Comentario a las lecturas del V domingo de Cuaresma. ABC, 24 de marzo de 1996.
Es el domingo de la resurrección de Lázaro. Nuestros mayores, en muchos pueblos de Castilla, recitaban en verso los evangelios de la Samaritana, del ciego de nacimiento, de Lázaro resucitado. Eran como romances populares, fáciles de aprender y retener, que se transmitían de padres a hijos.
Nuestra resurrección. Esta es la gran realidad, en que se nos invita a pensar en este quinto domingo de Cuaresma. Esta tiene que ser la fe que alimenta nuestro duro camino diario. Dios es un Dios de vivos. ¿Cómo va a ser Dios, Amor y Padre, un Dios de muertos?
Pero no nos interesa lo que sucederá o sucedió históricamente con un reino terrestre. Al hombre que duda o que cree, que se interroga a sí mismo con dolor profundo sobre lo que va a ser de él después de su muerte, o que alimenta dentro de su alma una esperanza, aunque sea vacilante, lo que le importa es su drama personal. Yo, yo, ¿qué va a ser de mí? ¿Termina todo en esas cenizas arrojadas al viento o en esos despojos putrefactos del sepulcro? San Pablo sale al paso de nuestras vacilaciones. “El que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús, vivificará también vuestros cuerpos mortales”. El Señor es la resurrección y la vida y el que cree en Él no morirá para siempre.
Pero es el momento de hablar de lo que el evangelio de hoy nos ofrece. En Betania residían aquellos tres amigos, –Lázaro, Marta y María–, a cuya casa iba Jesús alguna vez a descansar y a gozar –¿cómo no, si era tan humano?– de la dulce compañía de una amistad tan generosa. Lázaro murió y Jesús retrasó intencionadamente caminar hacia Betania, cuando lo supo, con el fin de que creyeran cuando vieran todos los que iba a suceder.
Nos conmueven los sentimientos que el evangelista describe en unos y otros. Es la ternura de la amistad y de la bondad de corazón la que se pone de manifiesto. Marta y María le hicieron llegar la noticia dolorosa: “Señor, tu amigo está enfermo”. Muchos judíos, una vez que Lázaro murió, fueron a consolar a las hermanas.
Los discípulos de Jesús, que no entendían lo que estaba pasando ni lo que Jesús iba diciendo, temiendo que los judíos intentasen apedrearle, como habían amenazado, dijeron por boca de Tomás: “Vamos a morir con Él”. Los tres kilómetros que hay de Jerusalén a Betania los recorrió Jesús rápidamente. Marta salió a su encuentro y le dijo con humilde resignación: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no hubiera muerto”. Jesús le dijo: “Tu hermano resucitará. Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque muerto, vivirá”. Llamaron a su hermana María. Se acercaron al sepulcro. Y Jesús se echó a llorar. Lázaro, llamado por la palabra omnipotente de Jesús, volvió a la vida.
Ante el terrible dolor, que nos causa la muerte, cuando nuestras preguntas se quedan sin respuesta, me acojo a esa preciosa relación de confianza, de escucha, de respeto, de amor y fe, que aparece entre Jesús y las dos hermanas. El amor siempre cree y espera. Creo y amo a Jesucristo. Creo que es la resurrección y la vida: también la mía. También mi resurrección. Yo tampoco quiero morir.