Homilía pronunciada en la Misa concelebrada el 26 de agosto de 1986 en el convento de la Encarnación
Veinticinco años de obispo #
Muchas gracias, querido señor capellán de la Encarnación, por esas palabras tan amables, que ha pronunciado al comenzar la celebración de esta misa. Efectivamente, durante estos 25 años de obispo hace ya 19 que vengo en esta semana de agosto a esta querida ciudad de Ávila y siempre, excepto un año en que tuve que acudir a Roma para el cónclave, porque había muerto Pablo VI, he tenido la satisfacción de celebrar la santa misa en esta fiesta de la Transverberación de Santa Teresa. Yo he sido el que ha salido beneficiado, porque, si mi devoción a la santa y mi afecto a las Carmelitas podían ser un estímulo inmediato que me hacía atender la invitación tan amable tal como se me hizo desde el principio, yo sentía en mi interior una satisfacción y un gozo singulares por el hecho de participar en una fiesta de tanta delicadeza espiritual.
Filigrana de amor #
Podría resultar que alguien preguntase a qué viene celebrar una fiesta de esta índole. Parece apta para un pequeño cenáculo de personas muy cultivadas en la vida del espíritu, pero reunirse el pueblo cristiano como se reúne aquí con sus religiosos, religiosas, sacerdotes, para celebrar nada menos que esta filigrana de amor, que es la Transverberación del corazón de Santa Teresa, parece un poco excesivo… Podría discurrir alguien así y, sin embargo, tenemos que contestar que es todo lo contrario. Un católico, un hijo de la Iglesia no lo es únicamente los domingos para acercarse a la santa misa; es un hijo de Dios todos los días de la semana, todas las horas, constantemente. Y cuando llega una ocasión como ésta, en que resuenan las campanas de la Encarnación, las monjas han ensayado sus cantos religiosos, los sacerdotes y religiosos acuden atraídos por esta fuerza espiritual que brota del corazón de Santa Teresa y los fieles –muchos de Ávila, otros que pasan aquí estos días– -, mantienen así una devoción constante y fervorosa, cuando todo esto se produce, estamos viviendo juntamente en ese sello familiar de la intimidad con Dios, que debiera ser la aspiración constante del cristiano.
Nostalgia de Dios #
El Cardenal Hume, de Londres, ha escrito recientemente un libro que se titula Ser un peregrino, y en una de sus páginas habla de la nostalgia de Dios. Dice él que, en todo cristiano, cuando su vida es consciente de lo que profesa con su fe, es natural y perfectamente lógico que haya, al menos de cuando en cuando, un deseo de intimidad con Dios. Y dice, concretamente, que todas las religiosas de vida activa, se comprende que algunas veces sientan dentro de sí mismas el deseo de ser contemplativas. Que lo sientan durante alguna vez, no que dejen su vocación de vida activa, porque para eso han sido llamadas. Pero por su unión con Dios se comprende que quieran algunas veces buscar esa mayor unión en una actitud contemplativa. Y concreta más el Cardenal: dice que una religiosa del Sagrado Corazón, por ejemplo, se comprende que muchas veces en su vida sienta el anhelo de ser Carmelita Descalza, y un benedictino (él es benedictino) sienta el deseo de ser cartujo: un grado más en la unión con Dios, en el silencio, en la comunicación íntima con los secretos de Dios, a los cuales vamos aspirando muchas veces sin darnos cuenta.
El amor de Dios hacia los hombres #
Es lo que tienen estas fiestas como la Transverberación de Santa Teresa. En las fiestas litúrgicas del Señor, de las Tres Divinas Personas, tal como las celebramos en la Iglesia, podemos darnos cuenta de lo que es el Amor de Dios hacia los hombres en Jesucristo. Navidad, Bautismo del Señor, comienzo de su vida pública, predicación del Evangelio, Pasión, Muerte, Resurrección, Ascensión…, vemos el amor de Dios a los hombres. En las fiestas de los santos también vemos eso, pero principalmente se pone de relieve el amor de los hombres a Dios, y surge entonces siempre, en todo cristiano consciente, un deseo de aprovecharse de ese buen ejemplo y hasta de imitar y de querer seguir por el camino que recorrió el santo de que se trata. Así por ejemplo hoy, con esta fiesta de la Transverberación del Corazón de Santa Teresa, permitidme una reflexión que va a ilustrar perfectamente lo que yo quiero decir, porque, además, deseo ser muy breve.
Veinte años del postconcilio #
En los meses de noviembre y diciembre del pasado año, se celebró en Roma el Sínodo extraordinario de Obispos de todo el mundo, y al final se promulgó un documento con la aprobación del Papa, titulado “Relación final”. Fue un Sínodo convocado para examinar lo que se ha logrado en la Iglesia a lo largo de estos 20 años de postconcilio. Después del Concilio Vaticano II –20 años ya de luchas y trabajos en la Iglesia–, el Sínodo pretendía examinar, verificar y promover el Concilio Vaticano II, nunca olvidarse de él. Mucho menos oponerse; todo lo contrario: vivificarlo.
Se habla en ese documento de los frutos que se han logrado y de los fallos y defectos que se han producido y manifestado en la Iglesia durante estos 20 años y, al examinar estos graves defectos, el Sínodo enumera diversas causas. Entre las que llama “causas internas”, dentro de la misma Iglesia, se refiere a lo siguiente: para explicar los fallos y defectos, que han aparecido en la Iglesia durante este tiempo, dice el documento del Sínodo, “durante estos años se ha hablado mucho de la reforma externa de las estructuras eclesiásticas de la Iglesia y muy poco de Dios y de Cristo”. Segunda afirmación: “La Iglesia se hace tanto más creíble al mundo contemporáneo cuanto menos habla de sí misma y más predica a Jesucristo y a Jesucristo crucificado y lo testifica con su vida”. Y tercera afirmación del Sínodo: “En circunstancias dificilísimas en la vida de la Iglesia, la historia nos demuestra que han sido los santos los que verdaderamente se han constituido en origen y fuente de renovación, por lo cual son necesarios los santos hoy más que nunca”.
Bastan estas tres afirmaciones, que parecen tres estrellas llenas de luz para el que quiera meditar sobre estos 20 años de postconcilio. Hemos hablado poco de Dios y de Cristo, y demasiado de reformas, de estructuras externas, con lo cual se consigue muy poco. La Iglesia se hace más creíble cuanto menos hable de sí misma y más de Cristo crucificado. Ser santos: aquí viene el testimonio de los que nos han precedido en este camino.
Ángel pequeño, pero muy hermoso #
Una fiesta como ésta, la del corazón transverberado de Santa Teresa, no es un pequeño detalle místico de una vida insigne que está ahí, escrita para los que quieran enterarse de su contenido, sino una espléndida lección para el cristiano. Santa Teresa, en este monasterio de la Encarnación, sufrió una lucha intensísima y a ella se entregó con generosidad creciente para avanzar en la unión íntima con Dios cada vez más fuerte, cada vez más desprendida de sí misma, cada vez más enamorada de lo que ella percibía, ayudada de las gracias del Señor, en el Misterio de Dios que se comunica a los hombres. Y un día tuvo esa visión: la de aquel ángel pequeño, muy hermoso, de los que llaman querubines. Estaba a su lado izquierdo como en figura corporal y en la mano tenía un dardo de oro, en cuya punta parecía un brote de fuego; dardo que se clavó sobre su corazón, y al sacarle, dice ella, “parece que me arrancaba las entrañas; este dolor tan fuerte que sentí, es lo que me hizo dar aquellos gemidos, y esta suavidad tan excesiva que me dejó al ponerse en mí aquel dardo, es lo que me hacía desear que no se quitase. Porque cuando se llega a esto –aquí viene una frase magistral de Santa Teresa–, el alma no se contenta con menos que Dios”.
Buscando la santidad #
El alma no se contenta con menos que Dios: ahí tenéis en esa frase descrito todo el itinerario espiritual de su vida durante esta etapa de la Encarnación hasta el día en que sale de aquí para empezar la Reforma en el convento de San José. Entonces empieza a realizar la empresa a la que Dios la había llamado, como decimos en la oración litúrgica de hoy. Hasta entonces, hablando consigo misma de Dios y de Cristo, pensando en Cristo crucificado, no en reformas exteriores, sino en renovaciones internas y profundas, buscando la santidad, deseando que Dios –que a eso equivalía aquel dardo– cogiera su corazón y prendiera en ella el fuego de un amor que ya nunca se iba a extinguir, haciendo todo esto, Santa Teresa labraba dentro de sí misma el edificio que después se vería, poco a poco, con la gran Reforma que realizó en el siglo en que ella vivió. He ahí para qué sirve una fiesta como ésta, cuando se quiere meditar seriamente.
Influjo de Santa Teresa #
Como ella, hubo otros hombres y mujeres privilegiados. Hace unos días yo celebraba en Toro el centenario de la restauración de la Orden de Mercedarios Descalzos, fundada en el siglo XIII por San Pedro Nolasco. A final del XVI y comienzo del XVII, en 1603 exactamente, movido un venerable religioso mercedario, el Padre Juan Bautista del Santísimo Sacramento, por aquella fuerza tremenda que apareció en España promovida por las reformas del Concilio de Trento, e influido por el ejemplo de Santa Teresa de Jesús, inicia también la reforma de su orden. Era un hombre penitente, mortificado, de oración continua. En 14 años funda 25 monasterios, de tal manera que Felipe II, en la carta de aprobación de la Reforma que entonces también tenía que dar el rey, se muestra asombrado de aquella expansión de la Orden reformada y rompe con todos los obstáculos que podían levantarse, para facilitar los caminos de la Reforma Mercedaria, que entonces se iniciaba en el mismo camino para hombres y mujeres que, viviendo íntimamente su unión con Dios, se hacen capaces después de realizar esas empresas de renovación profunda de las cuales vive la Iglesia incluso hoy, puesto que son las que permiten decir en ese documento del Sínodo, poniendo como testigo a la historia, que en circunstancias dificilísimas son los santos los que de verdad han procurado y logrado la verdadera renovación.
Al fin muero hija de la Iglesia #
Ésta es la lección, queridos hermanos, queridas monjas Carmelitas Descalzas, ésta es la lección que nos da una fiesta como ésta. Vemos cómo en Santa Teresa va poco a poco labrándose a fuego una total entrega de sí misma al amor de Dios, a esa caridad de la que nos habla San Pablo en la Carta a los Corintios, cuyo fragmento ha sido leído. Caridad superior a todos los carismas, también al de la fe, porque, “aunque tenga una fe que mueva montañas, si no tengo caridad, amor a Dios, no me sirve de nada”. Caridad que resume en sí todas las virtudes, todas, porque es longánima, es benigna, es paciente, todo lo consiente, todo lo tolera, todo lo excusa, no se hincha, no se irrita, no envidia, no piensa mal, busca la justicia y la verdad; todas las virtudes están dentro de la caridad, del amor a Dios. Caridad que tiene incluso prolongación en la vida eterna, lo cual no pueden tener las otras dos virtudes teologales, la esperanza y la fe que ya no tienen por qué existir, cuando se entra en posesión de Dios en la vida eterna. Pero la caridad sí, esta caridad a la que San Pablo dedica ese himno tantas veces repetido en nuestros templos, en las lecturas que se hacen, tantas veces leído y comentado en sermones, platicas y homilías. Es lo que vive Santa Teresa de Jesús y lo que aparece muy claramente expresado en esa visión imaginaria del dardo que se clava en su corazón para no desprenderse ya nunca y seguir así todo lo que quedaba de su vida hasta morir diciendo: Al fin muero hija de la Iglesia.
Fiestas de la delicadeza #
Queridas monjas Carmelitas, mantened estas fiestas de la delicadeza; de esas semillas silenciosas brotan después plantas muy fecundas y muy ricas.
Queridas familias de Ávila, seguid valorando estas fiestas, que son un tesoro en torno a esa riqueza espiritual que tenéis por el hecho de que aquí naciera y viviera Santa Teresa de Jesús.
Queridos sacerdotes de Ávila, religiosas Carmelitas, mantened también estas tradiciones de las que sois depositarios. Servís a la Iglesia en esa zona íntima en que se contempla su misterio más sagrado: la comunicación de Dios con los hombres y la respuesta generosa de los hombres a Dios, buscando el camino de la perfección. Todo lo demás: diálogo con el mundo, búsqueda del progreso y bienestar social, derechos humanos, respeto de la convivencia pacífica de unos con otros…, tiene que brotar de aquí; si trastornamos los planes y empezamos por lo segundo, sin pensar en lo primero, estaremos moviéndonos, quizá, en un sindicato, pero no será la Iglesia de Cristo. En la Iglesia de Cristo hay que empezar por ahí: el diálogo con Dios, y por vivir con mayor esplendidez la caridad y el amor que se pone de relieve tan visiblemente en la fiesta de aquellos a los que Él llamó, concretamente en esta de Santa Teresa de Jesús. Así sea.
26 de agosto de 1986