Comentario a las lecturas del XX domingo del Tiempo Ordinario. 18 de agosto de 1996. No se publicó en ABC por error de Redacción.
Un Dios que mira y salva. Un Dios, el único Dios de todos y para todos, que es verdad y amor, y quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. El texto de Isaías, el deseo de san Pablo y el del evangelio de hoy nos hacen llegar este mismo mensaje.
Guardad el derecho, practicad la justicia, nos recuerda Isaías. Y a todos los que con esta rectitud y bondad de corazón sirven a Dios, aun sin saberlo, Él los atraerá hacia sí. Por su parte, san Pablo se siente misionero de los gentiles. Incluso espera que la conversión de los romanos sea un estímulo para los que pertenecen a su pueblo judío.
Pero lo que atrae hoy de manera especial nuestros sentimientos y despierta nuestra admiración es el famoso y conocido relato de la cananea, la mujer que venció, con su humildad y su capacidad para pedir, toda la resistencia de Cristo.
Salió ella al encuentro de Jesús en el país de Tiro y de Sidón, fuera ya de los límites de Palestina. Había ido allí el Maestro en busca de algunos judíos, que residían en esa zona. Hasta ellos y hasta la cananea había llegado la fama de las curaciones milagrosas, que hacía Jesús, y pensó enseguida ésta que podría curar a su hija enferma. Se lo pidió así y al menos de momento creyó que iba a ser atendida. Pero, por el contrario, tuvo que escuchar de Jesús las palabras, que nos parecen más duras y extrañas, que incluso hieren más en el contexto de las otras lecturas.
La mujer suplica y grita. Mujer, y como mujer que es, insiste. Maravillosa insistencia femenina, aunque a los discípulos no les parezca así y digan a Jesús que la atienda, al menos para que les deje en paz. “Sólo me han enviado a las ovejas descarriadas de Israel”, dijo Jesús. Pero ella les sigue sin desmayo y suplica una y otra vez.
La belleza de la escena está precisamente en esta actitud casi agresiva y de rechazo por parte de los Apóstoles y de aparente dureza por parte de Jesús, y la fe profunda de esta mujer, que no cree cuando su hija ya ha sido curada, sino que la hija se cura por la fe de su madre. Es generosa, humilde, confiada. No le molesta la enojosa comparación que utiliza Jesús: “No está bien echar a los perros el pan de los hijos”.
¿Ella entre los perros, aunque sólo sea en sentido metafórico? Pero, ¿el que así habla puede ser llamado el profeta de la misericordia? Mas no se detuvo a decir una palabra de rechazo. Aparece la gran intuición femenina, la singular sabiduría de madre, de esposa abnegada, de mujer de nobles sentimientos y luz en el corazón para entender, para saber ver, escuchar; sabia incluso para devolver al Señor su misma imagen y sus mismas palabras: “Tienes razón, pero también los perros se comen las migajas, que caen de la mesa de los amos”.
El rostro de Jesús se ilumina, sus ojos llenos de luz se cruzaron con la mirada de aquella espléndida madre, que desde su corazón ha entendido. Jesús siente el gozo y aun el entusiasmo de verse comprendido; todo lo contrario que en otras ocasiones aun con sus mismos discípulos. “Mujer, ¡qué grande es tu fe! ¡Que se cumpla lo que deseas!”. Y en aquel instante quedó curada su hija.
Cristo no deja de ser el Mesías que viene a salvar al que sufre; la cananea supo enviar desde la gentilidad una brisa de humildad y de amor a los judíos, que acompañaban a Jesús. Así tiene que ser nuestra oración, nuestra actitud ante Cristo. Su mismo Espíritu inspiraba a aquella mujer la fe de la que brotó la curación. Por lo que dijo y por cómo lo dijo, Jesús la amó y se apiadó de ella. Es difícil encontrar una serenidad tan noble ante una majestad tan grande. Jesús era el poder, la mujer era la petición humilde. ¿No se nos está diciendo aquí cómo tiene que ser nuestra oración?