Instrucción pastoral, de 14 de julio de 1971, dirigida a los sacerdotes, comunidades religiosas y seglares de la diócesis de Barcelona. Publicada en el Boletín Oficial del Arzobispado de Barcelona, 15 de agosto de 1971, 466-480.
Nos alegra el corazón la imagen de una Iglesia renovada y viva que pueda comunicar a los hombres, con eficacia creciente, los dones de que ella es depositaria. Inmaculada y pura siempre, como esposa que es de Jesucristo, la Iglesia es para los hombres una incesante llamada a la fraternidad plena aquí en la tierra y a la participación en la vida divina, incoada también en este mundo y consumada en la eternidad, tal como el Señor, Jesús, nos la ha ofrecido, con su encarnación redentora. La Iglesia llama al hombre para santificarle, no para deshumanizarle, y por lo mismo proclama determinadas exigencias morales en plena coherencia con la fe que predica. Su doctrina está por encima de toda contingencia histórica.
La moral cristiana no es un moralismo sofocante, ni una simple ética de circunstancias, mudable y pasajera, a impulsos del capricho de los hombres o de las transformaciones de la historia.
Es una actitud interior que libremente se traduce en una disciplina también externa, reguladora del comportamiento humano en relación con Dios y con los hombres, a la luz de los preceptos de la ley natural y de las enseñanzas y ejemplos de vida de Nuestro Señor Jesucristo.
Peligro de envilecimiento #
El sentido cristiano de la existencia está hoy gravemente amenazado por el desbordamiento de la inmoralidad pública y privada en una dimensión concreta de la persona humana: la del sexo. El Santo Padre viene hablando insistentemente sobre ello. El pasado día 14, en su habitual audiencia de los miércoles, dijo estas palabras: “Estamos en un período de relajamiento moral verdaderamente grave con respecto a la recta interpretación del verdadero sentido cristiano y humano. El sentido de la honestidad y del deber es sustituido con frecuencia por el de ‘la licitud de todo’. Pansexualismo degradante, hedonismo frívolo y pasional, culto a la violencia y a la rebelión en el ámbito de la convivencia social, arte superlativo del robo y de la extorsión, del fraude y la estafa, droga con su tráfico criminal y con su fatal desintegración psíquica y moral, son peligros que amenazan verdaderamente con el envilecimiento moral de nuestra generación, que parece estar olvidando las saludables enseñanzas de las terribles experiencias vividas en las recientes guerras”1.
También los obispos de diversos países han publicado documentos importantes sobre el tema. Los de Polonia en septiembre de 1970; los de Inglaterra y País de Gales en diciembre del mismo año; los de Bélgica, unidos con las autoridades de las demás iglesias cristianas, en enero de 1971; los de Francia en febrero de 1971; los de Suiza en marzo; los de Holanda en abril; los de Italia en igual fecha y, últimamente, el episcopado español en documento hecho público el 18 de junio*.
Hago esta detallada referencia para poner de relieve la gravedad del problema y la consiguiente preocupación que suscita dentro de la Iglesia. Un cristiano consciente de su fe, y más un sacerdote, han de ver en estas orientaciones del Magisterio de la Iglesia una llamada de Dios a nuestra conciencia.
Se decía, en tono acusatorio, que los responsables de la fe en España –sacerdotes, obispos, congregaciones religiosas– nos habíamos ocupado con insistencia obsesiva en la proclamación de las exigencias de sólo dos mandamientos. Quizá lo que hubo fue menor acierto en el lenguaje y en algunos métodos educativos. Pero la insistencia estaba justificada, porque lo que en el fondo se pretendió siempre era la defensa del amor limpio y la protección de la dignidad de la persona humana y de la familia.
En otros países, por lo que se ve, no se han conseguido resultados mejores, y unánimemente los obispos que he citado hablan de la ruina de la persona humana como consecuencia del fenómeno que analizan en sus documentos. El mal es, pues, universal y grave. Y no debemos caer en otra obsesión, la del silencio sobre estos temas, para no parecer anticuados, intolerantes o incultos. Cierto que la exposición de las exigencias de la moral cristiana no puede reducirse a este ámbito, pero tampoco puede excluirlo. Y mucho más lamentable que el silencio es aún la aparición de opiniones equivocadas o turbadoras, que tratan de patrocinar una moral tan nueva en estas delicadas materias, que destruyen el orden querido por Dios, claramente expuesto en su revelación divina.
Desde el Evangelio #
El humanismo meramente terrestre trata de ayudar al hombre, pero no le salva de la caída en sus habituales esclavitudes.
O le ofrece el paraíso del bienestar económico y olvida las exigencias de su alma, o bien, presentándole como ideal la realización de todas las libertades apetecidas, le hace prisionero de sus impulsos, los de su razón oscurecida, los de su emotividad y sus afectos, o los de sus instintos alterados. Jesucristo es quien verdaderamente libera y pone orden interno en la persona humana ofreciendo plenitud a sus carencias, dando sentido al amor y elevando al hombre, en una palabra. Elevación, es quizá lo que mejor expresa el significado último de la inserción de Cristo en la carne y la sangre de la humanidad. De la revelación cristiana, del cristianismo rectamente entendido y vivido, se desprende una luz nueva.
* (N. del E. Se trata de la declaración sobre la vida moral de nuestro pueblo, publicada el 18 de junio de 1971 por la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española. Véase el texto en J. Iribarren,Documentos de la Conferencia Episcopal Española, Madrid 1984, BAC 459, 194-201)
Suponer, a priori, que esa luz no nos va a servir hoy para la plena realización de la persona humana en su anhelo de libertad legítima, es cuando menos un obstinado prejuicio. Por el contrario, todo demuestra que solamente con esa luz como guía de nuestros pasos podemos salvarnos del grave peligro de asfixia moral en que nos encontramos.
El problema sólo tiene solución, para un cristiano, cuando se le contempla desde la perspectiva del Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. De lo contrario, o no se encuentra la fuerza para la superación de las dificultades que encierra, o se pierde de vista el dato más hermoso de la lucha que hay implícita: el de la santidad a que estamos llamados con la acepción de la fe y la moral a la vez. A esto aludía el Papa en el citado discurso último, con frases en las que puede oírse la resonancia de la mejor teología patrística: “La santidad es un don. La santidad es común y accesible a todos los cristianos. La santidad es el estado, podríamos decir, normal de la vida humana, elevada a una misteriosa y estupenda dignidad sobrenatural. Es la novedad entregada por Cristo en don a la humanidad, redimida por Él en la fe y en la gracia. No sólo es un don, sino también un deber. La santidad que presupone el don divino de la gracia que nos hace santos, se convierte en una obligación, se convierte en el ejercicio más imperioso de nuestra libertad”2.
Análisis de los hechos #
Quizá lo más grave es la forma sutil y progresiva en que el mal se va apoderando de nosotros. Hablo de España, de nuestro país, y más concretamente, de nuestro ambiente de Barcelona. Como datos que están ahí, reveladores de la magnitud del problema y capaces de aumentarlo con la fuerza de su estímulo, aparecen los espectáculos inmorales, los libros y revistas pornográficas que se distribuyen clandestinamente, los lugares de diversión de jóvenes y mayores, el desnudismo en las modas, todo ello aumentado en procacidad y exhibicionismo en ciertos lugares de veraneo, donde se vende y se compra todo. El fenómeno turístico lo complica aún más, y algo tan hermoso como esto, por sus fines y por lo que puede tener de progreso en la convivencia humana, se convierte con frecuencia en una plaga terriblemente devastadora.
El daño que se está produciendo presenta particulares incidencias, entre las cuales cabe enumerar las siguientes:
- La proporción masiva del fenómeno de la inmoralidad.
- La impúdica y casi desafiante jactancia con que se manifiesta.
- La extensión del mismo a edades en que antes era inconcebible su existencia.
- La repulsa violenta a todo intento de corrección, en nombre de un nuevo concepto de la libertad y la moral, y bajo la acusación de hipocresía contra los mayores.
Son muchachos y muchachas de quince años y aún menos los que manifiestan su impudor; son pueblos y villas pequeños los que, con frecuencia, contemplan, cada vez con mayor pasividad, los mismos espectáculos degradantes que se dan en las grandes ciudades; es el desprecio insolente a toda advertencia o amonestación que pueda venir de los mayores lo que convierte su actitud en un reto o un alarde de suficiencia que estremece.
Nada significa decir que ha disminuido la prostitución o el número de nacimientos ilegítimos, si por desgracia a esas tristes lacras suceden hoy nuevas formas de amor libre o de prostitución civilizada, y los métodos científicos que impiden el nacimiento no deseado de los hijos.
Del desorden sexual se está pasando a otros delitos con los que está unido: las drogas, el robo, e incluso el suicidio. Según datos recientes, la droga empieza a adquirir caracteres de gravedad en España, ya que el cincuenta y seis por ciento de los drogadictos se dan entre los dieciocho y los veinticinco años –y aumenta más entre las mujeres–. La delincuencia juvenil se ha duplicado en los últimos diez años.
Sexo y revolución #
Como manifestación particularmente dañosa del desenfreno a que aludimos, aparece, movida por manos ocultas, toda una táctica sagazmente estudiada, que consiste en utilizar el libertinaje sexual ofrecido y estimulado, como medio para fomentar ideologías políticas revolucionarias de clara significación marxista. En círculos y grupos cada vez más frecuentes, todo llega a ponerse en común –amor y personas– para exigir después la servidumbre ciega a una ideología de acción política claramente destructora. Hay que descargar al hombre –se dice– de complejos y fobias, para conseguir la plena liberación posterior de tipo social, económico y político. Pero el resultado es siempre, indefectiblemente, una acumulación de desastres morales entre los que se incluyen la destrucción del amor personal. La mujer, aparentemente más liberada, se convierte en un mero objeto y llega a tener como aspiración la de constituir lo que ya llama el tercer sexo. No hay duda: se empieza por destruir la moral sexual y se acaba aniquilando la moral familiar y cívica. Anulada la libertad responsable, aparece el infra-hombre que reniega de todo, de sus padres, de su ciudad y de su patria, de la profesión y del trabajo, de las leyes divinas y humanas. Debajo de ciertos movimientos que sólo parecen hablar de amor y flores, se esconde un repugnante nihilismo provocador de todas las aberraciones.
Junto a las causas permanentes que atizan el fuego, reducibles todas ellas a lo que en términos ascéticos llamamos el desorden del pecado, aparecen hoy como agentes turbios del desenfreno los comerciantes del sexo, grupos ocultos y organizados que, al dictado del más repugnante materialismo, planean el asalto colectivo, traficando con el instinto, el impudor y la desvergüenza. Exposiciones pornográficas, construcción de locales de diversión, facilitación de drogas, abortos, alcohol, todo cuanto sea preciso, en la seguridad de que esa juventud, cuyas protestas tantas veces estaban justificadas, apagará su rebeldía ahogándose en el baño narcotizante de la orgía provocada, de la moda excitadora, de las concesiones repetidas en nombre de una madurez no alcanzada y de una libertad falsa.
Se presentan las modas y se siguen, particularmente por parte de tantas adolescentes y jóvenes que inicialmente, quizá, no atienden a otra cosa más que a la reclamación natural de su instinto femenino. Y aparecen por calles, oficinas y sitios públicos, modos de vestir que son una continua provocación. ¿Por qué extrañarnos de que, tras esas invitaciones inconscientes y buscadas, se produzcan, cada vez con más frecuencia, los fenómenos de violencia sexual, asalto a la mujer, atropello y crimen?
La agresividad moral de todas estas manifestaciones aumenta y se multiplica como consecuencia de un fenómeno típico de nuestro tiempo: la intercomunicación en toda clase de relaciones. Cada vez más despersonalizado y desprovisto de defensas individuales, el hombre de hoy, nómada a la desbandada en la ciudad y en el campo, se hace un esclavo de los sentidos, incapaz de pensar por sí mismo.
La juventud amenazada #
Mi reflexión se dirige de manera especial a la juventud, para la que no puedo tener palabras de condenación ni tampoco de halago y condescendencia fácil. Ellos, los jóvenes, construirán el mundo de mañana, pero pueden ser víctimas del mundo de hoy. Sus protestas y rebeldías obedecen, muchas veces, a un anhelo de justicia y rectitud que no ven realizado en la vida. Descartado lo que en ellas hay de utopía y desconocimiento, deberían ser objeto de atención continua por parte de nosotros, los mayores.
Todos los autores que estudian y analizan la psicología de las diferentes edades ponen de manifiesto que la rebeldía sana es un deber de la juventud, porque es base para el realismo de la madurez. La vida y el dinamismo de la sociedad necesita de la crítica, el idealismo y las motivaciones que nos presenta la juventud de cada época. Y en este sentido, muchas de sus críticas están justificadas, como reacción contra una sociedad en que gobiernan la ley del más fuerte, la de los intereses económicos, la de un consumo que esclaviza y pone al hombre a su servicio, la de un mundo que es como una máquina gigante que no permite al hombre “vivir”, sino más bien “pasar” la vida. Pero, ¿es acaso digno, para corregir el mal existente, destruirlo todo sin prestar atención al bien que existe, condenar indiscriminadamente a los mayores entre los que abundan tantísimos ejemplos de dignidad y fortaleza humana y cristiana? Y, sobre todo, ¿qué podrán exigir a la sociedad si ahora, en el dominio que les es más asequible, el de sus relaciones de hombre y mujer, y en el ámbito más amplio de las diversiones, etc., ellos mismos se degradan en la anarquía de los falsos amores? Tampoco de una juventud así puede surgir la anhelada purificación para mañana.
Salvar el amor #
Y, sin embargo, no podemos renunciar a la esperanza. El mundo y la sociedad necesitan del ejemplo de los amores limpios. Es necesario que cada uno, sí, uno a uno, hombre a hombre y mujer a mujer, cobre conciencia de su propia condición y de sus naturales exigencias, que vivan y manifiesten y hablen del amor que llena y alegra la vida, de la única fuerza que está en el fondo de todo y por la que la humanidad avanza en busca de su realización siempre más plena. El ser hombre o mujer, nuestro propio sexo, es un don de Dios. No hay nadie que no sea “hombre” o “mujer”, y en el hecho de vivir esta realidad con el respeto que merece es como se logra con dignidad la verdadera condición humana.
El pudor no es otra cosa que este respeto a la propia persona y a la de los demás, no ya en virtud de exigencias jurídicas o sociales, sino como reconocimiento lleno de elegancia y amor, a ese delicado misterio que es cada hombre y cada mujer en su realidad propia, la cual incluye todo: intimidad como riqueza, cuerpo y espíritu como expresión, atracción como fuerza que orienta hacia una mayor unión, orden objetivo en unas relaciones mutuas, que no puede romperse so pena de quebrantar, aún más que el encanto de los florecimientos sucesivos del amor, la convivencia sana y creadora de la pareja humana, la cual, sólo en la medida en que se logra conforme al plan de Dios, va haciendo al hombre y a la mujer cada vez más plenos y más libres, al no permitir que queden encerrados en los aberrantes egoísmos del mero sexo convertido en mercancía o en objeto. Ese pudor es la mejor defensa de la libertad personal, que se realiza en el matrimonio fiel o en la consagración a Dios, cuando día tras día se van superando las dificultades y descubre cada uno que en su carne y en su sangre hay un valor seguro y siempre estable, el de la superación compartida, el dolor y el sufrimientos transformados, la lucha juntos por la verdad y la justicia, la convivencia sacrificada y generosa de quienes, sabiendo de las limitaciones de las personas a quienes aman, siempre siguen creyendo y esperando, convencidos de que el amor es hondo y profundo, que es posible, que el amor no se “tiene”, sino que se vive de él y de él hay que alimentarse para madurar continuamente. No hay otro camino para alcanzar las altas metas de la libertad interior. Por eso es un crimen el continuo atentado al pudor realizado, para mayor sarcasmo, en nombre de la misma libertad que se quiere exaltar.
¡Necesitamos de vosotros, jóvenes! #
Sí, para salvar lo que está amenazado. Traednos amor, vida, espontaneidad, fieles siempre a los derechos, deberes y exigencias de la propia condición. Pero luchad contra ese erotismo malsano que os impedirá ofrecer la aportación que el mundo necesita de vosotros.
A pesar de los gritos de alegría y exaltación, de las protestas de fidelidad y de las luchas contra los tabúes, a pesar de esa propaganda gesticulante que os presenta como liberadores, dais la impresión de empezar a estar tristes. El placer fácil y la riada de los puros instintos desbordados está a punto de ahogaros. Por encima de vuestros gritos y canciones hay una búsqueda cada vez más ansiosa y jadeante. Incluso en los mismos periódicos y revistas, y en los otros medios que difunden la pornografía y el erotismo, y que aparecen como los cantores de la nueva libertad y el nuevo amor, se ve la ironía mordaz, la burla sangrienta de todo, de vosotros mismos, la caricatura despiadada, la desconfianza en lo que pregonan.
Cada vez hay más pesimismo entre vosotros, no sólo el que es originado por las condiciones adversas de la sociedad y del mundo, sino el que fabricáis con vuestra propia amargura, nacida de la imposibilidad de integrar, con las duras exigencias de la realidad total de la vida, lo que deseáis bajo el impulso serio de vuestro desprecio del pudor y del falso concepto del placer y la felicidad.
No al dolor inútil, al pesimismo, a la tristeza que quita la fuerza de vivir y de amar, de creer y de esperar; sí a la superación, al dolor y al sufrimiento que brotan de la condición normal de ser hombres y mujeres. No se puede pedir fidelidad al que no tiene responsabilidad de sus propios deberes y derechos y de los demás, de sus propias exigencias y las de los otros. La libertad la gozan el hombre y la mujer que han sabido vivirla y merecerla. Lo mismo el amor y la felicidad, y todo lo que creemos que es propio de la dignidad humana. Los derechos se viven con responsabilidad, no se exhiben con agresividad y violencia.
La serena luz de la verdad #
Ser hombre o mujer es una riqueza y una capacidad de realizarse, precisamente, siendo hombre o mujer, fieles a lo que tal condición encierra. No es posible romper esta radical y profunda diferenciación, base constitutiva de la vida y, por tanto, de toda actividad, de todo dinamismo social entendido en el más profundo sentido de la expresión.
Somos hombres y mujeres biológica, psíquica, moral, ética y religiosamente. Y esto es la base del equilibrio de los hogares y, por tanto, de la sociedad entera. Tal diferencia, en lugar de dar origen al empobrecimiento, es la fuente de la compenetración que abarca todos los niveles, que tiñe todas las realizaciones y florece en todas las manifestaciones de la ciencia, el arte, la cultura, la poesía, la religiosidad. De ahí que el placer fácil y el puro instinto anárquico sea una triste degradación de lo más rico del ser humano. No es eso lo que permitirá vivir el amor que lleva a la realización auténtica del hombre en su dinamismo biológico, psíquico, moral, ético o religioso. Eliminado el pudor, quedan rotas todas las fronteras y una mezcla indiscriminada y sofocante de apetitos y tendencias, de cansancios y frustraciones también, termina por ahogar la propia libertad.
Porque no hay libertad donde impere el gregarismo de los instintos, la oleada vandálica que arrasa todo respeto rebajando el propio sexo y el ajeno, entregándose a las experiencias de un placer deshumanizado, más aún, inhumano, que está en las antípodas de lo que pide la condición de “hombre” o “mujer”, tan rica y tan compleja en su destino de complementariedad. Las víctimas son, no la masa, sino cada persona, deshecha en su interioridad y convertida en pura ruina. Una vez más la frase del poeta indio Tagore: “Los hombres son crueles, el hombre es bueno”. El hombre es bueno, aunque los hombres se despersonalicen. El hombre es bueno, hoy también, al menos en cuanto que quiere serlo. Pero su anhelo de bondad y de moralidad se ve destruido por el aplastante desprecio colectivo de toda norma moral, que impide que cada uno lance su grito de auxilio, aunque lo oiga dentro de sus entrañas.
La vida cristiana y la limpieza de corazón #
No es compatible con esta degradación progresiva ningún género de vida cristiana digno de este nombre. Jesucristo ha proclamado como bienaventuranza evangélica la limpieza de corazón, que no es una expresión vaga y poética, susceptible de ser interpretada conforme a las vanas y veleidosas sutilezas de los que quieren disculparlo todo como protesta contra lo que llaman un moralismo exagerado y deformante. Porque una cosa es ese moralismo del que se habla, casi siempre sin precisar nada, y otra la moral que se expresa en normas objetivas exigidas por la naturaleza humana tal como la ha hecho el mismo Dios, y en la ley divina proclamada en el Evangelio. Si Cristo habla de la limpieza del corazón es porque puede haber suciedad. Y el mismo Cristo lo hace saber así cuando dice: Del corazón es de donde salen los malos pensamientos, los homicidios, adulterios, fornicaciones, hurtos, falsos testimonios, blasfemias: estas cosas sí que manchan al hombre (Mt 15, 19-20).
La fe cristiana, don de Dios, entendida como raíz y fundamento de la vida nueva a que es llamado el hombre redimido por Cristo, lleva consigo una conversión del corazón predicada como exigencia del Reino desde el primer momento en que Cristo anuncia el Evangelio, conversión que en el orden existencial y práctico sólo puede darse cuando hay y se vive un doble amor a Dios (primer mandamiento) y al prójimo (el segundo, semejante al primero).
Todo cuanto se oponga, en virtud del egoísmo humano, a este doble amor, mancha el corazón del hombre. Si la mancha es tal que se convierte, no ya en una falta aislada, sino en una actitud continuada en que ni el sexo ni la persona merecen respeto (relaciones prematrimoniales, desnudismo, divorcio, adulterio frecuentísimo, abortos, homosexualismo, etc.), aparece la idolatría de la carne, tan feroz e insaciable que necesariamente expulsa del corazón todo signo de limpieza y toda semilla evangélica. Ese egoísmo carnal, tan voraz e impúdico como se da hoy, elimina las demás actitudes cristianas casi fatalmente y, desde luego, hace que la vida de la gracia iniciada con los sacramentos y las primeras oraciones de esperanza y amor a Dios, se quede agostada en flor, sin posibilidad de que el Espíritu Santo la haga fructificar con sus dones.
Esto es lo verdaderamente grave del erotismo en relación con el sentido cristiano de la vida: la pérdida de la fe. Se empezó por renegar del moralismo; se sigue destruyendo la moral; se acaba por asfixiar la fe. Cristo es, por fin, un mero recuerdo histórico o un mito. Pero como sus palabras están ahí y estorban, y también los hechos del Evangelio, se pondrá en duda todo: lo que dijo, el sentido de lo que dijo e, incluso, su nacimiento y resurrección. Así nos quedamos más tranquilos. Y lo que puede ser justificada investigación bíblica, desde el punto de vista científico y teológico, se aprovecha para un mero moralismo al revés, porque enseguida se intenta utilizar los puntos en litigio para hacer con todo ello la “moral” del día. Todo es lícito. Nada es pecado. Nos serviremos de todos los recursos de una vaga filosofía y una pseudo-ciencia bíblica y teológica caseras, vengan a cuento o no, para hacer una moral “ad usum hodiernum”.
Por este camino, el desastre que se avecina puede alcanzar proporciones aterradoras. He aquí algunas previsibles consecuencias:
1ª. El sentido moral cristiano quedará despojado de lo más bello que tiene, la vida divina en el hombre con su misterio, su tribulación convertible en gozo, su paz, su esperanza ultraterrena, su mortificación de las pasiones tendente a hacer el verdadero hombre nuevo. Se limitará a un horizontalismo filantrópico y social de mera promoción humana, en tanto en cuanto no pugne con los intereses económicos o políticos de las personas, los grupos, las naciones o grupos de naciones.
2ª. La juventud, gritadora de un mundo nuevo para el que sólo habría libertades y nunca códigos opresores, se hará prisionera cada vez más de su propia degradación. Porque está comprobado que el libertinaje sexual ata con nuevas cadenas en lugar de favorecer el retorno a una relación más pura.
3ª. Si el placer físico del sexo ha de ser la norma suprema, habrá que dar cauce libre al aborto, como ya se está haciendo. Pero si estorba el hijo concebido y no nacido, ¿por qué no han de estorbar los viejos, que nacieron y “ya vivieron”, viejos que serán cada vez más en número, ocupando plazas en nuestras ciudades sitiadas por la falta de espacio, de paz y de alegría? ¿Y los enfermos incurables, los dementes, los subnormales, que también aumentan cada día? Mas también las ideologías molestan y se estorban unas a otras. Luego será lícito eliminarlas como sea, si es que es lícita la violencia para hacer desaparecer otras leyes que, igualmente, estaban inspiradas en el respeto a la persona.
4ª. No se hará esperar demasiado la desintegración de la familia. En realidad, se está produciendo ya. Frente a grupos muy reducidos de esposos cristianos que tratan de vivir la espiritualidad del sacramento, se extiende cada vez más el número de matrimonios deshechos, a veces al año de haberse casado, de adulterios consentidos de mutuo acuerdo, de parejas que se intercambian unos a otros el efímero encanto de su seducción. En plazo breve la familia cristiana en España se verá cuarteada en su núcleo más íntimo y cohesivo, el de la fe que sostenía el matrimonio. Los esposos dignos y honrados saben confesar que es difícil mantener la convivencia durante años, respetándose y amándose, cuando falta el ideal superador de los cansancios cotidianos.
Necesaria reacción #
Es urgente reaccionar contra esta situación y estos hechos en nombre de una ética normal y serena de defensa de la naturaleza humana. El secretario general de las Naciones Unidas hace unos meses, y últimamente el presidente de Norteamérica, se han referido a la gravedad del problema –hablando de la juventud y las drogas– y no han tenido inconveniente en afirmar, con solemne premonición de hombres responsables, la catástrofe humana que se avecina para el mundo occidental y para su propio país de seguir por este camino de los narcóticos y del nihilismo sexual.
Ahora bien, somos nosotros, los cristianos, los que tenemos más graves deberes. ¿Queremos conservar nuestro amor a Cristo y al Evangelio? ¿De verdad ha de marcar nuestra vida ese sentido cristiano que profesamos como un motivo de dignidad y de legítima satisfacción, nacido de la fe? Entonces es necesario no traicionarlo, sino mantenerlo vivo en este aspecto de nuestra vida moral, con fidelidad al Evangelio y al Magisterio de la Iglesia.
Todo cristiano, y más particularmente los padres de familia, y muy gravemente nosotros, sacerdotes y educadores de la fe, debemos examinar nuestra conducta y nuestros modos de ejercer el ministerio. Debemos hablar del amor a Dios y al hombre, de la gracia santificante, de la virtud y las virtudes que nos introducen en el reino de Cristo; de la castidad, de su hermosura y sus valores positivos, como signo de amor al Evangelio y generosidad humana; de Jesucristo, ideal supremo de la juventud; y de la Santísima Virgen María, Madre de los hombres de corazón limpio; de los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía. En otras épocas se habló y se educó así, con feliz resultado para la difusión de la fe y para la formación de la conciencia. Se cometían pecados, sí, pero los hombres se reconocían pecadores y pedían perdón a Dios. La diferencia, hoy, está en que el sentido del pecado desaparece.
No es lícito, con el pretexto injustificado de ofrecer una imagen de la vida cristiana más atractiva a la mentalidad moderna, dejar de proclamar lo que hay de ofensa a Dios y al hombre en todo pecado, la acción del demonio como sembrador del mal, los premios y castigos eternos que en la otra vida nos esperan. Merecen ser meditadas las palabras del reciente documento colectivo del Episcopado Español: “Hay quienes, con fútil invocación a los cambios de los tiempos, declaran caducas, por su cuenta, normas de valor permanente, ligadas a la naturaleza humana y a la voluntad de Dios revelada por Cristo. Así, por ejemplo, las que regulan la castidad cristiana, tanto matrimonial como extramatrimonial”.
“A este propósito, consideramos un deber reafirmar sin titubeos la vigencia de la doctrina tradicional del Magisterio de la Iglesia sobre la grave ilicitud de las relaciones sexuales extramatrimoniales e, incluso, prematrimoniales y del pecado solitario, y el carácter antinatural y pecaminoso de la homosexualidad, vicio que tan enérgicamente estigmatizó San Pablo (cf. Rm 1, 24-28; 1Cor 6. 9). Por lo que se refiere a la regulación de la natalidad, reiteramos nuestra declaración de noviembre de 1968, en conformidad con las enseñanzas de Pablo VI en su encíclica Humanae Vitae.”
“Acuden a nosotros padres justamente angustiados ante las enseñanzas de algunos profesores y educadores de sus hijos, a los que pervierten con doctrinas falsas, en vez de encauzar su mente y corazón en conformidad con las directrices de la Iglesia. A los que así proceden rogamos que reflexionen en la presencia del Dios vivo y piensen que cometen una injusticia y una traición imperdonable a la misión recibida de Dios.”
“El grave momento actual y el respeto a la fe del pueblo de Dios exigen de todos, y especialmente de los miembros del clero, que nos esforcemos en llegar a unidad de criterio y de acción acerca de aquellos valores objetivos claramente señalados como permanentes por el Magisterio auténtico de la Iglesia. Las normas que éste ha trazado como obligatorias deben ser fielmente enseñadas y aplicadas y no sometidas a discusión; en cambio, cuando haya que hablar de lo que es opinable y discutible, debe presentarse como tal.”
‘‘Los obispos, por otra parte, no ignoramos que van aflorando a la superficie nuevos problemas morales y que un amplio sector del pueblo cristiano desea oír nuestra palabra orientadora respecto a los mismos. Procuraremos satisfacer esos justos anhelos en la medida posible.”
‘‘Consideramos urgente la formación moral de los padres y educadores, y la colaboración eficaz entre unos y otros, para que procedan y formen a los hijos y a los educandos en la práctica y estima de las virtudes evangélicas.”
‘‘Los movimientos y asociaciones matrimoniales y las de padres de familia pueden y deben hacer mucho en la promoción de un orden cristiano y en la defensa de la moralidad pública”3.
Afirmaciones, no dudas #
No es por el camino de la condescendencia cobarde ni de los equívocos confusionismos por donde podremos levantar la esperanza en el corazón de los jóvenes. Hay que pedirles, sí, que vivan su propia edad, que nos den su mundo de ilusiones, sus idealismos, que nuestras ciudades y pueblos se alegren con sus relaciones, que la mirada del amor que empieza a brotar en ellos sea un nuevo aliciente en la sosegada y madura forma de amarse los que ya llevan muchos años de ‘‘rodaje”; que la ilusión y la fuerza que bulle en ellos sean una continua llamada a una vida de familia o, por la misma riqueza que ello entraña, el inicio de una donación a Dios y una consagración para la cristianización del mundo, de manera que todos, unos y otros, seamos, cada uno en nuestra vocación, testigos y testimonio del amor a Dios y del amor en Dios. Pero a la vez hay que ofrecerles, sin claudicaciones culpables ni ignorantes evasiones, lo que ellos tienen derechos a recibir de nosotros. Lo recordaré con palabras del Papa. En lugar de ideas confusas y equivocadas, hay que ofrecer a los jóvenes:
Principios absolutos #
“Tanto la crítica, como la conciencia, como la libertad, no pueden realizarse humanamente sin la orientación de una luz interior, la de la razón, la cual, mediante un proceso algunas veces instantáneo, otras veces lento y fatigoso, introduce en el proceso moral otro factor indispensable, es decir, la obligación, el deber, la advertencia de una relación a una exigencia, un imperativo, una ley, un orden, tanto interior como exterior, que, a su vez, mirándolo bien, indica una referencia a un principio superior y absoluto, nuestro bien, más aún, el bien por sí mismo e infinito, trascendente e inmanente, es decir, Dios. La acción humana adquiere de ese modo su pleno significado moral; se hace plenamente responsable; se hace buena o mala con relación a este polo extremo del vivir humano, hacia el cual estamos esencial, pero libremente, orientados. Se sabe que los hombres de hoy no impulsan con agrado su reflexión hasta este extremo. Porque no quieren oír hablar de santidad, ni de pecado, es decir, de la última y verdadera medida del obrar humano, la cual pide este contraste con el metro supremo de nuestro bien y de nuestro mal, que es justamente Dios; y realizan todo el esfuerzo posible para mantener la esfera de la responsabilidad en el horizonte personal o social, a nivel solamente del hombre”4.
“Observemos una cosa importantísima: la vida tiene necesidad de principios. Las confusiones y las revoluciones, por las que sufre nuestra vida moderna se deben, principalmente, a esto: que ella no tiene principios verdaderos, sólidos, fecundos. O los tiene equivocados y mudables, o míticos, gratuitos y utópicos. Artificiales y arbitrarios. Admitidos por la ocasión, por comodidad y necesidad de acción; pero sin verdadera raíz en la realidad. Y, desgraciadamente, nuestra época se ha resignado a este escepticismo de pensamiento y de moral. No sabemos afirmar la verdad objetiva y estable; se juega con las teorías y las opiniones. No teniendo ya un patrimonio seguro y válido de ideas, necesario para dar a la vida su expresión ideal, coherente y orgánica, los sustituimos con sistemas provisionales de voluntarismos, teóricos o personales, en un esfuerzo por salvarnos del caos de la anarquía especulativa y práctica. Necesitamos oír una vez más a Pascal: ‘Esforcémonos en pensar bien; este es el principio de la moral’ (Pensamientos, 347)”5.
Con el Espíritu, el Magisterio #
“No actúan así los que buscan la autenticidad de la vida cristiana, quienes hoy, frecuentemente, se refieren a otro orden de consideración, que es también muy verdadero, e integrado en el contexto de la plena realidad cristiana. Dicen estos hábiles buscadores: es necesario vivir según el Espíritu. Ya os hemos hablado otras veces de ello, pero es conveniente completar el examen de las palabras de San Pablo: Debemos vivir guiados por el Espíritu (cf. Gal 5, 25), porque este gran principio puede conducirlos a conclusiones no rectas; inadmisible una, la que los liberaría de la guía del Magisterio eclesiástico, tanto en la interpretación de la Sagrada Escritura (he aquí el así llamado ‘libre examen’), como en la evasión de la obediencia al gobierno pastoral de la Iglesia, y de la conformidad a la comunidad vivida de la sociedad eclesial”6.
- Coherencia lógica
“Admitido un principio, es necesario tener la lucidez y la energía para sacar las consecuencias. El cristiano es un hombre coherente, un hombre de carácter. El hombre justo –dice también San Pablo– vive de la fe (Gal 3, 11). No solamente con la fe, sino de la fe. Esta coherencia caracteriza la autenticidad del cristiano. Llevar este nombre sin aceptar las exigencias que comporta es hipocresía, es fariseísmo, es, quizá, utilitarismo y conformismo. Si queremos edificar un cristianismo sinceroy fuerte, es necesario imponerse como una ley a sí mismo esta rectitudlógica y moral: no es un arcaísmo ético, no es una intransigencia ciegaante la complejidad de la historia; es seguimiento de Cristo”7.
Reflexión final #
Al meditar sobre lo anteriormente escrito, no obstante ser tan grave el problema, comprobamos que hay todavía muchísimas familias e innumerables jóvenes cuyo corazón permanece abierto a la gracia de Dios y a su capacidad de transformación. Ellos son los que, de verdad, entienden la renovación conciliar. Saben que del Concilio no quedaría nada más que una vana palabrería si en el interior de la conciencia de cada uno no se establece “una positiva y sistemática disciplina moral” (Pablo VI) que secunda la acción del Espíritu. Saben que el camino del Reino de los Cielos es estrecho y difícil (Mt 7, 14), y no por eso se vuelven atrás.
No les defraudemos. Ayudémosles nosotros, los educadores de la fe, sacerdotes, religiosos y religiosas, con el ejemplo de nuestra vida santa y con la doctrina limpia del Evangelio y del Magisterio de la Iglesia. En nada se opone la exigencia moral indeclinable, señalada por el Señor y los Apóstoles, a una más consciente vida de fe, a una educación sexual recta, a un uso discreto de la libertad legítima. Se pueden hacer hombres y mujeres de una pieza, sin dejar de hacer cristianos con todas las consecuencias. Lo inadmisible es mutilar el mensaje de Cristo o hablar de la dignidad de la persona humana para referirla exclusivamente al reconocimiento de ciertos derechos sociales o políticos. Defendamos éstos, pero proclamemos también los deberes y las obligaciones del hombre y del cristiano.
En nuestra diócesis de Barcelona, no hace todavía muchos años, hubo un poderoso movimiento de juventud cristiana y católica del que he recogido hermosos testimonios. A muchos padres de familia de hoy, que eran jóvenes ayer, les he oído hablar de un apóstol de la juventud, médico y sacerdote, el doctor Tarrés, que predicó incesantemente la castidad y la limpieza de corazón, sin dejar de señalar las demás obligaciones y derechos que un hombre tiene como hijo de Dios y como miembro de la sociedad terrestre. Ese es el camino.
1 PabloVI, Homilía, 14 de julio de 1971: apud Insegnamenti di Paolo VI, 1971, 622-623.
2 Ibíd.
3 Declaración del episcopado español, de 18 de junio de 1971. Véase J. Iribarren,Documentos de la Conferencia Episcopal Española, Madrid 1984, BAC 459, 199.
4 PabloVI, Homilía, 23 de junio de 1971: apud Insegnamenti di Paolo VI, 1971, 546.
5 PabloVI, Homilía, 16 de junio de 1971: apud Insegnamenti di Paolo VI, 1971, 528-529.
6 PabloVI, Homilía, 23 de junio de 1971: apud Insegnamenti di Paolo VI, 1971, 546-547.
7 Véase la nota 5.