Conferencias Cuaresmales para familias en la Iglesia de los jesuitas de Toldo, 26 de Marzo de 1972
Ayer os hablaba de la Iglesia como misterio de salvación, misterio en cuanto que opera invisiblemente sobre nosotros con la gracia que Jesucristo nos ha merecido y con la acción del Espíritu Santo, que anima constantemente toda la actividad de la Iglesia en relación con los que viven dentro de ella. En este sentido es un misterio y un misterio de salvación.
Pero, a la vez, es una institución visible, puesto que es un Pueblo de Dios, social, orgánicamente constituido como una muchedumbre localizada, visible, con una Jerarquía que la gobierna, con unos sacramentos identificables por la Tradición con los que Cristo instituyó, con unos ritos, con unos mandamientos, con unos preceptos evangélicos; con un credo, unos dogmas que permanecen inalterables. Y todo esto es captable por el hombre y forma parte de lo que se llama el cuerpo social de la Iglesia, que se nutre de esta vida interior, de esas creencias, dogmas, de esas fuerzas invisibles, concretadas en signos visibles, los sacramentos; y de esas actuaciones de gobierno santificador del Pueblo de Dios, que la Jerarquía de ese Pueblo va realizando, poco a poco, a través del tiempo.
Y situaba yo esta doble dimensión de la Iglesia, en su aspecto invisible interno y en su actuación visible externa, en la perspectiva de los discursos y documentos conciliares. Siempre con un propósito que he formulado desde el primer día, el de demostrar la continuidad. Porque si hubiera habido una ruptura esencial con lo que la Iglesia de los siglos anteriores nos había ofrecido, ni siquiera podríamos estar aquí; ello significaría una traición.
Y trato de insistir en este punto de vista, para salir al paso de ciertos lamentables confusionismos de hoy, explicables por otra parte, pero ciertamente perniciosos, con el fin de que nos dispongamos a admitir todas las santas renovaciones que el Concilio ha buscado; pero siempre manteniendo la sustantividad de la Iglesia de Jesucristo, tal como ha sido establecida por Él.
De ahí mi insistencia en ofreceros esas luces de los discursos del Papa o de los propios textos conciliares. La Iglesia, hoy como ayer, es un misterio de salvación y, a la vez, es institución visible que nos ofrece, de una manera que podemos entender suficientemente bien, los medios para lograr esa salvación.
Una visión deformada de la salvación #
¿Cuál es la salvación que nos trae Jesucristo? Debemos esforzarnos para comprenderla con el fin de vivirla mejor y, ante todo, voy a tratar de expresar lo que es una visión deformada de la salvación. Una visión deformada que, probablemente, hemos contribuido todos a difundir, no por mala voluntad, sino por acentuación exagerada y parcial de un aspecto de la salvación.
Me explicaré un poco. Cuando se hacía esta meditación sobre la salvación en días de ejercicios espirituales, en las predicaciones de las misiones populares, en una plática o conferencia cuaresmal; hace unos años insistíamos mucho en un solo aspecto, que no es que no forme parte de la verdad, pero que, presentado así, con un parcialismo exagerado, deforma el concepto y la realidad de esa salvación, tal como nos la ha ofrecido Jesucristo. Hablar de la salvación era ponernos a hablar del cielo y del infierno; muerte, juicio, infierno y gloria, los novísimos. Y no es que no haya que hablar de ello, por el contrario, hay que hablar mucho, porque otro de los fenómenos de hoy es que se está haciendo un excesivo silencio sobre estas realidades fundamentales de nuestra fe.
Ahora bien, no se puede reducir el concepto de salvación a eso, porque entonces, sin querer, parece como que lo que entendemos por salvación es ese instante matemático en la vida del hombre en que, gracias a la misericordia de Dios, uno muere arrepentido y se salva. Es un poco aquella frase: “Dios nos coja confesados”. Evidentemente, tenemos que desear que Dios nos coja confesados, y es cierto que, en un momento dado, aunque uno haya llevado una vida de pecado, sin embargo puede venir la gracia de Dios, el arrepentimiento y la salvación definitiva. Pero éste es, diríamos, el último acto en que uno se juega su destino y en el cual, de la misma manera que tenemos que contar siempre con la misericordia del Señor infinita, del mismo modo tenemos que desconfiar mucho de nuestras temeridades y de nuestras audacias.
Por ello, aunque sea cierto que la salvación del hombre, en cuanto a su eterno destino, puede labrarse en ese momento último de su existencia; y aun cuando tengamos que hacer consideraciones y meditaciones sobre ese destino ultraterreno del hombre, con su posibilidad de eterna salvación o condenación eterna, lo cierto es que Jesucristo Salvador y su mensaje de salvación no es eso únicamente. Si así lo presentáramos, sería una caricatura del mensaje de salvación que Jesucristo nos predica. La salvación que Jesús ofrece al hombre es algo mucho más hondo y más completo. No podemos reducir el mensaje de Cristo Salvador a límites de egoísmo, que harían despreciable la religión de Jesús, como si fuera una fábrica de pasaportes para la eternidad. No, no es eso.
Y si en nuestras predicaciones hemos exagerado este aspecto, prescindiendo de presentar en su completa armonía todo el horizonte de la salvación que Cristo ha venido a traer al mundo, debemos ser más exactos en lo sucesivo y debemos atender a todo lo que se encierra dentro de este contexto de salvación. Quiero explicarlo un poco esta noche.
La salvación se inicia ya aquí, en la tierra #
En primer lugar, nos encontramos con que la salvación que trae Jesús al mundo, por virtud de la cual le llamamos el Salvador –acordaos de que ese nombre, Jesús, quiere decir Salvador–, se inaugura ya aquí abajo con un reino que Él establece y en el que nos invita a entrar. Jesucristo predica el reino suyo, y un reino que quiere establecer en este mundo como preparación para la eternidad.
Veamos lo que nos dice el Concilio Vaticano II en su Constitución sobre la Iglesia: “Nuestro Señor Jesús dio comienzo a la Iglesia predicando la Buena Nueva, es decir, la llegada del reino de Dios prometido desde siglos en la Escritura: El tiempo está cumplido y se acerca el reino de Dios (Mc 1, 15; Mt 4, 17). Ahora bien, este reino brilla ante los hombres en la palabra, en las obras y en la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo (Mc 4, 14): quienes la oyen con fidelidad y se agregan a la pequeña grey de Cristo, esos recibieron el reino; la semilla va después germinando, poco a poco, y crece hasta el tiempo de la siega. Los milagros de Jesús, a su vez, confirman que el reino llegó ya a la tierra: Si expulso a los demonios con el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros (Lc 11, 28). Pero, sobre todo, el reino se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del hombre, quien vino a servir y a dar su vida para la redención de muchos (Mc 10, 45)“ (LG 5).
Empecemos por aquí. No restemos belleza al cristianismo, no lo reduzcamos a aquello en lo que nuestro egoísmo podría encontrar la clave de sus secretas complacencias. No. Si este reino de Dios, que Cristo nos trae, se despliega en toda su extensión y acompaña al hombre desde el momento en que éste quiere ser ciudadano de ese reino, y va desarrollando en él todas las virtualidades divinas que encierra, y en el momento último de salir de este mundo le puede asegurar el encuentro, feliz y dichoso, con Dios nuestro Padre, si es así, no lo reduzcamos a ese momento final.
La salvación que Cristo trae al mundo ha empezado en ese instante, en el mismo instante en que Jesús viene a la tierra. Públicamente, en el mismo instante que empieza a predicar el Evangelio. Y respecto a cada hombre, la salvación empieza en el instante en que cada hombre se hace discípulo de ese reino. Y de una manera, ya reflexiva, cuando es adulto, recapacitando sobre las exigencias de ese reino, da un paso adelante en la intimidad de su conciencia y dice: “Señor, yo quiero ser cristiano; yo quiero seguir este camino”; ahí empieza la salvación. Si prescindimos de esto la hemos reducido exclusivamente a ese momento final en que se juega nuestro destino; como si la grandiosa relación del hombre con Dios únicamente tuviera que ventilarse en el momento final de nuestra existencia. No. Cristo no ha venido únicamente para acompañarnos en nuestra agonía. Cristo viene para hacernos nacer a una vida nueva. Y desde el momento mismo en que nacemos, la salvación está ya operando dentro de nosotros. Tiene mucha importancia precisar así el contenido. Lo veréis al final de esta reflexión que trato de haceros esta noche.
Segundo paso. Este Reino de Jesús, presente ya en la historia, Él lo manifestó directamente a sus discípulos y al pueblo a quien predicó y luego confió la presentación del Reino a la Iglesia, esa Iglesia de que hablábamos antes: misterio e institución de salvación. Presentado así el Reino, en el cristiano consciente, para seguir dando los pasos que tiene que dar en orden a hacerse ciudadano de ese Reino, se produce la adhesión a Jesucristo. Adhesión que no es una simpatía romántica al dulce Jesús de Galilea, no. Jesucristo es algo más que ese gran benefactor de la humanidad, ante el cual cualquier hombre de cualquier generación y cultura sentirá una profunda admiración. Es algo más. Infinitamente más. No basta escribir una vida de Jesús, como la que escribió Renán, y terminar con aquellos párrafos, literariamente maravillosos: “Descansa en paz, noble iniciador, en adelante nadie superará tus gestos y tus acciones, te llevas a la tumba el secreto de tu acción, insuperablemente generosa, eres el hombre más grande que ha existido en la tierra”. No va, eso no va. Lanzar estos párrafos hermosos, en los que el escritor se ha sentido cautivado por el atractivo grandioso de la figura de Jesús, puede ser el homenaje que hace un hombre a la grandeza que percibe en Jesucristo, pero esto no es entrar en el Reino de Cristo.
Hay que dar un paso más y mostrar nuestra adhesión a Jesús, en su persona, en su palabra, en sus obras. ¿No es esto lo que nos dice el Concilio? ¿No es así como Jesucristo presentó su Reino?
El paso de la fe #
Y este paso es ya el paso de la fe. En nosotros, educados cristianamente, cuesta menos; pero exige también reflexión para que se paso se dé conscientemente. Y en un hombre que tenga una crisis religiosa, que puede tenerla aun cuando viva en un ambiente normalmente católico; y en un hombre, como pasa frecuentemente hoy, que pueda sentir sobre sí la duda, la perplejidad inducida por los fenómenos propios de la vida moderna, llega ese momento en que tiene que plantearse a sí mismo la adhesión a Jesucristo. Y repito que esta adhesión no ha de consistir en una simpatía romántica; tiene que ser un gesto de plena confianza en Él.
Cuando uno examina la vida de Jesús, ve en Él una luz más que suficiente para comprender que puede uno fiarse de Él. Allí brilla algo, brilla la luz de Dios; y por lo menos merece, de entrada, una reflexión atenta, hecha con humildad y con amor. Y entonces, cuando un hombre se dispone así –por supuesto, la iniciativa será siempre de Dios–, ese hombre está haciendo de su parte todo cuanto puede hacer y Dios no le niega su gracia: viene la fe, llega la hora de la luz recibida y aceptada.
Es decir, comprendida la misión del Reino que Cristo predica, examinada la figura de Jesús, el hombre adulto dice: ¿Qué hay aquí? ¿Quién es éste que habla así? ¿Cómo es posible que realice estas obras? Y dirá, como decían los que le seguían en el Evangelio: Nadie ha hablado como este hombre (Jn 7, 46). Y escuchará la voz del mismo Jesús que lanza, no con actitud de reto, sino simplemente de afirmación venturosa, el secreto que hay en Él: ¿Quién de vosotros podrá argüirme de pecado? (Jn 8, 46). Y ve la santidad infinita de su vida y ve sus obras, sus milagros, su muerte y su resurrección, y dice: yo puedo y debo creer en la misión que Jesús trae al mundo; aquí late la vida de Dios. Ese paso inicial, no lo dudéis, será enseguida correspondido por la gracia de Dios. El paso de la fe es un paso razonable. Lo malo es cuando un hombre no quiere pensar en ese misterio de Jesucristo. Entonces se cumple lo que dice San Juan Crisóstomo, comentando el evangelio de San Juan: “Es cierto que Dios ilumina a todo hombre, excepto al que no quiere ser iluminado”.
Pero cuando un hombre se sitúa así ante Jesucristo y con sencillez de corazón, con humildad, trata de ver un poco las razones de aquel misterio soberano, aparece en él la gracia de Dios, que hará que su corazón dé un paso adelante y se ofrezca a Él con amor. Y entonces ese hombre ha dado el paso para entrar conscientemente en el Reino de Cristo.
Esto es salvación. Porque es lo que buscaba Jesucristo: salvar al hombre ya en este mundo, haciéndole discípulo suyo, poniéndole en contacto con la verdad que Él nos trae, permitiendo que ese hombre llegue a recibir la vida divina que Él ofrece, dándole la capacidad de entender lo que significa la cruz, fortaleciendo en su interior la esperanza. Cuando un hombre así, honestamente, dentro de su concepto cristiano de la vida, porque no estoy hablando a ateos, sino a un hombre que vive dentro de la cultura cristiana y de una sociedad católica, cuando un hombre así, digo, en su juventud, en su misma adolescencia, o bien en su madurez, si es que antes no lo hizo, se ha enfrentado humildemente con la persona de Jesucristo, ha examinado su doctrina y ha visto lo que da de sí la experiencia de la vida, facilísimamente ese hombre se deja captar ya, no por la grandiosa figura humana de Jesucristo, sino por el Hijo de Dios encarnado, por el Verbo eterno hecho hombre. Pero el Hijo de Dios es inseparable del Padre; el que se acerca a Cristo, se acerca al Padre y recibe el Espíritu Santo. Es decir, se sumerge en el misterio trinitario; empieza a vivir plenamente con sus creencias en cuanto a los dogmas y con su vitalidad interior en cuanto a las virtudes; empieza a vivir el misterio operante de Dios sobre la vida de un ser humano; como discípulo de Cristo vive el Evangelio. Ese hombre está colaborando al misterio de la salvación. Está él mismo siendo salvado ya inicialmente aquí, y contribuye con el testimonio que va a dar en su vida a que esa salvación opere también sobre los demás. Porque en la religión que Cristo nos predica se nos insiste en una actuación operante y viva. Y todo eso es también salvación.
Creer en Jesús es vivir conforme a sus enseñanzas #
Una vez que el hombre se ha adherido a Jesús, no queda reducida su adhesión a un ritualismo vago y sentimental, sino que es una exigencia comprometida, es una aceptación de aquello que Jesús nos va a ordenar, porque Él se va a presentar también así: como Señor que nos da sus preceptos.
Hay que obrar, hay que actuar si de verdad se quiere seguir el camino de Jesús. Porque en este camino hay un orden moral que tiene una motivación no simplemente ética, sino religiosa. Ya veréis por qué. Por ejemplo: las bienaventuranzas. Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Finalmente: bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos (cf. Mt 5, 1-12). Ya está aquí insinuado, y con muy fuerte relieve, un programa de vida.
Hay más, y aunque no voy a recorrer todo lo que Cristo señaló en el Sermón de la Montaña, sí quiero subrayar el código moral que estableció con definitiva fundamentación religiosa.No penséis que he venido a abolir la ley o los profetas; no he venido a abolir, sino a darle su cumplimiento. Habéis oído que se dijo a vuestros mayores: no matarás. Quien matare será condenado en juicio. Yo os digo más: quien quiera que tome ojeriza con su hermano, merecerá que el juez le condene. Habéis oído que se dijo a vuestros mayores: no cometerás adulterio. Yo os digo más: cualquiera que mirare a una mujer con mal deseo hacia ella, ya adulteró en su corazón. Habéis oído que se dijo: ojo por ojo y diente por diente. Yo, empero, os digo que no hagáis resistencia al agravio, sino que, si alguno te hiere en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo y tendrás odio a tu enemigo. Yo os digo más: amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os persiguen y calumnian (Mt 5, 17, 21-22, 27-28, 38-39, 43-44).Todo un orden moral.
¿Y cuál es el motivo de este orden moral? Os decía antes que Jesucristo no presenta este orden moral desde un punto de vista meramente ético; lo hace fundándose en un motivo religioso. Una frase que viene al final del Sermón de la Montaña lo confirma. Me refiero a la palabra de Jesucristo cuando dice: Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48). O sea, dentro de ese Reino que Él nos predica, nos eleva al plano de la divinidad, en cuanto que nosotros podemos alcanzarlo merced a la gracia de Dios. Ya es noble que un hombre realice y cumpla las exigencias de este orden moral por un motivo simplemente de ley natural, de pura ética; pero todavía es más noble y más alto si eso se nos pide para poder ser imitadores de Dios. Y Jesucristo ha venido a esto. ¿No es acaso el Hijo de Dios que ha venido a la tierra? ¿Es que su mensaje es el de Sócrates o el de Platón? No. El trae otra cosa: la salvación. De nuevo el concepto: la salvación operando ya la transformación del hombre; y una transformación, insisto, que no consiste en una romántica simpatía al héroe generoso de Galilea. No. Es una adhesión profunda al misterio de Jesús, Hijo de Dios, hecho accesible al hombre, que empieza a presentarse a éste desde que es llamado el hombre por el bautismo, y desde que conscientemente este hombre piensa en Él y trata de seguir su doctrina y observar sus mandamientos.
Los horizontes de la santidad #
Y todo esto es salvación. Más aún, debemos señalar, sin pretender agotar el tema, nuevos matices. En esta salvación que Jesucristo ofrece hay niveles altos; son los elementos supremos del ideal, donde se marca el desprendimiento radical de los bienes terrestres, la entrega total para predicar con Él el Reino de Dios, el seguimiento de una manera absoluta. Es, diríamos, el límite más alto de un ideal, el ideal evangélico, el límite más alto teóricamente aceptado, pues en la práctica el grado de santidad de cada persona se mide según obre él con amor, de acuerdo con su situación; es el amor el que nos sitúa en un grado más alto o más bajo. Pero en la escala, diríamos, de contemplación del reino, Jesús va presentando exigencias cada vez más altas, para los que quieran seguirle, o para los que quieran entender todos los matices que ahí aparecen. Y así nos encontramos con un pasaje del Evangelio, sorprendente; a primera vista, resulta poco humano; diríamos que estamos, al leer este pasaje en esa zona cimera, en que Jesús señala el límite supremo a que puede llegar un hombre en este mundo en su aprehensión del concepto de salvación. Evangelio de San Lucas: Mientras iban andando su camino, hubo un hombre que le dijo: Señor, yo te seguiré a donde quiera que fueres (Lc 8, 18-19). No dijo más. Cristo le responde con unas palabras que más que servir para atraerle o confirmarle en su propósito, parece que servirían para ahuyentarle: Las raposas tienen guaridas y las aves del cielo nidos, mas el Hijo del hombre no tiene donde reclinar su cabeza (Lc 9, 57-58). ¿Qué hizo ante esta respuesta aquel escriba que le habló así? Por lo menos, quedarse sorprendido como nosotros; no sabemos si le seguiría.
Pero ved lo que ocurrió con otros dos discípulos. Al primero le dice Jesús:Sígueme.Más aquel respondió:Señor, permíteme que vaya antes y dé sepultura a mi padre. Le replicó Jesús: deja a los muertos el cuidado de sepultar a sus muertos, tú ve y anuncia el Reino de Dios(Lc 9, 59-60).Casi inhumano. El otro discípulo le dijo:Yo te seguiré. Señor, pero primero déjame ir a despedirme de mi casa.Responde Jesús: Ninguno que después de haber puesto su mano en el arado vuelve los ojos atrás, es apto para el Reino de Dios(Lc 9, 61-62).
La exégesis de estos textos nos invita a pensar que Jesucristo trata de fijar aquí situaciones tipo, las más altas, las que expresan, diríamos, el radicalismo de la mística evangélica. No porque todos tengan que seguir por aquí; de hecho, vemos cómo Jesucristo a las muchedumbres, a otras muchas personas que aparecen en el Evangelio, no les pide esto y seguía tratando con ellos, y amándoles y dándoles toda la riqueza de su predicación, igual que podía dársela al discípulo más íntimo. En esos textos hay otras tantas lecciones pedagógicas, con las cuales Jesucristo trata de presentar los perfiles de las altas montañas en la ascensión continuada por donde hay que subir a Él. Es el Evangelio de Jesús, la cumbre. Como cuando lleguen los preceptos del amor, o el discurso de la Ultima Cena, en esa elevación inconmensurable, en donde parece que reduce a una síntesis el mundo, Dios, la Redención, los Apóstoles, la Iglesia. Todo concentrado en sus manos y en sus palabras, en una vibración espiritual indefinible que únicamente puede brotar del alma del Hijo de Dios.
Por consiguiente, digo, no nos asustemos ante esta manifestación tan vivade una exigencia evangélica tan alta. Ahora bien, hay que comprenderque hay como matices en todo esto. Pues todo ello es también salvación,porque es la escala completa: es el bautismo, es la palabra de Jesús que prende como una semilla, es la meditación de esa palabra, son los preceptos morales, son las invitaciones a seguirla. Y cuando un hombre o una familia, o muchos hombres, o un pueblo, en un siglo y en otro, van viviendo esto en mayor o menor grado, con mayor o menor intensidad, va realizándose en la tierra el Reino de Dios y va operándose la salvación, tal como Jesucristo ha venido a traerla.
El amor, cima y corona del Reino de Cristo #
Y queda el último paso. Ese reino que Jesús predica y esa salvación y estos seguimientos a que Él nos invita, de nada servirían, si en nuestro corazón no hiciese nacer el amor: el amor a Dios y el amor a los hermanos, el amor a los hombres. El que ama a Jesucristo, ama al Padre también, porque el Padre y yo somos una misma cosa (Jn 10, 30). El que ama los preceptos de Cristo, cumple la voluntad de mi Padre. Cuando oréis, orad así: Padre nuestro que estás en los cielos; santificado sea tu nombre; venga a nosotros tu reino; hágase tu voluntad, así en la tierra como en el cielo (Mt 6, 9-13). Jesucristo, enseñando a orar, reduce toda la oración a esto: a que el hombre desee hacer la voluntad del Padre. Y entonces, el que ama al Padre, el que ama a Dios, ama lo que Dios ama. El que quiere cumplir la voluntad de Dios, quiere cumplir lo que Dios quiere que se cumpla; y ya, ese hombre, madurado así en su vida religiosa, casado, soltero, sacerdote, consagrado a Dios, es un hombre profundamente religioso, tiene ya un concepto de la vida, sabe por qué ha venido Cristo al mundo, sabe cuál es el sentido de su Reino y ama a Dios, y Dios para él no es una abstracción, no es un ser lejano, es el Padre próximo a sus hijos, es el que nos ha enviado al Hijo, el Redentor. Y ese cristiano va recibiendo los sacramentos, con los cuales se fortalece, para cumplir los preceptos, va salvándose, va haciéndose cada vez más ciudadano consciente del Reino de Dios.
Pero ni siquiera terminan aquí la reflexión y el análisis que el cristiano hace de lo que es el Reino. Porque se encuentra al final de ese análisis con que el Reino se corona, en la tierra, con el amor a los hermanos. No hay amor a Dios si no hay amor al prójimo. Y el que dice que ama a Dios, a quien no ve, y no ama a su hermano, a quien ve, ese tal es un mentiroso, dice el Apóstol San Juan (1 Jn 4, 20).
Y Cristo nos dirá: Amaos unos a otros, como yo os he amado (Jn 15, 12). Y entonces vendrá ya como norma de vida religiosa en la tierra, que abarca todas las relaciones de justicia, en el orden social también, el gran precepto del amor. Lo cumpliremos mejor o lo cumpliremos peor, pero nadie podrá decir que la salvación, entendida así, es una alienación o es una evasión de los compromisos que el hombre debe aceptar como ciudadano de ese Reino.
Y viene la síntesis de todo, cuando se acerca el final, el tramo último de la vida. Ese final que puede presentarse a la hora de la juventud, en nuestra vida adulta o en nuestra ancianidad. ¿Quién de nosotros, los que estamos aquí, de los que nos están escuchando por la radio, quién puede tener la seguridad de cuál va a ser y cuándo va a llegar el último momento de su vida? También en ese último momento hay que salvarse, pero ahora está matizada la expresión: también. Antes, con toda nuestra vida y ahora también, para que se cierre definitivamente el ciclo de nuestras relaciones con Dios, en un gesto total de entrega de nuestra vida en nombre del amor. Ya no será, entonces, la salvación la búsqueda de un pasaporte para la eternidad, obtenido así como sea, de cualquier modo; con tal de poder hacer un acto de contrición a última hora, ya lo arreglaremos, confiando en la misericordia de Dios.
¿Comprendéis ahora por qué os decía yo al principio que eso era una caricatura de la salvación? Jesucristo no ha venido a traernos una salvación reducida a eso, a un momento. Y por esto, en nuestras meditaciones sobre este misterio podíamos caer, sin darnos cuenta, en un parcialismo que disminuye toda la grandeza del misterio de la salvación, tal como Jesús nos lo ha predicado y ofrecido, si sólo pensamos en asegurar, sea como sea, que en ese último trance podamos tener vía libre hacia una eternidad dichosa, hay que buscarlo también en ese último trance, y dichosos aquellos que se encuentren preparados, dichosos también los que, si no lo estaban antes, puedan lograr su preparación entonces. Hay discípulos de Jesús desde la primera hora, pero hay también discípulos de Cristo a la hora de la cruz: Acuérdate de mí, Señor, cuando estés en tu Reino, le dijo el buen ladrón. Y Cristo contestó: Hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23, 42-43).
He ahí un caso en el cual la salvación le llega a un hombre desgraciado hasta entonces, en ese instante matemático en que la providencia de Dios ha querido que se realice el encuentro con el Dios perdonador. Pero esa forma no es la normal. Y cuando vivimos dentro de una Iglesia, que va desarrollando su existencia en el tiempo y que predica sus misterios con normalidad y que cultiva a sus hijos con amor, tenemos que tener cuidado de nuestra salvación y de nuestra entrega, no sólo por el riesgo que corremos, sino sobre todo por un motivo mucho más noble, por corresponder con la elegancia de nuestro amor y con la humildad de nuestra vida a lo que Jesucristo nos va ofreciendo.
Entonces sí, yo comprendo lo hermoso que es el concepto de la salvación.
- Primero: ofrecida por Jesucristo, como don de Dios.
- Segundo: consistente esta salvación en aceptarle a Él, a Jesús, su persona adorable, sus palabras, sus obras.
- Tercero: ya en este mundo esta salvación produce una transformación del corazón, porque lleva consigo un orden moral fundado en un aspecto religioso.
- Cuarto: despliega en el hombre toda su capacidad de amar.
- Quinto: comporta un orden moral y un orden social.
- Sexto: orienta el sentido de la vida hacia el más allá.
- Séptimo: asegura la vida eterna y nos libra de la condenación.
Por todo ello, sed conscientes, vivid una vida religiosa digna. Debemos apartarnos del pecado, amar al Señor, esforzarnos por cumplir sus mandamientos. No jugar con estas cuestiones tan graves, en las que vemos empeñada la vida entera de Jesús.
Enseñanza del Concilio Vaticano II #
Voy a terminar leyéndoos un nuevo párrafo del Concilio Vaticano II, olvidado también, como muchos otros, en virtud de ese confusionismo a que me estoy refiriendo. ¿Nos ha hablado el Concilio Vaticano II de la salvación eterna? Pues sí, nos ha hablado en el capítulo séptimo de la Constitución sobre la Iglesia: “Cristo, levantado sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos; habiendo resucitado de entre los muertos, envió sobre los discípulos a su Espíritu vivificador, y por Él hizo a su Cuerpo, que es la Iglesia, sacramento universal de salvación; estando sentado a la derecha del Padre, actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a la Iglesia y, por medio de ella, unirlos a Sí más estrechamente y para hacerlos partícipes de su vida gloriosa, alimentándolos con su Cuerpo y con su Sangre. Así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la misión del Espíritu Santo y por Él continúa en la Iglesia… La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, a nosotros y la renovación del mundo está irrevocablemente decretada y en cierta manera se anticipa realmente en este siglo; pues la Iglesia, ya aquí en la tierra, está adornada de verdadera santidad, aunque todavía imperfecta… Unidos, pues, a Cristo, en la Iglesia, y sellados con el Espíritu Santo… con verdad recibimos el nombre de hijos de Dios y lo somos, pero todavía no se ha realizado nuestra manifestación con Cristo en la gloria, en la cual seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal como es. Por tanto, mientras moramos en este cuerpo, vivimos en el destierro, lejos del Señor y aunque poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior y asíamos estar en Cristo”. Por mucha santidad que alcancemos, por muchos despliegues de nuestra vida espiritual, no poseemos en la tierra a Nuestro Señor con la plenitud definitiva del cielo.
“Ese mismo amor –continúa el Concilio– nos apremia a vivir más y más para Aquél que murió y resucitó por nosotros. Por eso procuramos agradar en todo al Señor…, y como no sabemos el día ni la hora, es necesario, según la amonestación del Señor, que velemos constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena, merezcamos entrar con Él a las bodas y ser contados entre los elegidos, y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos, ir al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde habrá llanto y rechinar de dientes. Pues antes de reinar con Cristo glorioso, todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo para dar cuenta de las obras, buenas o malas, que cada uno haya hecho en su vida mortal; y al fin del mundo saldrán los que obraron el bien, para la resurrección de la vida; los que obraron el mal, para la resurrección de la condenación” (LG 48).
Cuando uno entiende así y se esfuerza por comprender el mensaje de salvación de nuestro Señor Jesucristo, ama más a Jesús, confía en su misericordia infinita y sabe que ha venido a eso: a salvar a los pecadores. Porque, al esforzarse por cumplir este programa de vida, puede mostrar ante el Señor un ejemplo de noble correspondencia, no de egoísmo. Tendrá pecados, caídas, fallos, lo que sea, pero sabe que puede contar con un Dios que perdona. Ese hombre, el cristiano, aspirará a liberarse sin cesar de las redes del egoísmo, buscará la salvación ya desde ahora, queriendo ser bueno, lo que expresamos con esa sencilla palabra: ser bueno, y ser fiel testigo de Jesús, en cuanto él pueda serlo en este mundo. Va disponiéndose para la hora de la muerte con su oración, con su arrepentimiento, con su amor creciente a nuestro Señor Jesucristo. A la vez difunde el bien, hace cuanto puede por un orden mejor en la vida.
Y entonces, ¿de dónde le va a venir a ese hombre ninguna tentación que le haga turbarse ante las acusaciones que se hacen, de que el cristianismo es inoperante, de que sirve para formar alienados, que es el opio del pueblo, que nos adormece, que va –esto ha dicho Carlos Marx y con él todos los marxistas– fomentando en el corazón de los hombres la filosofía de la resignación ante el dolor, impidiéndoles la liberación? ¿Quién que entienda la salvación, tal y como se desprende del Evangelio, aceptará esta acusación contra el cristianismo? Habremos conseguido más o menos cada uno en nuestra vida, pero el programa de Jesucristo es profundo y es fuerte para transformar las conciencias de los hombres y del mundo entero. Las otras filosofías que prescinden del Evangelio, aparentemente, pueden ser más eficaces en un momento dado, como lo es el huracán que todo lo arrolla. El nazismo, con sus millones de víctimas; el comunismo, con sus millones de muertos en Rusia, han podido ser más eficaces en algún momento dado; eficaces para conseguir un gran bien para unos cuantos; para ofrecer la muerte y la ruina a otros. El cristianismo, no; la eficacia del cristianismo está en que es Cristo quien se puso en la Cruz, Él por todos. Y en nombre de Cristo se han realizado siempre silenciosas revoluciones del amor en las conciencias de los hombres y en la vida pública y privada de las colectividades, en tanto en cuanto han seguido sus preceptos.
Al final, después de todas estas revoluciones gigantescas en que los hombres hacen a los unos víctimas de los otros, cuando todo va serenándose, se vuelve al principio: a buscar una convivencia que empiece de nuevo con el respeto y termine con el amor; porque se considera que sin ello no se puede vivir. Es decir, una versión laica del Evangelio; siempre venimos a parar a lo mismo. Evangelio por evangelio, yo prefiero aquél en que pueda encontrarme con Jesucristo vivo, no muerto, resucitado, vivo en la Iglesia, actuando sobre mi conciencia y pidiéndome, como me pide, ser bueno, ser buen discípulo suyo, asegurar mi salvación y procurar también la salvación de los demás.