Comentario a las lecturas del II domingo después de Navidad. ABC, 4 de enero de 1997.
Las dos primeras lecturas de este domingo confluyen en el evangelio, que no es sino el maravilloso prólogo, con que san Juan inicia la redacción del suyo. En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. Es como un canto a la eternidad del Hijo de Dios, a la segunda Persona de la Santísima Trinidad, a la sabiduría y revelación de Dios, al Verbo y la Palabra creadora de Dios, conforme a la que se han hecho todas las cosas, porque ese Verbo es la imagen invisible de todo lo que ha venido de la nada a la existencia.
Ese Verbo es pensamiento y acción, energía divina, que supera todos los obstáculos, lo mismo para aparecer los mares que para encarnarse en el seno de una Virgen llamada María. Se le llama Palabra, porque este vocablo es la expresión externa y audible de lo que va a hacer: va a revelar, a hablar, a manifestar la fuerza divina del amor increado. La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros.
El libro del Eclesiástico –primera lectura– nos dice que la sabiduría de Dios habitó en el pueblo escogido, premonición de que la Palabra eterna y personal de Dios se encarnará en nuestro mundo.
San Pablo, en la carta a los Efesios, afirma que Dios nos predestinó a ser hijos adoptivos suyos por Jesucristo. La salvación, que Dios nos trae, es puro amor gratuito, y sólo con el espíritu de sabiduría y revelación podremos comprender la esperanza a la que somos llamados, y cuál es la riqueza de gloria, que se nos promete.
Que Dios ilumine nuestro corazón y que nosotros nos dejemos iluminar sin pensar en nuestras propias medidas, porque es gracia, supera los límites de nuestra condición.
En la Palabra había vida y la vida era la luz de los hombres, la luz que ilumina al ser humano de cualquier época, porque la Palabra se hizo carne. El mensaje es claro. Dios se ha hecho hombre, no ha tomado un disfraz, sino que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Un hombre como nosotros, excepto en el pecado, y que acepta ser hombre para que nosotros llamemos Padre a Dios, para que sintamos su cercanía, su misericordia y la grandeza de nuestra vocación. Porque los hombres estamos llamados a participar de la vida divina.
Dios viene a los suyos; y a los que le reciben, les da el poder de llegar a ser hijos de Dios. Una fuerza misteriosa nos empuja a buscar los caminos por donde podamos llegar al conocimiento de la verdad y ser felices. Y el Dios, o los dioses a quienes adoramos, son los que creemos capaces de situarnos en la posesión de la verdad y en el disfrute de un amor que equivale a la felicidad.
Hoy tendríamos que dejar de lado lo accesorio y externo de todas estas fiestas, y centrarnos profundamente en el tremendo misterio que celebramos: Dios ha puesto su tienda entre nosotros. Esta es la raíz y la verdadera alegría y de la esperanza firme. Encontrarnos con Dios en Jesucristo, en su Revelación, nos hace superar nuestras dudas, nuestras debilidades y limitaciones.