Prólogo para la obra de Eusebio Ferrer titulada «Juan Pablo II, pregonero de la verdad», 2000.
En la cumbre #
El lector no se sentirá defraudado ante lo que este libro va a mostrarle. En sus páginas se percibe el calor de quien ha ido conociendo con estimación profunda las diversas trayectorias de la vida de Juan Pablo II y las describe con maestría y comprensión exacta.
Si alguien me preguntara quiénes son los cinco primeros Papas de la historia, diría que no lo sé, pero no tendría dificultad en reconocer que entre los cinco más extraordinarios, uno de ellos sería Juan Pablo II, el actual Pontífice, que nos llegó de tierras de Polonia.
Estuve en el cónclave en que fue elegido, le vi con su rostro enrojecido y la cabeza entre las manos, cuando contestó sí a la pregunta ritual, que le fue hecha, pidiéndole dijera si aceptaba; presencié al igual que los demás cardenales su gesto conmovedor, cuando al recibir en la Capilla Sextina a los cardenales, que nos acercamos uno a uno a ofrecer nuestra obediencia, al darse cuenta de que el que se arrodillaba era el Cardenal Wyszynski, se levantó de su trono y ayudó a levantarse al que se había arrodillado. Ambos se fundieron en un abrazo de emoción, mientras las lágrimas humedecían sus rostros y nosotros aplaudíamos con el dolor y el gozo, que producía aquel encuentro solemne. Dolor también, porque sentíamos como propio el sufrimiento, que habían padecido aquellos dos gigantes del espíritu en su Polonia natal; y porque con el gozo sobrenatural ahora, no se suprimiría para el Cardenal Wojtyla la cruz que habría de llevar al aceptar la misión que le era confiada. Iba a estar muy cerca de Cristo y al que se acerca al Señor, la cruz se le hace inseparable compañera de camino.
Pero él estaba acostumbrado a no rechazar las cruces que aparecían en su vida.
Eusebio Ferrer ha sabido compaginar la amenidad con el rigor, e igualmente entrelazar el profundo conocimiento de Juan Pablo II con su azarosa vida. Con objetividad, agudeza y agilidad periodística nos ofrece el retrato del Papa del siglo XX, que más años ha ocupado la Sede de san Pedro, el que a través de encíclicas, documentos, escritos, entrevistas, viajes… cumple su misión de Apóstol y es fiel guardián de la doctrina, como tan bien define el título de esta biografía: “Pregonero de la Verdad”.
Aseguro a los lectores de este libro que no van a quedar defraudados en cuanto al deseo de conocer al Papa Wojtyla en las diversas dimensiones de su persona y existencia. Wojtyla, el niño pequeño y pronto huérfano, el joven vigoroso y lleno de éxito, el obrero de las canteras y de la fábrica Solvay, el estudiante de filología polaca y de filosofía en la Universidad. Una juventud atormentada por sufrimientos de índole familia y social, pero a la vez serena y confiada. Vivió primeramente bajo la dominación alemana, expuesto a los rigores del nazismo y viendo la persecución que sufrían los judíos, a los cuales quería como si fueran hermanos mayores; y más tarde bajo la opresión del poderío soviético.
El autor ha captado y nos ha trasmitido la imagen del estudiante universitario, que se reúne con sus condiscípulos para una actuación teatral, o del obrero que trabaja en las canteras y a la vez estudia y reza, arrancando el significado de los textos, que le permitirían manejar las claves para entender la filosofía moderna, o la racionabilidad, o la teología dogmática.
En 1946 es ordenado sacerdote, después de realizar los estudios eclesiásticos en régimen de clandestinidad. Su vida en las parroquias que regentó, llena de éxito en sus trabajos pastorales y gozosa para él y para los fieles, que respondían entusiasmados a su penetrante acción apostólica. De obispo, prudente, intrépido, nunca acobardado, siempre justo, alimentando sin cesar el espíritu generoso de los sacerdotes y comunidades religiosas, al tiempo que daba consuelo y esperanza a las familias, que mantenían sus ideales con rigor; de cardenal más tarde y de Papa, por último.
Esta parte de su vida es más conocida por lo mucho que se ha dicho y escrito de Juan Pablo II. Además, ¿quién no le ha visto o escuchado a través de los medios de comunicación? Lo que quizás no ha sido captado suficientemente por muchos, que le admiran y quieren, es el ritmo de la armoniosa y hasta lógica continuidad, que hay en su vida de hombre de la Iglesia, como se desprende de este libro, vivo, propio del escritor que se ha compenetrado con el tema, pero sin renunciar nunca a la respetuosa sobriedad, que merece el biografiado, sobre todo cuando se describe y se da a conocer la trayectoria última de su vida: la de Pontífice Supremo de la Iglesia universal.
Llegó al sacerdocio tras unos años de fuertes experiencias en el dolor y en la esperanza. Meditaba y oraba en medio de sus amistades y trabajos. Leyó y estudió sin cesar durante años. No existía el seminario. Cada tres seminaristas eran atendidos por un sacerdote, que trataba continuamente con ellos. En esta etapa adquirió fortaleza física y moral para resistir el acoso de todo lo que podía desviarle del propósito de consagrarse al servicio de su pueblo, para ayudarle a salir de la esclavitud en que estaba sumido.
Una vez que vio con claridad que la mejor ayuda que podía ofrecer, era la propia del sacerdote de Cristo, se entregó a la preparación que ello exigía y, cuando lo consiguió, se volcó en el ejercicio de su misión sacerdotal y más tarde episcopal. Esta etapa de párroco, de profesor, de obispo y cardenal, que culmina en su participación muy notable en el concilio Vaticano II, de santidad de vida, pastor incansable, amor viviente a Cristo y a la Virgen María, entusiasmo en el deber, confianza en la Gracia de Dios que asiste a los que anhelan, atención al hombre concreto, al hombre de Polonia, que es su patria, al hombre de cualquier lugar del mundo, a la humanidad, porque como diría después más de una vez, “el camino de la Iglesia pasa por el hombre”.
Elegido Papa, como se recoge en las páginas siguientes, cambia el decorado exterior, pero sigue el mismo espíritu y el mismo ritmo: fortaleza, oración constante, fe y confianza en Dios, serenidad en medio de las alteraciones a que es sometido, intrepidez en el combate. Sólo que ahora la atención es al mundo entero, la cruz que ha de soportar es más dolorosa, las visitas que hace o recibe al servicio del hombre más continuas, los viajes apostólicos inacabables. ¿A quién ha hecho daño el Papa? ¿A quién no ha perdonado? ¿Qué derecho de los seres humanos o de los pueblos en que habitan, no ha defendido?
Le han escuchado con respeto los políticos de la ONU, los sabios en las academias y universidades; los jóvenes en Compostela, en París o Manila; los peregrinos de todo el mundo en Roma, y porciones muy notables del Pueblo de Dios, así llamado en tantas y tantas naciones, cuya tierra, húmeda o reseca, ha besado con amor.
Tampoco faltan en el libro gestos personales, que nos dan a conocer las vibraciones humanas de su corazón, como, por ejemplo, el encuentro con el judío amigo de la infancia y de la juventud, a quien obsequia con un abrazo, que también él recibe y que estremece de emoción a quienes lo contemplan. Eusebio Ferrer no se contenta con noticias adquiridas de sus investigaciones personales. Ha ido a Polonia y ha permanecido allí el tiempo suficiente para hablar con muchos de los que convivieron con el Papa en su juventud; o cuando su vida corrió el peligro de la persecución nazi o estalinista; ha visto su casa, en la que convivió con su padre hasta que éste murió repentinamente; ha asimilado las impresiones que quedaron grabadas en tantas y tantas personas, a las que llegó el calor de su espíritu.
Ha publicado encíclicas varias con todo el valor que tienen como doctrina católica; ha pronunciado tantos discursos y enviado tantos mensajes a tantos grupos humanos, instituciones y personas, que juntos formarían una voluminosa literatura; ha avanzado en el campo del ecumenismo, siguiendo el camino trazado por el concilio Vaticano II y por el Papa Pablo VI, logrando acercamientos que un día darán su fruto. Ha cantado las alabanzas de Dios en las plazas públicas, unido con el pueblo, y ha sufrido atentados y dificultades físicas diversas, que le pusieron al borde de la muerte; no ha querido condenar, sino extremar la caridad, esperando que los enemigos de la Iglesia, los de dentro y los de fuera, vuelvan a la casa paterna o al hogar, que les está esperando sin que ellos quieran acercarse; ha aclarado siempre los puntos oscuros y que lo son, o por su propia dificultad, o porque obedecen al apasionamiento con que son presentados o defendidos por sus defensores equivocados; en suma, ha estado siempre al servicio de la verdad.
Está convencido, y así lo vive, de que toda verdad, incluso parcial, si es realmente verdad, debe serlo para siempre y para todos. Su sólida formación filosófica y teológica y las experiencias que ha vivido bajo regímenes políticos tan radicales en su negación de Dios y en la destrucción del hombre, como magníficamente se relata en esta biografía, han dado una reciedumbre a su pensamiento, a sus criterios, a sus actitudes y a su acción pastoral, que podemos aplicarle lo que afirma en su encíclica Fides et ratio: que no ha evitado la verdad, porque nuca ha temido sus exigencias. Por eso ha hecho de su pontificado una evangelización valiosa para dar sentido a la existencia.
En la Veritatis splendor insiste en la necesidad urgente de construir la existencia personal o social sobre auténticos puntos de referencia, que nos devuelven la confianza en nuestra capacidades y en la necesidad de distinguir lo efímero de los valores, que realmente posibilitan nuestra propia realización y felicidad. La verdad existencial expresada en la Redención de Cristo nos orienta en este mundo de luces y de sombras, que siempre es nuestro caminar humano, y nos ensancha las estrecheces de la lógica tecnócrata. La civilización técnica no sólo no tiene que excluir la religión, sino que la religión cristiana será lo único que hará de esta civilización una “gran civilización”, o quedará angustiosamente prisionera de sus propias redes. Cuanto más se desarrolle el ser humano, más reconocerá la primacía de la trascendencia, porque un humanismo sin Dios mutila al hombre y le priva de unan parte substancial de sí mismo.
El autor de este libro ha tenido el acierto, entre otros muchos, de reproducir, cuando narra los diversos viajes apostólicos del Papa, algunas de sus frases y párrafos completos, en los que se perciben fácilmente pensamientos, que están en armonía con lo que acabo de escribir.
Juan Pablo II, el infatigable ecumenista, el misionero de todos los lugares de la tierra, el evangelizador, el escritor, el catequista, nos dice que si a la persona humana se le quita la verdad, porque no se proclama, o se oscurece con el libertinaje y el subjetivismo de la pasión, es pura ilusión tratar de que viva en libertad. Verdad y libertad o van juntas o juntas perecen.
Un poco de reflexión serena nos permite –nos hace– estar ya de vuelta de expresiones “ateísticas”, que resultan trasnochadas, como que el hombre no es plenamente hombre hasta que es capaz de prescindir de Dios; de la misma manera que el niño no llega ser adulto hasta que es capaz de liberarse del yugo de sus padres y dispone por su cuenta de sí mismo.
La mayor garantía de la libertad, dice el Cardenal Daniélou, está en saber que todos los amos, que decantan los poderes humanos, no son sino criaturas que serán juzgadas según sus obras. El hecho de poder apelar a ese juicio es lo único que garantiza la libertad.
Nuestro actual Papa siempre ha sentido sobre sí mismo la urgencia de que la Iglesia es responsable de la verdad, que salva al ser humano. Por eso, Eusebio Ferrer, con estilo conciso, lejos de cualquier retórica, nos muestra de un modo vivo cómo habla, escribe, predica, viaja, visita enfermos, llama a obispos y sacerdotes, pide coherencia a los sacerdotes, exhorta a las familias y nos recuerda una y otra vez bajo expresiones diversas que somos partícipes de la misión de Cristo Profeta, en virtud de la cual y junto con Él, servimos bajo su luz a la verdad. Anhela que esa verdad sea cada vez cercana en toda su fuerza salvadora, en su esplendor, en su profundidad y en su sencillez asimilable. Siempre ha querido y propuesto una verdad existencial y dinámica, que comprometa toda nuestra vida.
Nos hemos olvidado de que es Cristo el que dijo de sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, y así “el hombre moderno también se ha olvidado de quién es ante esta apostasía moral en que se encuentra”, como dijo en la Universidad de Coímbra.
El pensamiento científico impregna cada día más nuestra existencia. Pero el peligro está en admitir que lo que piensan y organizan los científicos es la única y verdadera certeza. Y no es así. Hay muchos planos en la realidad, todos ellos correspondientes a la verdad del hombre, y en cada uno de ellos se generan y brotan determinadas certezas.
Ya Pascal dijo admirablemente aquello de que “existe el espíritu de geometría para conocer las cosas del cuerpo, el espíritu de delicadeza para conocer las cosas del corazón, y el espíritu de profecía para conocer las realidades últimas del destino humano”. Con los medios de la ciencia no se llega jamás a las certezas del corazón.
Desde luego, la certeza sobre cuestiones esenciales de la existencia no depende de la confianza en nuestros métodos científicos.
Sería absurdo pensar que todo lo que acontece a la persona humana y a su ámbito y lo mismo que exige la sociedad, se puede descubrir tras una demostración matemática, un análisis de laboratorio, o una exploración cósmica. Admito, en cambio, la afirmación de Teilhard de Chardin, cuando escribió que “cuanto más hombre llega a ser el hombre, más sentirá la necesidad de adorar”. El hombre del siglo XXI será un adorador tanto más grande cuanto mayor sea su amplitud de pensamiento y cuanto más haya avanzado en el conocimiento de la verdad. Se está repitiendo últimamente la frase de Malraux de que “el siglo XXI será religioso o no será”. No dice que será cristiano, sino religioso, aunque se podría añadir que avanzará hacia donde más brille la luz de Cristo. El Papa dice que la razón no puede vaciar el misterio de amor, que la creación, la cruz y la resurrección de Cristo representan, mientras que sí puede dar razón a la última respuesta que buscamos.
Esta es nuestra gran tarea, como quería san Pablo, cooperar a la acción del Espíritu Santo, construir la verdad desde todos los campos y siempre inspirada en el amor. Porque la verdad sin amor está muerta y porque la verdad ni se dice, ni se hace en un espacio vacío. Esto no existe. El que habla y actúa lo hace siempre hacia el otro, y por eso tiene que sentir lo que causa con lo que dice. El joven Wojtyla, obrero, estudiante, pensador, actor teatral, buscó la Verdad y la amó en medio del dolor. Y más tarde, el Papa Wojtyla, ya en la cumbre, con amor universal, a todos, a todos los hombres y mujeres del planeta fue predicando esta Verdad por todo el mundo.
En resumen, el libro se lee con deleite y con gozo, al encontrar en sus páginas la explicación suave y armoniosa de lo que podríamos llamar el secreto de la fortaleza y perseverancia del Papa Wojtyla en su lucha, en todos los niveles, al servicio del Bien y de la Verdad.