Conferencias cuaresmales para familias, Iglesia de los jesuitas, Toledo, 27 de Marzo de 1972
Durante estos días traté de ofreceros, queridos diocesanos, algunas reflexiones centradas principalmente sobre la Iglesia, como misterio de la salvación que Jesucristo nos ha traído al mundo. El punto de partida era una meditación sobre la situación actual de la Iglesia en relación con las esperanzas que surgieron cuando se celebró el Concilio Vaticano II y que no tienen por qué desaparecer de nuestra alma de cristianos.
Ese Concilio no ha sido un hecho cultural, social, del que la historia levante acta y lo califique mejor o peor, simplemente como un capítulo más en la historia de la Iglesia. No. El Concilio es un hecho religioso. Y ha sido el Espíritu Santo el que ha movido a su Iglesia a celebrarlo. Y producirá frutos abundantísimos, sin duda; y de hecho, algunos se están produciendo ya. Pero es un deber nuestro el de hacer reflexionar a los fieles sobre las posibles desviaciones, no para ser, como decía Juan XXIII, profetas de calamidades, sino precisamente para asegurar la fecundidad. Y al hacerlo así, nosotros los obispos tenemos que seguir el ejemplo que nos está dando el Santo Padre. Por eso, os le presentaba yo el primer día como no sólo el verdadero maestro, sino el intérprete del Concilio y el que está demostrando con hechos el mantenimiento de la sana doctrina y al mismo tiempo la apertura al mundo actual.
No ha necesitado el Papa sacrificar nada de nuestras creencias, ni de nuestra piedad, para demostrar con hechos, muchas veces difíciles y arriesgados, su amor al mundo moderno. Ahí se ve la Iglesia de Cristo, en ese comportamiento. El Romano Pontífice tiene la misión de confirmar a sus hermanos en la fe; incluso a nosotros, los obispos; cuánto más a todo el pueblo. Y por eso señalamos el punto de referencia más visible en esto: el Magisterio del Romano Pontífice.
Os he hablado de la Iglesia como misterio de salvación y de Jesucristo que nos trae la salvación que Él vino a ofrecer al hombre en este mundo. Tendríamos que disponer de mucho más tiempo para seguir desarrollando, en una conexión lógica, otros temas que surgen espontáneamente de éste. Pero hemos llegado al final. Mañana volveremos a encontrarnos aquí, yo celebraré la Santa Misa por vosotros y participaremos con gozo en el santo Sacrificio Eucarístico.
Pero tiempo nos queda por delante, si el Señor es servido de concedérnoslo, para seguir predicando la Palabra de Dios en las iglesias todas de la diócesis, en la Catedral de una manera particular, y en tantas reuniones como podremos tener. No quisiera otra cosa más que esto: predicar la Palabra de Dios; y que mi actuación en los demás campos que competerán a mi misión apostólica en la diócesis fuera esto: todo encaminado a que se predique y se viva la Palabra de Dios; porque de esto vivimos los cristianos. Y la Iglesia tiene una misión de gobierno, de rectoría de las almas, del pueblo que a ella se le ha encomendado, precisamente para esto, para que pueda recibir la Palabra de Dios y, recibiéndola, ese pueblo se santifique. Esta es la triple misión del obispo: santificar, regir y predicar, enseñar la Palabra de Dios.
Después del paisaje religioso que he tratado de describir en las tres noches anteriores, ¿qué os podría pedir yo hoy? Dado que no podemos prolongar, en días sucesivos, estos contactos que ahora hemos establecido, ¿qué actitudes podría señalar yo hoy como recomendables a este pueblo cristiano que Dios me ha encomendado?
La necesidad de la vida interior #
Pienso en vosotros, los seglares, las familias católicas. No en las asociaciones, dejémoslas ahora; todas son muy dignas y necesarias en la vida de la Iglesia. Pero ahora estoy fijándome exclusivamente en vuestra condición de bautizados, hijos de la Iglesia por el bautismo. Y si acaso, un poco más concretamente, estoy fijándome, desde el punto de vista de vuestra condición humana y social, en el hecho familiar, en las familias que constituís, sea cual sea el estado con que cada uno pertenecéis a aquella en que vivís. La familia, la familia católica, en que sus miembros son hijos de la Iglesia. ¿Qué os pediría yo en este momento, como consecuencia de todo lo que he venido diciendo?
En primer lugar, queridos hijos, creo que es muy necesario despertar en nosotros una actitud de vida interior, de vida interior honda en nuestras almas, en este momento que está viviendo la Iglesia. No entiendo por vida interior un intimismo evasivo que busca, en la contemplación de sí mismo, un consuelo falaz y engañoso, frente a la molesta aspereza del encuentro con los demás; porque eso es una religiosidad falsa. Aquel que, como consecuencia, digo, del disgusto que se experimenta en lo que llamamos la lucha del vivir diario, traduce su religiosidad en un intimismo puramente subjetivo, en que él se entiende a solas con Dios, como se dice con frase vulgar, sin renegar por supuesto de los lazos que le unen a la Iglesia, pero descuidando la proyección que esa vida cristiana ha de manifestar en relación con los demás, el que obra así no es buen discípulo de Jesucristo. Eso no es vida interior. Y siempre está uno expuesto a esta tentación, porque se experimenta el cansancio en la lucha diaria. ¡Cuesta tanto lograr un poco más de belleza moral en el corazón de un hombre!
Decía aquel gran pensador, José De Maitre: “No conozco el corazón de un malvado, conozco el de un hombre de bien y es espantoso”. Y uno lo experimenta, más o menos, a medida que va avanzando en la vida; y fácilmente encuentra en el Dios de su amor como un refugio, un consuelo y se aísla. Tal aislamiento, por sí solo, no es vida interior. Por mucho que se rece, es intimismo evasivo.
Cuando estoy hablando de la necesidad de vida interior, en relación con estas necesidades que experimenta la Iglesia, con sus dolores y sus esperanzas, estoy refiriéndome a una actitud, profundamente religiosa, de hombre que empieza por adorar a Dios, porque cree en Él; y ora, hace oración, en su intimidad y públicamente en unión con los demás. Y busca las palabras de Cristo y las medita; y se examina a sí mismo y se arrepiente. Esto es vida interior.
No puede, el cristiano que vive así, reducir su religiosidad a un activismo externo inútil. Y este es otro de los peligros que se están dando, el opuesto a ese que describía anteriormente. El intimismo evasivo, pernicioso; el activismo puramente externo, igualmente nocivo. No es cristiana ni una actitud, ni la otra.
Los que hoy dicen que no hay necesidad de vida interior, de oración, de arrepentimiento profundo, de contemplación de Dios, suelen repetir mucho una frase que está de moda: “a Dios se le ve en el rostro del hermano. Y luchar por el hermano ya es luchar por la causa de Dios”. ¡Cuidado! No se pueden reducir las categorías religiosas a frases tan simplistas y, además, esa frase que parece tan llena de novedad resulta que la encontramos en una muchedumbre innumerable de santos que han vivido en la Iglesia. Sin ir más lejos, San Vicente de Paúl, quien dice literalmente, en uno de sus escritos a las Hijas de la Caridad: “Cuando vayáis a visitar a los pobres, en los pobres veréis el rostro de Dios. Y si diez veces visitáis cada día a un pobre, diez veces habréis contemplado el rostro de Dios en él”. Pero San Vicente de Paúl pedía a sus hijas oración, recogimiento interior, mortificación, porque sabía muy bien que cuando esto falla empieza a fallar la capacidad de ver a Dios en el rostro del hermano. Y entonces más que religión lo que se hace es humanismo social. Es bueno, pero que no se confunda con el Evangelio.
Cuando nace Jesucristo, el mensaje que oímos cantar a los ángeles del cielo es “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, a los hombres que ama el Señor”. Son dos cosas. Y no cabe decir: con que haya paz en la tierra, ya hay gloria a Dios en las alturas. No, no. Si fuera así, así hubiera sido el mensaje. No tenemos derecho a ocultar, ni deformar, ni reducir el mensaje de Jesucristo a las familias católicas, a las que me estoy dirigiendo. Con sus virtudes y sus defectos, estoy hablando sencillamente de la necesidad de detenernos en nuestra marcha por la vida. Y no alguna que otra vez, sino con relativa frecuencia. En vuestros contactos familiares, en ese gozo que os inunda como consecuencia de las alegrías propias de la familia a que pertenecéis, frecuentemente os reunís para gozarlo, para amplificarlo, para lograr con ello las mejores consecuencias que pueden brotar en vuestra humana convivencia con vuestros hijos, con vuestros hermanos, con cuantos constituyen el núcleo familiar. No se espera a celebrar eso de cuando en cuando, se vive de una manera normal; porque la familia lo reclama por su propia naturaleza.
En la vida cristiana, los gozos y las alegrías de un cristiano que cree en Jesús han de ser fomentados con frecuencia; sí, con sus prácticas de piedad, con sus oraciones vivas, con su meditación del Evangelio, con su ahondar cada vez más en el misterio de Cristo. Esto es vida interior. Y a la vez, esa contemplación de Cristo hace que uno se vuelva hacia sí mismo, va proporcionando un conocimiento real de las propias fealdades morales, de los fallos, de las torpezas y debilidades, de las ocasiones de pecado, y le invita fuertemente al hombre a luchar contra ello.
El sacramento de la Penitencia, por ejemplo –y es un inciso que hago, porque no estoy hablando de este tema–, el perdón de los pecados tal como la Iglesia nos lo ha enseñado siempre, con su doctrina que arranca del Evangelio y de la tradición apostólica, con la acusación oral de los pecados para obtener el perdón, pertenece al cuadro fundamental de la vida cristiana. La Iglesia no inventaría este sacramento, con la obligación de confesar numérica y específicamente los pecados, a poca conciencia psicológica que tuviera de lo que es el hombre. Una Iglesia que busque atraer al hombre para que éste siga sus doctrinas, no mantiene un sacramento que si, por un lado, sirve para satisfacer la necesidad que tiene el hombre de encontrar alguien que le comprenda y le perdone; por otro lado, le obliga a sufrir la grave molestia de la acusación. No lo ha inventado la Iglesia, se ha encontrado con él. Es una institución divina. Pues bien, ahora algunos, para hacer más fácil y más atractivo el cristianismo, empiezan a hablar de que la confesión no, de que basta un acto penitencial colectivo, de que en la Misa se nos perdonan los pecados, etc. Es, una vez más, el intento de aguar el vino, de modificar las bases sustantivas de la religión católica. Pues no; no es por ahí por donde podemos hacer más atractivo el Evangelio. Es de otra manera como se logra esa mayor atracción: vida interior, que a un cristiano le hace pensar cada vez más en la pureza infinita de Jesucristo. No como un juez implacable, sino como un Dios lleno de amor, que ha venido a manifestársele en la tierra y le pide que le siga por el camino de la pureza mayor a que pueda llegar un hombre. Y este Jesús, en su Iglesia, establece un medio para el perdón de los pecados, un medio que obliga al hombre a humillarse, a reconocer sus faltas, a pedir perdón y nada más. Este hombre que ama a Cristo y a la Iglesia lo entiende así y acepta la molestia, pero está seguro de encontrar la misericordia y el perdón. Y no empieza con nuevas teologías a querer modificar el Evangelio; sencillamente, trabaja dentro de sí mismo para aceptar con humildad esa parte de la doctrina, aunque sea enojosa. Esto es vida interior.
Haciendo todo por amor, por anhelo de santidad. Jesucristo dijo que había venido a buscar a los pecadores y contó con ellos, y tuvo diálogo con pecadores bien concretos, personalizados; y aparecen en el Evangelio confesiones de los pecados de un hombre o de una mujer ante Jesucristo y el perdón del Señor. Un cristiano acepta esto con fe, con humildad y con amor, y en silencio; y ahí tiene toneladas de vida interior para su lucha en el mundo.
Pero el que prescinda de esto –y lo mismo digo de la Eucaristía, del sentido cristiano del matrimonio, de la fidelidad en la aceptación de los dogmas– se queda con fragmentos de cristianismo. Y es tan bello el cristianismo que hasta un fragmento roto es hermoso; pero ese fragmento aislado no es el cristianismo.
Vida interior, pues: esta es la primera actitud que hay que despertar hoy, fieles a lo que la Iglesia ha predicado siempre.
Fidelidad al Magisterio de la Iglesia #
Segundo: fidelidad al Magisterio del Papa y de los obispos en comunión con él. Es otra actitud que hay que vigilar mucho en nuestro tiempo. Y existen medios para conseguirla. El hombre normal de hoy puede fácilmente, por la prensa y por algunas revistas, conocer cuál es la mente del Papa y de los obispos en comunión con él, la de su obispo diocesano y la de todos los obispos del mundo, en documentos más o menos colectivos, de los cuales los medios de comunicación social nos dan noticia. Y luego, los sacerdotes que colaboran, ésta es su misión, porque participan del mismo sacerdocio de Cristo que el obispo, colaboran con éste para la difusión del mensaje; pero en comunión con él y en fidelidad con él. Esta es una actitud muy necesaria hoy, porque precisamente por lo que estamos diciendo, en el intento de la renovación, muchas veces sin mala intención, se producen en las predicaciones y en los escritos, manifestaciones doctrinales desviadas y tras producirse, acaso con buena intención, en ámbitos o núcleos privados, ocultos, luego se difunden, pasan a las reuniones, ya con un plan concreto y con el nombre de renovación pueden cometerse los mayores disparates y sufre la doctrina. Malo es que sufra una doctrina en abstracto, pero peor es el hecho inevitable de que en la vida de la Iglesia, cuando la doctrina sufre, sufren después la acción pastoral y la vida de piedad. Está todo íntimamente trabado. De lo que creamos depende cómo hemos de orar; de lo que admitamos en nuestra fe cristiana, en la fe objetiva del conjunto de verdades que profesamos, y en la fe subjetiva, o sea, la profesión actualizada y personalizada de la misma, depende la acción en el mundo, la acción con mis amigos, con los que mandan, con los que sirven, con los pobres, con los ricos, con la sociedad, con todo.
Y hay quien quiere quemar etapas porque cree que, atropellando las barreras de una doctrina según él incomprensible, le va a ser más fácil una acción pastoral en el mundo. Se siente apóstol y lo es, en su intención generosa, pero es apóstol de un apostolado que él se fabrica. Y es Jesucristo el que nos dice: Id y enseñad cuanto yo os he mandado (Mt 28, 19). Nada más y nada menos.
Es deber de la Iglesia predicar con fidelidad el mensaje de Jesucristo, desentrañarle, no falsearle; sacar de él todas las consecuencias a que nos llevan la luz del Magisterio y la reflexión propia, cuando se hace con humildad y con fe. Es un deber de la Iglesia hacerlo, sacar esas consecuencias, buscar las aplicaciones del Evangelio a la vida, pero no ir más allá de lo que Dios nos ha pedido, ni decir en nombre de Cristo mensajes revolucionarios. Jesucristo produce y viene produciendo en el corazón de los que creen en Él de verdad, la mejor revolución, ya lo decía una de estas noches. Y en la medida en que hace santo a un hombre, este hombre comunica sangre nueva a la humanidad siempre; aunque la humanidad, para él, no sea más que el hijo que tiene que educar, el amigo con quien trata o la oficina en que trabaja. Pero dejadle, ese hombre no abarcará el mundo; son muy pocos los que pueden tener una palabra que pronunciar capaz de resonar en el mundo entero. Por lo general, cada uno tenemos una parcela pequeña y es ahí donde tenemos que trabajar. Y en la multiplicación del número de cristianos, interiormente renovados, es donde descansa la capacidad de renovar el mundo, en nombre de un sentido cristiano de la vida.
Pero, para esto, fidelidad al Magisterio. Fijaos cómo Juan XXIII, el olvidado Juan XXIII, en el discurso que pronunció el día en que se inauguraba el Concilio, el 11 de octubre de 1962, precisaba estos pensamientos a que me refiero: “Lo que principalmente atañe al Concilio ecuménico es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz. Tal doctrina comprende al hombre entero, compuesto de alma y cuerpo, al cual, como peregrino que es sobre la tierra, le enseña que debe aspirar hacia el cielo. Esto demuestra que se debe ordenar nuestra vida mortal de modo que, cumpliendo nuestros deberes de ciudadanos de la tierra y del cielo, consigamos el fin establecido por Dios. Lo cual quiere decir que todos los hombres, particularmente considerados o reunidos en sociedad, tienen el deber de tender sin tregua, durante toda su vida, a conseguir los bienes celestiales y a usar, llevados de este solo fin, los bienes terrenos, sin que el empleo de los mismos comprometa la finalidad eterna. Ha dicho el Señor: Buscad, primero, el Reino de Dios y su justicia. Estas palabras primero expresan la dirección hacia la que deben moverse nuestros pensamientos y nuestras fuerzas; pero no han de olvidarse las otras palabras de este precepto del Señor: Y todo lo demás se os dará por añadidura (Mt 6,33).
“En realidad, ha habido siempre en la Iglesia, y hay todavía, quienes buscando con todas sus energías la práctica de la perfección evangélica, rinden una gran utilidad a la sociedad. De hecho, de sus ejemplos de vida, constantemente practicados, y de sus iniciativas de caridad adquiere vigor e incremento cuanto de más alto y más noble hay en la sociedad humana. Pero a fin de que esta doctrina alcance los múltiples campos de la actividad humana referentes al individuo, a la familia, a la sociedad, es necesario, ante todo, que la Iglesia no se separe del patrimonio sagrado de la verdad recibida de los Padres”1. Estas advertencias de Juan XXIII para la labor del Concilio tocan un punto continuamente repetido, continuamente urgido. Pero continuamente expuesto a la tentación de olvidarlo. Por eso, es mi deber el insistir sobre este aspecto de la fidelidad al Magisterio de la Iglesia, como actitud absolutamente necesaria.
La renovación que la Iglesia nos pide #
Tercero: señalo también, como una obligación auténtica del cristiano hoy, la de esforzarse por comprender los anhelos de renovación que el Concilio ha traído y que la Iglesia está proclamando. Sí, hay que esforzarse por esto. Del mismo modo que insisto en la fidelidad a la doctrina y en permanecer auténticos discípulos de Jesucristo, tengo que insistir también en que no es evangélico el inmovilismo inerte, el confundir la tradición apostólica con costumbres rutinarias, el mantenernos anclados y detenidos en una piedad personalista, de grupo más amplio o más pequeño, el vivir de la nostalgia, el invocar sencillamente las glorias pasadas. No, esto no es bueno tampoco.
Cuando uno adopta esta actitud corre peligro de no comprender el sentido más íntimo y profundo de lo que significó la renovación del Concilio y lo que la Iglesia nos está pidiendo. ¿Pero no veis que la Iglesia es misionera por esencia? Si lo es, tiene que predicar el Evangelio y tiene que buscar al mundo, y cuando el mundo se aparta de ella, la Iglesia tiene que abrir caminos en búsqueda del mundo y tiene que detenerse a pensar, ¿cómo puedo yo hacer que escuche mi palabra este mundo moderno, hoy, que tiene esencialmente los mismos problemas que el hombre de siempre? Pero, por especiales circunstancias, estos problemas producen una particular presión en la mentalidad del hombre, en los atractivos que ejerce, en la comunicación de unos con otros.
Antaño, hace cien años, dos, tres siglos, se producía un acontecimiento en cualquier lugar de Europa y tardábamos meses y aun años en poder enterarnos de él. Pero hoy la noticia que se produzca en Madrid, en Barcelona, en Toledo, al poco rato puede conocerse en Nueva York y en París; hay una intercomunicación tan fuerte hoy, vivimos los hombres tan dueños, al parecer, de nuestro destino y tan esclavos de las interferencias con que este destino va labrándose, que estamos sometidos a influjos mucho más fuertes que antes, en relación con la posibilidad de pensar por nosotros mismos. Somos hombres, los hombres de hoy, desconocedores del silencio. No tenemos ya la posibilidad que antes teníamos de encerrarnos en nuestro interior. Estamos continuamente azotados por las imágenes de la televisión, de la prensa, de la noticia de hoy, del congreso de mañana, de lo que dice este grupo de científicos, del manifiesto de aquellos artistas, de la última moda filosófica. Todo esto está zarandeando al hombre constantemente y le hace disperso, roto, dividido, pobre. El hombre es un ser pobre hoy, en medio de sus múltiples riquezas. Y la Iglesia se encuentra con este hombre y con este mundo, el de la civilización técnica, que parece que está simplemente ordenado a ayudarnos y que, sin embargo, muchas veces nos ahoga y nos sofoca; sin darnos cuenta vamos convirtiéndonos en esclavos dentro de esta rueda gigantesca, en que nos hace mover el mundo de hoy. Ya no valen muchas veces los métodos antiguos, ni las formas de predicar el mensaje.
Y la Iglesia se detiene en sí misma y dice: ¿qué puedo hacer por este hombre de hoy, por este mundo? Recapacita y trata de presentar su liturgia en una lengua más accesible, que la entiendan mejor, para que puedan gustar sus secretas bellezas; sus sacramentos, en su realidad profunda como siempre, pero más explicados, más participados, más accesibles, con el fin de que los estimen todos los fieles católicos como algo suyo, no simplemente como algo que está administrando ahí, misteriosamente, un sacerdote, que podría parecer, a los ojos de los ignorantes, el mago de unos ritos sagrados. No es que la Iglesia cambie la sustancia de los sacramentos, pero trata de presentarlos mejor, más al vivo. ¡Ay de nosotros, los que tenemos que hacer esta presentación de los sacramentos, si no somos fieles y por un exceso de condescendencia con el hombre, falseamos el contenido sustancial del sacramento! Si esto ocurre, ya no es la Iglesia, ya no es la renovación conciliar la responsable; lo será la ligereza, la ignorancia, el atrevimiento de tal o cual persona, pero que no se eche la culpa del abuso a la renovación conciliar que la Iglesia ha querido.
Lo mismo, por lo que se refiere al diálogo con los hermanos separados. Yo estaba en Roma cuando vino el patriarca Atenágoras a visitar al Santo Padre, y pude asistir a aquel momento emocionante en que, al entrar en la Basílica del Vaticano, Pablo VI descendió de su trono –eran los días del primer Sínodo, al que yo asistía invitado por el Papa Pablo VI–. Aquel momento fue de profunda emoción para todos cuantos estábamos allí. Desde hacía siglos, entraba en aquella Roma, centro de la catolicidad, un representante del Oriente, de la ortodoxia. Pablo VI descendió de su trono, se colocó en humilde sillón igual a otro que tenía a su derecha para recibir, no a un huésped extraño, sino a su hermano. Y cuando llegó el patriarca Atenágoras, después de pasar por entre los padres sinodales y la muchedumbre que se había congregado, y subió aquellos escalones; cuando llegó, digo, al lugar en que se encontraba Pablo VI, el abrazo en que los dos se fundieron nos hizo sentir, a cuantos estábamos allí, más vivamente el misterio de la Iglesia que cualquier otro discurso. ¿Por qué la separación? ¿Por qué siglos de separación? ¿Por qué, si amamos a Cristo, no tenemos que esforzarnos para dar pasos, unos y otros, en ese encuentro que nos lleve a ponernos de rodillas, unidos el corazón y las manos, ante el mismo Cristo a quien adoramos y ante los mismos sacramentos?
Digo lo mismo, proporcionalmente hablando, en relación con los protestantes en sus diversos grupos. Son también hermanos nuestros que creen en Jesús. La Iglesia tiene que hacer un esfuerzo de renovación. ¿Para qué? Para eliminar adherencias extrañas, que no sirven para hacer más vivo el dogma, para facilitar la comprensión y humillarnos también nosotros los católicos. No por nuestra doctrina, pero sí por nuestras actitudes muchas veces; porque en éstas han intervenido también las pasiones de los hombres; y tratar de que estas pasiones se purifiquen, no se opone a la verdad; por el contrario, es una exigencia del Evangelio.
Hay que pensar, digo, en este mundo moderno con todos sus problemas religiosos, culturales; y amarle, además. Porque es nuestro mundo, es nuestra morada, somos hijos de este mundo y le amamos como nuestros antepasados amaron el suyo.
Muchas veces sólo hacemos balance de las desgracias que aparecen, de los fallos morales o sociales que se dan. Solamente las guerras, las revoluciones, las drogas, los matrimonios deshechos, la sexualidad desbordada. Pero hay algo más que todo esto: hay muchas familias honradas, hay millones de hombres y mujeres que creen en Dios y le adoran, en el mundo católico, en el mundo musulmán, en las religiones de Oriente. Y estos hombres, desconocidos para mí, de rostros enigmáticos, con un lenguaje incomprensible, que sufren en la India, en el Pakistán, donde quiera que estén, esos hombres y mujeres que parecen las víctimas de todas las dolencias, adoran a Dios dentro de su corazón y pertenecen a este mundo nuestro y están cada vez más cercanos a nosotros.
Esta es una de las ventajas de nuestro mundo de hoy. Y no hay por qué ir tan lejos. La cultura se extiende, cada día nos conocemos más, van nivelándose las clases sociales, se distribuyen mejor las riquezas, aunque quede mucho por hacer en este campo. Todo esto es bueno porque pertenece al orden justo de la creación.
Se facilita también el escuchar la Palabra de Dios. Este mundo de la técnica asombrosa, no solamente nos puede hacer sufrir con las exigencias a que nos vemos sometidos en la gran ciudad, y aun en la ciudad pequeña; no es sólo el alarde de los viajes espaciales, cuyas utilidades prácticas aún no hemos empezado a experimentar; pero no olvidemos que dentro de ese alarde puede aparecer en aquel viaje, no sé si fue el segundo que hicieron los norteamericanos, coincidente con los días de Navidad, el mensaje que aquel astronauta enviaba a la tierra desde esos espacios casi infinitos, leyendo las palabras del Génesis. Es un mundo hermoso, a pesar de todo; tenemos que amarle y tenemos que aportar lo bueno que cada uno tengamos como hombres amantes de la humanidad y como cristianos, discípulos de Jesucristo.
Tres amores #
Y nada más, hijos. Me haría interminable hablándoos de esto. Repito, tiempo habrá para seguir con toda decisión en la renovación conciliar, en la fidelidad a la doctrina inalterable, en el deseo de trabajar por el mundo, en nuestro afán apostólico de sacerdotes y seglares. Tres amores deben acompañarnos: amor a Cristo, amor a la Eucaristía y amor a la Virgen Santísima.
Amor a Cristo, leyendo su Evangelio, adorándole, diciéndole muchas veces que le confesamos como a nuestro Dios, Señor nuestro, postrándonos ante Él en su riquísimo misterio, pidiéndole que nos infunda su vida; es Jesús, el mismo Jesús, quien nos la ofrece: Yo soy la verdadera vid, mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que en Mí no lleva fruto, le cortará, y a todo aquel que lleve fruto le podará para que dé más. Ya vosotros estáis limpios, en virtud de la doctrina que os he predicado. Permaneced en mi, que yo permaneceré en vosotros (Jn 15, 1-3). Jesucristo, ideal supremo de la vida de un cristiano. No dejéis el santo Evangelio; que no se os caiga de vuestras manos, cristianos viejos, católicos, hijos de esta ciudad de Toledo; vivid el Evangelio, leedlo mucho; procurad sentir dentro de vosotros un profundo amor a Jesucristo.
Y además vivid, dentro de la expresión dogmática de la Iglesia, con esa circulación sacramental de los dones de la gracia tal como Jesús la ha establecido, el magno misterio, el sacramento de la Eucaristía. Es el mismo Señor, es Jesús, es su Vida, pero es bajo esa forma, tal como Él ha querido dársenos en el sacrificio de la Misa, en el Sagrario, en el Sacramento de la unidad que alimenta nuestras almas. Hablo a una ciudad que tiene no sólo la gloria pasada, sino también la permanencia actual de una procesión eucarística famosa en todo el mundo. Viviremos esa procesión, rendiremos culto al Señor en la Sagrada Eucaristía. Pero eso exige mucho, hay que vivir diariamente esa procesión eucarística, en el fervor de nuestro corazón, en la Misa, en el fervor de la comunión, en la visita a Jesús sacramentado.
Y, por último, la Virgen María, con la cual hemos de encontrarnos también estos próximos días de la Semana Santa, acompañando en silencio a su Hijo; el mismo silencio con que sigue el camino de la Iglesia. Ella es Madre de la Iglesia, es Madre nuestra y está ahí puesta por Dios, nos la ha dado el mismo Jesucristo como Madre de todos nosotros. La veneramos, la amamos, nos encomendamos a Ella seguros de encontrar su protección santa. Escuchad estas palabras, precisamente escritas por San Ildefonso de Toledo: “Ahora me llego a ti, la única Virgen y Madre de Dios; caigo de rodillas ante ti, la sola obra de la Encarnación de mi Dios; me humillo ante ti, la sola hallada Madre de mi Señor; te suplico, la sola hallada esclava de tu Hijo, que logres que sean borrados mis pecados, que hagas que yo ame la gloria de tu virginidad, que me encuentres la magnitud de la dulzura de tu Hijo, que me concedas hallar y defender la sinceridad de la fe en tu Hijo, que me otorgues también consagrarme a Dios, y así, ser esclavo de tu Hijo y tuyo, y servir a tu Señor y a ti. A Él como a mi Hacedor, a ti como Madre de nuestro Hacedor; a Él como Señor de las virtudes, a ti como esclava del Señor de todas las cosas; a Él como a Dios, a ti como a Madre de Dios; a Él como a mi Redentor, a ti como a obra de mi redención. Porque lo que ha obrado en mi redención lo ha formado en la verdad de tu persona.
“El que fue hecho mi Redentor, fue Hijo tuyo. El que fue precio de mi rescate, tomó carne de tu carne. Aquel que sanó mis heridas, sacó de tu carne un cuerpo mortal con el cual suprimirá mi muerte; sacó un cuerpo mortal de tu cuerpo mortal, con el cual borrará mis pecados, que cargó sobre sí; tomó de ti un cuerpo sin pecado; tomó de la verdad de tu humilde cuerpo mi naturaleza, que Él mismo colocó en la gloria de la mansión celestial sobre los ángeles, como mi predecesora a tu reino. Por esto, yo soy tu siervo, porque mi Señor es tu Hijo. Por eso tú eres mi Señora, porque eres esclava de mi Señor. Por esto yo soy esclavo de la esclava de mi Señor, porque tú, mi Señora, has sido hecha madre de mi Señor. Por esto yo he sido hecho esclavo, porque tú has sido hecha madre de mi Hacedor”. ¿Es esto puro lirismo religioso? Es teología evangélica, es reflexión doctrinal, la piedad de un corazón enamorado de Dios y de su Madre. Y esto tiene vida hoy, igual que en el siglo en que escribía San Ildefonso.
Mañana os espero para celebrar la Santa Misa; y os espero en las próxima Semana Santa, el martes, en el Vía Crucis que se ha organizado para recorrer las estaciones con humildad y con amor ante el misterio de la Cruz. Y después, a los que podáis, os espero también en la Catedral durante los Oficios litúrgicos de esos días santos. Procuraremos que durante los Oficios no haya visita turística; la Catedral es un templo antes que un museo. Es necesario que se viva la piedad en ese templo maravilloso y que el pueblo se reúna para rezar, para adorar y para cantar a Dios nuestro Señor con lágrimas de penitencia el Viernes Santo, con la alegría de la Resurrección en la mañana del domingo y antes, el jueves, para celebrar el misterio de la Eucaristía y del amor fraterno.
Sed religiosos; mantened el sentido católico de la vida, llenos de robustez y de fidelidad a nuestros dogmas y a nuestras tradiciones santas. A la vez, amad el futuro; un futuro que hay que construir entre todos, sin abdicar en ningún momento de nuestra piedad y de nuestra fe. Ocasiones nuevas habrá para encontrarnos. ¡Ojalá pueda yo algún día, una vez que ya se regularice aquí mi vida y la normalidad de mis actuaciones, invitar todos los sábados del año al pueblo de Toledo, por la tarde, en la Catedral, para reunirnos allí a hablar, a meditar, a rezar, a cantar a la Santísima Virgen del Sagrario, para que ella siga llevándonos por los caminos de la tierra en unión con su Hijo, hacia el cielo, en que Éste nos espera!
1 Véase Concilio Vaticano II8, BAC 252, Madrid, 1975, 1032.