Jesucristo, afirmación de Dios

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Jesucristo, afirmación de Dios

Conferencia pronunciada el Miércoles de Ceniza, 24 de febrero de 1971.

Como otros años, me dispongo a predicar la palabra de Dios durante la Cuaresma en esta santa Iglesia Catedral de Barcelona y en cuantos templos e iglesias pueda hacerme presente. Os saludo a todos, y para todos deseo la gracia y paz de Jesucristo. Gracia y paz que no pueden alcanzarse, si no se escucha su palabra.

Y esto es lo que yo quiero predicaros, la palabra santa de Dios, tal como nos la enseña la Iglesia. Porque sin el Magisterio de la Iglesia, no podemos lograr un conocimiento adecuado de la palabra de Dios. Con el apóstol San Juan, os diré: Cuanto a vosotros, tenéis la unción del Espíritu Santo y conocéis todas las cosas. No os escribo porque no conozcáis la verdad, sino porque la conocéis y sabéis que la mentira no procede de la verdad. ¿Quién es el embustero sino el que niega que Jesús es Cristo? Ése es el anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre. El que confiesa al Hijo tiene también al Padre. Lo que desde el principio habéis oído, procurad que permanezca en vosotros. Si en vosotros permanece lo que habéis oído desde el principio, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre. Y ésta es la promesa que él nos hizo: la vida eterna(1Jn 2, 20-25).

He escogido esta frase del apóstol San Juan permaneced firmes en la doctrina que desde el principio habéis oído, como principio inspirador y guía de toda mi predicación en esta Cuaresma.

Porque una cosa es lo eternamente nuevo que tiene el Evangelio de Jesús, cuyas riquezas son insondables, y otra muy distinta el afán de novedades. La incesante meditación sobre el misterio de Cristo y la doctrina que Él nos enseñó nos ayudará a descubrir y a exponer en la forma que el hombre necesita, los variados aspectos de la verdad salvadora; el afán sistemático, en cambio, de la novedad por la novedad significa una falta inicial de respeto a lo que nos ha sido dado por Dios, e introduce fatalmente el germen del error y del más funesto personalismo.

Los Apóstoles predicaron las verdades recibidas, no otras, y se opusieron desde el principio a todo intento de desviación deformadora. Estaban y se sentían tan llenos del peso fuerte y positivo de la verdad, que afirmaban, afirmaban sin cesar, repetían una y otra vez lo mismo, seguros de que ofrecían al alma del creyente un tesoro inagotable.

Quiero anunciaros el Misterio Pascual. Quiero invitaros a reflexionar una vez más sobre la vida cristiana. Tengo que cumplir mi misión, predicad el Evangelio a toda criatura (Mc 16, 15). El Evangelio, no las deformaciones históricas o sociológicas del mismo.

Y el punto de partida es siempre el mismo: la humanidad, el hombre en su estado de pecado y de muerte. Y el mismo fin: la humanidad, el hombre, vuelto a la vida, a la verdad, al Amor.

Esto vale y tiene aplicación a cada uno de nosotros. Porque la realidad es que ya siempre está el Señor resucitado. Vivimos nuestra vida asociados a la resurrección del Señor. Es el misterio cristiano. San Pablo dice que no quiere saber nada sino a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado y que resucitó de entre los muertos, porque si Cristo no resucitó, nuestra fe no tiene sentido (cf. 1Cor 15, 14).

No, a una Cuaresma sin vida #

¿Qué hacemos con los valores, con la voluntad, con la inteligencia, con el amor, con el afán de superación, con la vida misma? Estamos llenos de anhelos, de inquietudes, de afán de descubrimientos y conquistas. Estamos encarnados en un mundo en continuo cambio, que se nutre de ideas que muy pronto se derrumban, que espera hoy lo que mañana se le deshace entre las manos. Un mundo de las grandes organizaciones en el que disponemos de muchos modelos de cultura y de comportamiento, en el que se comercializan todas las necesidades. Sí, un mundo rico en contrastes. En el fondo estamos orgullosos de nuestra época, como quizá lo han estado siempre los hombres de la época en que han vivido, porque ello equivale a sentir orgullo de sí mismos. Y pienso que cuanto más joven se es, en cuerpo y en espíritu, más se siente el orgullo de la época en que se vive, porque se tienen más fuerzas, más ilusiones, más horizontes de realización. Ello no obstante, deberíamos detenernos y tratar de contestar a preguntas fundamentales, sin artificio ni hipocresía, sin modelar la respuesta como si estuviéramos pendientes de que otros la escuchen.

¿Para qué me ha sido dada la vida? ¿Por qué me ha sido confiada la libertad? ¿Por qué soy responsable de lo que hago? ¿Por qué tengo una misión y una vida que nadie más que yo, puede desarrollar? La vida tiene sus exigencias y hay que ser consecuentes con lo que nos ha sido dado. Cada uno de nosotros tiene que vivir con la intensidad de que es capaz, y asumir la responsabilidad de convertir esa capacidad en eficacia.

En estas circunstancias, es la Cuaresma el medio sencillo, normal, al alcance de todos. Puede ser nuestro camino de Damasco. ¿Qué es la vida más que una continua conversión del hombre a Dios? Esta Cuaresma tendría que significar una respuesta, dada realmente con la vida, al llamamiento de Dios para vivir en su Reino. Desde ahora, no a una Cuaresma desvitalizada, no a una Cuaresma rutinaria e insincera.

Ahí están las oraciones y misterios que nos presenta la Iglesia. Si los meditáramos por primera vez, despertarían en nosotros hondos deseos de conversión y redención.

Pero también los hombres tenemos experiencia del sabor de la plegaria muchas veces repetida, de la frase llena de sentido, de los pensamientos que nos conmueven cuanto más ahondamos en ellos y ellos se ahondan en nosotros. Todos los hombres tenemos, para riqueza de nuestra vida, unas experiencias, un pasado, unos recuerdos que nos ayudan. No hay un hombre que pueda vivir sólo de lo nuevo, no existe ese ser “desarraigado”. No tendría conciencia de sí mismo, ni de los demás, ni del mundo. No estaría religado ni relacionado con nada. Nada existe así en la vida. Ni el tiempo mismo que está teñido de pasado, y sólo hay mañana porque podemos decir ayer.

La Cuaresma es una preparación a la Pascua que como os decía al principio vivimos ya con el Señor resucitado. No puede llegarnos como algo accidental, sobreañadido, consistente en unas prácticas externas. Todo ha de brotar del interior, ha de responder a un espíritu, a una actitud. El mismo sol y la misma lluvia calientan la tierra y la fecundizan. Depende de las condiciones del suelo la cosecha. La misma Cuaresma, los mismos misterios, la misma palabra de Dios da el 50, el 60, el 100 por uno, según la disposición interior de cada uno.

Es esencial en la vida el amor. Es esencial en la vida cristiana empezar a caminar sabiendo que Dios nos ama. Y después durante todo el camino, durante toda la vida, ir viendo “cómo Dios nos ama”. Aceptemos que Dios nos ama, creamos que Dios nos ama, confiemos en que Dios nos ama, abrámonos sin cesar a ese bendito amor de Dios. Ésa ha sido la gran revelación de Dios: que tanto nos amó que nos entregó a su Único Hijo (cf. Jn 3, 16). La actitud de espíritu de la Cuaresma cristiana es: la de la confianza en el amor de Dios, en su obra de salvación y redención.

Y esta confianza y esta seguridad engendra obras, lo mismo que pasa en todos los campos de la vida humana. Obras de búsqueda más sincera de Dios, obras de justicia, de verdad, de conversión, de misericordia; no aisladas, sino como fruto de una vida que tiene como centro y eje a Dios. Tenemos el camino, la verdad y la vida. Tenemos la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Tenemos el pan que alimenta nuestra vida.

Tú, ¿quién eres? #

Hay un pasaje conmovedor en el Evangelio de San Juan, en que se unen el Testamento Antiguo y el Nuevo, la voz del Precursor y la presentación silenciosa todavía del Esperado, el Mesías. Leámoslo.

Éste es el testimonio de Juan cuando los judíos, desde Jerusalén, le enviaron sacerdotes y levitas para preguntarle: Tú, ¿quién eres? Él confesó y no negó: No soy yo el Mesías. Le preguntaron: Entonces, ¿qué? ¿Eres Elías? Él dijo: No soy. ¿Eres el Profeta? Y contestó: No. Le dijeron, pues: ¿Quién eres?, para que podamos dar respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo? Dijo: Yo soy la voz del que clama en el desierto. “Enderezad el camino del Señor”, según dijo el profeta Isaías. Los enviados eran fariseos, y le preguntaron, diciendo: Pues ¿por qué bautizas si no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta? Juan les contestó, diciendo: ‘Yo bautizo en agua, pero en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis, que viene detrás de mí, a quien no soy digno de desatar la correa de la sandalia’. Esto sucedió en Betania, al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba.

Al día siguiente vio venir a Jesús y dijo: He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo. Éste es aquél de quien yo dije: Detrás de mí viene uno que es antes de mí, porque era primero que yo. Yo no le conocía; mas para que Él fuese manifestado a Israel he venido yo, y bautizo en agua. Y Juan dio testimonio diciendo: Yo he visto al Espíritu descender del cielo como paloma y posarse sobre Él. Yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar en agua me dijo: Sobre quien vieres descender el Espíritu y posarse sobre Él, ése es el que bautiza en el Espíritu Santo. Y yo vi, y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios.

Al día siguiente, otra vez hallándose Juan con dos de sus discípulos, fijó la vista en Jesús, que pasaba, y dijo: He aquí el Cordero de Dios (Jn 1, 19-36).

El Cordero de Dios. El Hijo de Dios. He aquí nuestra convicción y nuestra fe. Queremos proclamarla y que llene nuestra alma en todas sus dimensiones. Y vivirla con la carne y con la sangre, con el corazón y la voluntad, en la alegría y en el dolor, en las horas de salud o mordidos por la enfermedad. Vivir siempre de la seguridad y en la seguridad de nuestro Señor Jesucristo. La Samaritana, Zaqueo, la adúltera, el Centurión, la cananea, la Magdalena, eran hombres y mujeres exactamente igual que nosotros, semejantes a muchos que nos rodean y que, al igual que nosotros, reconocen a Cristo, le proclaman con su arrepentimiento, le confiesan con las exigencias que imponen a su vida, le alaban con su conversión y su entrega.

Para nosotros también, Cristo es la piedra angular, la clave de bóveda. Él da respuesta a nuestros problemas, y agranda nuestro corazón abriéndole a capacidades infinitas de amor, de verdad, de lealtad, de justicia.

Cuántos de nosotros tendríamos con Jesucristo la misma conversación que la Samaritana para poder decir como ella, sé que el Mesías, al que llaman Cristo, está por venir. Cuando venga, nos lo revelará todo (Jn 4, 25). Manifestaríamos así nuestro anhelo profundo de contemplar y poseer la verdad de la salvación. Porque las palabras de aquella mujer, precisamente no israelita, son como el eco de la conciencia universal de los hombres de todos los tiempos, deseosos de que se nos revele todo, es decir, y en una palabra, deseosos de desvelar de una vez para siempre el misterio de Dios. ¿Quién es? ¿Dónde está? ¿Cómo puedo yo hablarle y recibir su luz? Jesús contestó a aquella mujer: Soy Yo, el que habla contigo (Ibíd. 26). Le buscamos, y está ahí, cerca de nosotros, porque Jesús no ha muerto.

Busquemos, sí, las ventajas del progreso y de la ciencia, trabajemos por el desarrollo de todos los pueblos: es un deber y una tarea que se nos ha confiado a los hombres. Pero no busquemos, como si no existiera, lo que ya nos ha sido dado: el Evangelio, la buena nueva, la ley de nuestra vida, el camino de nuestra salvación.

Busquemos con la fe y la honda convicción de que ya existe y nos espera. En un mundo agitado por la angustia, la inseguridad, el continuo cambio, que nos hace anhelar vernos libres de la incertidumbre sobre las cuestiones más fundamentales de la vida, necesitamos escuchar la voz firme y serena que nos dice: Yo soy, el que habla contigo. Es Él, sí, es Jesús, aquél de quien el Padre dijo: Éste es mi querido Hijo en quien tengo mis complacencias; a Él habéis de escuchar (Mt 17, 5).

Jesucristo es la afirmación de Dios. No sólo en el sentido de que el Padre testifica a favor de Él, ni únicamente en cuanto que Él afirma ser el Hijo de Dios, sino en un sentido mucho más hondo, a saber, en cuanto que en Él se manifiesta Dios a los hombres de la manera exclusiva que quiso hacerlo, en su encarnación. Jesús es la afirmación de Dios porque es Dios.

“La perfección de su humanidad se debe a que ésta no es progresiva y alcanzada por la lucha, sino innata. Además, toda falta o simple imperfección son extrañas a su vida y aun a su misma naturaleza, hasta el punto de que Él tiene todo el poder sobre el pecado, destruyéndolo y perdonándolo en los demás. Sólo puede buscarse el verdadero origen de esta naturaleza humana, tan nueva e incomparable de pureza y de santidad, en la santidad divina. Y como Jesús es Dios, su figura humana es la encarnación de la divina santidad y sólo ésta permite explicar todas las oscuridades que su buena nueva del reino de Dios pueda presentar.”

“Si Jesús tenía conciencia de ser, en su realidad más profunda, una manifestación del Dios eterno, ello y nada más que ello explica psicológicamente por qué su mensaje abarca, al mismo tiempo, el fin del mundo y el presente, por qué se encuentran en su conciencia personal la eternidad y el tiempo, por qué se siente a la vez salvador y juez del mundo y por qué es suyo el reino de Dios. El fundamento del mensaje de dicho reino está en la afirmación de su divinidad. Es imposible separarlo como algo exterior y extraño, añadido posteriormente por la fe de los discípulos; hay que buscar su origen donde la predicación del reino de Dios tiene el suyo, es decir, en la conciencia que Jesús tenía de sí mismo. Esta unidad de Jesús con Yahvé explica igualmente la energía con que se constituye centro de su mensaje. Sin duda que el reino de Dios es el objeto más inmediato y más directo de su mensaje, pero es también inseparable de su persona, puesto que se manifiesta en ella”1.

Jesucristo, afirmación de Dios en su poder de perdonar los pecados #

¡Sentirse perdonado y limpio el corazón de toda secreta maldad que mancha nuestra existencia! ¡Cómo necesitamos ponernos en condiciones de poder oír del Señor como tantos de aquellos hombres que se acercaron a Él: tus pecados te son perdonados! Este anhelo irreprimible de pureza lo llevamos en el fondo del alma. Perdonar, y ser perdonado. El perdón es un hecho de trascendencia suma. Ahí esta nuestro destino. Él expresa nuestra relación con Dios y con los hombres.

No puede el perdón ser algo ocasional en nuestra vida, tiene que estar integrado en nuestra existencia. Es el “pan nuestro” en el trato de unos con otros, y en nuestra actitud ante el Señor. Es la gran doctrina de Jesucristo: el perdón de Dios que nos salva y el perdonarnos mutuamente, no por consideraciones sociales, éticas, o por motivos puramente humanos. El perdón humano surge del perdón divino. Ahora bien, ¿quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios? ¿Qué es más fácil decir, perdonados te son tus pecados o decir: levántate y anda? Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra potestad de perdonar pecados: levántate, toma tu lecho y vete a tu casa (Mt 9, 5-6).

He ahí a Jesucristo como afirmación de Dios. Revelar a Dios y conducir a Dios para lograr su perdón. El verdadero sentido de las curaciones fue que los hombres se percataran de la realidad divina, que la conocieran y se reconocieran ante ella. Cristo no eludió el dolor, la limitación, el fracaso, la muerte. Cristo no liberó a los hombres del dolor, de la limitación, del fracaso, de la muerte; nos enseñó por el dolor, la limitación, por el fracaso, por la muerte, el camino de la liberación, redención, salvación del pecado. Se entregó por nosotros. Dios es Amor, Jesucristo es la afirmación de amor y del perdón de Dios a los hombres: es entregado por vosotros (Lc 22, 19).

Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y dar cumplimiento a su obra (Jn 4, 34). Tiene hambre y sed de cumplir la voluntad de Dios, porque ella encierra la plenitud de justicia y de verdad, la plenitud de vida y santidad; por eso, la vida eterna consiste en conocerte a Ti Dios como el único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo (Jn 17, 3). Jesucristo revela a todos los que le escuchan la voluntad de Dios: que los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad.

La voluntad de Dios, como lo fue para Cristo, tiene que ser la fuerza que nos sostiene, el alimento que nos nutre, el agua que apaga nuestra sed. Un nuevo mandamiento os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado, que os améis mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis caridad unos para otros (Jn 13, 34-35). El amor y el perdón vienen de Dios a través de Jesucristo, pasan por todos los hombres, nos tenemos que sumergir en él, y así volver a Dios. Se vive en el amor del Padre, cuando como Jesucristo cumplimos sus mandatos. Quien los cumple permanece y vive en el amor de Jesucristo, como Él vivió en el mundo en el amor del Padre porque cumplió su voluntad. Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor, como yo guardé los preceptos de mi Padre, y permanezco en su amor (Jn 15, 9-10).

Luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1, 9); pan de vida; el que come no tendrá hambre y el que bebe no tendrá sed (cf. Jn 6, 35); el que escucha su palabra y cree en el tiene la vida eterna, pasa de la muerte a la vida; pastor que sacrifica su vida por sus ovejas (Jn 10, 11) alivio para el que sufre, descanso para el agobiado (Mt 11, 28). Todo lo ha puesto Dios en sus manos (Mt 11, 27). Jesucristo no está sólo entre los pecadores, los enfermos, los niños: es Rey, Juez y Señor de la historia. El Padre no juzga a nadie: sino que ha dado al Hijo el poder de juzgar (Jn 5, 22). Ninguno conoce al Padre sino el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiere revelarlo (Mt 11,27). Cristo habla siempre de su acción salvadora y redentora en el presente en verdadera armonía con su plena conciencia de rey, juez y señor de la historia y de los destinos humanos. Cristo ha venido a encarnarse entre los hombres, nacer, sufrir, padecer, servir, morir, redimir, salvar, pero también a reinar, a juzgar y ordenar: Por Él fueron hechas todas las cosas y sin Él no se ha hecho cosa alguna de cuantas han sido hechas (Jn 1, 3). De su plenitud todos hemos recibido. En verdad os digo: antes que Abraham naciese, soy yo (Jn 8, 58). Jesucristo expresa constantemente la conciencia eterna que tiene de sí mismo.

Nosotros, hombres limitados, urgidos por nuestras miserias, no nos fijemos sólo en el Cristo que cura la enfermedad. En la figura de Jesucristo está constantemente esa grandeza que se nos escapa, ese señorío y dominio, esa plenitud de vida y de verdad, en fin, esa infinitud y profundidad inconmensurable. Ésa es la grandeza de nuestro destino, ser salvados por y en el Señor y Juez de la historia. Asumidos por Él en su misión salvadora, venimos a ser parte de la humanidad salvada, nos integramos en la historia nueva que va haciéndose cada día, y liberados del poder del mal y las tinieblas, los hombres redimidos damos un nuevo rostro al mundo. De seres pequeños e insignificantes, pasamos a ser agentes transformados y fuerza renovadora en la marcha de la humanidad, porque con nosotros, sus discípulos, camina Cristo ofreciendo continuamente los dones de su santidad y su gracia.

¡Qué imágenes las que el Evangelio nos da de Jesucristo! ¡Hombre que desciende hasta los más mínimos detalles y Dios con la más tremenda conciencia de su significación! ¡Jesucristo en el Evangelio de San Marcos, y en el de San Mateo, y en el de San Lucas y en el de San Juan, es afirmación de Dios! Sólo la luz del Espíritu y la lealtad, fruto del amor del corazón convertido a Dios, pueden iluminarnos en el conocimiento del misterio de Dios revelado a los hombres. ¡El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros! Pido ardientemente al Señor que hagamos nuestra la frase de San Pablo: Estas cosas que yo consideraba como ventajas mías, me han parecido desventajas al poner los ojos en Cristo. Y en verdad todo lo tengo por pérdida en cotejo del sublime conocimiento de mi Señor Jesucristo (Fil 3, 7-8).

La fe cristiana no consiste en un deísmo vago y humanista con el que se trata de justificar todas las apetencias que surgen en el corazón de los hombres al compás del tiempo en que viven, ni tampoco en una aceptación de Jesús como el más sublime de los maestros del espíritu que han existido. “Si Jesús fuera sólo un hombre, evidentemente no podría traernos nada más que algo humano con todo lo que ello implica de limitación e incertidumbre. Nuestra miseria real y más profunda, la de nuestros pecados y la de nuestra mente, continuaría pesando sobre nosotros”2. Pero no es así. Estamos salvados gracias a aquel que quiso morir por nosotros. Su vida, su persona y su mensaje son la afirmación de Dios. Dios brilla en Él, es el Hijo de Dios, es nuestro Redentor, es Dios.

Dios y Señor #

“Desde toda la eternidad, Cristo señorea y anima todas las cosas. ¿Quién le negaría el nombre de Dios? Pablo no se lo da habitualmente; su preocupación por señalar bien la distinción de personas y dejar fuera de dudas el dogma de la unidad divina, le hace preferir los calificativos de Hijo de Dios y Señor, que ya son bien claros. Sin embargo, hay tres textos célebres que son una excepción. Recordando a los romanos los privilegios de los israelitas, Pablo concluye su enumeración: de ellos según la carne procede Cristo que está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos, amén (Rm 9, 5). Poco después, durante el viaje que terminó con su encarcelamiento en Jerusalén, en un discurso de despedida a los presbíteros de Éfeso convocados en Mileto, les decía el Apóstol: Mirad por vosotros y por todo el rebaño, sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos para apacentar la Iglesia de Dios, que él adquirió con su sangre (Hch 20, 28). Por último, antes del último cautiverio, recomendará a Tito la bienaventurada esperanza en la venida gloriosa del gran Dios y salvador nuestro. Cristo Jesús (Tt 2, 13). Estas afirmaciones vienen a ser el culmen de loe demás textos cristológicos y barren todo equívoco sobre la suprema dignidad de Cristo. Pues bien, este Dios e Hijo eterno se hizo hombre para salvarnos en la plenitud de los tiempos. Y al fin del mundo volverá para ejercer la prerrogativa divina del juez universal. En Él habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad (Col 2, 9). Todo el universo, especialmente los seres dotados de inteligencia, deben proclamar su imperio, puesto que, por la pasión, el descenso a los infiernos y la ascensión, tomó posesión del universo entero, con un nuevo título, el de redentor. Y este mensaje universal se ordena a la máxima gloria de Dios”3.

Recientes palabras del Papa #

Para terminar, permitidme que os lea aquí unas palabras pronunciadas hace pocos días por el Santo Padre en una de esas catequesis preciosas de sus audiencias de los miércoles. Hablaba precisamente de este mismo tema que os he expuesto hoy y terminó así su discurso:

“Y muchas otras afirmaciones y testimonios podríamos reunir, si uno solo, un hecho dominante, la resurrección, no las reuniese todas y las certificase, dando a la Iglesia naciente y a la sucesiva Tradición la fe en la divinidad de Cristo. La fe, en la adhesión rigurosa al dato histórico, pero animada por la clarividencia del espíritu y por la valentía del amor, conseguirá finalmente dar la respuesta definitiva a la apremiante pregunta; ¿Quién es Jesús? Escuchemos todavía una de las voces más sublimes que encontramos en el Nuevo Testamento, la de Juan; En el principio existía el Verbo… y el Verbo era Dios… y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 1 y ss.). Es Dios, el Hijo de Dios, con nosotros. Oigamos a San Pablo: Él es la imagen de Dios invisible (Col 1, 15); y en el gozo de haber alcanzado la cumbre de la definición de Cristo experimentaremos como una sensación de vértigo, como si fuésemos deslumbrados, y ya no comprendiésemos. ¿No es Jesús, al que reconocemos como Cristo, y al que confesamos Hijo de Dios, Dios como Padre, el que nos dio las pruebas de una desconcertante inferioridad por su parte? Fue Él el que dijo: El Padre es mayor que yo (Jn 14, 28). ¿No encontramos continuamente en el Evangelio que ora? (cf. Lc 6, 42). ¿No escuchamos angustiados sus lamentos sobre la cruz: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mt 27, 46). ¿Y no lo vemos muerto, sí, muerto como cualquier otro mortal? Es decir, ¿no vemos en Él un ser que une en sí la divinidad y la humanidad? Sí, ciertamente. La definición de Cristo, pronunciada por los tres primeros concilios de la Iglesia primitiva, Nicea, Éfeso y Calcedonia, nos dará la fórmula dogmática e infalible: una sola persona, un solo Yo, vivo y operante en una doble naturaleza, divina y humana. ¿Formulación difícil? Sí. Digamos más bien inefable; digamos que es adaptada a nuestra capacidad de resumir en humildes palabras y en conceptos análogos, es decir, exactos, pero siempre inferiores a la realidad que expresa, el misterio embriagador de la Encarnación.

’’Aquí nos detenemos, felices, firmes, unidos a la Verdad, de la que la Iglesia y esta Cátedra, sobre la que Nos indigno nos sentamos, gozan el infalible carisma.

’’Nos detenemos, comprometiéndonos a vivir en nosotros el misterio de la Encarnación, en el cual el bautismo y la fe nos han insertado; a vivirlo; creyendo, orando, trabajando, esperando, amando, y exclamando: Para mí vivir es Cristo (Fil 1,21), dispuestos a explorar y, con la gracia de Dios, a experimentar el otro misterio de Cristo, que también nos afecta de plano: la Redención.

’’Aquí nos detenemos: e impávidos dejemos que el huracán de las cristologías adversas, del siglo pasado especialmente, y de hoy, de nuestro siglo que se debate entre la luz y las tinieblas, se desencadene contra nuestra fe católica. Admiraremos el esfuerzo extremadamente erudito de la cultura moderna sobre Cristo y sobre lo que concierne a su persona, su historia, su documentación; aprenderemos también nosotros a estudiar más. Pero seremos vigilantes, desconfiados si cabe, observando que las escuelas suceden a las escuelas, y observando que en la amplia erudición de tantos maestros de ordinario se insinúa una hipótesis propia, un prejuicio propio, una filosofía discutible propia, que, al venir en combinación con el tesoro científico por ellos acumulado, conduce frecuentemente a las conclusiones, al naufragio en la duda invencible o en la negación radical e irracional. Vigilantes y confiados: ¿Quién nos podrá separar de la caridad de Cristo? (Rm 8, 35). ¡Cantemos nuestro credo!”4.

1 Karl Adam, Jesucristo, Barcelona, 1957, 169-170.

2 Karl Adam, Jesucristo, Barcelona, 1957, 18.

3 F. Amiot, Ideas maestras de San Pablo, Salamanca, 1963, 100-101 y 124.

4 Pablo VI, Homilía del miércoles 10 de febrero de 1971: IP IX, 1971, 99-101.