Conferencia de apertura de la XXXVII Semana Social, celebrada en Jaén, del 26 al 28 de mayo de 1994, sobre el campo español ante la Comunidad Europea, publicado en BOAT, julio 1994, p. 543-564.
Los sociólogos y los economistas están de acuerdo, al menos por una vez, con el contenido de la revelación divina expresada en los Libros Sagrados, según la cual el cultivo del campo es el sector primario de toda producción humana, pues de la agricultura, junto con sus complementos más inmediatos –la ganadería, la caza y la pesca– procede, como de su origen primordial, toda otra utilidad para el hombre, bien sea a través del comercio o del ejercicio de lo que llamamos industria. Así, y con referencia, sin más, a uno de los más preclaros documentos con los que nos ha regalado Juan Pablo II, dedicado todo él a ensalzar el trabajo del hombre (Laborem excercens = LE), éste no sólo “domina ya la tierra por el hecho de que domestica los animales, los cría y de ellos saca el alimento y vestido necesarios, y por el hecho de que puede extraer de la tierra y de los mares diversos recursos naturales”, sino mucho más, “somete la tierra», cuando el hombre empieza a cultivarla y posteriormente elabora sus productos adaptándolos a sus necesidades. La agricultura constituye así un campo primario de la actividad económica y un factor indispensable de la producción por medio del trabajo humano. La industria, a su vez, consistirá siempre en conjugar las riquezas de la tierra –los recursos vivos de la naturaleza, los productos de la agricultura, los recursos minerales y químicos– y el trabajo del hombre, tanto el físico como el intelectual. Diversas referencias a Adán, Caín y Abel (Gn 1, 29; 2, 5 y 15; 4, 2; 9, 20), las de distintos pasajes del Eclesiástico (7,16), 1 Samuel (11,5), 1R (19, 19) y otros del Antiguo y Nuevo Testamento, exponen con indubitable clarividencia esta dedicación de los hombres más primitivos al cultivo de la tierra. Es manifiesto, por otra parte, que la más original tarea del ser humano fue la del labrantío de las campiñas, o quizá, antes, la misma caza de animales, cuya carne utilizara como alimento y con cuyas pieles se defendiera de los elementos climáticos, de las mismas fieras y de sus semejantes, mientras percibía también los frutos espontáneos de los árboles y arbustos silvestres, y aprendía a roturar las llanuras que le parecían más feraces, a fin de disponer de frutos convenientes y seguros, según las diversas temporadas del año. En épocas perfectamente identificadas por los historiadores, tanto orientales como de la más antigua cultura occidental, el cultivo de los campos supuso la fuente principal de la mayoría de los pueblos y así, a modo de ejemplo, el dominio rural y la vida agrícola fueron en Roma, sobre todo en el tiempo del Imperio, el órgano más poderoso, a la vez que el más regular, de la vida social.
Los monasterios y el clero rural #
La Iglesia, al menos ya desde el siglo IV, acepta una serie de dominios rurales que le llegan generalmente por donaciones, y acepta también los sistemas socio-económicos en que se apoyaba su explotación, aunque pone en juego un conjunto de medidas que hacen más humana la condición de los colonos, particularmente a través de los monasterios, muchos de los cuales y bajo la orientación y ejemplo de los mismos monjes, sobre todo los de origen o influencia benedictina, contribuyeron a dignificar las circunstancias de la vida rural en búsqueda de un desarrollo integral de la misma; así se fue poniendo en práctica la enfiteusis, la aparcería, mediería, tercería, etc., o el sistema de censos sobre las propiedades transferidas. Varios documentos eclesiásticos de la alta Edad Media, como uno de San Germán de Auxerre (+448) y otro del Papa San Gregorio I (+604), piden que se reconozcan los derechos de los campesinos e, incluso, el gregoriano dispone que se lea de vez en cuando a los rústicos para que conozcan sus deberes y derechos y tengan medios para preservarse de las vejaciones de los arrendatarios generales y de los funcionarios intermedios. Estas y otras clases de medidas positivas en favor del campesinado se adoptaron en Sicilia, los Alpes, Dalmacia, las Galias y Norte de África, entre otros lugares.
Mas no es sólo la solicitud eclesiástica por la condición humana de los labriegos la que se va imponiendo en esta época, sino que los lugares, “vici”, pasan a ser pequeños centros de religiosidad a partir de la creación de las parroquias rurales, que, a través del siglo V, van adquiriendo no escasa importancia, y el Concilio de Arlés (IV, a.524) hace mérito de los diáconos “urbici”, distinguiéndolos de los “rustici”, imponiendo a los presbíteros y diáconos, residentes hasta entonces en las ciudades, la obligación de residir en la localidad rural en que tengan asignado su servicio. La Regla de S. Benito describe el monasterio (cap. LXVI), en su consideración social, como una gran “villa”, en la que, a la oración, se anexionan una serie de actividades rurales y otras análogas o derivadas: “Monasterium autem, si fieri potest, ita debet construi, ut omnia necessaria, id est, aqua, molendinum, hortus, pistrinum…, ut non sit necessitas monachis vagandi foras» y al tratar de los precios de sus productos agrícolas se establece: “In ipsis autem pretiis… semper aliquantulum vilius detur quam a saecularibus datur”.
No es fácil encontrar referencias pastorales a los labriegos y campesinos en los Concilios y Sínodos Visigodos de Toledo ni aun, en esta misma Archidiócesis, en los Sínodos y Concilios de la Baja Edad Media (1257-1498), a no ser una ligera alusión a que los clérigos beneficiados eviten ganancias injustas por explotaciones agrícolas, que los colonos llevan a cabo en los predios beneficiales, o que los mismos clérigos se abstengan de prestar “dineros adelantados a pobres labradores” para cobrarles después con usura1.
Órdenes militares y Renacimiento #
Sí hay constancia, sin embargo, de la acción repobladora de las Ordenes Militares, actividad que se lleva a cabo paralelamente a la erección de las parroquias e iglesias en general: los repobladores, por ejemplo, de la comarca de Consuegra estaban sometidos a la jurisdicción del Priorato de San Juan de Jerusalén, en Castilla y León, y se consideran vasallos de la Orden de Rodas o sanjuanista, pero, amparados por su propio Fuero, cultivan sus tierras, cedidas normalmente en propiedad, o explotan sus montes y pastos en libertad de acción laboral, mientras abonen el censo “martiniega” cada año en reconocimiento del vasallaje, a la Dignidad Prioral2. Por lo demás, podemos asegurar que en la costumbre sabia y prudente de muchas regiones agrícolas españolas y en los restos vigentes de las legislaciones torales, quedan todavía vestigios del modo ponderado, equitativo y conciliador con que en España eran atendidos los intereses del agricultor y garantizados sus derechos.
El Renacimiento y la colonización de América marginaron ligeramente las clásicas tareas rurales, mientras llegaba a su apogeo el desarrollo de la ganadería en virtud de los privilegios que había ido acumulando la Mesta; en los siglos XVII y XVIII se advierte un fuerte incremento del comercio, y la misma industria, derivada de los productos del campo, adquiere inusitadas proporciones que hacen que muchos labriegos dejen sus aperos de labor para dedicarse a manufacturas de cáñamo, esparto, algodón y seda, particularmente por el auge que adquirió esta floreciente industria en la época de Carlos III.
Un Cardenal español #
En los años de este monarca rige la Archidiócesis de Toledo un erudito, celoso y solícito Pastor: me refiero a D. Francisco Antonio de Lorenzana y Buitrón (1772-1800), que con el trato regio unió la denuncia de las apetencias regalistas, y con sus edictos y recomendaciones a los párrocos fomentó la instrucción del pueblo; el trabajo, para él, es promoción del individuo y riqueza para la sociedad, y por ello defendió la protección de las manufacturas que se venían elaborando y fomentó la modernización de las técnicas agrícolas. En las denominadas “Relaciones del Cardenal Lorenzana”3 que este insigne prelado mandó hacer para tener un conocimiento exhaustivo de la realidad de su inmenso Arzobispado –por entonces, 1775-1780, además de gran parte de la actual provincia de Toledo, abarcaba las de Madrid, Ciudad Real, gran parte de la de Guadalajara y porciones notables de Extremadura, Jaén, Albacete y Granada, y hasta un pueblecito de Ávila–, presenta a los curas y vicarios una serie de interrogatorios sobre los trabajos de los feligreses y producción de las tierras de sus curatos, concretando que respondan a “cuáles son los frutos más singulares de su terreno; los que carecen; cuál la cantidad a que asciende cada año”, después de solicitar relación de montes, bosques y forestas, así como ríos, arroyos, etc., aunque sin olvidar lo referente a manufacturas y otras industrias. Los curas contestan con todo un conjunto de datos sobre trigo, cebada, centeno, avena, sosa y barrilla, fruías y hortalizas, vino, aceite, queso, lana, etc., de que se servían para su alimento y vestido; mimbre, esparto, cáñamo y lino para sus rústicas fábricas de cestería, pleitas y esteras, estameñas y calzado campestre; en las cercanías de Aranjuez y de Ocaña resaltan el cultivo de los espárragos y en la Mancha los de zanahorias y azafrán. Algunos cultivos se llevan a cabo por agrupaciones de campesinos organizadas sobre rudimentarias bases gremiales.
El siglo XIX #
No podemos menos de mencionar el fenómeno de las desamortizaciones, eclesiástica y civil, llevadas a cabo a mediados del siglo pasado, por las que se privó a muchos labriegos de la fundamental base de su subsistencia y se aumentó el número de latifundios en manos de nuevos ricos absentistas y desarraigados de sus fincas y, en no pocos casos, en poder de aburguesados “señoritos”, desconocedores de la agricultura. Durante este siglo XIX el fenómeno antes citado, las continuas contiendas que impedían un trabajo ordenado y sistemático, los incendios de montes y campiñas y la falta de una adecuada modernización agrícola, deterioraron tanto nuestros campos que dejaron de ser suficientemente productivos para mantener los restantes sectores de creación de riqueza. Y no sólo esto, sino que los pequeños y medianos labradores se dejaron llevar por el ejemplo de los latifundistas, y los braceros, gañanes y labriegos, al verse, en muchos casos, totalmente caídos de brazos por falta de trabajo, perdieron su confianza hasta en las mismas instituciones de la Iglesia. No es extraño que, aun en los refranes, tan clásicos y usados hasta principios de esta centuria a que nos referimos, se notara la ausencia de evocaciones religiosas relacionadas con las agrícolas, como cuando se venía diciendo, con espontaneidad, asiduidad y precisión aquello de “el día de la Ascensión cuajan la almendra y el piñón” y “el día de San Juan acaban de cuajar, o “deja ya San Silvestre atinada el aceite”, o “por San Juan brevas comerás”, o “por San Miguel, los higos son miel”, lo que, entre otros dichos vulgares, pero sabios, empezó a dejar de oírse, porque ya no se vivía.
La Iglesia no dudó en levantar su voz frente a situaciones agrícolas tan nefastas en todos los órdenes; perdonad si, de nuevo, hago referencia a Arzobispos toledanos o a instituciones creadas en esa Archidiócesis –como en otros lugares de España, sin duda– que trataron de poner en práctica lo que el Papa León XIII exponía, por aquellos mismos años, en su Encíclica Rerum Novarum: “ …lo que más contribuye a la prosperidad de las naciones es la probidad de las costumbres, la recta y ordenada constitución de las familias, la observancia de la religión y de la justicia, las moderadas cargas públicas y su equitativa distribución, los progresos de la industria y del comercio, la floreciente agricultura, y otros factores de esta índole, si quedan, los cuales, cuanto con mayor afán son impulsados, tanto mejor y más felizmente permitirán vivir a los ciudadanos” (n. 23), primera alusión que se hace en un documento solemne del Pontificado acerca de la agricultura, junto con otra sobre el trabajo de los proletarios “en el cultivo del campo” contenida en el número 25 de esta misma Carta.
Como insinué anteriormente, me quiero referir, ante todo, al Siervo de Dios, Cardenal Sancha y Hervás, Arzobispo de Toledo desde 1898 a 1909, quien haciéndose eco, prácticamente en toda España, de las enseñanzas de León XIII, se fijó detenidamente en la situación de los obreros, en general, que tratábamos de describir hace unos instantes: anteriormente, en Ávila, en Madrid y en Valencia venía observando el distanciamiento del llamado proletariado de las instituciones de la Iglesia y de la Iglesia misma, y aprovechó la oportunidad sociológica que brindaban las leyes sobre sindicatos y otras asociaciones análogas para organizar círculos católicos de obreros, el Protectorado de Obreros Católicos y Círculos de Obreros Católicos, que en realidad eran sociedades mixtas, es decir, de patronos y obreros, principalmente en ambientes rurales, en los que también se crean, por la iniciativa del Cardenal, sindicatos de agricultores, en general y de propietarios agrícolas, de signo singularmente católico, unos y otros4. El breve espacio de tiempo de su pontificado no permitió a su sucesor, Cardenal Aguirre, continuar esta promoción del sindicalismo católico agrícola. Sería el siguiente Arzobispo, Cardenal Guisasola y Menéndez, quien experto en estos temas –Jaén, Madrid, Valencia–, impulsará los sindicatos católicos agrarios, las cajas rurales católicas y las sociedades de socorros mutuos y crea en 1917 la Federación Agraria de Sindicatos Católicos toledanos5. Asimismo, se interesa por los emigrantes desde el área rural y propone algunas medidas que podrían remediar el alejamiento del campo que previó quedaría abandonado, si no se tomaban algunas de las disposiciones propuestas. Hacia el año 1930 era excepcional la parroquia del Arzobispado, de carácter rural y cierta entidad de población, que no tuviese alguna forma de asociacionismo católico agrario.
Ya en el III Congreso Católico Nacional Español, celebrado en Sevilla en octubre de 18926, el Rector de la Universidad, profesor Prudencio Mudarra y Párraga, sostuvo una interesante tesis sobre que “las clases industrial, comercial y agrícola deben inspirarse en las doctrinas de la Iglesia –en este caso, ya, en la Rerum Novarum–, para llenar cumplidamente su misión, aun en el orden de sus intereses materiales”. Era el común sentir católico sobre el necesario equilibrio entre los diversos sectores de la producción.
Pío XI y Pío XII #
Idéntico es, sin duda el sentir de los Papas de la época posterior a León XIII, singularmente el diáfano y penetrante criterio manifestado por Pío XI. En efecto: ya en la Encíclica Divini Redemptoris (1937), al tratar de auxiliares de la acción social, el Pontífice cita expresamente, en el conjunto de las organizaciones de clase, a los agricultores, entre los diversos obreros, en general, y entre los ingenieros, médicos, patronos y estudiosos (n. 30); pocos días después (27-III-1937), en la Firmissimam constantiam, dirigida al Episcopado mejicano, sobre la situación religiosa y la misión de la A.C., encomienda a los obispos de aquel país, para que lo transmitan y encarguen a la A.C. como actividad propia, trabajar para resolver las graves cuestiones sociales “como por ejemplo, el problema agrario, la reducción de los latifundios, el mejoramiento de la vida de los trabajadores y de sus familias”, concretando más adelante, en su apartado específico sobre los campesinos: “No menos grave ni menos urgente es otro deber, el de la asistencia religiosa y económica a los campesinos, y en general a aquella no pequeña parte de mejicanos, hijos vuestros, en su mayor parte agricultores, que forman la población indígena; …son millones de seres humanos que frecuentemente viven en condición tan triste y miserable que no gozan siquiera de aquel mínimo de bienestar indispensable para conservar la dignidad humana” (n. 9 y 12 respectivamente).
Esta enérgica llamada de atención se repetirá innumerables veces en los escritos y discursos de Pío XII, quien desarrolla de manera original, espléndida y hasta técnica cuantos asuntos se refieren a la agricultura de su tiempo, tanto en sus aspectos positivos como en los recusables. En su alocución a los obreros de las diócesis de Italia, reunidos en Roma para felicitarle con motivo del 25º aniversario de su consagración episcopal7, les pide “no reprimir ni dar exclusivamente preferencia a la industria, sino procurar su armónica coordinación con el artesanado y con la agricultura, que hace fructificar la multiforme y necesaria producción del suelo” (n. 11). Unos años después, en su discurso a los miembros del Congreso de la Confederación Italiana de Agricultores8, después de destacar la importancia de la explotación agrícola y ensalzar los valores imperecederos “de la que podría llamarse genuina civilización rural”, estimula a cuantos trabajan en haciendas rurales a justipreciar su trabajo, sus virtudes tradicionales, potenciar su cultura característica y evitar los peligros que pueden sufrir al comparar su trabajo con el específico de las ciudades (n. 3-10). Más tarde, en alocución dirigida al XII Congreso de trabajadores directos de la tierra9, exige un “mejoramiento del tenor de vida entre los que trabajan los campos, el incremento y mejora de la producción”, con una llamada de atención “sobre un particular grupo, que, entre todos, es el más deprimido económicamente, menos desarrollado socialmente y menos tutelado: queremos decir el grupo representado por la clase de los braceros, cuya condición está agravándose por el peso del paro y de la “infra ocupación”, especialmente en las zonas de pequeña propiedad fragmentada.”
En otros varios documentos el Pontífice desgrana con singular maestría toda una serie de particularidades que inciden en la vida agrícola, como, por ejemplo, destacar en favor de los trabajadores de la tierra la situación, en primer plano, de los valores del espíritu, cuando se trata de reajustar las relaciones económicas; proponer como medida precisa para superar la crisis que hoy –como en 1955, más o menos– pesa sobre el mundo agrícola, dar al trabajador de la tierra la seguridad de que puede vivir con igual desahogo y dignidad, con iguales recursos y posibilidades de afirmarse en la vida social, reconociendo todos la importancia de su profesión agrícola; que el Estado, sin un intervencionismo que agote las legítimas libertades, dé vida a aquellas condiciones generales de subsistencia en que se desarrollan la instrucción pública, las comunicaciones, las formas de previsión y seguridad social que garanticen un positivo y continuado progreso económico-social; de lo contrario –podemos leer en otro lugar– se dará tal éxodo rural, que hemos de deplorar y que conducirá a que el suelo, abandonado por incuria o agotado por una explotación inhábil, pierda gradualmente su productividad natural y la economía social misma entre en una crisis de las más graves al tener que abandonar los labradores su entorno y como su tronco natural por los desplazamientos de poblaciones, que llevan consigo tantas dificultades de adaptación al nuevo ambiente y no pocos peligros para la vida familiar y religiosa; todo esto, en gran parte, es debido a aquella falta de medios de bienestar antes enunciados de forma genérica y que en otra alocución específica, como viendo los campos, todavía no suficientemente dotados en todas partes de viviendas, de carreteras, de escuelas, de acueductos, de energía eléctrica, de ambulatorios médicos10.
Si bien es cierto que muchas de estas circunstancias han cambiado, no lo es menos que algunas continúan todavía caracterizando nuestros campos, particularmente de las zonas llamadas deprimidas. Tan sólo hace diez años, cuando la fundación Agapé –de Cáritas Española– publicó un amplio volumen sobre la pobreza en España y sus causas, además de dedicar un capítulo, entre otros varios, a la cuestión de la tierra en España, tuvo que fijarse también en el fenómeno, casi de carácter medieval, de las comarcas rurales deprimidas; no vamos a citarlas ahora una por una, aunque podríamos hacerlo casi con la misma precisión que se enumeraron entonces, bien que se hayan superado en no pocos casos los índices mínimos fijados para determinarlas. Estos serían: que la renta comarcal “per capita” sea inferior al 65% de la media nacional; que el porcentaje de personas mayores de 65 años rebase el 15% de la población total de la comarca; que entre 1975 y 1990 la población haya disminuido en un 25%; que más del 40% de las casas no tengan agua corriente y más del 5% no tengan luz eléctrica; que la población escolarizada en unidades de EGB de menos de cinco unidades sea un 25% mayor que la media nacional; que los ingresos municipales por habitante sean inferiores al 60% de la media nacional. Aunque estos criterios corresponden a una mentalidad adoptada por el R.D. 3418/1978, B.O.E., 7-III-1979, cualquiera de los oyentes, si conoce ligeramente el valor de las actuales estadísticas que ofrece la C.E.E. o U.E. en su “política estructural”, puede llegar a la fácil conclusión de que el paro, el envejecimiento de la población y el deterioro socio-moral han aumentado las zonas deprimidas, o la depresión en las comarcas que ya la venían sufriendo11.
Juan XXIII y Juan Pablo II #
Y llegamos al magisterio de Juan XXIII y Juan Pablo II, omitido el de Pablo VI, no porque carezca de trascendencia, sino por la sistematización que de estos temas nos ofrecieron los dos Papas citados en primer lugar, aunque sin preterir las enseñanzas del Concilio Vaticano II en la Constitución Conciliar Gaudium et spes, ni las referencias a la ecología expuestas por Pablo VI y el actual Pontífice.
Comenzando por este asunto, el de la ecología o, por mejor decir, de la problemática que se presenta desde la perspectiva de la destrucción del medio ambiente, debemos advertir que las previsiones formuladas por el Papa Pío XII en 1951 sobre el agotamiento del suelo por incuria en su cultivo o por una explotación inhábil, se están cumpliendo inexorablemente, según estamos experimentando en los desequilibrios climatológicos, en las pertinaces sequías, en las contaminaciones de las aguas y en la extenuación de nuestras masas arbóreas. Ya Pablo VI, en su Carta Apostólica Octogesima adveniens, de 14 de mayo de 197112 consideró como situación dramática la degradación del medio ambiente producida por un desequilibrio en la actividad humana y una “explotación inconsiderada de la naturaleza”, desequilibrio que también había denunciado repetidas veces Pío XII. No hay duda de que el abandono de la tierra cultivable, el abuso de los pesticidas en la agricultura, los regadíos incontrolados, la extralimitación de ciertas industrias en un excesivo ánimo de lucro y, en general, la disposición arbitraria de la tierra y sus elementos naturales, nos han llevado a situaciones alarmantes. Juan Pablo II, en su Encíclica Centesimus annus, de 1 de mayo de 199113, ha advertido que el hombre consume de manera excesiva y desordenada los recursos de la tierra y su propia vida; “cree que puede disponer arbitrariamente de la tierra”, añadiendo más adelante, con una expresa referencia al orden trascendente que “(el hombre), en vez de desempeñar su papel de colaborador de Dios en la obra de la creación, … suplanta a Dios y con ello provoca la rebelión de la naturaleza, más bien tiranizada que gobernada por él”. El tema había sido ya tratado en la Encíclica Sollicitudo rei socialis, particularmente en su número 34, en el que pide una atenta ponderación sobre la necesidad de tener en cuenta la naturaleza y la mutua conexión de cada ser –plantas, animales, elementos naturales–, en el sistema ordenado que es precisamente el cosmos; advierte que los recursos de la naturaleza son limitados y no renovables y que todos estamos sujetos a las leyes morales y no sólo a las biológicas.
Pero debemos ya fijar nuestra atención en un conjunto de textos de Juan XXIII y Juan Pablo II, en los que el autor de la Mater et Magistra recopila las ideas y las líneas maestras de los documentos de Pío XII sobre la agricultura y las expone de forma sistemática y con un método pedagógico extraordinario, mientras el segundo, en la Laborem exercens revaloriza y dignifica el trabajo agrícola, devolviéndole la prerrogativa que siempre le correspondió según los planes de Dios.
El Concilio Vaticano II, en la Constitución Gaudium et spes, n. 71, párrafo último, trataría el tema de la agricultura desde el punto de vista de los latifundios, de los salarios y beneficios indignos del hombre que perciben muchos braceros, de la carencia de alojamientos, seguridad y libertad, que siguen padeciendo no pocos labriegos y de su falta de libertad y responsabilidad para intervenir en la vida social, impuesta por las circunstancias en que se desenvuelven en su vida rural, así como de los abusos a que se ven sometidos por no pocos intermediarios. Los temas no son totalmente nuevos, como fácilmente se echa de ver por lo dicho anteriormente, como tampoco lo son los criterios de reformas que se juzgan necesarios para evitar tales anomalías, señalándose entre otros cambios que hay que realizar, el incremento de las remuneraciones, la mejora de las condiciones laborales, el aumento de la seguridad en el empleo etc.; todo ello, repetimos, enseñado anteriormente en una lógica concatenación de la Doctrina Social de la Iglesia. El Concilio, conforme a su dimensión, decisión y estilo, no propone un estudio orgánico de los problemas agrícolas, que podían interceptar, menguar o aniquilar los derechos humanos en el ámbito de la agricultura –ya lo había hecho Juan XXIII, como veremos de inmediato–, limitándose a proyectar un haz de luz que iluminara las conciencias, con el fin de que se adoptaran actitudes y se tomaran decisiones concretas, como lo haría más adelante y nosotros examinaremos en breve, Juan Pablo II.
Refiriéndonos en primer lugar a Juan XXIII y a su Encíclica Mater et Magistra14, sobre el reciente desarrollo de la cuestión social a la luz de la doctrina cristiana, fechada el 16 de mayo de 1961, conmemoración de la RN, de León XIII, observamos que dedica gran parte de la misma a exponer criterios relativamente nuevos, como cuando trata de la socialización, y a “mantener encendida la antorcha levantada de sus predecesores” (n. 50), puntualizando y desarrollando materias sobre las que venía insistiendo la enseñanza social de los anteriores Pontífices. Después de referirse expresamente a la Encíclica RN, a la Quadragesimo anno, y al casi desconocido mensaje de Pío XII, La solemnità, de 1 de junio de 1941, el Papa se fija en los cambios y transformaciones que había sufrido la sociedad, en los últimos años, en los ámbitos científico, técnico, económico, social y político, ofreciéndonos, a partir de las consideraciones de estas innovaciones, una serie de principios doctrinales iluminadores, con todo detalle, de las anteriores enseñanzas sociales de la Iglesia, definidores del pensamiento de la Iglesia sobre los nuevos e importantes problemas del momento c impulsores de decisiones para solucionarlos. Estos problemas son, entre otros: la iniciativa privada y la intervención de los poderes públicos en el campo económico; el ya apuntado de la socialización; la remuneración del trabajo; las diversas estructuras económicas del servicio de la dignidad humana; la propiedad y sus nuevas formas; las relaciones entre los distintos sectores de la economía, etc.
Precisamente este último enunciado abarca un conjunto de aspectos de la cuestión social que nos exigiría mucho más tiempo del que se puede disponer en toda una Semana Social, cuánto más en la apertura de la misma. Pero en esta interconexión de los diversos sectores de la vida económica ocupa un lugar preeminente, sin duda, la agricultura15, materia a la que dedica una serie de reflexiones Juan Pablo II en la Laborem exercens, n. 21, apartado que constituye una apretada, pero, por ello mismo, valiosa e inagotable síntesis de toda la anterior doctrina sobre los agricultores y la agricultura. Manteniendo la identidad de cada documento, trataremos de vincular entre sí los temas afines, pues, como es lógico, se da una continuidad absoluta del pensamiento pontificio e incluso de algunas formulaciones del mismo, con las lógicas adecuaciones exigidas por las circunstancias y la creciente investigación.
El Papa Juan XXIII, de origen campesino, no menos conocedor de la sociología de su tiempo, de la economía y de la técnica que de la agricultura, demarcó todo lo concerniente a ésta en relación con aquellas, señaló las líneas de su necesario equilibrio, junto con el de los otros sectores de la producción, y precisó los caminos a seguir para lograr “una cuidadosa política económica en materia agrícola”. Juan Pablo II, formado en otros ambientes sociales y experto en las particularidades concretas del trabajo físico personal, aplica lo genérico de cada tarea humana a lo específico del hombre que cultiva la tierra, sea como simple hombre del campo, sea como agricultor, para situar a la agricultura “como base de una sana economía, en el conjunto del desarrollo de la comunidad social”16. Juan XXIII, desde la MM, da virtualidad al título de su Carta y propone la doctrina de la Iglesia, como la de una Madre y Maestra que adoctrina amorosamente a sus hijos y los dispone para afrontar los riesgos que se les pueden presentar, ya en el presente, ya en el futuro; Juan Pablo II se fija en la agricultura y en los agricultores como sujetos de una actividad que nunca será suficientemente valorada y que ha de ser considerada como de “una importancia fundamental”, pues “ofrece a la sociedad los bienes necesarios para su sustento diario”17.
El autor de la MM, en los referidos, extensos y categóricos puntos sobre la agricultura, nos advierte acerca de varios problemas, más bien de carácter internacional, que nadie debe eludir, como si no nos afectasen, porque los vemos muy lejanos en el espacio; y los trata, aunque sea en concepto de conclusiones prácticas, no ajenas, en la metodología, al llamado sistema de “ver”, “juzgar” y “actuar”, con una sistematización y claridad admirables. Estos problemas, sin entrar en muchos pormenores de su exposición, podríamos enumerarlos: la desproporción entre el terreno cultivable y la población agrícola: “efectivamente, en algunas naciones hay escasez de brazos y abundancia de tierras laborables, mientras que en otras abunda la mano de obra y escasean las tierras de cultivo”; además se dan situaciones de tierras muy productivas sin que se disponga de medios adecuados para que rindan lo debido, mientras que ciertas técnicas hacen producir más de lo conveniente para la economía nacional; se precisa, pues, que “los pueblos se presten activa y variada ayuda mutua, de la cual se seguirá no sólo un más fácil intercambio de bienes, capitales y hombres, sino además una reducción de las desigualdades que existen entre las diversas naciones”. En este sentido, la FAO viene realizando una obra estimable en favor de la agricultura misma, de la distribución de los alimentos y ayuda a los países que sufren hambre; por otra parte, se han de considerar obligatorias las llamadas ayudas de emergencia, pues “tanto la justicia como la humanidad exigen que las naciones ricas presten su ayuda a las naciones pobres”.
Mas no basta ni la ayuda material sistemática, ni la meramente esporádica, sino que los organismos supranacionales y estatales, fundaciones particulares y sociedades privadas deben ofrecer a diario con creciente liberalidad, a dichos países “(pobres) ayuda técnica para aumentar su producción”: a ello contribuye también el ofrecer posibilidades a jóvenes que, estudiando en las universidades más modernas, “adquieran una formación científica y técnica conforme al nivel exigido por nuestro tiempo”; también contribuyen las entidades bancarias y los Estados que facilitan préstamos a instituciones cuya finalidad es la producción económica. Todo esto se ha de realizar reconociendo y respetando el “legado tradicional de cada pueblo”, evitando nuevas formas de colonialismo y de dominio político. Por último, las naciones en vías de desarrollo examinen la trayectoria recorrida por las que gozan de mayor prosperidad, por lo que “hay que esforzarse para que el desarrollo económico y el progreso social avancen simultáneamente” y este equilibrio se vea acompañado de la armonía que debe existir entre los diferentes sectores de la agricultura, la industria y los servicios de toda clase.
En este conjunto de perspectivas para conseguir la más variada colaboración recíproca entre unos países y otros, la Iglesia, además de acoger por igual a todos los pueblos y contribuir a su bienestar cuando los gana para Cristo, realiza el renacer o resucitar de cada hombre en Cristo y los ciudadanos católicos, tanto de los países subdesarrollados como de los más ricos, deben mantener el primer puesto en el esfuerzo para que a las naciones económicamente débiles se les facilite lo más posible el progreso económico y social18.
La tierra como un don de Dios #
En relación con este conjunto de facetas de dimensión internacional, Juan Pablo II, en el apartado a que nos venimos refiriendo de su Encíclica sobre el trabajo humano, nos hace caer en la cuenta de la necesidad que tenemos, aunque vivamos en zonas desarrolladas, de considerar la situación lamentable en que trabajan los campos los campesinos del llamado tercer mundo: “En algunos países en vías de desarrollo, millones de hombres se ven obligados a cultivar las tierras de otros y son explotados por los latifundistas sin la esperanza de llegar un día a la posesión siquiera de un pedazo mínimo de tierra en propiedad”, fenómeno –decimos nosotros– que tan dolorosamente oprime a tantos hermanos nuestros de Centro y Sudamérica, como pueden ser de Nicaragua, el Salvador, Perú, Bolivia… sin contar los innumerables afroasiáticos; y el Pontífice nos sigue llamando la atención: “Faltan formas de protección legal para la persona del trabajador agrícola y su familia en caso de vejez, de enfermedad o falta de trabajo. Largas jornadas de pesado trabajo físico son pagadas miserablemente” no sé –aclaro yo– si también en cultivos de áreas más cercanas a nosotros… “Tierras cultivables son abandonadas por sus propietarios; títulos legítimos de posesión de parcelas de terreno cultivadas como propias durante años, no son tenidos en cuenta o no pueden defenderse frente al “hambre de la tierra” de individuos o de grupos más poderosos”. Además de la puesta en práctica de las ideas ofrecidas por Juan XXIII sobre la acción de la Iglesia –que formamos todos– y que dejamos expuestas más arriba, resulta inexcusable reiterar lo que Juan Pablo II dejó escrito al final de este número que venimos declarando: “Por lo tanto, es menester proclamar y promover la dignidad del trabajo agrícola, en el cual, el hombre, de manera tan elocuente, “somete” la tierra recibida como don de Dios y afirma su “dominio” en el mundo visible”19.
El éxodo rural #
Si el actual Pontífice nos ha presentado un panorama rural que no podemos por menos de calificar como tercermundista, no por ello han dejado de tener actualidad en el mundo desarrollado las apreciaciones, advertencias y apremios que nos hizo, treinta y algún años atrás, el autor de la Mater et Magistra. Es cierto que nuestra agricultura, en términos generales y absolutos, ha mejorado; pero otras facetas relacionadas con la vida rural, y al mismo tiempo, con la urbana, apenas han prosperado, sino que en muchos casos se han deteriorado por la afluencia masiva y falta de coordinación de muchos labriegos hacia zonas industrializadas. “Indudablemente –dice Juan XXIII– son muchos los campesinos que abandonan el campo para dirigirse a poblaciones mayores e incluso centros urbanos. Este éxodo rural, por verificarse casi en todos los países y adquirir a veces proporciones multitudinarias, crea problemas de difícil solución, por lo que toca al nivel de vida digno de todos los ciudadanos”. A este fenómeno del éxodo se atreve Juan Pablo II a calificarlo de “fuga”, al sentirse los hombres de la agricultura como socialmente unos marginados, “hasta acelerar en ellos el fenómeno de la fuga masiva del campo a la ciudad y, desgraciadamente, hacia condiciones de vida todavía más deshumanizadoras”. Este hecho ha venido ocasionando una serie de desequilibrios económico-sociales, aunque el mismo desarrollo económico ha motivado también la partida desde el campo a las ciudades. El Papa Juan XXIII lo constata con toda claridad, sin ocultar que ha habido diversos estímulos, no tan laudables, mientras que Juan Pablo II lo atribuye, entre otras causas, a las no leves dificultades que lleva consigo el trabajo del campo.
Dice la MM: “A la vista de todos está el hecho de que, a medida que progresa la economía, disminuye la mano de obra dedicada a la agricultura, mientras crece el porcentaje de la consagrada a la industria y el sector de los servicios”, concluyendo la LE que “son necesarios cambios radicales y urgentes para volver a dar a la agricultura y –a los hombres del campo– el justo valor ‘como base de una sana economía’, en el conjunto del desarrollo de la comunidad social. Por lo tanto, es menester proclamar y promover la dignidad del trabajo… y en particular del trabajo agrícola”, como ya se ha anotado más arriba. Entre los estímulos menos nobles para dejar el campo destaca la MM “el ansia de huir de un ambiente estrecho sin perspectivas de vida más cómoda, el prurito de novedades y aventuras de que tan poseída está nuestra época, el afán por un rápido enriquecimiento, la ilusión de vivir con mayor libertad, gozando de los medios que brindan las poblaciones más populosas”. La LE, sin embargo, se fija más bien, a la hora de señalar algunas motivaciones para dejar el campo, en la dureza del trabajo mismo y en otros inconvenientes que proceden, incluso, de la misma sociedad y que veremos en breve. No se le oculta a Juan XXIII, como insinuamos más arriba, que hay otras motivaciones más justas para que los labriegos y agricultores, en general, se trasladen a ambientes urbanos: “También es indudable que el éxodo del campo se debe al hecho de que el sector agrícola es, en casi todas partes, un sector deprimido, tanto por lo que toca al índice de productividad como por lo que respecta al nivel de vida de las poblaciones rurales”20.
Este nivel de vida –bajo, por supuesto y, en la mayoría de los casos, indigno del hombre de nuestros tiempos– es considerado por Juan Pablo II desde una perspectiva casi deplorable, como cuando enumera las circunstancias que suelen rodear el trabajo agrícola, en “la situación del hombre que cultiva la tierra en el duro trabajo de los campos”; “el esfuerzo físico continuo y a veces extenuante”; “la escasa estima en qué está considerado socialmente –el trabajo del campo–, hasta el punto de crear entre los hombres de la agricultura el sentimiento de ser socialmente unos marginados”, a lo que hay que añadir “la falta de una adecuada formación profesional y de medios apropiados (para el trabajo); una actitud difuminada de preocupación exclusiva por los propios problemas –o sea, individualismo–; situaciones objetivamente injustas”, que dependerán, aclaramos, de las circunstancias que concurran en cada caso.
Volviendo casi exclusivamente a la MM, su autor considera necesario adoptar una serie de medidas “ante un problema de tanta importancia”; “investigar… los procedimientos más idóneos para reducir las enormes diferencias que en materia de productividad se registran entre el sector agrícola y los sectores de la industria y de los servicios; buscar… los medios más adecuados para que el nivel de vida de la población agrícola se distancie lo menos posible del nivel de vida de los ciudadanos que obtienen sus ingresos trabajando en los otros sectores aludidos; realizar, por último, los esfuerzos indispensables para que los agricultores no padezcan complejo de inferioridad (–lo que Juan Pablo II llamaría, según hemos visto, sentirse socialmente unos marginados, acentuando más todavía el concepto de ese complejo–), frente a los demás grupos sociales, antes, por el contrario, vivan persuadidos de que también dentro del ambiente rural pueden no solamente consolidar y perfeccionar su propia personalidad mediante el trabajo del campo, sino además mirar tranquilamente al porvenir”21.
Medidas concretas #
Para que estas situaciones no se perpetúen, el Pontífice señala “algunas normas de valor permanente”, cuya aplicación dependerá de lo que permitan las circunstancias concretas de tiempo y de lugar. Estas normas, exhortaciones y hasta exigencias se han de resumir, necesariamente, conforme a la doctrina expuesta en los núm. 126-127 de la MM: “es necesario que todos, y de modo especial las autoridades públicas procuren con eficacia que en el campo adquieran el conveniente grado de desarrollo los servicios públicos más fundamentales (–citando seguidamente las deficiencias denunciadas ya por Pío XII, desde 1951 a 1958, aunque, lamentablemente, agravadas en nuestro tiempo–), como por ejemplo, caminos, transportes, comunicaciones, agua potable, vivienda, asistencia médica y farmacéutica, enseñanza elemental y enseñanza técnica profesional, condiciones idóneas para la vida religiosa y para un sano esparcimiento”. Pero no sólo esto, con ser ya mucho de lo que carecen hoy diversos sectores rurales de algunas regiones españolas, sino que advierte el Pontífice, es necesario “todo el conjunto de productos que permitan al hogar del agricultor estar acondicionado y funcionar de acuerdo con los progresos de la época moderna”. Cuando faltan estos servicios, que han de considerarse fundamentales, “existe la imposibilidad –continúa el Papa– de frenar el éxodo rural y la dificultad de controlar numéricamente la población que huye del campo”. Juan Pablo II, en la LE volverá de nuevo sobre esta problemática, a la que no se encuentra o no se quiere dar solución adecuada.
Es también indispensable –sigue diciéndonos Juan XXIII– una debida proporción y conveniente equilibrio entre la agricultura y sus técnicas de producción y las que se utilizan en los otros sectores productivos (lo que también advertirá Juan Pablo II), en una justa reciprocidad de intercambios entre dichos sectores.
Las ventajas que se obtendrán de la puesta en marcha de estas medidas son evidentes: se podrá controlar la salida y llegada de los que dejan el campo, con estadísticas precisas; será posible proporcionar una formación profesional apta para la nueva dedicación; será fácil ofrecer ayudas económicas y asistencia espiritual apropiadas a la mejor integración en los medios urbanos (n. 130).
Juan XXIII, en su programación exhaustiva de los remedios que se han de aplicar al campo para conseguir una adecuada política económica agraria, llama la atención sobre la necesidad de adoptar medidas muy concretas en determinados aspectos de la vida social, que afectan de manera más decisiva a la agricultura, en general. Así se ha de tener en cuenta la exigencia de adoptar sistemas tributarios justos y equitativos, habida cuenta de la gestión económica característica de las gentes del campo; se precisa “establecer una particular política crediticia para la agricultura”, mediante instituciones de créditos llamados “blandos”; es necesario que se implanten diversos sistemas –al menos, dos– de seguros, que garanticen, no sólo la obtención y almacenamiento de los frutos, sino también la salud de los campesinos y su renta “per cápita”, no inferior a la de los demás trabajadores; pero también se debe garantizar la seguridad de los precios, tanto por parte de los mismos interesados, cuanto por la acción moderadora de lo» poderes públicos, pues el valor de los frutos agrícolas “constituye generalmente una retribución del trabajo, más bien que una remuneración del capital empleado”, remuneración que, ya expresada en 1961, tendría su confirmación plena en la doctrina de Juan Pablo II22 treinta años más tarde.
En las zonas campesinas, sean o no de países tercermundistas, se han de promover industrias y servicios dependientes de la agricultura, para asegurar a los rurales unas formas idóneas de ingresos económicos en los mismos ambientes en que viven y trabajan. No se puede perder de vista lo complejo que resulta encuadrar la empresa agrícola en unos parámetros preconcebidos o análogos a los de otros sectores; debemos tomar en consideración que las tareas agrícolas suelen estar vinculadas a las familias en la mayoría de los casos y, desde una perspectiva cristiana se ha de considerar la empresa agrícola y la familia “como una comunidad de personas en la que las relaciones internas… han de ajustarse a los criterios de la justicia y al espíritu cristiano”; esta singular característica exige que se dé a los agricultores una instrucción adecuada a las tareas que han de llevar a cabo, que se les ofrezcan oportunidades de formar cooperativas y que tengan posibilidades de intervenir en la vida pública23. El Papa Juan XXIII ya quiso destacar que los agricultores han de ser los protagonistas de su propia elevación económica y social, “adquiriendo una conciencia clara y profunda de la nobleza de su profesión”, de que son productores de la “rica gama de alimentos con que se nutre la familia humana” y que “proporciona también un número cada vez mayor de materias primas a la industria”, lo que vuelve a confirmar el actual Pontífice en la Carta y lugar ya repetidamente mencionados. Otra vez vuelve a insistir Juan XXIII en la “específica dignidad” e “intrínseca nobleza” del trabajo del campo24, tema que no dejará de repetir en cuantas ocasiones se le presenten, como en el número 149 y el último de este capítulo de su Encíclica, apreciándolo como “una misión excelsa” recibida de Dios, sobre lo que volverá a insistir Juan Pablo II a la luz de la dignidad del trabajo humano.
Sin embargo, no podemos perder de vista que esta u otra problemática similar se da también en los países económicamente desarrollados, como sabiamente observó Juan Pablo II en su Carta magna del trabajo, países “donde la investigación científica, las conquistas tecnológicas o la política del Estado han llevado a la agricultura a un nivel muy avanzado, el derecho del trabajo puede ser lesionado cuando se niega al campesino la facultad de participar en las deliberaciones que afectan a su trabajo o cuando se le niega el derecho de libre asociación en vista a la justa promoción social, cultural y económica del trabajador agrícola”25, para evitar lo cual la Encíclica MM había pedido que los agricultores se asociaran, sobre todo cuando las empresas eran familiares, crearan cooperativas para defender los precios de los productos del campo y trataran de colocarse “en un plano de igualdad respecto a las categorías económicamente profesionales, generalmente organizadas”, “porque, como con razón se ha dicho, en nuestra época las voces aisladas son como voces dadas al viento”26.
El Norte y el Sur #
Por último, una cuestión íntimamente relacionada con la agricultura, sin insistir de nuevo en lo concerniente al deterioro ecológico, de que también trata la Sollicitudo rei socialis y la Centesimus annus27, es la que se refiere a los desequilibrios culturales y socio-económicos entre el Norte y el Sur, o como dice la Encíclica citada en primer lugar, n. 14, “el abismo entre las regiones del llamado Norte desarrollado y el Sur en fase de desarrollo”, denominación sólo indicativa, pues tanto en los países más ricos –Norte–, como en los menos desarrollados –Sur–, se pueden dar y se dan situaciones de miseria y de riqueza y viceversa. Lo que sí merece tenerse en cuenta es que en los países del Sur “vive la absolutamente máxima parte del género humano. Si, después se ponderan los múltiples elementos de los diversos sectores: producción y distribución de alimentos, sanidad pública y viviendas, recursos de agua potable, condiciones de trabajo, principalmente femenino, que difícilmente se distingue de las formas de esclavitud, duración de la vida y otros indicadores simultáneos, económicos y sociales, se hace evidente un cuadro general totalmente desolador, ya se mire en sí mismo, ya se compare con los índices y estimaciones de las naciones más desarrolladas. Aquella palabra, “abismo”, brota espontáneamente en la mente y en los labios”.
Estas reflexiones de Juan Pablo II merecen –por lo que se refiere a la agricultura, en sus relaciones con el comercio y con la ayuda alimentaria–, aunque no sea más que un sencillo comentario. En efecto, podemos constatar la tremenda paradoja que se da entre las escasas tierras cultivadas y cultivables del Norte, con sus excedentes agrarios, y la desnutrición y hambre del Sur, de inmensa riqueza natural agrícola y ganadera. Los países de la U.E. (Europa Unida) suelen subvencionar a los agricultores y ganaderos –con cargo a los presupuestos estatales– con enormes cantidades de dinero; y a través de la PAC (Política Agraria Común) la U.E. se ha convertido en autosuficiente con su producción de lácteos, carne, cereales y azúcar, entre otros productos; mientras tanto, la puesta en práctica de los acuerdos del GATT (Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio) está ya produciendo cambios profundos en los países en vías de desarrollo, como la sustitución de los cultivos tradicionales por otros de exportación destinados a los países industrializados; cultivar, por ejemplo, café, cacao, algodón o caucho implica grandes inversiones en productos agroquímicos y maquinaria que hay que importar del Norte a precios cada vez mayores. “La agricultura se ha convertido en hijastra de la política”, ha escrito Willy Brandt; también ha denunciado que Zambia, en los años 80 tuvo que importar seis veces más cereales que inmediatamente después de la independencia; que Zaire, que en 1960 exportaba productos alimenticios, tiene que depender de la importación de productos agrícolas o derivados de éstos; que Liberia importa el arroz que ella misma podría producir, y lo mismo puede decirse del Magreb norteafricano, por no citar más países en vías de desarrollo.
La Iglesia advirtió ya hace mucho tiempo estas posibles futuras anomalías –aunque sin citar casos tan concretos–, mientras los responsables de la economía y las empresas multinacionales sólo percibían mensajes de un capitalismo salvaje y ajeno a las más elementales necesidades humanas. “La iglesia ha sentido y sigue sintiendo la obligación de denunciar tal realidad con toda claridad y franqueza, aunque sepa que su grito no siempre será acogido favorablemente por todos”, nos dejó escrito Juan Pablo II al final de su Encíclica28.
Conclusión #
Las anteriores reflexiones, espigadas en los más variados campos del pensamiento de la Iglesia, Maestra de la verdad transmitida por el mismo Dios en la Sagrada Escritura y en la Tradición constante de los Padres, Concilios y santos, o derivadas de las más nobles actitudes de insignes Prelados, mentores incansables de la sociedad de sus épocas, y sobre todo, avaladas por las enseñanzas sociales del magisterio pontificio, en particular de Juan XXIII y Juan Pablo II, sirvan para reavivar las inquietudes que siempre han movido a todos los hombres de buena voluntad a preocuparse por la suerte de nuestros labriegos y agricultores, en general. Humildemente las ofrezco a cuantos participáis en esta Semana Social de España y a cuantos quieran alimentarse de la rica doctrina que brotará, sin duda, de vuestros trabajos. Y al terminar, las pongo a los pies de “la Santísima Virgen María, Madre y Reina nuestra, aquélla que volviéndose a su Hijo, dijo: “No tienen vino” –en frase evangélica y del Santo Padre Juan Pablo II–; Ella misma alaba a Dios Padre porque “derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes; a los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada”29.
Muchas gracias.
1 Sínodo diocesano de Alcalá, 1480, n. 13.
2 Puede verse Ms. de D. Aguirre, edición del I.P.I.E.T., Toledo, 1973, en diversos capítulos.
3 En el Archivo diocesano de Toledo, legajo: Relaciones de Lorenzana.
4 Puede verse la revista Anales Toledanos, Diputación provincial, Toledo 1982, p. 245-261.
5 Véase Josefina Cuesta, Sindicalismo católico agrario en España (1917-1919), Madrid 1978.
6 Cf. Crónica del III Congreso Católico Nacional Español, Sevilla 1983.
7 Discurso del 13 de junio de 1943, La vostra gradita presenza: AAS 35 (1943) 171-179.
8 Al particolare compiacimento, 15 de noviembre de 1946: AAS 38 (1946) 432-437.
9 Al vivo compiacimento, 17 de abril de 1958: AAS 49 (1958) 830.
10 Cfr. respectivamente: Carta a la Semana Social de Cagliari (Italia), 18 de septiembre 1957; Alocución Eccoci convenuti, de 18 de mayo de 1955: AAS 48 (1955) 497507; Carta a la XXX Semana Social de Italia, L’Osservatore Romano, 22 de septiembre 1958; Alocución Soyez ici, al I Congreso Internacional de la Vida Católica Rural, 2 de julio de 1951: AAS 44 (1951) 554-556; Alocución a la peregrinación de la Diócesis de Badajoz, 16 de noviembre 1957: Ecclesia, 23 de noviembre; Alocución Vi siamo grati, de 11 de abril de 1956: AAS 48 (1956) 277-282.
11 Puede verse el volumen citado La pobreza en España y sus causas, Madrid, 1984, p. 147, 607.
12 Texto original en L’Osservatore Romano, 15 de mayo de 1971.
13 Texto original en AAS 88 (1991) 793-867.
14 Véase AAS 53 (1961) 401-464.
15 Cf. MM, 123-149.
16 LE 21, párrafo último.
17 Ibíd., párrafo primero.
18 Cf. MM, 153-184.
19 LE 21.
20 MM 123-124.
21 MM 125.
22 Cf. MM 131-140 y LE 21.
23 Cf. MM 141-143.
24 Cf. MM 144 y 145.
25 LE 21, 2.
26 MM 146.
27 SRS 34 y CA 37.
28 CA 37.
29 SRS 43. Puede verse: Inst. Soc. León XIII, Documentos pontificios sobre la agricultura, Madrid, 1963. Véase también, Homilía de Juan Pablo II en la Misa de beatificación de Sor Ángela de la Cruz, Sevilla, 5 de noviembre de 1982. n. 5, sobre la agricultura y el trabajo de los agricultores, particularmente de las tierras de Andalucía.