La adoración eucarística en la vida de la comunidad cristiana

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La adoración eucarística en la vida de la comunidad cristiana

Conferencia pronunciada en Valencia el 27 de mayo de 1972, en el VIII Congreso Eucarístico Nacional. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, junio 1972.

La vida de la comunidad cristiana
se basa en el misterio de Cristo #

La fuerza y eficacia del cristianismo radican en sí mismo porque Cristo es el camino, la verdad y la vida. No hay eslogan para él, ni es propio de su naturaleza el sensacionalismo, ni necesita de presentaciones o atractivos que ocultan o soslayan su propia realidad. La fe cristiana hace sentir en lo más hondo del espíritu humano exigencias que ninguna otra religión o ideología ha podido suscitar. Hombres y mujeres, ancianos y niños, jóvenes y adultos, en todas las épocas de la historia, en todos los momentos y situaciones de dolor o de alegría, de exultación o de fracaso, de avance técnico o de plenitud humanística, han querido ser cristianos y han creído y vivido las consecuencias nada cómodas, ni fáciles de esta fe. Toda la vida de la comunidad cristiana se basa en el misterio de Cristo, lo cual quiere decir que se basa en la fe y tiene como horizonte la esperanza. Fe que consiste menos en creer en algo que creer en Alguien, imitarle y adherirse a Él. La fe es adhesión a Jesucristo y aceptación de las manifestaciones que en la Revelación nos han sido hechas, como las verdades dogmáticas, destellos de la vida divina. Y la esperanza es para el cristiano el fondo de su vida, el aire que respira, sustancia de la que está hecha su propia alma.

El misterio es el que anunció San Pablo: Dios realiza un plan de salvación para los hombres y este plan se hace efectivo en los hechos que acontecen en la existencia concreta de cada uno. La economía de la salvación está basada en la encarnación del Verbo; Dios ha tomado nuestra propia naturaleza y se hace presente en figuras y signos de este mundo. Predicamos la sabiduría de Dios en el misterio de la encarnación (1Cor 2, 7). Su manifestación propia ha sido clara: ES AMOR (1Jn 1, 8).

Para un cristiano el «hombre» tiene que definirse a partir de Cristo, lo mismo que su inserción en la comunidad y en la sociedad en general.

Su antropología está condicionada por su teología cristiana; lo que diariamente haga en su vida, sus relaciones con los demás, su postura ante cualquier situación ha de ser «cristiana». No hay nada en el mismo que no «esté bautizado», nada es ajeno a su realidad de cristiano; nada hay en él exclusivamente profano, mejor dicho, es profano en su vida todo aquello que, en la misma medida, en él no es cristiano. La Iglesia de Cristo está llamada a ser una verdadera comunidad de hombres que saben de los valores humanos y los ofrecen a Dios, al que, si se le ama, se le ama con todo el corazón y con todas las fuerzas.

Desde la raíz, nuestra existencia está
dada en conexión «con los otros» #

Dios no destruye la naturaleza humana, sino que la perfecciona. No nos creó de una determinada forma para después pedirnos otra. Nos hizo a su imagen y semejanza –Trinidad, persona y comunicación–. Somos personas, individuos, pero es constitutivo de esa misma individualidad de la naturaleza humana el ser «con». Los filósofos afirman que el «ser-solo» es un modo deficiente del «ser-con». Nadie pronuncia «yo» que no esté diciendo de una forma o de otra «tú». Es esencial al hombre vivir su inserción en la comunidad humana; la comunidad humana no es nada sin la persona, y la persona no se desarrolla sin la comunidad. Nuestra existencia aparece desde su más profunda raíz dada en conexión «con los otros». La comunidad cristiana lleva en sí misma la evidencia, riqueza y eficacia de una verdad que todos los hombres necesitamos desde lo más profundo de nuestra alma, porque responde a una necesidad: la necesidad de ser nosotros mismos, de ser conscientes y responsables de nuestra propia salvación y al mismo tiempo de vivir con los otros, de apoyarnos mutuamente, de realizarnos juntos. Su ley fundamental es la de fraternidad. Una auténtica comunidad cristiana sería con su sola existencia la mejor propagación del Evangelio.

Vive el hombre su existencia natural y cotidiana en relación con sus prójimos. Pero nuestro mundo y nuestra situación histórica han convertido algo tan valioso, que nutre y favorece al hombre, en una forma de existir que a veces llega hasta impedirle su propia autenticidad y su propia verdad, ahogando sus dimensiones más personales. Vive de convencionalismos, de tópicos, insertado en un ambiente que, muchas veces a solas consigo mismo, le parece ajeno y artificial. Gran parte de la humanidad vive de una forma poco personal y propia, no cultiva lo que verdaderamente enriquecería al hombre y la sociedad en la que éste habita. Vive en la esfera del «se dice», «se hace», «se viste», «se divierte», «se habla». ¿Quién es este tirano, innominado, neutro, que obliga a plegarse a esa dictadura? ¿Cómo contribuimos todos a esa dictadura? ¿Qué mezcla tan extraña supone de irreflexión, ambición, interés, egoísmo, abdicación de nuestras convicciones, falta de consciencia, seriedad, madurez? Dictadura que absorbe y de la que nada escapa a su dominio: ideas, preocupaciones, placeres, sentimientos, vida familiar, profesional, todo parece impuesto. ¡Cuánta riqueza de calidad humana sumergida y devorada por esa vorágine! ¡Cuántas personas, cuántas vidas, cuánta intimidad expuesta a todos los vientos! Y esta impersonalidad destruye los lazos y las relaciones más sólidas, socava las bases más fundamentales y pisotea los valores más altos. Los hombres así sometidos a esa dictadura sólo tienen ansia de novedad. No puede haber comunidad mientras no haya hombres responsables. Para insertarnos de modo auténtico en la comunidad necesitamos de nuestra propia condición personal.

Cristo constituye su comunidad: la Iglesia #

La comunidad es fruto de los lazos vividos de forma consciente y que convierten a cada uno en miembro de esa comunidad. Une a sus miembros en un objetivo fundamental; tiene unas bases y unas exigencias comunes, consecuencia de su propia vida de la que todos se nutren. Todo aquello que hacen llena su vida y les da sentido. Nunca una estructura social montada sobre incentivos puramente externos llega a ser una verdadera comunidad. La comunidad auténtica ayuda a la interiorización y a la propia riqueza personal de la que ésta se alimenta. La persona quedaría aplastada por la técnica sin clima favorable en el que pueda abrirse y expansionarse. Sólo en la comunidad brota el deber y la responsabilidad y en ella tienen sentido la vida y la muerte, el esfuerzo, el dolor, la alegría y el trabajo.

Los caminos de la verdadera libertad no son los de la exaltación de la autonomía, de los propios gustos, intereses y condiciones. Es terrible la libertad por la que el hombre abdica de su cualidad humana tanto en su dimensión más personal como en su dimensión de relación con los que tiene que formar comunidad. Es necesaria la donación y el sacrificio, el sentir el peso y la fuerza de la obligación. Los hombres tenemos necesidad de los demás y de que los demás tengan necesidad de nosotros. Nunca el don de sí, el sacrificio, el desprendimiento, las sujeciones, las obligaciones estarán en contradicción con la realización de la persona y su riqueza. Porque todo eso son las consecuencias del amor, y la única forma de ser en plenitud es por el amor y para el amor.

Cristo constituye su comunidad, la Iglesia, para establecer el Reino de Dios y presenta claramente sus exigencias. Le da una vida, la que brota del amor. Por eso su ley es la de la filiación y la de la fraternidad, porque la misma gran realidad que hace hijos, hace hermanos. Una de las causas esenciales de la disgregación y de la desunión ha sido y será siempre la falsificación, la acomodación, la relativización y disminución de sus exigencias. Cristo quiere la unidad, pero no la unidad «a cualquier precio». Dura es esta doctrina ¿y quién puede escucharla? Mas Jesús, sabiendo por sí mismo que sus discípulos murmuraban de esto, les dijo: ¿Esto os escandaliza…? ¿Y vosotros queréis también marcharos? (Jn 6, 61-63). La auténtica comunidad de cristianos tiene que reflejar la imagen de Cristo. En ella cada uno toma conciencia de una vida de amor, porque la caridad procede de Dios. Y todo aquel que ama, es hijo de Dios y conoce a Dios. Quien no tiene amor no conoce a Dios: puesto que Dios es caridad (1Jn 4, 7-8). Todos tienen un Espíritu y un Alma común; Que todos sean una misma cosa y que como tú, oh Padre, estás en mí y yo en ti, así sean ellos una misma cosa en nosotros (Jn 17-21). Se alimentan del mismo pan y del mismo vino que son la vida: Yo soy el pan de vida… Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna (Jn 6, 35 y 55).

Nunca la Iglesia de Cristo será un número determinado de comunidades, sino una comunidad de comunidades que tienen la Vida en común. Los elementos constitutivos de esta vida son la fe, la esperanza y la caridad. La fraternidad se anuda en el sacrificio, en el don propio a esta comunidad, en el servicio fiel. En ella las relaciones con Dios fundamentan los deberes de cada uno para consigo mismo y para con los demás. Y no sólo se es responsable de sí mismo, sino también de los hermanos. La responsabilidad en la comunidad cristiana se entiende en una verdadera interdependencia. Cristo fue el primero que vivió y sufrió las consecuencias de esta interdependencia, porque cargó con los pecados de todos hasta la muerte y muerte de cruz.

La Eucaristía: síntesis de la economía de la salvación #

«En la Santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber: Cristo mismo, nuestra Pascua y pan vivo por su carne, que da vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo. Así son ellos invitados y conducidos a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas sus cosas en unión con Él mismo. Por lo cual, la Eucaristía aparece como la fuente y la culminación de toda predicación evangélica, como quiera que los catecúmenos son poco a poco introducidos a la participación de la Eucaristía, y los fieles, sellados ya por el sagrado bautismo y la confirmación, se insertan por la recepción de la Eucaristía plenamente en el cuerpo de Cristo»1.

En la teología paulina se destacan dos ideas fundamentales: la de «anamnesis», memorial, reiteración del sacrificio de la cruz en la celebración eucarística, y la de «koinonia», participación real que encierra en sí misma la participación en el misterio de la redención y la inserción en el Cuerpo místico de Cristo. En la teología joánica la línea encarnacional se resume en el misterio de la Eucaristía. Insiste en la Eucaristía como sacramento y especifica su fuerza en la economía de la salvación. El realismo de la presencia de Cristo está en San Juan muy enérgicamente formulado, lo mismo que su transcendencia en la vida del cristiano. Es el pan de vida (capítulo 6), el sacramento por excelencia de la unión vital con Cristo que realiza ya esa unión en vida y es prenda y garantía de la misma unión por toda la eternidad. La Eucaristía tiene desde luego en San Juan un sentido histórico, es conmemoración de la última cena y de la pasión del Señor, es sacrificio y banquete. Banquete que tiene una dimensión escatológica, confianza y esperanza en el reino de Cristo.

El misterio de la Eucaristía es la síntesis de la economía de la salvación. Representa el sacrificio redentor y nos permite participar en él. Se identifica con el Verbo encarnado; la presencia real de Cristo perpetúa su encarnación en el mundo que vivimos. Esta presencia prolongación de la liturgia sacrificial, es permanente en medio de los suyos en cuerpo y alma. Es el sacramento supremo de la unidad, centro de toda la vida cristiana. Y si la Eucaristía produce la unidad es porque comunica el principio de dicha unidad: el Espíritu Santo, que vivifica con su propia vida. La participación en la Eucaristía realiza efectivamente la comunidad con Jesús. Es nuestra Pascua, gozosa anticipación, prenda segura de eterna gloria; anuncia y prefigura el retorno glorioso del Señor del que es una anticipación.

La inteligencia humana es demasiado limitada para poder captar la riqueza de aspectos que presenta la Eucaristía. Y según las necesidades y el ambiente de cada momento se han acentuado unos u otros. Sucede con frecuencia que el acentuar con mayor relieve uno lleva a encerrar a los otros en la oscuridad o en la indiferencia. Y realmente no es posible separar unos de otros: sacrificio, memorial, acción de gracias, signo de la nueva y definitiva alianza, presencia de Cristo, banquete sagrado. Cristo no puede convertirse en algo pasivo, inoperante una vez acabado el sacrificio de la Misa. El estado sacramental prolonga el ofrecimiento y la adoración sacrificial de Cristo, su reparación, su petición, su acción de gracias y glorificación al Padre. Pero ¿quién puede pensar con sensatez una separación real entre el Cristo de ayer y de hoy, el Cristo de siempre, el Verbo de Dios, el Cristo del altar y el Cristo del sagrario? La Eucaristía es la integración de cada una de las facetas en la totalidad del misterio: el misterio de Cristo encarnado en este mundo, muerto y resucitado, hecho pan y vino para mayor realismo de su ser, Vida, Verdad y Camino de la humanidad entera en quien todo converge, porque por Él fueron hechas todas las cosas; y sin Él no se ha hecho cosa alguna de cuantas han sido hechas (Jn 1, 3) y porque de la plenitud de éste hemos participado todos nosotros (Jn 1, 16).

La Eucaristía, centro vivo de la comunidad cristiana #

El misterio de la Eucaristía es el centro vivo de la comunidad cristiana, porque es el centro de nuestra religión cristiana, de nuestro culto y de nuestra moral, ya que tiene que ser expresión del amor y de las exigencias de ese amor. El punto de convergencia de los demás sacramentos, porque Él es la misma gracia. Penetrémonos de todo ello, convirtámoslo en fruto de nuestra oración, en fuerza para nuestra vida, en expresión de nuestra fe, en alegría y seguridad de lo que esperamos, en el amor de nuestra vida, en el lazo que une con Dios, lazo en el que está también el que nos une a los hermanos. Es la fuente y la raíz de la vida de Dios en el mundo para perpetuar, como ya hemos visto, la convivencia de Dios con los hombres, y ser el sacrificio continuo en el que se reproduce la Pasión y Muerte de Jesucristo y, en fin, ser la expresión, manifestación y acción máxima del amor de Dios en la que todo está compendiado. Dios nos ha dado la vida eterna: y esta vida está en su Hijo Jesucristo. Quien tiene al Hijo tiene la vida, quien no tiene al Hijo no tiene la vida (1Jn 5, 11-12).

Esto es mi cuerpo…Esta es mi sangre (Mt 26, 26 y 28). Yo soy el pan vivo que ha descendido del cielo. Quien comiere de este pan vivirá eternamente y el pan que yo daré, es mi misma carne para la vida del mundo (Jn 6, 51-52). Los que coman de ese pan y beban de esa sangre tendrán en ellos la vida de Dios, se harán cuerpo suyo: comunidad, comunión. Esto es lo que lleva a Pío XII a afirmar en la Mystici Corporis que «la Eucaristía es la imagen viva y estupenda de la unidad de la Iglesia»2. El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? (1Cor 10, 16) dice el Apóstol San Pablo en la carta a los corintios.

«La palabra comunión, koinonía, con el cuerpo y la sangre del Señor, acentúa la afirmación de la presencia real y de la unión íntima que de ella resulta. No se trata sólo de una unión de cada uno con Cristo, sino también de la unión de los fieles entre sí, de manera que la Eucaristía refuerza la unidad de la Iglesia y completa el efecto del Bautismo. Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan (1Cor 10, 17). No hay más que un solo pan, rigurosamente único; no se trata, pues, de las especies sacramentales numéricamente múltiples, sino del cuerpo indivisible de Cristo. Hemos llegado hasta la cima de nuestra unión, ya que hemos quedado identificados, todos y cada uno, con el único cuerpo de Cristo resucitado, con el Cristo concreto e individual que nos da su misma vida. Existe, por tanto, una identidad por comunicación de la misma vida, pero identidad imperfecta, ya que los dos términos siguen siendo distintos: esto es lo que quiere decir la expresión identidad mística, a falta de otra mejor. Podríamos incluso preguntarnos si no habrá sido precisamente la comunión eucarística lo que más ha contribuido a revelar a San Pablo la identificación de la Iglesia con el cuerpo glorioso de su Señor. Sea lo que fuere, el hecho evidente es que la doctrina de la unidad por la Eucaristía es de fecundidad espiritual inagotable, tanto más cuanto que la unidad no puede ser sino unidad en la caridad y en el Espíritu Santo. En la comunión hay un fruto individual y un fruto social. La pastoral moderna insiste justamente en este último sin olvidar el primero»3.

La Eucaristía hace a la comunidad,
verdadera comunidad de fe y esperanza #

Sí, la Eucaristía hace a la comunidad verdadera comunidad de fe y esperanza, porque es el centro vivo de la comunidad cristiana, como hemos visto. Es comida, bebida, sacrificio, presencia continua del misterio de salvación, muerte y resurrección. Es misterio, por tanto, exigencia de fe. Es prenda segura de la eterna gloria, por tanto, firme esperanza. Es luz y fuente de vida, revelación y manifestación del amor, exigencia constante de entrega a Dios y a los hombres. En todas sus facetas y aspectos se ponen de relieve elementos de amor y de unión. ¡Cuánto dicen los lemas de los Congresos Eucarísticos! ¡Cuántas consecuencias se desprenden de ellos para la vida de cada uno, para la vida de la Iglesia, para la vida de las naciones que están formadas por hombres católicos y que, por tanto, tendría que significar que se alimentan de este pan, beben de este vino y viven en torno a esta presencia! «Amaos los unos a los otros como Yo os he amado», es el lema del XL Congreso Internacional que del 18 al 25 de febrero de 1973 se celebró en la ciudad australiana de Melbourne. «Amaos los unos a los otros como Yo os he amado», como Él nos ha amado, como Él nos está amando en la Eucaristía, presente en medio de nosotros. No con nuestras medidas, no con nuestra justicia, no con nuestros intereses. Devolver bien por mal, amistad por enemistad, dar la vida por nuestros enemigos, respetar la dignidad de los demás está por encima de nuestros deseos más naturales, está por encima de las puras fuerzas humanas. Sólo porque Dios nos amó primero, por el amor que nos manifestó y la vida nueva que nos dio, podremos amar como Él nos amó. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros (1Jn 4, 10-11). Cristo coloca las relaciones entre los hombres y las relaciones de éstos con Dios sobre un nuevo fundamento. «Exige que la conducta del cristiano con respecto a los otros se inspire, no en la mera “justicia”, sino en la caridad, la cual hace posible la verdadera justicia y confiere al bien su plenitud»4.

Sólo seremos redimidos y salvados cuando esta caridad, este amor de Dios actúe en nosotros; éste es el espíritu de la economía de nuestra salvación y redención. Nuestra tarea en la tierra es ir amando como Cristo nos amó. Y, como dice el Apóstol San Pablo, a fuerza de comer a aquel que es nuestra salvación nos iremos transformando en Él.

El misterio de la Eucaristía viene a ser dentro de cada hombre y dentro de la comunidad el manantial de agua que manará hasta la vida eterna (Jn 4, 14). La Eucaristía suscita un clima de oración, de participación, de interioridad, de familia, de seguridad, de confianza, de intimidad, es decir un clima de fe y esperanza, porque estará con nosotros hasta la consumación de los siglos. Tenemos que ir a los hombres llenos de Eucaristía, porque sólo Cristo puede liberarnos del egoísmo y de la cerrazón. Y tenemos que volvernos a Dios unidos por el mismo Señor, por la misma fe y la misma esperanza, porque la Eucaristía es en sí misma también acción de gracias, alabanza y gloria de Dios. Por el misterio de la Eucaristía se realiza realmente la unión en Cristo de la comunidad cristiana. Es misterio de la unión de todos en Cristo y por Cristo en Dios. Lo mismo que me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí(Jn 6, 57).

La Eucaristía, repito, hace a la comunidad verdadera comunidad de fe y esperanza: en ella está todo el mensaje de salvación de Jesús; pone de manifiesto la realidad y la necesidad de vivir por Cristo, con Cristo y en Cristo, de tenerle por origen y término; expresa el amor y la unidad y eleva nuestras miras y aspiraciones. La Eucaristía nos anuncia constantemente la vuelta de Cristo como Señor que dará a la historia todo su significado. En verdad, en verdad os digo que antes que naciese Abraham, Yo soy (Jn 8, 58). Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles se sentará en su trono de gloria. Serán congregados delante de Él todas las naciones y Él separará a los unos de los otros (Mt 25, 31). Ahora en la historia parece que sólo existen las realidades sociales, políticas, económicas, culturales, científicas. Gobiernan los intereses y las voluntades justas o injustas de los hombres. Reina el afán de poder, de ambición, de gloria, de placer, de bienestar. Son bienaventurados los ricos, los poderosos, los que ríen, los que triunfan. Los hombres hablan del silencio de Dios, de la muerte de Dios, pueden volver a rechazar a Cristo como Dios y hombre verdadero. Pueden hacer todo lo contrario a la ley evangélica y no les sucede nada. Ni siquiera tienen muchas veces los mismos cristianos, incluso teólogos, frente al misterio de Dios revelado por Cristo, la actitud recta, justa y verdadera que el científico y el sabio tienen en su afán noble de investigación y descubrimiento.

Pero la figura de Cristo rebasa todos los límites. Aunque la vida humana aparezca ajena a Cristo y dominada sólo por la voluntad y la inteligencia del hombre. Él es el dueño y Señor. Él da sentido a la vida y a la muerte; todo lo que sucede contribuye al bien de los que le siguen. En Cristo reside la auténtica fuerza creadora y regeneradora de la historia de la humanidad. Nadie, nos dice San Pablo, puede engañarnos con filosofías nuevas fundadas en el saber de loshombres y en los elementos del mundo; en Cristo está toda la plenitud (Cf. Col 2, 8-10). Él nos libró del poder de las tinieblas y nos trasladó al Reino del Hijo de su amor, en quien tenemos la redención, el perdón de los pecados. Él es imagen del Dios invisible. Primogénito de toda la creación, porque en Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades-, todo fue creado por Él y para Él; Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en Él su consistencia. Él es también la cabeza del cuerpo de la Iglesia: Él es el principio, el Primogénito de entre los muertos para que sea Él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la plenitud y reconciliar por Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos(Col 1, 13-20).

La adoración a Dios,
fundamento de la más rica interioridad humana #

La dignidad del hombre está en la nobleza de su espíritu, en su verdad, en su rectitud, en su justicia, en su honradez, en su capacidad de respeto y amor al «tú», en su visión penetrante y profunda de la sabiduría. Cuando el hombre se inclina ante Dios adorándole «en espíritu y en verdad» ¿no está en su sinceridad más honda, en la expresión culmen de su libertad, en la más penetrante visión de la verdad de todo, en la más rica pureza de corazón? Adorar a Dios es «saber estar» ante Él, porque la adoración supone todos los mejores sentimientos y actitudes de que el hombre es capaz. Cuando los hombres viven y sienten la riqueza y plenitud del amor, de la verdad, de la belleza expresadas de la forma que sea, ¿no llegan como a lo más hondo y propio de su ser y se abren a una especie de adoración? ¿No parecen haber tocado lo esencial, haber llegado al origen mismo del manantial? En lo humano son los sentimientos más profundos y serios, los más plenos, ricos y vitales, los que muchas veces hacen exclamar y dar gracias por haberlos llegado a vivir. ¿Pero qué será cuando nuestro espíritu se abre así a la inmensidad de Dios?

El acto de adoración, dice Romano Guardini, tiene algo de infinitamente auténtico, bienhechor, constructivo. Tiene algo que da salud. «Nuestra adoración de Dios es la que garantiza la pureza del espíritu. Mientras el hombre adore a Dios, se incline ante Dios como ante el ser que es digno de recibir la potencia, el honor y la soberanía, porque es el verdadero y el Santo, queda al abrigo de la mentira. La pureza y la santidad del espíritu son las fuerzas más grandes del hombre, pero también son, teniendo en cuenta su pobre naturaleza, las fuerzas más vulnerables y más fáciles de seducir. Deben ser protegidas. Debe haber un medio para que el hombre pueda distinguir siempre lo verdadero de lo falso, lo puro de lo impuro. Que el hombre no haga el bien que ha reconocido como tal es grave y le hace digno del juicio. Pero lo que es mucho peor y terrible es la actitud torcida respecto de la verdad misma; esta actitud es la mentira que entenebrece la mirada, porque tiene su asiento en el espíritu. He aquí por qué debe haber un medio para renovar incesantemente en el corazón el amor a la verdad, para purificar el espíritu, aclarar la mirada, vigorizar el carácter. Este medio es la adoración. No hay nada más urgente para el hombre que aprender a inclinarse con todo su ser ante Dios, a abrirle un espacio en su interior, para que Dios penetre y reine en él, porque Dios es el único digno de recibir el homenaje de la adoración y el único capaz de satisfacer plenamente el corazón del hombre. Pensar que Dios es digno de adoración, infinitamente digno, porque es Aquél que es, y adorarle interiormente es un acto grande y santo que cura completamente el espíritu».

«En estas meditaciones hemos hablado muy poco de conclusiones prácticas. Nuestra finalidad principal era comprender a Cristo. Pero aquí vamos a decir algo en este sentido, porque hemos rozado la raíz más profunda de nuestra vida interior. Deberíamos imponernos la práctica de la adoración. Hay dos horas del día particularmente indicadas para ello: la mañana y la noche. Nosotros, hombres modernos, no las sentimos ya, porque la aparición de la luz y la venida de la noche no nos impresionan tanto como a los hombres que vivían más íntimamente relacionados con la naturaleza. No obstante, también nosotros sentimos, tal vez inconscientemente, que el principio del día reproduce el de nuestra vida y que el fin del día es una anticipación de nuestra muerte. Estas son las horas apropiadas para la adoración. Hemos de practicarla en estos momentos. Practicarla, y no sólo entregarnos a ella cuando nos sentimos en buena disposición. La oración no es tan sólo la expresión de la vida interior del hombre, la cual quiere salir al exterior, sino también un acto voluntario del hombre que se educa a sí mismo. Adorar a Dios no nos resulta fácil por naturaleza, sino que hemos de aprender a realizar esta práctica y para ello hemos de ejercitarnos en ella: arrodillarnos y decirnos que Dios es y reina, es digno de poseer la soberanía sobre todas las cosas, que es digno de ser Dios… Acaso encontremos una gran dulzura en el pensamiento de que Dios es digno de ser Dios. Este pensamiento ha abrasado de amor a muchos santos»5.

La adoración a Dios es la verdad y la vida misma de nuestra eternidad, la apertura total de nuestro espíritu. Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podía contar, de todas naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie, delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos. Y gritan con fuerte voz: La salvación es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero. Y todos los ángeles que estaban en pie alrededor del trono, de los ancianos y de los cuatro Seres se postraron delante del trono rostro en tierra, y adoraron a Dios diciendo: Amén. Alabanza, gloria, sabiduría, acción de gracias, honor, poder y fuerza a nuestro Dios por los siglos de los siglos. Amén(Ap 7, 9-12).

La adoración es la reacción consciente y espontánea del hombre que se llega y se sabe ante Dios. Se le adora por su grandeza, por su bondad, por su verdad, por la revelación de su vida y de su amor, por su redención. Se le adora con el dolor y el arrepentimiento de nuestro pecado, con la gratitud de nuestro reconocimiento, con la acción de gracias de nuestro corazón, con la consagración de nuestra vida, con la alegría de nuestro espíritu por todo lo bueno que se nos ha dado, con el acatamiento amoroso, con el acto de fe, con la práctica de la soberana voluntad de Dios. Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo, el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz (Fil 2, 5-8).

El que adora afirma con todo su ser que el Señor es Dios, por eso el que adora escucha la palabra de Dios y la pone en práctica. Sabe que sólo Cristo es la luz verdadera y que sólo habrá claridad en él cuando sea iluminado por esa luz. El que adora a Dios en la tierra, cree, espera y ama; los que adoran a Dios en el cielo, aman. El acto pleno de adoración es el acto pleno de amor. Toda nuestra oración y nuestra liturgia están penetrados de ello. «Te adoramos, te bendecimos, te glorificamos». Por las tendencias superficiales y tan dispersas de nuestra época es difícil para el hombre esta auténtica interioridad, le cuesta consolidar su núcleo más personal y establecer una postura sólida de reconocimiento y adoración que sólo se logra por la oración y relación personal con Dios. Hasta en lo humano el conocimiento de la verdad tiene una exigencia que se llama: silencio, reflexión, meditación. «Tu mejor servidor es el que no pretende tanto oír lo que quiere cuanto querer lo que oye de Ti»6. ¡Cuánto silencio y cuánta oración para ser buen servidor!

La adoración eucarística #

La adoración junto con la fe es la actitud espiritual básica y fundamental que se impone en la Eucaristía. Para el hombre que tiene esta actitud ante el misterio eucarístico se abren las insondables riquezas del misterio de Cristo. Cuando hablo de adoración eucarística pienso en las diversas facetas que tiene esta adoración, consecuencia de su propia riqueza. Todo dimana de la misma fuente: Cristo, Camino, Verdad y Vida, ofrecido al Padre en sacrificio. Su presencia es, pues, presencia tangible de nuestra salvación y necesariamente no puede menos de estar manifestando el acontecimiento por el que participamos plenamente de la salvación. «Las generaciones que nos han precedido desconocieron, quizá ligeramente en beneficio de las devociones de segundo orden, el centro de toda la vida litúrgica y eclesial que es la participación en la Misa. Pero asegurémonos de que la piedad eucarística se encuentre hoy perfeccionada y equilibrada. No basta para ello el haber redescubierto el centro, el eje, la fuente y la culminación. Todas estas palabras están lejos de ser monopolizantes y exclusivistas. Buscan necesariamente un medio ambiente, una complementación y una apertura de horizontes; la piedad litúrgica no sería verdaderamente cristiana si su intención fuera la de tirar por tierra cada una de las formas de piedad-eucarística, sacramental, contemplativa, laudativa, que lejos de ser extrañas a la Misa, la proveen de su estructura, su subsuelo, su ambientación».

«Sin ello, la Eucaristía está llamada a convertirse en centro sin circunferencia, en fuente sin río, en culmen aislado sin laderas. La piedad eucarística debe mantener su riqueza en todas las dimensiones que la tradición cristiana ha ido desarrollando progresivamente bajo la acción del Espíritu Santo, si es que queremos que la participación de la liturgia no sea sólo activa e intelectual, sino también, como una vez más pide la constitución conciliar, completa, es decir, profunda, que abarque todo; y fructífera, o sea, santificante e irradiante»7. Cuanto más fuerte sea nuestra fe en el sacrificio redentor, en el Cristo que se ofrece en el altar, más fuerte será nuestra adoración y nuestro diálogo con Cristo Eucaristía, signo sacramental de la unidad de la Iglesia. «El Congreso Eucarístico, que atrae ante el Santísimo Sacramento a multitud de adoradores, es también un símbolo, y muy eficaz, de esta unidad eclesial interior y exterior. Sí, Cristo presente bajo las especies eucarísticas llama a sí a toda la Iglesia y la hace reflexionar sobre su vocación a la unidad y a la caridad; Cristo, solemne y públicamente adorado, conduce hoy a la comunidad cristiana a las fuentes primigenias de su vida, de su misma razón de ser»8.

¿Quién puede reducir la adoración a Cristo Eucaristía y quedarse satisfecho con los brevísimos momentos que tenemos durante la celebración del sacrificio? Hacer esto sería condenar nuestra oración a una práctica totalmente exterior y sin vida. Seamos consecuentes con lo que la misma vida nos grita. ¿El amor y la amistad, los sentimientos más nobles y grandes son fruto sólo de un momento, viven sólo de momentos cumbres o existen esos momentos «más cumbres» cuanto más rica sea, su continuidad? El hijo esperado, el matrimonio que se ama, la amistad fiel, ¿de cuántos días sencillos, de cuánta cotidianeidad, de cuánto trato, de cuántos mil detalles se alimentan? La adoración y devoción a Cristo en el sacramento no pueden entenderse de otra manera que como prolongación de la adoración y culto ofrecido en el sacrificio del altar. Se acabó por negar la presencia de Cristo a partir de posturas extremas en las que, acabada la celebración eucarística como banquete, ya no requería más tiempo la presencia de Cristo en el pan y en el vino. Y donde se minimiza la presencia real y sustancial de la Eucaristía, los demás sacramentos son poco más que sacramentales o simples prácticas eclesiásticas. Se minimiza también lo esencial de la sucesión de los apóstoles y el ministerio sacerdotal, y la Iglesia queda reducida a la asamblea invisible de los elegidos.

Desestimación injustificada #

Ciertamente, se ha producido una pérdida en lo que se refiere a la adoración eucarística. Podemos centrarlo, como dice Jean Galot, en dos puntos de carácter doctrinal: «Primero, la insistencia con que se ha recalcado la acción litúrgica y sacramental, en el sacrificio de la Misa, ha provocado en muchos una reacción en contra de la práctica de adorar al Santísimo fuera del tiempo del sacrificio. Sucede con frecuencia que el hecho de acentuar con mayor relieve uno de los valores de la Eucaristía, lleva a encerrar a los otros en la oscuridad. El sacramento de la Eucaristía es tan rico que la admiración experimentada por uno solo de los aspectos de su misterio puede ocasionar el menosprecio de la riqueza de su conjunto y, por tanto, el empobrecimiento de su totalidad. La segunda razón está en el hecho de que esta adoración eucarística es un fruto tardío de la Iglesia. En la Iglesia primitiva, la Eucaristía era públicamente adorada, pero solamente durante el tiempo de la Misa y de la Comunión»9. Es verdad que no era una piedad eucarística recta la que se complacía demasiado en bendiciones y exposiciones, mientras se descuidaba la acción litúrgica y sacramental en el sacrificio de la Misa. Pero ¿no hemos ido demasiado lejos en esta supresión? «También aquí nos es fácil descubrir la paja en el ojo de nuestros predecesores, al mismo tiempo que nos exponemos a no notar siquiera la viga que se hunde en el nuestro. Cierto que podemos felicitarnos de que vuelva a descubrirse el sentido colectivo de la celebración eucarística, mientras se vuelve a concepciones del sacrificio eucarístico que implican nuestra participación. Pero es ya una muy mala señal que los valores de adoración y contemplación, concentrados ayer en una devoción eucarística ajena de hecho a la Eucaristía, no parezcan haber repercutido en nuestra celebración de ésta, sino que se hayan más bien volatilizado pura y simplemente con la desaparición progresiva de las prácticas en que se habían insertado: bendiciones del Santísimo Sacramento, visita al Santísimo, acción de gracias después de la comunión, etc. En estas condiciones, la celebración colectiva, que no está animada por la contemplación, y menos todavía por la adoración de Cristo presente en su misterio, corre gran peligro de degradarse para convertirse en una de esas manifestaciones de masas tan caras al paganismo contemporáneo, superficialmente nimbada por un aura de sentimientos cristianos. ¿No es así inevitable que nuestra unión con el sacrificio del Salvador mediante la Misa venga a confundirse con ella, como lo estamos ya viendo demasiado, con una simple adición al opus redemptionis, de nuestras obras completamente humanas, hasta que se acabe por sustituirlo pura y simplemente por éstas?»10.

El hecho de que, durante determinadas épocas de la Iglesia, y en concreto en la Iglesia primitiva, no se haya practicado la devoción eucarística fuera del sacrificio de la Misa no es causa que nos lleve a abandonarla. La piedad de la Iglesia evidentemente evoluciona y crece. Karl Rahner nos dice que si queremos volver a la antigüedad hemos de recorrer todo el camino de nuevo, hay que practicar sus severos ayunos, sus largas ceremonias, muchas veces nocturnas; sus tremendas y prolongadas penitencias públicas, o ¿es que sólo seleccionamos de la antigüedad lo que nos es cómodo, conveniente o fácil? «Lo que hay que recalcar es que el hecho de que durante largos períodos de la Iglesia no se haya conocido la devoción eucarística fuera del sacrificio de la Misa, no es un argumento válido contra la genuinidad cristiana de esta devoción. Un falso romanticismo con respecto a la Iglesia primitiva, que nos llevase a abandonar las devociones que se desarrollaron a lo largo de la historia, supondría una pérdida irreparable para la vida y devoción católicas. El cristianismo es historia. Una práctica con miles de años de historia detrás de sí, tiene sus derechos, incluso aun cuando estos milenios no sean los primeros. Aquellos que exaltan las primeras centurias como modelo absoluto, en materias de devoción, deberían hacerlo con todas sus consecuencias (o abandonar ese modelo como absoluto): lo cual significaría aplicarlo también a los ayunos, a la neta preferencia y preeminencia del estado de virginidad sobre el del matrimonio, a la duración de la liturgia, a la dura ascesis monástica y a muchas cosas más. Solamente el pensar de la Iglesia de todos los tiempos es lo que puede pronunciarse sobre las estructuras básicas del cristianismo, que en todo período de la Iglesia se ven desajustadas, pero que llevan históricamente, en teoría y en la práctica, a conclusiones que no siempre han estado explícitas, pero que una vez conseguidas se convierten en parte integrante de la autorrealización permanente de la Iglesia»11.

La adoración eucarística en la comunidad cristiana #

Solamente hay un sacerdote: Cristo. Solamente hay un sacerdocio: el de Cristo. Solamente hay una redención: la de Cristo. Solamente hay una comida y una bebida: el cuerpo y la sangre de Cristo. Solamente hay una oración: la que hagamos en unión con Cristo. Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dará (Jn 16, 23). Él es la vid y nosotros los sarmientos; si permanecemos en Él daremos mucho fruto, separados de Él no podemos hacer nada(cf. Jn 15, 5). La invitación de Cristo a permanecer en Él y orar sin cesar nos exige que nos vayamos abriendo de una manera cada vez más rica, consciente y responsable, a su misterio de muerte y vida, que «es nuestra propia vida», porque nos ha dado el poder de llegar a ser hijos de Dios (cf. Jn 1, 12). La adoración eucarística de la comunidad cristiana tiene un centro de gravedad: el momento en que adora a Cristo que presenta al Padre su propio sacrificio. Tomad, comed, esto es mi cuerpo. Tomó luego un cáliz y, dadas las gracias, se lo dio diciendo: Bebed de él todos, porque ésta es mi sangre de la Alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados. Y os digo que desde ahora no beberé de este producto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, nuevo, en el Reino de mi Padre (Mt 26, 26-29). Toda la vida de la Iglesia gravita en torno a ese «por Él, con Él y en Él es dado a Ti en unidad del Espíritu Santo todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos»; es la proclamación que le brota a la Iglesia después de esos momentos vitales que acaba de vivir. En cada celebración de la Eucaristía vivimos los misterios de Cristo bajo los signos sacramentales. Y esta misma celebración exige una continuidad, porque la Hostia que adoramos es el mismo Cristo, el Cordero como degollado (Ap 5, 6), que está siempre ante el trono de Dios intercediendo por los hombres, porque fuiste degollado y con tu sangre compraste para Dios hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un Reino de Sacerdotes, y reinan sobre la tierra (Ap 5, 9-10). La Hostia que adoramos ha sido consagrada en la Santa Misa, está destinada a ser alimento de miembros de nuestra propia comunidad. La Hostia que adoramos de manera comunitaria o en privado, esas Formas que permanecen en el sagrario ¿no tendrían que estar totalmente impregnadas de adoración, de amor, de anhelos de purificación y conversión, de la alegría y el dolor de los cristianos, del ofrecimiento del trabajo diario?

Es cierto que poseemos otras presencias de Cristo. Cristo vive en nuestros corazones por la fe (Ef 3,17). Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos (Mt 18, 20). Pero nuestra fe necesita de signos sensibles, el Señor lo sabía, necesita ser sostenida y vivificada por ellos. Cristo Eucaristía nos ayuda a conocer la cercanía de Dios; estableció su morada sensiblemente entre nosotros. La función de signo sensible en el orden sacramental es acercar las realidades espirituales lo más posible a nuestra vida humana, introducirlas de forma más tangible y real para nosotros. Tenemos la gran riqueza y la gran dicha de saber y de poder encontrar a Dios en un lugar concreto. Quienes atacan esto parecen conocer muy poco nuestra naturaleza humana, tan ávida de tocar, palpar, poseer.

«La presencia real de Cristo es la prolongación de la liturgia sacrificial, hace presente la liturgia eterna del cielo (cfr. Hb 7, 25), en la espera del encuentro escatológico con Cristo, y aplica del modo más amplio los frutos de la santa comunión; pero además de estos fundamentos dogmáticos, la Eucaristía, y por consiguiente el culto eucarístico fuera de la Misa, tiene una importancia inigualable. Tanto desde el punto de vista cultual, como forma de adoración, de agradecimiento, de propiciación y de impetración, que comprende los mismos fines del sacrificio, cuanto desde el punto de vista ascético y místico, ya que sin una genuina piedad eucarística no se da verdadero alimento al apostolado, ni se asegura la fidelidad de las vocaciones eclesiásticas y del ministerio sacerdotal (cf. Presbyterorum ordinis, 4-5); desde el punto de vista eclesial-comunitario, porque la Eucaristía es conservada en los templos y en los oratorios como centro espiritual de la comunidad religiosa y parroquial, más aún, de la Iglesia universal y de toda la humanidad (Encíclica Mysterium fidei: AAS 47 [1965] 772); desde el punto de vista social y humano, como inspiradora de caridad y espíritu social; y, por último, también desde el punto de vista ecuménico, como fuente y alimento de unidad, según los principios que hemos expuesto en nuestra mencionada Encíclica El culto de la Eucaristía en la vida de la Iglesia»12.

La gran realidad está en saber vivir participando, tanto en comunidad como en particular, de esa oración continua de Jesucristo Eucaristía. ¿A qué comunidad eclesial, a qué hombre la presencia sacramental de Cristo no exige una respuesta? La visita eucarística debería ser respuesta, como toda clase de culto y relación, que fundamente más las relaciones de amor entre Dios y los hombres. El amor a Dios sobre todas las cosas, el servicio, el adentramiento en el misterio cristiano deben llevar siempre a la intimidad de la adoración eucarística, a manifestaciones visibles, a signos materiales como pueden ser las variadas formas de culto eucarístico. El diálogo con Dios, tanto de forma personal como comunitaria, tiene que encontrar su energía en el misterio sacramental, ya que es el mismo Cristo el que ha querido comunicarse así con nosotros. La adoración eucarística es un tesoro que la Iglesia no abandonará. Cada monasterio, cada comunidad religiosa que se consagra a la adoración de Cristo en la Eucaristía es signo de la continuidad de la vida de oración de la Iglesia alrededor de su Cabeza, es luz y sal de la comunidad cristiana, a la que empapa de espiritualidad y de oración, de silencio, de recogimiento amoroso, de anhelos de unión y de caridad en torno a la máxima expresión de comunión. Es un ejemplo y una invitación constante para que todos los cristianos nos unamos también así a la oración de Cristo.

Silencio del alma #

La persona humana necesita de la entrega tranquila y silenciosa, la purificación del silencio de Dios y en el silencio de Dios. No existe adoración que no esté penetrada de silencio. Y ya hemos visto que no puede existir «comunidad», ni en sentido humano, si no hay «caridad y riqueza interior», lazos que unen, sentido que orienta, reflexión que cimenta y profundiza. Cualquier celebración litúrgica requiere el ejercicio de la adoración privada si quiere ver verdaderamente viva, religiosa y tener fuerza y dinamismo interior. Cuando hablamos del papel purificador, santificador de la adoración y de la intimidad personal con Cristo estamos estableciendo un hecho teológico. Son palabras del Papa Juan XXIII en su Encíclica Sacerdotii nostri. «La oración larga y continua del sacerdote ante el Santísimo Sacramento del altar tiene una eficacia que el sacerdote no podrá conseguir de ninguna otra manera. No existe un sustitutivo de tal oración. Cuando el sacerdote adora a Cristo, el Señor, y le da gracias, cuando ofrece satisfacción por sus propios pecados y por los pecados de los demás, o cuando ora ardientemente para encomendar a Dios los asuntos a él confiados, arde en un amor más profundo hacia el divino Redentor, al que él mismo ha prometido fidelidad, y hacia los hombres, en favor de los cuales ejerce su ministerio pastoral»13.

El silencio de Cristo en la Eucaristía, ¡qué gran fuente de fecundidad para nuestra agitada algarabía! ¿Quién sabe más del hombre que Dios mismo? El silencio…, pero si es esencial a la constitución propia del hombre, si es la base para ir a la ciencia, a la belleza, a la trascendencia. Desde él parte a todas las direcciones, mundo exterior, mundo del arte, mundo religioso. Sólo desde él puede conocer a Dios, a los hombres y al mundo. Es el signo de la cualidad y profundidad del espíritu. Él hace posible las más grandes verdades, es la puerta de entrada donde todo cobra su densidad original. Los hombres nos encontramos en el silencio, gozamos de la obra de arte teniendo ambos, objeto contemplado y hombre, como medida común el silencio. Se encuentra el hombre con la creación de su inteligencia y de sus manos en el silencio. La perfección, la belleza, se logran cuando la espontaneidad original del silencio de la naturaleza y la del espíritu se encuentran y unifican en la «creación». El silencio es fértil como el grano de trigo. Él informa la palabra, el gesto, la expresión; no es carencia, ni suspensión de la palabra. Es esencial a la vida interior, une y da consistencia a lo que hay en nuestra intimidad, callamos ante el descubrimiento, ante la creación, ante el amor. Ya no tienen sentido las preguntas; se siente, se vive inmerso en la plenitud; se ve como la totalidad, el gran contenido. El amor nace en el silencio.

La adoración pertenece al alma, al ser del hombre. Se puede actuar, hablar, pero no se puede adorar a Dios si no se le adora de verdad con el espíritu y con el corazón. La adoración supone dedicación, que se exterioriza y encuentra su suprema expresión en acciones y actitudes hermosas, que llevan a la necesidad de manifestar en común el amor, la acción de gracias, el reconocimiento de Cristo Eucaristía como el gran sacramento de la unión. Todo lo que nace del verdadero amor es amor.

Por tanto, el Congreso es un acto de fe en la supremacía del amor de Cristo, que se irradia desde la presencia eucarística14; es un acto que confirma el culto eucarístico en toda su plenitud y complementariedad. Sabemos muy bien que el sacrificio de la Misa ocupa el primer puesto en la liturgia: todos los documentos del Magisterio, hasta los más recientes, lo afirman. Pero queremos también recordar a todos nuestros hermanos e hijos que, frente a algunos inconsiderados planteamientos teóricos o prácticos recientes, todas las formas de culto eucarístico conservan inalterable su validez, su función insustituible, su valor pedagógico y formativo de escuela de fe, de oración, de santidad. La Iglesia, desde los comienzos, siempre ha tenido el mayor respeto por las especies eucarísticas, los caelestia membra, como los llama la inscripción damasiana colocada en el sepulcro de San Tarsicio, que recuerda al niño mártir de la fe eucarística, dispuesto a morir antes que a dejar los miembros del Señor en manos de adversarios desencadenados15.

Si los miembros del Cuerpo Místico que formamos todos con Cristo estamos sostenidos por la presencia eucarística del Señor, ¿cómo no vamos necesariamente a adorar privada y comunitariamente este misterio de fe? La adoración eucarística es auténtica, rica y verdadera manifestación de fe en Cristo, adhesión a su misterio, expresión de amor que requiere presencia y firme esperanza de su promesa. Te adoro con fervor, deidad oculta; el corazón se rinde entero; se engaña la vista, el tacto, el gusto, pero tu palabra engendra fe rendida. No hay verdad cual la verdad divina. Por su Dios te aclama nuestra alma, que de tu sangre una gota salve al mundo de su pecado16.

Conclusiones #

Para terminar, quisiera resumir mi pensamiento en unas proposiciones breves y sencillas que ofrezco a continuación:

1ª. No concedemos a la adoración eucarística ni más ni menos importancia que la que le concede la Iglesia. La adoración a Dios por parte del hombre es una actitud religiosa esencial dentro de las relaciones del hombre con Dios. Tan esencial que está perfectamente justificada la expresión, aparentemente paradójica, de Gertrudis von Le Fort: «Adoro, luego existo», en lugar de «existo, luego adoro». Ahora bien, en la Eucaristía está presente Jesucristo, que es Dios: ante esta presencia, la actitud de adoración es fundamental e insoslayable.

2ª. Cuando adoramos a Cristo en la Eucaristía, hacemos lo mismo que hicieron los Magos, los cuales, postrándose, le adoraron (Mt 2, 11); lo mismo que el leproso, el cual, viniendo a Él, le adoraba diciendo: Señor, si Tú quieres, puedes limpiarme (Mt 8, 2); lo mismo que Pedro y los discípulos cuando, calmada la tempestad, se acercaron a Él y le adoraron diciendo: Verdaderamente Tú eres el Hijo de Dios (Mt 14, 33); lo mismo que los Apóstoles en el momento de la Ascensión, los cuales, al verle le adoraron (Mt 28, 17).

3ª. El hecho de que en los primeros siglos de la Iglesia no se practicaran formas de adoración eucarística como las que hemos conocido más tarde, no obliga a modificar nuestros planteamientos actuales en cuanto a lo fundamental de la adoración a la Eucaristía. También, ahora como entonces, reservamos la Sagrada Eucaristía para poder llevarla a los enfermos; y, además, nos detenemos ante nuestros sagrarios para adorarla. También entonces como ahora la reservaban para llevarla a los enfermos, a los presos, a los expuestos al martirio; y al llevarla y al recibirla lo hacían con respeto, con gratitud, con fe, con amor, es decir, con adoración. ¿Qué más da adorar a Cristo, expuesto en el viril de una custodia, o ir adorándole por el camino en medio de un bosque de paganas indiferencias o de persecuciones hostiles?

4ª. Lo que importa es que la conciencia cristiana del que adora a la Eucaristía hunda sus raíces en el único subsuelo donde tiene derecho a crecer la planta de la adoración, para que no se transforme en un injerto híbrido del que solamente broten flores sin perfume. Esa tierra fértil está formada por las siguientes convicciones nacidas de la fe, entre otras:

  1. a) que la permanencia de Cristo en el sagrario es también sacrificial, como prolongación del sacrificio de la cruz y del altar, y por consiguiente todo el que adora prolonga también su ofrecimiento en unión con Cristo y con toda la Iglesia;
  2. b) que la adoración no es ningún espléndido ejercicio de egoísmo religioso, ni de contentamiento pseudo-místico;
  3. c) que el acto de adorar aquí en la Eucaristía, no en otras adoraciones, comporta la obligación de asimilar, porque es una especie de comunión pre o post-sacramental, y participa de las mismas urgencias y se nutre de los mismos estímulos que la Sagrada Comunión; luego tiene que disponer a la práctica de las grandes virtudes cristianas, igual que ésta;
  4. d) que el adorador de la Eucaristía, nunca olvidado de la comunidad grande o pequeña a la que pertenece, y teniendo presente siempre a la Iglesia y al mundo, es el más comprometido a vivir con su palabra, con su trabajo y con su ejemplo (comportamientos profético, apostólico y de testimonio) las exigencias evangélicas de la caridad y de la justicia como fermento transformador de la humanidad; a él, todavía con más razón que a otros, le son aplicables las palabras de Jesús: En esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros (Jn 13, 35).

5ª. Con esto como base, lo que nos corresponde es estar agradecidos a la normal expansión de la vida de la Iglesia, que en un momento determinado de su historia llega a manifestar con más claridad que hasta entonces aspectos del culto eucarístico antes poco explicitados, como son éstos de la adoración en sus diversas formas: pública o privada, con más o menos solemnidad, con cantos y alabanzas, de noche o de día. Hagamos bien la adoración, pero hagámosla. Y bendita sea la hora en que la Iglesia, reflexionando sobre las riquezas que lleva dentro de sí misma, acierta a dar cauce de expresión a las adoraciones eucarísticas que antes existían como silenciosa posesión de la conciencia. Es como, cuando en una familia, la convivencia diaria permite en un determinado momento una más detenida contemplación de los lazos afectivos que unen a sus miembros. Si los Apóstoles, en lugar de haber convivido con Jesucristo sólo tres años, hubieran estado más tiempo y le hubieran visto y tratado más, estoy seguro de que en las páginas del Evangelio hubieran aparecido mayores y más elocuentes manifestaciones de su amistad, de su amor, de su gratitud, de su servicio, de su compromiso; es decir, de su adoración a Él.

6ª Perfecciónense, cuanto sea posible, las formas y modalidades de la adoración eucarística, y esto podría ser uno de los frutos del actual Congreso de Valencia, pero que no se destruyan. Las visitas a Jesús Sacramentado, las bendiciones eucarísticas, las procesiones del Corpus, las vigilias eucarísticas, las asociaciones como la Adoración Nocturna o la que ha nacido recientemente en Francia con el nombre de «Unión Eucarística pro mundi vita», siguen siendo tan válidas y tan estimables en la Iglesia de hoy como en la de ayer, hablando en términos generales. Estúdiese el perfeccionamiento de sus expresiones, y aquí es donde la iniciativa de nuestra fe y nuestro entusiasmo puede servir eficazmente para orientar mejor, no para olvidar. Es error pastoral de trágicas consecuencias que se pierda la piedad eucarística en torno al sacramento de la presencia real, en nuestras comunidades parroquiales o diocesanas, en nuestros seminarios o noviciados, en nuestras casas religiosas. La historia demuestra que cuando todo quiere reducirse a participar en el sacrificio despreciando lo demás, termina por desaparecer la fe en el sacrificio de Cristo, y el altar se convierte en nuevo rito mágico sin profundidad o en un pretexto para la teología política mal entendida. Error grave era olvidarnos del sacrificio y perdernos en el barroquismo de las adherencias ruidosas de un culto eucarístico sin sentido; pero no menos grave y funesto resulta impedir que se propague la onda vital del sacrificio que empezó por tener adoradores silenciosos a la Santísima Virgen María y al Apóstol San Juan junto al calvario. Una y otra cosa son compatibles. ¡Y cuidado con las ironías sobre el lenguaje! Es cierto que hay una literatura poco afortunada que gira en torno a esas frases como «el divino prisionero del tabernáculo», etcétera. Seamos más exactos, si es que debemos serlo. Pero sin extremar las cosas; porque luego resulta que los mismos Santos Padres hablan del Verbo Encarnado preso en el seno materno de María, o la misma liturgia oficial de la Iglesia llama al Espíritu Santo «dulce huésped de las almas» y habla del «suave rocío de su gracia». Sin extremarlas y sin incurrir en parecidas retóricas, como las de aquellos que, oponiéndose con razón a las deformaciones del estilo de antes, incurren ahora abusivamente en nuevos retoricismos, hablando sin cesar, venga o no a cuento, de los signos de los tiempos, del riesgo de la fe, de la libertad creadora, etcétera.

7ª. Cierto que estamos en una hora de cambios profundos en la vida de la sociedad civil y de la Iglesia. Cuantos más cristianos comprometidos logremos para transformar y mejorar las condiciones de la sociedad terrestre mejor serviremos al Evangelio. El seglar tiene esa misión, ser un agente de elevación del mundo hacia metas cada vez más progresivas y más altas con sentido cristiano. La adoración eucarística no solamente no será un obstáculo para ello, sino, por el contrario, una ayuda espléndida y eficacísima, porque permite meditar y comprender mejor las exigencias del sacrificio de Cristo, porque invita al examen interior de sí mismo en la presencia del Dios vivo, porque favorece el silencio de la contemplación, sin la cual nuestro cristianismo se convierte fácilmente en una nueva ideología. Está la Iglesia más necesitada de silencio que de palabras, pero no de un silencio opaco y triste, sino de aquel otro sobre cuya atmósfera flotan los gérmenes de la vida divina que llaman, estimulan, nos fuerzan al amor y al perdón, nos libran de la aspereza de las acusaciones mutuas, nos capacitan para la lucha diaria, nos proporcionan paz y consuelo. Esto hace la Eucaristía, creída, amada y adorada. Si Tú hubieras estado aquí –le decían Marta y María al Señor– nuestro hermano no hubiera muerto. Aludían, sin darse cuenta, a la necesidad que tiene el corazón humano, y aun la fe, de una presencia cercana de Cristo en nuestra vida para que no se nos mueran entre las manos tantas cosas como queremos que sigan viviendo para poder vivir nosotros.

La piedad eucarística, en sus diversas formas de adoración y de súplica, como la piedad y devoción de la Virgen María, no son devociones de burgueses, como se ha dicho, sino del pueblo de Dios sencillo y multiforme que sufre y que ama y sigue adelante sin desesperarse. Conocemos a muchos sacerdotes, y religiosos, y seglares, adoradores de la Eucaristía, que son desde la humildad de sus vidas y sus profesiones, auténticos sembradores de paz y de justicia en la sociedad en que viven. No necesitan escribir artículos en periódicos y revistas para ayudar al hombre de hoy en su trabajo. Lo hacen sin hablar, porque se sienten hermanos de todos. La Iglesia del futuro será lo que tenga que ser. No nos asusten las renovaciones legítimas que se hayan de introducir. Cambiarán muchas instituciones como cambian las culturas, y se acomodarán más a las diversas edades, costumbres, exigencias naturales, etc. Pero de una cosa podemos estar seguros: donde haya cristianos, hijos de la Iglesia Católica, habrá, en una forma u otra, adoradores de la Eucaristía que nos dejó el Señor como sacrificio y sacramento, como memorial de su pasión y como prenda de la gloria que nos espera.

1 Presbyterorum ordinis, 5.

2 Pío XII, Mystici corporis,en:Discorsi e radiomessaggi di S.S. Pío XII,V. 307.

3 F. Amiot, Ideas maestras de San Pablo, Salamanca 1963, 228-229.

4 R. Guardini, El Señor, I, Madrid6 1965, 150.

5 R. Guardini, El Señor, II, Madrid6 1965, 347-349.

6 San Agustín, Confesiones, X, 26.

7 M. Roguet, Eucaristía y liturgia,en:La Eucaristía hoy,Santander 1970, 130-131.

8 Pablo VI, Discurso al Comité Internacional para los Congresos Eucarísticos, 1 de marzo de 1972.

9 Jean Galot. Presencia eucarística y vida cristiana,en:La Eucaristía hoy, Santander 1970.91-92.

10 Louis Bouyer, La Eucaristía, Barcelona 1969, 24-25.

11 K. Rahner, Sobre las visitas al Santísimo,enla obraLa Eucaristía hoy. Santander 1970, 157.

12 Pablo VI, Discurso al Comité Internacional para los Congresos Eucarísticos, 1 de marzo de 1972.

13 Juan XXIII, Sacerdotii nostri primordia,46. Cf. El sacerdocio hoy,BAC minor 67, 1985, 166.

14 Cf. Pío XI, Quas primas: AAS 17 (1925) 606.

15 Véase el discurso de Pablo VI citado en la nota 12.

16 Himno eucarístico Adoro te devote, de Santo Tomás de Aquino.