Prólogo para la edición en lengua castellana de la obra del Cardenal Karol Wojtyla «Signo de contradicción», 1978.
Guardo un recuerdo imborrable de la jornada del 21 de octubre en Roma.
Por las calles, sobre todo en las zonas próximas al Vaticano, se veían grupos de peregrinos, procedentes de muy diversas partes del mundo, que habían llegado a la Ciudad Eterna para asistir al día siguiente a la misa solemne, con que inauguraría su pontificado el nuevo Papa Juan Pablo II.
Llamaban mi atención sobre todo las religiosas y sacerdotes polacos, que se habían anticipado en su llegada y acompañaban a otros compatriotas suyos en los primeros recorridos por la Plaza de San Pedro.
Gozosos unos y otros, pero no vociferantes; visiblemente identificados en su porte exterior con la firmeza de sus convicciones tan lealmente servidas; satisfechos espiritual y humanamente de que su patria amada apareciese ahora representada nada menos que en la persona del nuevo Pontífice, pero a la vez como con cierto sufrimiento interior por las condiciones en que vive la Iglesia en Polonia.
Días antes había yo hablado con el Cardenal Wyszynski. Le presenté a unos sacerdotes españoles, que querían tener el honor de saludarle. Él les acogió paternalmente con frases de cariño a su sacerdocio y a España. Les decía inmediatamente que pidieran mucho por el nuevo Papa.
Es precisamente el Primado de Polonia quien hace la presentación de este libro en la edición italiana. Breves palabras las suyas, pero caracterizadas por dos o tres afirmaciones fundamentales referidas a Wojtyla, a la Iglesia, y –¿cómo no?– a esa nación que “tiene como norma decir ‘sí’ únicamente a Dios, a la Iglesia y a su Madre”.
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Al pedirme el Director de la BAC que escribiese unas palabras como prólogo a la edición española, que ahora ve la luz, no he vacilado un instante. Porque es un honor y una satisfacción hacerlo. He pensado en las preguntas que muchos comenzaron a hacerse cuando conocieron la elección del Papa venido de Polonia: ¿Cómo es su vida interior, el don más precioso de un cristiano y por consiguiente también de un Papa? ¿Cuáles son los ejes de su espiritualidad personal, en torno a los cuales giran sus pensamientos, las vibraciones de su alma, su visión del misterio de Dios y de Cristo, de la Iglesia, del mundo, del hombre?
Mucho van diciendo ya sus homilías y discursos, sus gestos y actitudes, en estas primeras semanas de su pontificado. Se le puede conocer también por algunos libros y escritos suyos, que están siendo divulgados.
Pero he aquí que disponemos de un instrumento precioso. El libro que el lector tiene en sus manos, responde mejor que ningún otro a las preguntas anteriores.
Contiene las reflexiones que expuso el entonces Cardenal Wojtyla en los Ejercicios Espirituales, que predicó al Papa Pablo VI y a los prelados de la Curia romana en la Cuaresma de 1976. En una ocasión como esta ni se improvisa, ni se dice lo que uno no haya sido capaz de sentir y vivir como alimento de su alma.
Wojtyla oró mucho antes y durante los Ejercicios; abrió su mente y su corazón con confianza de sacerdote y con respeto de hijo y de hermano; y acertó a exponer ordenadamente una síntesis de pensamiento, doctrina y vida espiritual, que teniendo por destinatario inmediato al Pastor supremo de la Iglesia y a sus colaboradores, es a la vez una meditación sobre la Iglesia misma y su presencia en el mundo en la misión que ella tiene, de servirle amando y sufriendo. ¿Acaso un Papa puede santificarse, finalidad a la que ayudan unos Ejercicios espirituales de Cuaresma, si no es por este camino de servicio a la humanidad desde el centro mismo del Corazón de Cristo, sufriendo y amando como Él y como la Iglesia, siendo también en una palabra signo de contradicción?
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La doctrina de este libro es densa y profunda, pero está expuesta con tanta piedad, con tanto amor a la Iglesia y al hombre, que se apodera fácilmente del alma del lector y le obliga con suavidad a pensar y contemplar. No hay aridez, ni sequedad, ni abstracción. En cada tema se percibe la vibración del corazón pastoral de un hombre entregado. Y no es el menor encanto de su lectura poder percibir la extraordinaria riqueza de pensamiento bíblica, litúrgica, filosófica, teológica, social, que fluye sin esfuerzo. Pocas meditaciones tan aptas como éstas para entender bien la pastoralidad del Vaticano II, ese concilio del que tantas veces se dice que ha sido eminentemente pastoral sin comprender lo que ello significa.
Tiene un secreto este libro, que no sé desvelar: Y es que ofreciendo reflexiones tan a propósito para el Papa que las escuchaba, sean éstas a la vez tan aptas para todo hijo de la Iglesia, para todo hombre o mujer, que viviendo en el mundo aman y quieren fortalecer su fe y su esperanza cristianas.
Quizá sea porque están todas ellas centradas en el misterio de Cristo y flanqueadas por la presencia de la Virgen María, referencia evangélica insoslayable también, cuando se habla del “signo de contradicción”. ¡Qué belleza espiritual cobra el paisaje, cuando, como aquí, se hace sentir tan profunda y piadosamente la presencia de María junto a Cristo y la Iglesia, en esos que llamamos misterios del Rosario!
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Me contaba un día en Roma, durante el conclave, un Cardenal italiano, huésped durante una semana del Arzobispo de Cracovia en su palacio arzobispal hace unos años, que al entra en la capilla privada del palacio, vio una mesa con algunos objetos de escritorio. Pronto supo que ello se debía a que el cardenal Wojtyla tenía la costumbre, según le dijeron, de escribir los guiones de sus homilías y discursos religiosos precisamente en la capilla, en ambiente de oración. Conocemos también otro dato muy revelador, que apareció en un periódico de Roma en esas fechas de octubre, a que me he referido al principio. Un periodista entrevistaba a la mujer que durante años había cuidado de la vivienda privada del Cardenal Wojtyla desde antes de ser obispo. Pudimos verla todos, cuando recibió la comunión de manos del Papa en la solemne ceremonia de la Plaza de san Pedro. “Rezaba mucho”, dijo a las preguntas del periodista. “Algunas veces le he visto postrado en tierra en su capilla, con el rostro pegado al suelo. Pasaba largos ratos allí, aun con el frío del invierno. Pero, ¿por qué digo yo estas cosas?” Y la buena mujer enmudeció como arrepentida de lo que podía parecer una indiscreción.
No lo era, ciertamente. Ni tampoco pretende nadie, y menos yo, al divulgar estos hechos, hacer un mito de la figura del Papa Wojtyla. No lo necesita él, ni lo necesita la Iglesia. Lo único que pasa es que nos gusta saber que el Papa es así. Seguramente algunas o muchas de estas meditaciones y conferencias están pensadas y escritas en la capilla, junto al Señor sacramentado, junto a alguna imagencita de la Virgen María de Czestochowa. No faltaría tampoco un ramo de flores frescas, que la humilde mujer ponía cada día en el altar. Las cultivaba el mismo Wojtyla –se nos ha dicho– en el jardín del Arzobispado.
Noviembre, 1978.