlandis, D. Ramos Lisson, loc. cit., 120-124. Vives, o.c. 53-54.
20 Cf. Orlandis-Ramos-Lisson, o.c., 124-130. Rodríguez, o.c., 297-311. Vives, o.c., 55-60.
21 Cf. Orlandis-Ramos-Lisson, o.c., 131-135.
22 J. Mª Moliner, Historia de la espiritualidad, Burgos 1971, 77.
23 A título de divulgación inicial y sin pretensiones exhaustivas, se pueden recordar las obras y fuentes siguientes: Mathias de Villanuño, O.S.B., Summa Conciliorum Hispaniae, I (Barcelona 1850), 140-151 (texto íntegro en latín). El Concilio III de Toledo, base de la nacionalidad y civilización española, Edic. políglota (latín, vascuence, árabe, castellano, catalán y gallego), con pres. de José Gómez-Menor (Ed. Zocodover, Toledo 1978). José Vives (colab. T. Martín-G. Martínez Diez), Concilios visigóticos e hispano-romanos (Barcelona-Madrid, 1963), 1-39. J. Orlandis-D. Ramos-Lisson, Historia de los Concilios de la España romana y visigótica, EUNSA, Pamplona 1986, 197-260. L. Calpena, Los Concilios de Toledo, en la constitución de la nacionalidad española, Madrid 1918. J. Moreno Casado, Los concilios nacionales visigodos, iniciación de una política concordatoria, Granada 1946.
24 Como característica de la semblanza pastoral de San Leandro se reconocen su fe intrépida y su insobornable ortodoxia, su virilidad de carácter, espíritu realista y prudencia, flexibilidad y delicadeza espiritual (nobleza familiar originaria), su inteligencia diáfana y práctica, su gran corazón de «plus Pater», monje, obispo y misionero, y su formación espiritual integral a lo Casiano, Agustín, Jerónimo, S. Benito y San Gregorio Magno (cf. Moliner, o.c., 68). Es impresionante, en su época, la hondura teológica y el intenso amor eclesial que evidencia su Homilía conclusiva del Concilio III de Toledo.
25 Sentenc. XXX, XLVIII, 7.
26 Cf. G. Martínez, en la presentación-prólogo de J. Vives, Concilios visigóticos e hispano-romanos, (Barcelona-Madrid 1963). J. Moreno Casado, Los concilios nacionales visigodos, iniciación de una política concordataria, Granada 1946. Orlandis-Ramos-Lisson, Historia de los concilios de la España romana y visigótica, 223-225. Lardeazábal, en el Prólogo al Fuero Juzgo, editado por la Academia Española: «Cortes generales del Reino; los dos brazos de la nación, religión y legislación civil». Esta peculiar naturaleza de los Concilios Toledanos quiere cifrarla algún autor moderno en la peculiar dificultad que pudiera comportar el «gobierno conjunto» de los dos pueblos, el godo y el hispano-romano. Lo que se resolvería «reteniendo el gobierno activo en manos de los godos y cediendo la inspección y el control a los hispano-romanos» (cf. R. D. Abadal, Els Concilis de Toledo, en Dels Visigots ais Catalans, 71. Teoría verosímil, pero posiblemente demasiado simplista en la explicación integral del fenómeno singular de los Concilios Toledanos.
27 Del discurso inaugural del Monarca al Concilio. Cf. Edición Políglota cit., 132 (Texto latino. 2-3).
28 De la alocución de Recaredo a los Padres, tras la abjuración. Cf. Ibíd. 148 (castellano), 21 (latino).
29 Orlandis-Ramos-Lisson, o.c., 219.
30 Martínez Díez, G. La Colección Canónica Hispana, I. Estudio, Madrid 1966, 289-294; 294-305 (como fuente de las «masas conciliares» y de «decretales»).
31 Mt 28, 19-20.
32 García Villoslada, R., o.c., XLIII.
33 Historia Gothorum, Prólogo, Elogium in Laudem Hispaniae, 1-2.
34 Menéndez Pidal, R. Historia de España, T. I, vol. 1, Introducción, Madrid 1963 ,3ª ed., XXVII.
35 Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española, nota con motivo del XIV Centenario del Concilio III de Toledo: en BOAT, octubre-noviembre 1988, 601-602.
36 En BOAT, enero 1987, 36-37.
37 En BOAT, mayo 1989, 262-263.