¿En qué época de la historia no ha tenido problemas la Iglesia? Los tendrá y los padecerá siempre. Y ello se debe a que está formada por hombres y ejerce su misión no en el paraíso, sino en esta tierra grande y miserable.
Necesitamos un poco de perspectiva para poder comprender lo que pasa hoy en la Iglesia. Pío XII ha sido quizá el último Papa que acarició el ideal de la «cristiandad», no al estilo antiguo, sino bajo la forma renovada que correspondía, en su intención, al momento histórico que le tocó vivir. Era «todo un mundo el que había que reconstruir desde sus cimientos para transformarlo de selvático en humano, de humano en divino». En medio de la devastación de la guerra mundial y al contemplar después las ruinas acumuladas, él difundió sus mensajes doctrinales y abrió sus brazos –¡tantas veces lo hizo!– para favorecer el retorno de la humanidad a la Casa de Dios.
Consiguió poco, porque la misma comunidad cristiana, tan dividida en distintas confesiones, venía siendo y resultaba ahora más empobrecida, ella también, ante tantas filosofías materialistas, tantas ambiciones desatadas, tanta desintegración moral.
A Pío XII, que también pensó en celebrar un Concilio, como a Juan XXIII después, que se decidió a convocarlo, no se les ocultaba que los supuestos reales en que descansaba nuestra «civilización cristiana» habían sufrido tan hondas mutaciones que «lo cristiano» influía cada vez menos en la vida.
¿Y cómo podría un Vicario de Cristo en la tierra, lejos, por supuesto, de toda ansia de poder y de dominio temporal, dejar de querer que la luz del Evangelio «ilumine a todo hombre que viene a este mundo?»
He ahí la gran tensión, fuerte, ardiente, torturadora casi. Bajo esa tensión se celebró el Concilio y así ha vivido durante quince años el Papa Montini.
Una Europa cristiana cada vez menos cristiana; una conciencia progresivamente más viva de la necesidad de justicia social y anchas zonas del mundo, también del bautizado (caso de América Latina), con desigualdades capaces de hacer fermentar todas las revoluciones; el marxismo imperialista y despótico, pero con la eficacia de la acción inmediata y radical; los nacionalismos de los pueblos de Asia y de África, que, librados de su situación colonial de antes, aparecían ahora con el ímpetu de su independencia y con una fe casi agresiva en sus propios valores culturales, religiosos, etc.; el ateísmo militante, tan organizado y tan fuerte; el hundimiento de la conciencia moral en la vida individual y familiar; el permisivismo atroz que va borrando el sentido del deber; la desacralización indiscriminada que elimina del orden de nuestra convivencia humana todo lo que tenga signo religioso y elevador.
No es superfluo recordar todo esto para poder comprender el drama de la Iglesia, que sólo quiere servir y amar. Porque esos fenómenos y otros semejantes nos afectan de manera ineludible, dado que vivimos en una época en que lo de todos repercute en todos, y nunca los hombres hemos estado exteriormente tan cerca unos de otros. Con esos problemas tiene que contar la Iglesia de hoy inevitablemente.
El Papa actual, Juan Pablo I, sabe que existen y que él no los va a resolver todos. Ni Jesús resolvió los de su tiempo. La misión de la Iglesia es encender una llama en el corazón de los hombres, y más viva en los que tienen fe, para que el calor y la luz ayuden e iluminen.
Para lograrlo, la Iglesia ha de recobrar la fuerza de su interioridad. Porque el principal problema está dentro de ella misma. El Concilio Vaticano II ha sido en estos años menospreciado por unos y sobrepasado audazmente por otros. Y ahí están, sin ser asimiladas, ni siquiera entendidas, sus extraordinarias riquezas, capaces de generar un dinamismo espiritual y social espléndido.
Es necesario que la fe no sea manipulada y destrozada por el ensayismo falsamente teológico; que la predicación de la palabra de Dios y la liturgia se traten con el respeto, veneración y profundidad con que deben ser tratadas; que obispos, sacerdotes y comunidades religiosas trabajemos seriamente por la santificación nuestra y de los demás; que las normas morales de la ley natural y de la Revelación positiva no se degraden hasta el punto de que no se sabe ya lo que es pecado y lo que es virtud.
De enorme trascendencia es el problema de las vocaciones sacerdotales y religiosas. Tantos seminarios y noviciados vacíos… En un momento en que, por ejemplo, los obispos de África nos piden más misioneros que nunca, es cuando en menos número pueden ser enviados por las viejas naciones cristianas como Francia, Bélgica y España.
No nos engañemos. No florecerán las vocaciones sacerdotales y religiosas ni habrá auténtico apostolado seglar si la identidad cristiana, la genérica y la específica, se desvanece asfixiada en la confusión doctrinal y moral, o queda reducida a una praxis de convivencia, o aproximación, o incluso fraternidad puramente humana.
El camino tan decididamente abierto por el Concilio y por el Papa Pablo VI, de diálogo con el mundo, aprecio a las culturas, lucha por la paz, presencia deseada del Evangelio en la sociedad, compromiso serio en favor de los que más sufren, es irreversible y hay que seguirlo con esperanza cristiana. Pero habrá que hacerlo como lo hizo el Papa, sin abdicar ni un momento de la plena y luminosa identidad cristiana. ¡Con qué difícil y hermosa caridad se ha acercado a todos ese testigo del amor universal, que a la vez ha sabido confirmar en la fe a sus hermanos y a sus hijos!
¡Pero cuántas veces se ha lamentado también de las desobediencias de unos y de otros! Y qué caso se ha hecho, en muchos sectores del interior de la Iglesia, de su Magisterio y de su catequesis continua. El último discurso importante de su vida ha sido el del 29 de junio de este año. Como quien se siente próximo al Tribunal de Dios, hizo balance de su actuación magisterial, citó los principales documentos de su Pontificado y nos dijo que por ahí había que seguir caminando.
Nunca una gran parte del mundo se ha sentido tan conmovida al morir un Papa como ahora en la muerte de Pablo VI. Nunca tampoco se ha recibido con tan extendida esperanza al nuevo Papa, sonriente y humilde. Son sentimientos admirativos y emocionales propios del momento, pero indican que el corazón humano de los hombres de nuestro siglo necesita del amor puro y limpio, de lo que la Iglesia lleva dentro de sí misma como un tesoro que es para todos.
Todo seguirá adelante. La sana pluralidad, el ecumenismo, la atención a las exigencias sociales, la plena aplicación de las reformas conciliares, pero todo con más obediencia, hecha de amor y de fe, a Juan Pablo I que la que hemos prestado a su predecesor, de santa memoria.