Jueves Santo, la noche de la Eucaristía

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Jueves Santo, la noche de la Eucaristía

Artículo publicado en ABC, de Madrid, el 24 de marzo de 1991, y reproducido en el BOAT, 1991,207-210.

En la Ultima Cena de Jesús con sus Apóstoles hay un momento en que ellos, y Pedro particularmente, manifiestan su decisión de serle fieles y no negarle nunca; «aunque fuera preciso morir contigo, jamás te negaré» fue la frase rotunda y sincera de éste. San Marcos añade: «Otro tanto decían todos». ¡Qué retrato tan vivo de lo que es la pobre condición humana! Porque en seguida caminaron hacia Getsemaní y allí se quedaron dormidos, mientras Jesús entraba en agonía. Y después, inmediatamente después, la dispersión y la huida cobarde. Todo se redujo a negación, ocultamiento y abandono. A Pedro, que parecía el más valiente, y seguramente lo era, le duró un poco más la fidelidad prometida, hasta que por tres veces le negó. Menos mal que apareció una señal, el canto del gallo, y una mirada, la de Jesús al pasar de una estancia a otra en la mansión de Caifás, y una palabra, pues se acordó de la que le había dicho el Señor, señala el evangelista, y entonces, al darse cuenta, lloró amargamente o, como precisa San Marcos, empezó a llorar.

Todo esto sucedió en la noche de la Eucaristía, cuando por primera vez recibieron el pan y el vino convertidos en cuerpo y sangre de Cristo. Pienso que esa comunión de la Última Cena no fue entendida por ellos en todo lo que significaba, aunque Cristo dijera tan explícitamente: «Este es mi cuerpo, ésta es mi sangre». Recordarían, sin duda, la promesa hecha tiempo atrás cuando les dijo: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Yo soy el pan de vida. Si alguno come de este pan vivirá para siempre y el pan que yo le daré es mi carne, vida del mundo». Recordarían y harían algún comentario apresurado, pero sin pasar de ahí. No eran capaces de más. El hecho es que, en esa noche, cuando más grande fue el don que les hacía, más penosa resultaba su ingratitud y deserción. No era una noche para las traiciones, sino para el consuelo y el apoyo a aquel divino afligido a quien en seguida le iba a faltar hasta la tierra en donde pisar un poco seguro.

Sólo después empezaron a reaccionar. Pedro, también el primero, aunque de momento su reacción sólo consistiera en un llanto amargo y continuado. Hay ocasiones en que sólo las lágrimas empiezan a devolver a los hombres la dignidad perdida.

En esa fragilidad y miseria de la falta de correspondencia del grupo apostólico hacia quien tanto les había amado, veo yo, sin retorcer demasiado las cosas, como un símbolo de lo que es el comportamiento de los cristianos hacia Cristo, hacia el Evangelio, hacia la Eucaristía.

La dispersión y la huida de todo compromiso serio son la respuesta más frecuente de los cristianos de hoy –al menos de muchos, quizá de la mayor parte– a ese don divino del pan de vida, que es no sólo la Eucaristía, sino la palabra y los hechos de Jesús el Salvador. Como lo es también su don de Dios, su llamada al compromiso en favor de los demás, el amor fraterno, el servicio oscuro y abnegado, como el que Él prestó cuando se puso a lavar los pies a sus discípulos.

Nos hemos acostumbrado demasiado a la posesión, gratuita y sin merecimientos, de todos los dones de esa noche de la Eucaristía, sin que por parte nuestra exista otra actitud que la que nos hace sucumbir a la tentación de un catolicismo fácil, cada vez más fácil.

El amor fraterno. ¿Dónde se encuentra ya eso? «Este es mi mandamiento, que os améis unos a otros como Yo os he amado». En nuestras sociedades opulentas, en donde nos sobra todo, falta el amor. No se ha llegado a una apostasía generalizada, pero sí a un indiferentismo atroz y a un reduccionismo del mensaje evangélico a una mínima parte de su contenido, la que menos nos molesta.

¿Qué está pasando en la familia, ese pequeño núcleo base y fundamento de la sociedad, para que tan fácilmente se disuelva y se rompa el lazo que unía a los esposos entre sí y a los hijos con los padres? Si dentro del hogar es tan difícil la convivencia amorosamente mantenida, es sencillamente imposible que cuando se pone el pie en la calle el amor a nuestros hermanos guíe nuestros pasos.

Y, sin embargo, nunca hemos tenido tantos motivos también humanos, aparte de los de índole religiosa, para sembrar un poco más de amor en el mundo. Nos conocemos hoy los hombres mejor que antes, porque viajamos más y percibimos o disfrutamos de los bienes de las diversas culturas; hay una preocupación, por los problemas del Tercer y el Cuarto Mundos, que no existía antes; se reconocen los derechos humanos y se apela a los mismos, cuando se les considera violados; se clama contra las guerras con palabras tan ardientes que conmueven el alma, cuando los que gritan no están guiados por sucios intereses partidistas; incluso entre las confesiones religiosas se fomentan diálogos que permiten acercamientos nunca soñados, o se conocen mejor las virtudes que también se dan en los que profesan otros credos.

Días pasados, durante la guerra última en el Golfo Pérsico, hemos podido leer un relato conmovedor. Como consecuencia de uno de los combates incesantes, en una zona determinada del desierto yacían soldados iraquíes muertos o heridos. Uno de éstos, aún con vida, vio acercarse a otro del bando enemigo, y pensó que éste venía a rematarle. En medio de su extrema debilidad aún tuvo fuerzas para incorporarse levemente y con sus manos juntas en actitud suplicante le miró sin poder articular palabra alguna. Entonces el adversario le cogió las manos con cariño y le dijo: «No temas, soy hermano tuyo, soy egipcio, soy árabe».

Creo que hoy la humanidad está mejor dispuesta que nunca a realizar gestos como éste y aun a evitar que se inicien nuevas guerras, lo cual es mucho más importante todavía.

Y somos nosotros, los cristianos, los que tenemos mayor obligación y más fuertes motivos para contribuir a que se extienda entre nosotros, y por nuestro medio a otros ambientes, el don que hace Dios a los hombres en esta noche del Jueves Santo, que no es sólo sacramental, sino el impulso que Él hace sentir en tantos corazones nobles de todas las razas y continentes para que haya más amor en el mundo.

¿O es que aquella noche, la de su sacrificio e inmolación, no pensaba también en ese soldado egipcio hermano y en el iraquí vencido, hermano también? Mejor sería que no se hubiera producido la guerra, pero yo estoy hablando de un mundo al que hay que redimir, no de una humanidad utópica al menos por ahora.

Y supuesta la necesidad de redimirle, el Hijo de Dios se inmoló en oblación voluntaria por todos y nos pidió a todos, empezando por los que estuviéramos más cerca, que fuésemos capaces de amar y así cooperar a la Redención.

Mas no todo ha sido inútil, ni lo será nunca. Nadie podrá apagar totalmente la llama. En esa noche de la Eucaristía es también cuando Jesús llama amigos a los suyos, a esos que le van a negar pocas horas después. A pesar de todas nuestras flaquezas y maldades, Cristo tenía confianza en su pasión y en el sacramento eucarístico que es su memorial. Cuando después de Pentecostés, la pequeña Iglesia naciente se puso en movimiento, empezaron los grupos cristianos a darse la paz, a poner sus bienes en común, a llamarse hermanos porque sabían que lo eran. Esas comunidades se multiplicaron y se extendieron por el mundo. Son innumerables los hombres y mujeres que han hecho del amor fraterno su consigna y su norma de vida. Y no hablo de los que han sido capaces de besar a un leproso o acariciar el cuerpo purulento de un apestado. Me refiero más bien a tantos desconocidos que en su caminar por el mundo han procurado no hacer nunca daño a nadie, perdonar siempre, no manchar el amor humano como si fuera una vil mercancía, trabajar honradamente, aceptar las cruces cuando llegan, sin renegar de Dios. Todo esto es humanismo cristiano. Porque el humanismo, sin más, no basta. Y no basta porque el humanismo sin más es simplemente ser hombre, y todo hombre, no iluminado por la luz de Cristo, o que ha cerrado sus ojos a ella, se ama a sí mismo por encima de todo. Y así no conseguiremos nada.

Ni el ansia de poder o de placer o de tener salvan y redimen. Solamente el amor. Y Cristo, desde esa noche misteriosa de la Última Cena, seguirá urgiéndonos a que nos amemos como hermanos, aunque tenga que quedarse solo y abandonado. Él seguirá llamándonos amigos. Seguirá esperando un humanismo cristiano.