Exhortación Pastoral dirigida, el 5 de mayo de 1967, a la diócesis de Barcelona. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Barcelona, 1967, 342-347.
Difícil como es siempre la acción pastoral del sacerdote que desea vivir todo lo que la Iglesia pide a los ministros de Cristo, la dificultad aumenta hoy al tratar de aplicar las enseñanzas del Concilio que, en tantos aspectos, supone un cambio profundo de criterios y de métodos, aun cuando permanezca inmutable la doctrina. Precisamente porque la palabra revelada contiene algo de la vida misma de Dios, es inútil, además de imposible, querer aprisionarla en los moldes estrechos de un determinado modo de vivir y de pensar correspondiente a una época histórica o a la concreta mentalidad de un pueblo. Los dogmas tienen, sí, una expresión exacta que la Iglesia formula y a su Magisterio hemos de atenernos para poder lograr un entendimiento provechoso de los mismos.
Pero el contenido que se encierra en esas formulaciones es tan rico y tan nuevo siempre, no obstante su fijeza, que la Iglesia ha de hacer constantemente un esfuerzo inmenso, guiada por el espíritu divino, para desentrañar su depósito y aplicarlo con amor de salvación a los hombres de todo tiempo y lugar, los cuales sí que cambian en las concretas manifestaciones de sus exigencias, sus anhelos y sus luchas.
Uno de esos esfuerzos acaba de hacerlo la Iglesia ahora en el Concilio Vaticano II. No es extraño que las dificultades para su asimilación se hagan también más visibles. Pido respeto para el sacerdote que sinceramente se afana, empezando por mantener su unión con Dios, por ser también fiel a lo que ese mismo Dios ofrende a los hombres.
Estructuras de la vida española
y sus incidencias en la pastoral #
Sucede, además, que en las actuales circunstancias de la vida española hay estructuras que es necesario corregir si se quiere satisfacer legítimos derechos de los hombres. Nacida esta situación de una guerra civil dolorosísima, el país ha de evolucionar con orden y en paz hacia el logro de aquellas formas de convivencia que sean las más aptas para la justa satisfacción de los derechos de todos, de acuerdo con la doctrina pontificia y las enseñanzas del Concilio que, como católicos, hemos de tener en cuenta, tanto los gobernantes como los gobernados. Buena prueba de esta necesidad la encontramos en el hecho de que las mismas autoridades de la nación, a quienes incumbe la responsabilidad suprema del gobierno, tratan ahora de someter a revisión ordenamientos muy importantes de la cosa pública.
Dios quiera que se acierte, tanto en las determinaciones que hayan de adoptarse, como en los procedimientos que se han de seguir para dar a las mismas estado jurídico.
Esto indica que no todas las quejas y reclamaciones carecen de fundamento real, y es deber del gobernante atender, con ánimo sincero de corrección, a los motivos que las provocan. Por lo mismo, la acción pastoral del sacerdote encuentra aquí, con frecuencia, obstáculos serios que entorpecen su labor y pueden dar lugar a una interpretación errónea de su predicación y sus actitudes. Pido también caridad y comprensión para aquellos sacerdotes de quienes no se puede poner en duda una recta intención y un innegable afán de abnegado servicio al Evangelio y a los hombres. Cuando se vive diariamente en barriadas de veinte a treinta mil habitantes, siendo testigos del drama continuo de muchas familias que carecen de vivienda, de posibilidad de dar enseñanza y educación a sus hijos, a veces de salud, de trabajo seguro, desarraigados del lugar de origen, la tensión espiritual de un alma generosa y noble, como es la de estos sacerdotes, se convierte en un tormento. ¿Qué pueden hacer si, frecuentemente, les falta todo, a ellos y a sus hijos, los pobres? Como Cristo frente a un pueblo que padece tantas hambres, aunque sin posibilidad de multiplicar los panes, sienten compasión por la muchedumbre y quieren remediar sus desgracias sufriendo con el que sufre.
A estos sacerdotes hay que verles y juzgarles, no sólo cuando aparecen envueltos en tal o cual desafortunado episodio, sino a través del diario vivir en que, hora tras hora, se agotan silenciosamente, junto a sus iglesias desiertas o incluso inexistentes, queriendo acercar el Evangelio a los que son víctimas de tantas injusticias de la vida. Frecuentemente, el sucedido aislado, del que da cuenta la prensa o que es objeto de comentarios diversos, no es más que el último eslabón de una cadena que, aunque se rompa hoy, vuelve a empezar mañana.
La acción pastoral de los sacerdotes #
Amo a estos sacerdotes, defiendo la rectitud de su intención, y pido a quienes les juzgan que se esfuercen por penetrar en las profundidades de un alma de apóstol que quiere que resplandezca más el rostro de Dios en una sociedad que se llama cristiana y que tanto dista de serlo. En el poco tiempo que llevo en la Diócesis he conocido ya a muchos de ellos y puedo asegurar a quienes les combaten que, si conocieran de cerca los móviles internos de su actuación y su vida tan desprendida, cambiarían de modo de pensar. Si junto a ellos, o con ellos mezclados, hubiese alguno con las virtudes sacerdotales en quiebra, ello no me impediría reconocer la virtud de los demás.
Ruego, pues, a todos los fieles, en nombre de Cristo y de la Iglesia, que, antes de condenar a nadie, hagan también un esfuerzo por comprender la complejidad de situaciones en que la acción pastoral se ve envuelta en una diócesis de las características de ésta de Barcelona.
Pero, a la vez, tengo que dirigirme también a los propios sacerdotes, consciente igualmente de los graves deberes que me impone mi misión episcopal, que es misión de servicio a todos los fieles del Pueblo de Dios. En la Iglesia no hay islas separadas, sino un solo Cuerpo Místico de Cristo.
Atento a estos deberes y compartiendo plenamente vuestras preocupaciones apostólicas en tanto en cuanto son eso, apostólicas, os pido, queridos sacerdotes, que prestéis atención a las siguientes precisiones.
Precisiones para los sacerdotes #
1ª. Todo sacerdote de Cristo tiene la grave obligación, no sólo de procurar la salvación de los hombres, sino de discernir los métodos y procedimientos adecuados para ello, utilizando únicamente los que la Iglesia aprueba. La conciencia individual de cada uno, unida con la de los demás, puede aportar luz para descubrirlos, pero no convertirse en norma única y suprema. No es lícito el ejercicio del ministerio sagrado si no es en comunión con la Jerarquía.
2ª. Al predicar el Evangelio hemos de esforzarnos por aplicarlo a las situaciones concretas de la vida (PO, 4), pero ello ha de hacerse con justicia, con amor a todos y con profundo conocimiento de los hechos que se juzgan.
3ª. Al defender, en nombre de la doctrina de la Iglesia, las libertades de los hombres, no podemos olvidar que esa misma doctrina de la Iglesia señala que la libertad tiene sus límites. Determinar, en cada caso: cuestión concreta del orden temporal, cuáles son esos límites no es tarea que corresponda al sacerdote ni al obispo, al menos con exclusividad. Si, como maestros de la fe y de la moral, podemos en un momento dado señalar las exigencias del orden natural querido por Dios, al descender a más particulares aplicaciones en el campo de lo temporal, forzosamente han de oírse otras voces que, además de la recta voluntad de los ciudadanos, traigan las enseñanzas del derecho político y social, de la sociología, de la economía, etc., dominios todos ellos que no corresponden al sacerdote en cuanto tal.
4ª. Por lo mismo, en el altar, cuando predicamos, o en la asociación religiosa en que actuamos como consiliarios, jamás podremos intentar convertirnos en técnicos de estos problemas. Lo que el Concilio pide, al hablar de la aplicación del Evangelio a situaciones concretas de la vida, es que el sacerdote instruya a los fieles para que ellos, con la luz de la doctrina por delante, es decir, con sus enseñanzas todas, no con las que a cada uno nos gustan, obren en los casos concretos de su responsabilidad personal, familiar, profesional, política, etc. Esto nos obliga a esmerarnos tanto en nuestras virtudes sacerdotales, que son el primer argumento de la predicación, y a profundizar tanto en el conocimiento de los hechos, que casi nunca podremos llegar a señalar certezas, y sí únicamente probabilidades. Sucede, además, en la predicación de la Iglesia, la del Papa cuando se dirige al mundo, la del obispo cuando habla a su diócesis, la del párroco cuando enseña a sus feligreses, que al tratar de cuestiones temporales, apenas se puede ni se debe hacer otra cosa que exponer la doctrina y hacer aplicaciones planteadas sobre la base de múltiples hipótesis, sencillamente porque el mundo para el Papa, la diócesis para el obispo, la feligresía para el párroco, son colectividades llenas de hombres con criterios divergentes, con motivaciones diversas en su obrar, con aspiraciones distintas cuya legitimidad puede ser clara en unos y discutible en otros. Somos maestros de la fe y las costumbres, cuando nos acompañan la virtud y la ciencia sagrada, pero no somos otra cosa.
El Papa puede promulgar la encíclica Populorum progressio y señalar con palabras muy fuertes los deberes del mundo de hoy respecto a los pueblos subdesarrollados, pero no puede decir a cada país cuáles son sus concretas obligaciones, porque no es esa su misión. Yo puedo decir que los españoles tenemos derecho a la libertad de asociación, y lo digo, pero no puedo precisar hasta dónde llegan los límites prudentes de ese derecho. No puedo hacerlo, ni yo solo ni unido con todo el clero de la diócesis, cuando se trata de cuestiones de orden temporal en que los ánimos de los ciudadanos están divididos. Podremos, y debemos, esforzarnos todos por hacerlo y llegar a determinarlo, pero con paz, con amor y con mutuo respeto.
Si alguien dijera que, según esto, la predicación cristiana es ineficaz, yo afirmaría que precisamente por esto es lo contrario. De la universalidad de sus principios nace su fecundidad para todo tiempo y lugar, con tal de que los que la oyen la reciban con buena voluntad y la cumplan.
5ª. Y añado aún más: que esta reflexión que hago sobre la predicación sagrada sólo es completa con otra consideración, la de que no sólo hemos de estar preocupados por iluminar las situaciones concretas de la vida sino, aún más por las relaciones sobrenaturales del hombre con Dios, ya que somos ministros de una religión revelada que ofrece la vida divina al mundo.
Ciertamente, esas relaciones nunca serán bendecidas por el Padre que está en los cielos si los que acuden a Él como hijos se empeñan en no ser hermanos de los demás en la tierra; pero es de Dios, del conocimiento de Él, del amor a Él de donde brotará el afán de ser justos unos con otros. Cristo dijo, en la hora de su ascensión al cielo, que predicáramos la penitencia y el perdón de los pecados (Lc 24, 17), y esto exige mucha, muchísima reflexión de cada uno sobre sí mismo, para cumplir bien con el deber de anunciar la palabra y limpiar el mundo de obstáculos que impiden la aplicación del Evangelio a esas situaciones concretas que nos preocupan.
En una palabra, nuestra predicación no ha de consistir en generalidades vagas y abstractas, no, pero tampoco ha de incurrir en el defecto contrario. Y siempre atender, en primer término, al misterio de la vida de Dios, de la Eucaristía, de los sacramentos, de la gracia, de la cruz, del cielo, de la esperanza. Así predicó Cristo. Así predicaron los apóstoles. Así predica el Papa. Así ha predicado también el Concilio, y lo verán quienes quieran estudiar íntegramente sus documentos. Si por afán de encarnación nos olvidamos de esto y no fomentamos, en el corazón de los creyentes, la misteriosa vida sobrenatural que Cristo nos trajo, podría suceder que, en lugar del legítimo amor al mundo, contribuyéramos a crear apetitos posesorios y ásperas rivalidades por gozar de las precarias delicias de la tierra.
6ª. Hago ahora una aplicación dolorosa, pero con el alma llena de caridad hacia quienes se han dejado llevar de recta y generosa intención. Delicada como es la actitud del sacerdote en el interior del templo, lo es igualmente en la calle. Participar en manifestaciones públicas que, sobre estar prohibidas por la ley, versan sobre problemas que no son de su competencia y además dividen los ánimos, nunca debe hacerlo. Para lo sucesivo, sabedlo con toda claridad, repudio y prohíbo tales situaciones. ¿Qué Iglesia sería aquella en que nos fuese dado contemplar a unos sacerdotes manifestándose en la calle con éstos y a otros con aquéllos, fuera unos y otros de su misión sagrada? No pongo en duda el generoso impulso que a muchos mueve, pero ordeno con humilde seguridad y firmeza, a los que son ministros de Dios, que no se muevan en la calle entre las discusiones de los hombres. Si en algún momento determinado se estima necesaria una intervención de la Iglesia, el obispo, con sus sacerdotes, cumplirá con el deber que su conciencia le imponga.
Pienso y espero de vosotros, queridos sacerdotes, que no haya ninguno que quiera desobedecer explícita y formalmente a su obispo. No es ese el camino para la evangelización. No y mil veces no. Acepto mi responsabilidad ante Dios y mi conciencia, y también ante los hombres, al decir esto.
Hay más. Tengo que referirme a los escritos colectivos que, a veces, se difunden, firmados por eclesiásticos. Esto, en cierto modo, es aún más grave. Constituye un abuso de autoridad en el ejercicio de la sagrada función de enseñar y de orientar al pueblo, si no se hace en comunión con el obispo. Reflexionad en silencio y oración, sacerdotes queridos, y comprenderéis que Dios no puede guiar vuestros pasos si los dais fuera de camino que Él señala. Si, además, sucede que dejáis de obedecer al obispo para someteros a las presiones de otros, el resultado, lo digo con dolor y en vuestra propia defensa, es aún más triste.
Por una fijación de líneas entre la Iglesia y el Estado #
Termino. Hace cuatro meses que empecé el servicio pastoral a nuestra diócesis con plena responsabilidad. He querido escuchar, dialogar, observar atentamente antes de tomar medidas que me hubieran aliviado en mi trabajo abrumador. Todo podría frustrarse si nos deshacemos en querellas y luchas que impidan la planificación pastoral de que estamos tan necesitados.
Si no hay serenidad, oración, reflexión seria, no podemos hacer nada en favor del pueblo que espera. De todo el pueblo. Calumniaría gravemente el que dijese que vuestro arzobispo no lleva en su entraña la más viva preocupación por los problemas del mundo del trabajo. Quisiera poder llegar a decir y a hacer todo cuanto sea necesario en nombre de la Iglesia, pero también como tiene que decirlo y hacerlo la Iglesia de Dios, a la cual servimos.
Me muevo por encima de toda clase de política, si por política se entiende compromiso con el poder civil que fuera en detrimento de mi misión.
Es más, abrigo la convicción personal, hace mucho tiempo sentida y manifestada en público y en privado, de que sería mejor para todos una más clara fijación de las líneas propias en que han de moverse la Iglesia y el Estado, sin que ello haya de significar ausencia de una colaboración fructuosa en favor del bien común. Mi independencia respecto a los hombres es completa, pero también lo es mi sumisión a la Iglesia y al Evangelio, que quieren paz, amor, justicia y trabajo continuo en busca de la luz.
La sombra se da en todas partes y siempre. Hoy por unos motivos, mañana por otros. El apóstol de Cristo sufrirá, como Él, y luchará para que la luz se haga. Nunca lo logrará del todo. Pero ha de seguir adelante siempre, proclamando la palabra salvadora. Proclamándola, sí, no imponiéndola. Pidamos al Espíritu Santo, por intercesión de la Santísima Virgen María, Madre nuestra, que nos ilumine y nos conforte.