Conferencia de clausura del V Congreso de la Asociación de San Benito, Patrón de Europa, pronunciada en Madrid, el 7 de octubre de 1973. Texto tomado de la edición publicada, con el mi amo titulo, por Ediciones Studium en Madrid 1974.
Agradezco profundamente a los directivos de la Asociación el poder hallarme entre ustedes, compartiendo sus preocupaciones, anhelos y esperanzas. Es motivo de gozo y gratitud para mí, como Arzobispo de la Sede Primada de España, el que hayan querido celebrar este V Congreso, sobre el tema de la contemplación, en esta tierra de grandes místicos, y que aún hoy cuenta con el mayor número de monasterios contemplativos de la Iglesia Universal.
Disertar sobre la contemplación, después de cuanto han dicho aquí personas tan competentes, no es fácil. Hablar de su valor como alma de la civilización venidera sólo puede hacerse apoyándonos en las lecciones de la teología de la historia y en las promesas de la asistencia de Jesucristo y de la presencia vivificante del Espíritu Santo.
Primera Parte
La imagen del hombre actual en la civilización actual #
Situación presente #
A ningún hombre reflexivo pueden pasar inadvertidas las ambivalencias y antinomias del momento presente que nos toca vivir. La creciente conciencia de la humanidad percibe asimismo la trascendencia para el futuro del quehacer de los hombres de hoy. Estamos en una época de evolución, en la que, como en tantas otras del pasado, se dan el bien y el mal. No podemos ceder a la tentación del pesimismo y del lamento, que es cerrazón de orgullo impotente, ni a las sibilinas ilusiones de un optimismo antropocéntrico. Nuestra actitud debe ser la de hombres de esperanza dinámica que, confiando en la providencia divina, se saben forjadores libres de la historia.
El progreso científico y el técnico poseen en sí mismos una bondad natural. En sí mismos son fruto de la investigación y de la labor reflexiva del hombre, que, cumpliendo el mandato del Génesis; señorea el mundo. En sí mismos muestran la superioridad de la inteligencia humana sobre la fuerza y la del espíritu sobre la materia.
La ambivalencia valorativa y práctica del progreso de la ciencia y de la técnica radican en la libertad humana, que puede encaminarlas al bien o abusar de ellas para el mal. La ambivalencia del progreso depende de la actitud filosófica del hombre. Si lo considera como un logro hegeliano, como despliegue histórico del espíritu panteísta absoluto del hombre, tenderá hacia una voluntad de poder omnímoda, que se fija en sí misma la norma de moralidad absolutamente autónoma desde la subjetividad. Si lo contempla desde una actitud modesta, el progreso alcanzado será un peldaño en el acceso a la verdad y se transformará en instrumento de fraternidad humana, por la supremacía de los valores espirituales.
Acerca de los medios de comunicación social ha dicho poco ha Pablo VI: «Una de las más grandes bendiciones de nuestro tiempo es el progreso tecnológico y el gran avance conseguido en las comunicaciones sociales. Ahora, como nunca había ocurrido, los valores espirituales pueden ser afirmados y difundidos entre los confines de la tierra. La maravillosa providencia de Dios ha reservado este prodigio para nuestro tiempo. Pero los hombres de buena voluntad sienten inquietud al ver cómo estos medios de comunicación social son usados, demasiado a menudo, para contradecir o corromper los valores fundamentales de la vida humana y producir la discordia y la maldad. Los abusos y consiguientes perjuicios que causan son bien conocidos. La difusión de ideologías falsas y la excesiva preocupación por el simple progreso material frecuentemente trastocan lo que concierne a la verdadera sabiduría o los valores permanentes»1.
Por desgracia, la filosofía teórica o práctica del endiosamiento del hombre, con menosprecio de Dios, corroe nuestra sociedad. Ha dicho el Papa: «Sentimos que silban en nuestros oídos las ráfagas de invasores y violentos vientos contrarios, de los que no hacemos ahora la descripción porque es ya como la experiencia de la irreligiosidad, que se ha enseñoreado de no pocas naciones, de no pocas escuelas del pensamiento, de no pocos fenómenos sociales del hombre moderno. Dios no está de moda»2. Y sin Dios el hombre que piensa, pensando ha perdido la certeza de la verdad; el hombre que trabaja, trabajando se ha dado cuenta de no tener ya espacio para el coloquio personal; el hombre que goza y se divierte y tanto disfruta de los medios que rodean su gozosa experiencia, se siente pronto anonadado y desilusionado de su felicidad3. Por ello es preciso rehacer el hombre desde dentro, ya que en definitiva un humanismo sin Dios se convierte en antihumano. Conseguir un humanismo abierto a la Divinidad, un humanismo integral, es misión de la Iglesia y de todos cuantos compartimos con ella y en ella su misión salvadora. «Iluminada por la guía de Dios, y singularmente rica en experiencia de los hombres, la Iglesia sabe y proclama que la verdadera promoción del hombre, el verdadero progreso de los pueblos sólo puede ser realizado cuando tienen su debida afirmación los valores espirituales que responden a sus más altas aspiraciones»4.
Los grandes interrogantes de la vida del hombre, «el deseo del más allá, que surge ineluctablemente del corazón humano»5, necesitan, además de la luz de la razón, «demasiado débil y vulnerable para resolver todos los problemas de la asistencia humana», de otra fuente, que, fortaleciendo el pensamiento racional, «extrínseca por su actuación, ilumine y conforte la vida del hombre»6. De ahí que la primacía de la contemplación como vivencia profunda de la dimensión sobrenatural sea condición de la eficacia de la misión de la Iglesia en su contacto con el mundo de los hombres.
La antinomia de nuestra sociedad moderna es manifiesta. El confort, la sensualidad reinante, la despersonalización de grandes masas ante una moda comercial o de pensamiento, la concentración de multitudes en grandes ciudades, no ofrecen un ambiente propicio para la reflexión contemplativa y personalizadora. Sin embargo, es un hecho comprobado –principalmente entre la juventud universitaria– el desplazamiento del interés religioso de ciertos grupos hacia el budismo y el hinduismo. No sé hasta qué punto es una actitud de auténtica profundidad interior. Pero no podemos preterir el hecho. En nuestra época se niega a Dios. A pesar de ello es una época teológica, porque se habla como nunca de Dios. Grandes masas viven despreocupadas de su interioridad personal; sin embargo, hay muchas personas que se retiran a monasterios y casas de oración para reflexionar sobre su vida cristiana. Creo que el desaparecido Thomas Merton tiene razón al escribir: «El súbito interés de los estadounidenses por la vida contemplativa parece probar claramente una cosa: que la contemplación, el ascetismo, la oración mental y lo espiritual son elementos que vienen a ser redescubiertos por los cristianos de nuestra era como una necesidad»7.
Vivimos en la era atómica y espacial, con sus contrastes de progreso y barbarie. En ella nos toca vivir y actuar, recordando la frase de Pío XII: «No lamentos, sino acción es el precepto de la hora presente». Y nuestra acción debe ser primordialmente contemplativa, para poder ofrecer a los hombres de hoy y del mañana el mensaje humilde de una vida coherente con la fe, que tenga la fuerza pujante de la verdad vital. Escribe Merton: «Ahora que hemos adquirido conciencia de nuestro fundamental barbarismo paréceme que se renueva la esperanza de una verdadera civilización, pues los hombres de buena voluntad anhelan ahora más que nunca ser civilizados. Y ahora que tenemos tan tremendos medios de realizar el mal, hay tantos mayores estímulos para que los hombres se conviertan en santos, pues el hombre se inclina al bien y no al mal»8. La contemplación fue y es el alma de la civilización cristiana de Occidente. De nosotros depende que lo continúe siendo en el futuro. Miembros de la Iglesia, nos corresponde la obligación de ofrecer al mundo presente y futuro la autenticidad del mensaje y la vida interior. Los cambios en la historia son necesarios, pero la acción de los hombres en estos cambios es libre y la fuerza de nuestra libertad en orden al bien radica en la oración contemplativa. En la Encíclica Ecclesiam Suam escribía Pablo VI: «La oración contemplativa, la vida interior sigue siendo como el gran manantial de espiritualidad de la Iglesia, su propio modo de recibir las irradiaciones del Espíritu de Cristo, expresión radical insustituible de su actividad religiosa y social, e inviolable defensa y renaciente energía de su difícil contacto con el mundo profano»9.
La incidencia beneficiosa de la Iglesia en el mundo es ciertamente difícil, pero necesaria, y hoy urgente.
La obra del hombre: La civilización #
A lo largo de la historia, los pueblos van erigiendo sus diferentes civilizaciones: la obra propia de cada uno de ellos, una totalidad que se pierde de vista: realizaciones artísticas, sociales, religiosas, éticas, culturales, todo ello al servicio de las exigencias del hombre y que se convierte en expresión de su vida interior.
El concepto de civilización, según Fernand Braudel, es doble y se refiere tanto a los valores morales como a los materiales. Marcel Mauss definió la civilización como todo lo adquirido por el hombre, y el historiador Eugene Cabaignac dice que es un mínimo de ciencia, de arte y de virtudes. Adquiere así un significado que no permite distinguir entre cultura y civilización, cargando al primer término con la dignidad de lo espiritual y al segundo con la trivialidad de lo material.
Las civilizaciones se definen en relación con las diferentes ciencias del hombre; al hablar de civilización hay que hablar de espacio, climas, derechos adquiridos, sociedades, éticas, etc. Son mentalidades colectivas en las que lo más incomunicable y lo que más las aísla y distingue es el concepto de sus valores fundamentales. Estas obras están hechas por el individuo, pero cada hombre entra en la situación de trabajo que le han dejado los que han vivido antes de él. Asimila sus realizaciones con las motivaciones que los animaron y los problemas por los que se afanaron. También él entrega a las generaciones siguientes lo logrado y pretendido por él. Y así todo hombre se coloca en el contexto de una creación universal, y hablamos de la obra de los diferentes grupos sociales que forman los diversos pueblos.
«Ninguna civilización actual es verdaderamente comprensible sin un conocimiento de los itinerarios ya recorridos, de los valores antiguos, de las experiencias vividas. Una civilización es siempre un pasado, un cierto pasado vivo. Por consiguiente, la historia de una civilización no es sino el intento de entresacar de sus coordenadas antiguas las que siguen siendo válidas para la actualidad. No se trata de exponer todo lo que se sabe de la civilización griega o de la Edad Media china, sino todo lo que, de esta vida de antaño, continúa siendo eficaz y activo, hoy día, en la Europa occidental o en la China de Mao Tse Tung, respectivamente. Todo lo que relaciona el pasado con el presente, con frecuencia a siglos y siglos de distancia… Las civilizaciones están incorporando continuamente bienes culturales de las civilizaciones vecinas, aunque luego los sometan a un “reajuste” a fin de asimilarlos… Sin embargo, puede darse el caso de que una civilización rechace obstinadamente una determinada aportación exterior. Marcel Mauss ha insistido en que no existe civilización digna de este nombre que no tenga repugnancia y repulsas que le sean propias –por esto decía antes que son mentalidades colectivas en las que lo más incomunicable y lo quemáslas aísla y distingue es el concepto de susvalores fundamentales–, peroen cadacaso la repulsa aparece como la decisión con la que termina una larga serie de vacilaciones y de experiencias. Por tanto, tiene una importancia tanto mayor cuanto que ha sido meditada y decidida muy lentamente… Esta labor de aceptación o de rechazo practicada por una civilización frente a otras exteriores, se realiza también lentamente en su interior. Casi siempre la selección es poco consciente o prácticamente inconsciente. Pero poco a poco, y gracias a la selección, una civilización va transformándose, “separándose” de una parte de su propio pasado»10.
Las civilizaciones son interminables continuidades históricas con su pasado, presente y responsabilidad en el presente y en el futuro. Su historia tiene unidades de medida y escalas muy diferentes: días, años, decenas de años, de siglos. A. Toynbee dice que para las civilizaciones, un siglo es un abrir y cerrar de ojos. Jean Fourastié, en 1961 afirmaba que «hoy en día es posible creer que el homo sapiens existe sobre la tierra desde hace sesenta a cien mil años (hoy los científicos colocan la existencia del homo sapiens aún más hacia atrás); que el estado actual del cosmos permite al hombre todavía una existencia de varios millones de años. Si se limita a un millón de años la amplitud del fenómeno humano, se aprecia que hemos vivido la décima parte y que todavía nos quedan por vivir las nueve décimas partes. De esta manera la relación de la duración de la humanidad con la del individuo sería de 10.000 a 1. La humanidad actual es a la humanidad consumada lo que el niño de diez años es al viejo. Mil años de humanidad corresponderían a un mes de vida individual».
«Nosotros, la humanidad, tenemos diez años. En el curso de nuestros cinco o seis primeros años, por carecer de maestros o de parientes cercanos, apenas supimos distinguimos de los otros mamíferos; pero más tarde hemos creado el arte, la moral, el derecho y la religión. Sabemos leer y escribir desde hace menos de un año. Hemos construido el Partenón hace apenas tres meses; hace dos que ha nacido Cristo. Hace menos de quince días que hemos empezado a identificar claramente el método científico experimental que nos permite conocer algunas realidades del universo; hace dos días que sabemos utilizar la electricidad y construir aviones. Nuestras mejores experiencias políticas, económicas y sociales tienen menos de una semana; las ciencias humanas dieron sus primeros vagidos sólo hace unas semanas»11.
Al lado de las ideas anteriores consideramos la afirmación universalmente reconocida de que en los últimos cincuenta o sesenta años se han realizado progresos más considerables que durante el resto de la historia humana. Quiero centrarme en nuestra época actual y analizarla. ¿Es seguro que el sentido de nuestra civilización favorece a la persona humana? ¿En nuestra civilización hay una verdadera jerarquía de valores? ¿Está nutrida de dignidad espiritual? Decimos orgullosos, muchas veces, que el cambio es el signo de nuestro tiempo. ¿Todo cambio contribuye a solucionar los problemas de la persona? ¿Bajo qué normas son aceptados los cambios?
Al hombre de nuestra civilización le pesa el misterio de Dios y de Dios-Hombre #
Creo que, ciertamente, pocas veces ha sido ni más intenso ni más legítimo el sentimiento de estar viviendo una época crucial. No hay un solo aspecto de la realidad al que la sacudida y la mutación no hayan alcanzado, y cada vez somos más sensibles a la transformación de la realidad histórica de nuestro mundo. El pensamiento contemporáneo es el reflejo de un mundo en crisis y todo concurre a hacer del hombre del siglo XXun ser inquieto por su futuro y preocupado, no ya por el mundo en que habita, sino por el reflejo de su propia imagen. Cuando el hombre se aparta de Dios, le preocupa su propia sombra, sólo Dios es providente y padre, sólo Dios es amor y sabe lo que nos conviene, sólo Cristo es el Camino, la Verdad y la Vida.
Al hombre, hijo de esta época, le pesa, parece que más que nunca, el misterio de Dios-Hombre con todas sus consecuencias en el orden práctico de la existencia. Como dice Odo Casel, en el primer capítulo de su libro el Misterio del culto cristiano, le pesa un Dios dueño y señor de los destinos humanos, le pesa su salvación, su infinita misericordia, su inmenso amor, su inabarcable sabiduría, su soberana omnipotencia. No quiere reconocer sobre él leyes que no pueda dominar y dirigir a su antojo, ni admite otra voluntad ni providencia que la suya. Quiere ser fin último de sí mismo. Da gloria a la obra de sus manos y no a Dios. Quiere establecer su reino en la tierra y sólo existe para él aquello con lo que puede manipular. Quiere rasgar el velo del misterio de Dios y asirlo, si pudiera, en sus manos, para una vez «visto y tocado» aceptarlo. A propósito de la impotencia humana para medir al mismo tiempo el inmenso misterio y la unicidad de lo sobrenatural, un filósofo hindú contemporáneo, Siniti Chatteiji, formula la siguiente metáfora: «Nos parecemos a hombres ciegos que al palpar una u otra parte de un elefante, están convencidos, el uno de que toca una columna; el otro, una serpiente; un tercero una sustancia dura; un cuarto una pared o también un cepillo con mango flexible, según que lo que estén tocando sea, respectivamente, la pata, la trompa, las defensas, el cuerpo o la cola del animal»12.
Sé que estoy próximo al argumento ontológico de San Anselmo cuando afirmo que un Dios que puede negarse, un Dios que puede falsearse no puede ser Dios. El hombre así está borrando el camino auténtico para su libertad: el camino de la libertad de Dios, y se ata y encadena a la materia. La máquina sin vida y el oro inerte son los dioses que se sientan sobre él. El misterio de Dios no es un ataque a la libertad humana, sino la única forma de su realización. La simple capacidad de elegir entre el bien y el mal es el límite más bajo de la libertad. La auténtica libertad es una incapacidad total de hacer una mala acción. Dios es libre, es la Libertad, porque no hay en Él absolutamente ninguna posibilidad de mal y de imperfección. La Iglesia de Cristo tiene por ello como una de sus principales funciones la preservación de la libertad espiritual de los hijos de Dios.
¿Cuáles van a ser las consecuencias de este relativismo tan poco serio, tan poco profundo y científico? ¿Es que lo que es ciencia realmente cambia, o es que se van abriendo como en círculos concéntricos nuevos horizontes y vamos leyendo y aplicando nuevas leyes? A muchos este hundimiento de valores les causa, momentáneamente, un sentimiento de liberación, aceptan con ligereza y avidez todas las nuevas perspectivas, pero se les desvanece la veneración y el respeto por la vida y la interioridad ajenas. ¿Cómo van a exigir los hombres, situados en ese relativismo a ultranza, honradez, lealtad, amor, sinceridad, amistad, sacrificio, fidelidad? ¿En nombre de qué y por qué? Si el hombre está en todo sometido a un continuo cambio y sólo importa lo presente, ¿cómo van a ser posibles actos de servicio que suponen entrega y dolor? Sólo existe el amor verdadero que se fundamenta en Dios y en el que tiene sentido el pasado, el presente y el futuro, la vida y la muerte. Mientras la civilización se ha apoyado en Dios, ha salvado la noción de sacrificio que fundaba a Dios en el corazón del hombre, he dicho ya en otra ocasión hablando de la Virgen y el humanismo contemporáneo. Pero nuestra civilización está descuidando el papel del sacrificio, y presenta al hombre la técnica y la ciencia como la gran solución.
Nuestra civilización es una «civilización técnica» #
Nuestra época se presenta como la era de las ciencias y las técnicas porexcelencia. Los hombres del siglo XX han hecho de ellas el símbolo de su civilización. Poco a poco se generaliza la idea de un progreso indefinido de la ciencia y de la técnica. Realmente, el hecho más manifiesto de nuestro siglo es la aparición de una técnica aplastante y embriagadora, porque el hombre siente multiplicar su poder sobre todo lo dado, incluso sobre el psiquismo de la persona. ¿Cómo no va a sentir orgullo e inquietud? Nuestra época no ha realizado la paz esperada y, desde luego, no es cierto que la evolución social ha asegurado al hombre una libertad creciente.
«Actualmente, la atención se fija cada vez más en el progreso técnico, hasta el punto de concebir la civilización contemporánea como la “civilización técnica”. Esto despierta en el mundo entero el mismo entusiasmo. Sobre este plano se consuma la unidad del género humano… Esta civilización es esencialmente material e incluso materialista; es decir, que se basa en la idea de que los valores materiales son los únicos que importan. Se la califica de civilización técnica, entendiendo con esa expresión que esa civilización está centrada en el conocimiento de los medios materiales de acción de que dispone el hombre, con la vista puesta en mejorar las condiciones de su vida, en su sentido también material.»
«Si bien la ciencia y la instrucción forman parte de ese desarrollo, pero éstas apuntan nuevamente y de una manera directa al conocimiento del mundo material, y a la utilización de esos conocimientos para el bienestar, también, material del hombre. El desarrollo de la instrucción se orienta hacia la formación de técnicos; es decir, de gente preparada para aplicar los descubrimientos de la ciencia al mejoramiento de la vida material. En eso es en lo que se piensa siempre que se habla de las exigencias científicas o cuando se profieren lamentaciones sobre la falta de desarrollo intelectual en ciertos países.»
«Nadie caracteriza la civilización actual sólo por el desarrollo del espíritu. No se menciona como características de esta civilización el desarrollo del pensamiento o de las Bellas Artes y menos todavía el de los valores morales, aunque de rechazo se hayan desarrollado ciertos valores intelectuales o morales. En todo caso, el desarrollo de los valores mentales o morales no podrían ser más que un subproducto marginal, nunca el objetivo de la civilización».
«Este concepto de civilización ha recibido su refrendo oficial, a escala mundial, en las reglas establecidas por la ONU para definir los pueblos que aún se encuentran en vías de desarrollo, lo que corresponde en nuestro lenguaje actual a pueblos “menos civilizados”».
«Puede reconocerse a estos pueblos por las tres características siguientes: por su alto nivel de mortalidad, por su bajo nivel de renta media por cabeza y por sudeficiente índice alimenticio… El cuarto carácter que distingue a los pueblos subdesarrollados es su falta general de instrucción, manifestada en su alto porcentaje de analfabetos. A primera vista este elemento parece menos material, pero está en función de los tres primeros, ya que la instrucción exige cierto bienestar, aparte de que esa instrucción se orienta hacia la formación de técnicos, lo cual es revelador del espíritu general en que se concibe la instrucción»13.
Pero ¿es que no hay otros elementos de juicio como exponentes del desarrollo? ¿Familia, valores humanos, religiosos, dignidad personal, seguridad y defensa de la propia vida, etc.? No se puede partir del apriorismo de que los valores espirituales y religiosos no tienen nada que ver con la civilización. Tanto Toynbee como Dawson, los mejores especialistas en el tema de la civilización, juzgan que la religión juega un papel definitivo en el desarrollo de la civilización. «Es evidente que una civilización no merece ese nombre más que cuando subordina y jerarquiza los valores; es decir, cuando somete y subordina al valor supremo los valores altos y bajos. La maquinaria, ese cuerpo tan desarrollado, debe someterse a la inteligencia, la inteligencia debe rendirse al alma y el alma debe volar a Dios»14.
Consecuencias de la civilización técnica #
Ciertamente, el progreso científico y técnico ha transformado las condiciones de vida, pero ¿somos conscientes de hasta dónde llega esta transformación y de sus consecuencias? El ritmo de las invenciones y de los adelantos se precipita como una bola de nieve que va multiplicando sus efectos. Este ritmo acelerado ha coincidido y coincide con las grandes conmociones mundiales de ofensiva, guerra y crisis económicas de los últimos decenios. Las ciencias y la técnica han intervenido profundamente en estos cataclismos por las técnicas de destrucción y por la nueva visión del mundo teórica y práctica que imponen.
La visión pesimista reniega de su época y condena a la ciencia y a la técnica como causa de los daños. La visión optimista espera de ambas el triunfo sobre los males que aquejan a la humanidad, como un mañana deslumbrante en que desaparecerá toda angustia. La generalidad de los hombres tiene un sentimiento de inquietud y de inseguridad. En el mundo obrero se advierte una reacción cada vez más precisa frente a los últimos avances y la nueva amenaza de paro que la automatización hace pesar sobre las masas. Secuestros, tensiones internacionales, juegos políticos nada limpios, devaluaciones, subidas de precios, accidentes, asaltos a la vida privada. En otro aspecto grandes adelantos de los que se van beneficiando todos los hombres, elevación del nivel de vida, más armas de defensa contra las enfermedades, mejores condiciones materiales de vida. Los aspectos optimista y pesimista están entremezclados, pero realmente el valor de la técnica y de la ciencia es inseparable del destino del hombre y su significación.
«La revolución industrial que aparece en la primera mitad del siglo XXes la consecuencia directa del desarrollo de las ciencias yla técnica, principalmente en el campo físico-químico. Todas las fábricas necesitan ya un equipo de laboratorio y un personal científico consagrado a la pura investigación. Tanto en los países socialistas, donde la explotación de los descubrimientos científicos tiende a conseguir la máxima eficacia inmediata, como en los países capitalistas, donde la competencia nacional, y sobre todo internacional, impulsa en general hacia un constante mejoramiento de los productos y los sistemas de fabricación, el nuevo mundo industrial es esencialmente un mundo en movimiento, en el cual el éxito depende de un progreso constante, a su vez estrechamente regido por el progreso propiamente científico… La creciente tensión internacional se halla también en directa y recíproca relación con el desarrollo científico a causa de la búsqueda de un progreso constante de las técnicas de destrucción. Bajo la influencia de esta búsqueda, los gobiernos intervienen cada vez más, sobre todo a partir de 1940, en la organización y control del trabajo científico y, correlativamente, una parte importante de los capitales dedicados a la investigación se reservan para las necesidades militares… Pero de modo inmediato y evidente la ciencia y las técnicas, cuyo desarrollo aquel sector permite, se imponen a la atención de todos. Por su carácter de producción en masa, no interesan ya únicamente a una clase privilegiada y limitada de la sociedad, sino al conjunto de las sociedades industrializadas. Los inventos técnicos invaden cada vez más la vida cotidiana –electricidad, radio, cine y la instalación hogareña en general–, y sus rápidas transformaciones modifican a cada momento el escenario material de la vida; las últimas innovaciones técnicas y científicas interesan, pues, a todo el mundo por las repercusiones que insinúan para un plazo más o menos corto. De ahí el inmenso éxito de la prensa y la literatura de vulgarización científica y el desarrollo de un género literario poco cultivado hasta entonces: la science-fiction, que subraya alternativamente el aspecto terrorífico y el aspecto idílico del futuro de la civilización científica»15.
La civilización técnica ha sometido a su engranaje incluso a la figura del sabio. Ha desaparecido la figura del sabio solitario que disfrutaba de una libertad absoluta. El sabio depende de quien pone a su disposición los fondos necesarios para sus trabajos, está sometido cada vez más a servidumbres que le imponen un determinado marco de trabajo y una investigación que interesa a quien concede los créditos y en la medida que le conviene. Todo viene determinado por una especial orientación en la investigación y que es perjudicial para la misma ciencia, sobre todo en el terreno de las ciencias humanas.
La máquina se ha introducido en todas las ramas de la actividad y esto ha originado una transformación en las condiciones de trabajo y de vida. Se trabaja en condiciones nuevas al estar sometidos a la rigurosa disciplina de la máquina. Esta rápida automatización está empezando a producir efectos sociales. El elevado costo de la máquina exige su utilización intensiva y, por tanto, requiere relevos de equipos y un planning de trabajo muy exacto. Se ha atenuado la esclavitud física del trabajo, pero aparece una esclavitud mental. Los partes médicos diagnostican con frecuencia psicastenia, depresión nerviosa, hipertensión, etc. Además, este trabajo resulta monótono y aburrido, no sólo entre los obreros, sino entre los mismos técnicos, que únicamente manejan datos en la maravillosa calculadora.
Toda civilización consiste en el mejoramiento de las condiciones sociales de la vida humana La civilización técnica, ciertamente, ha mejorado las condiciones de vida. Tiene objetivos y posibilidades que no consigue realizar, porque los hombres no llegan a entenderse y los obstáculos que se oponen al bien humano son de origen moral. Y así se da el caso de naciones subdesarrolladas que gastan sus bienes y la ayuda que reciben en sostener guerras, o pueblos que gastan enormes sumas de dinero en armamentos. Entre los objetivos que pretende lograr esta civilización están: alimentación sana para todos los hombres, higiene y salud pública, instrucción, seguridad de que todos los hombres posean un bienestar material que permita desarrollar las riquezas del espíritu.
El problema está, como acabo de decir, en que los hombres no llegan a entenderse, y esta falta de entendimiento obedece a causas de orden moral y religioso. «Recuerdo una afirmación, que hallé con susto, leyendo las opiniones, cautamente expresadas, de uno de nuestros principales físicos, de que no era seguro que la línea de sentido de la ciencia corriera de acuerdo con la del bienestar humano. Pues realmente: ¿qué podría garantizar semejante acuerdo? ¿Dónde habría de residir el centro que armonizara recíprocamente esos dos caminos de la existencia?»
«En medio del optimismo por las últimas realizaciones inauditas de la ciencia y la técnica conquistadas por la energía atómica, surge la pregunta de si esa energía –así como en general todas las energías naturales conquistadas– puede ordenarse, es decir, insertarse en la vida del hombre, haciéndose fecunda para su crecimiento y despliegue. Si eso debiera ser posible, ¿cómo ha de serlo? La respuesta afirmativa sólo podría decir por el mismo hombre que la ha puesto en libertad, en cuanto él sitúe su actuación bajo el sentido de su existencia, bajo la medida de lo razonable, lo justo y lo conveniente.»
«Esto, a primera vista, sonaría de modo convincente, pero en seguida volvería a surgir la pregunta de nuevo, en forma apremiante: entonces ¿el hombre mismo está ordenado?, ¿posee esa “justicia” existencial –tomando la palabra en grandioso sentido platónico– que la haga capaz de ponerse ante cada ente tal como lo requiere su ser, dominando desde ese punto de vista los impulsos de la tendencia al dominio cultural y la realización? ¿Es capaz, cuanto mayores energías se tienen a disposición, de hacerse más soberano en la comprensión, más seguro en el juicio, más cuerdo en la ponderación y ordenación?»
«El optimista dice que sí, porque el hombre es racional y bueno. Pero ¿lo es de modo real y sin más? ¿Es tan racional y tan bueno que siga siendo señor de las energías que crecen constantemente, de los impulsos que cada vez abarcan más? ¿Y qué hay de aquello que en él, pese a todo, evidentemente no es razonable, no es bueno, y sobre cuyo poder destructivo han dado las más serias lecciones los últimos cincuenta años a todo aquel que se quiera dejar aleccionar?»16
Daniélou, en su libro Escándalo de la verdad (Cristianismo y hombre actual), y en el capítulo titulado: «Cristianismo y civilización técnica», se pregunta cuáles son los obstáculos que la civilización técnica crea a la actividad religiosa, a la adoración y por qué este mundo de la civilización técnica puede estar en conflicto con la actitud religiosa. Señala los siguientes aspectos:
1º. «Un hecho por el que la civilización técnica amenaza apartar al hombre de la adoración, es que aquélla hace vivir al hombre en un universo que es el de sus propias obras. El hombre de la civilización técnica vive rodeado de máquinas, de herramientas, de instrumentos mediante los cuales transforma su vida, los paisajes incluso, esos paisajes de las grandes ciudades modernas, con sus inmensas fábricas. Se encuentra así rodeado de realidades que reflejan por doquier su propia imagen… De ahí resulta que el mundo de la técnica devuelve al hombre su propia imagen y que, en ese espejo, es a sí mismo a quien contempla y a sí mismo a quien admira» (p. 169).
2º. El mundo de la técnica suscita en el hombre sentimientos de su poder, y esto le lleva a pensar que no es preciso recurrir a nada ajeno a sí mismo, que tiene que liberarse a sí mismo, que tiene que liberarse a sí mismo de toda fuerza extraña, que es él quien creará una humanidad feliz y libre el día de mañana (pp. 170-172).
3º. A la civilización técnica le importa la eficacia, no los valores de la verdad; es decir, acostumbra al espíritu a modos de actuar muy diferentes de los que permiten abordar el mundo religioso. «Las realidades espirituales son denunciadas como carentes de eficacia, por lo que se refiere a la transformación concreta de la existencia humana. Esta es una de las objeciones que con mayor frecuencia encontramos: el cristianismo no nos sirve para nada en lo que hemos de hacer, que es transformar la condición material del hombre» (p. 172) … «Pero lo curioso es que este encontrarse a sí mismo en el mundo de la técnica acaba por causarle un sentimiento de cautividad. El mundo de la técnica encierra al hombre en el hombre y el poder del hombre» (p. 174). Esto le origina angustia ante su propio poder.
4º. «Una manera exclusivamente técnica de considerar el mundo material lo priva de su dimensión moral. Porque el cosmos no es solamente un conjunto de fuerzas que podemos intentar poner a nuestro servicio. Es también un mundo que nos revela algo que está por encima de él. Un universo de pura técnica sería como un templo destinado a usos profanos, vaciado de una cierta presencia. Lo sagrado, la dimensión religiosa del mundo es una cosa de que el hombre moderno comienza de nuevo a sentir una especie de sed vital. Y, en efecto, la adoración es una necesidad tan inconteniblemente humana como la técnica. Un hombre que no adora no es un hombre» (pp. 176-177).
Responsabilidad del hombre ante su propia obra, la civilización #
El hombre, criatura de Dios, es el centro y el sentido del universo; no puede poner en duda el valor de su propia vida humana, de su libertad, la fuerza de su inteligencia y la responsabilidad de su actuación. Por ser libre es responsable de su propia obra, no puede decir que se le ha escapado de las manos, y será juzgado según sus actos, pero, en primer lugar, según sus intenciones, porque su libertad sólo se ejerce plenamente en el interior de su conciencia. ¡Cuánta luz de Dios, cuánta adoración, cuánta oración y reflexión, cuánto dominio de su orgullo y egoísmo necesita el hombre! Lo necesita para obrar, como dice Guardini, con esa «justicia existencial» que le «haga capaz de hacerse más soberano en la comprensión, más seguro en el juicio, más cuerdo en la ponderación y ordenación a medida que tiene mayores energías a su disposición».
El hombre experimenta siempre una intranquilidad ante su propia obra, que se le viene encima, si no tiene, en su pensamiento y en su vida la suprema razón del porqué de su existencia. Porque no es lo mismo que el hombre cree continuamente su propia imagen o que él sea imagen de Dios. «Es ciencia –dice Gregorio Marañón– encontrar el sentido de nuestra vida, resolviéndola con un criterio, con una filosofía, limitarla con severidad y a la vez dilatarla por las vías del pensamiento hasta el más allá, darle su razón y explicar sus sinrazones, sensibilizarla para el goce de las hermosuras terrenales y enriquecerla con las nuevas hermosuras que el genio humano es capaz de crear, y aproximarse, en fin, a esa suprema razón de nuestro vivir, que es el misterio de por qué somos y adonde vamos… La ciencia práctica actual, maravillosa, pero que es sólo una cara de la ciencia especulativa de las tres grandes características del alma civilizada; a saber: la conciencia del propio vivir y la libertad inalienable del propio pensar, el sentido de la responsabilidad y el planteamiento de la otra vida. Sólo así, cuando estas realidades dejaron de ser presentimientos para convertirse en sentimientos básicos, sólo cuando dejaron de ser balbuceos de un resplandor para convertirse en permanente claridad, sólo entonces el hombre empezó a sentir la voluntaria sumisión de los instintos a los deberes, en lo cual reside el secreto de la civilización. Y este inmenso vuelo del alma humana, aún inacabado, aún sujeto a tristes caídas, el progreso científico, en el sentido limitado materialista con que hoy lo concebimos, con ser prodigioso, es sólo un episodio y un episodio no fundamental»17.
El animal se orienta, siente lo que le es beneficioso o perjudicial, no entiende, no valora, no juzga. Sus acciones tienen sentido dentro de ese instinto ciego que le impulsa siempre con exactitud. En el hombre, porque tiene espíritu, todo procede de su iniciativa personal, de su conocimiento, de su decisión. Sólo el hombre puede equivocarse y de manera decisiva. Esta es su gran responsabilidad, aquí está la tremenda importancia del desarrollo de su propia capacidad libre, de la claridad de su espíritu. Situado en una red de exigencias, gracias a las cuales progresa, el hombre es el nudo que ata todas las cosas, que descubre la naturaleza y que domina la energía. Según piense, sienta y actúe el hombre, será la civilización creada por él.
Nuestra civilización técnica tiene el peligro de dejar al margen la relación del hombre con Dios, clave y fundamento de todo lo demás. Parece relegar la experiencia religiosa al puro dominio de la interioridad. Pero el cristiano sabe que es todo el universo el que gime esperando la manifestación de los hijos de Dios, como nos recuerda San Pablo. ¿Olvidamos que la historia de la salvación acontece en la historia del mundo? «Pues bien, éste es hoy uno de los puntos más importantes desde el punto de vista de la actual visión del mundo. Una de las grandes tentaciones del hombre moderno es la desacralización del cosmos. Se tiende a concebir el mundo de la naturaleza, que es en el que se desenvuelve la ciencia, como extraño a una finalidad religiosa. Se disocia, de algún modo, una finalidad religiosa, que sería puramente personal, de una finalidad cósmica, que sería profana y material, como si la religión fuera un problema individual y no el problema de la significación misma de la totalidad del universo, y por ello también el de su misma realidad material… Este enraizamiento originario de la creación en la Trinidad es un punto de partida inicial que no hay que olvidar jamás; un punto al que siempre es preciso volver primaria y originalmente. El hecho de que se adviertan distinciones evidentes, esferas de acción diferentes; que el hecho de abordar el universo desde un punto de vista científico o desde un punto de vista contemplativo emane de dos encuadres diferentes, no dice sino que se trata de dos puntos de vista proyectados sobre un único universo. Sobre el mismo universo en que se desenvuelve la ciencia y que constituye el espejo a través del cual se nos manifiesta la Trinidad»18.
Los hombres conscientes y responsables que quieren una civilización «cristiana» en la medida de nuestras posibilidades humanas, pero que la quieren verdadera y existencialmente, lo lograrán en la medida en que el cristianismo impregne sus vidas, en la medida en que en su alma viva y actúe Cristo, en la medida en que sean mensajeros y portadores del mensaje de Cristo, en la medida en que las instituciones sociales que ellos alimentan, las empresas, los trabajos por ellos planeados ayuden a los hombres a realizarlos y desarrollarse íntegramente, es decir, con la dignidad de hijos de Dios.
«La actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene, y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo».
«Esta enseñanza vale igualmente para los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia».
«Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva. De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo»19.
El Dios de la salvación, que se encarna y da ejemplo de vida, llama al hombre para que en su historia personal en el mundo haga fecunda en él esa salvación y contribuya al bien de todos los demás que están en tomo suyo. No tiene dos historias el hombre: la historia natural y la sobrenatural; su historia de salvación acontece en su historia mundana. El cristiano no puede permanecer indiferente frente a la civilización que después determina y condiciona la actitud del hombre a su respecto. El hombre de la civilización técnica, de la automatización y de la cibernética está aplicando sobre sí mismo el poderío técnico planificador y se está haciendo a sí mismo objeto de esta manipulación. No tiene sólo de sí un conocimiento mayor o menor, sino que se modifica y se está convirtiendo en objeto de sí mismo. Y repito lo que decía hace un momento: no es lo mismo que el hombre se realice según la imagen por él configurada –¿cuál puede ser?–, o a imagen de Cristo, manifestación de Dios y verdad del hombre.
Las posibilidades realmente salvadoras de la civilización están en la conciencia del hombre ligado a Dios de modo vivo. La fe es factor decisivo en la historia. Sólo por la fe en Cristo impedirá el hombre que la obra de su» manos caiga en el odio, en la soberbia, en el afán de dominio, en el poder del más fuerte y se deshaga en su propio materialismo. El cristiano tiene que cuidarse de que el mundo marche bien, y por lo mismo es necesario prestar atención a valores y deberes que sólo pueden comprenderse si se supera ese dualismo y se ve con claridad que Dios ha confiado el mundo al hombre como tarea.
«Si ese mundo e historia del futuro es un mundo del planteamiento racional, mundo desmitologizado, profanidad creada del mismo como material del obrar del hombre, entonces toda esta actitud moderna es, con todo lo que pueda y deba decirse cristianamente sobre cada uno de sus aspectos, en el fondo cristiana».
«Puesto que en el cristianismo, y sólo en él, ha llegado a ser el hombre ese sujeto, en el que se ha encontrado el hombre occidental; sólo en el cristianismo es cada uno también el más pobre e insignificante, un sujeto absoluto de valor infinito y vigencia permanente. Y sólo en el cristianismo, por medio de la doctrina de la radical creatureidad del mundo, que le está confiado al hombre como el material de “su” obrar, que no es lo más importante y poderoso, sino lo que sirve y lo que está creado “para” el hombre, pudo surgir esa actitud frente al cosmos, que lo desmitologiza y que legitima la voluntad de enseñorearse de él. Y en ese sentido metafísico y teológico, el hombre ha sido siempre, visto cristianamente, el que se tiene a sí mismo en la mano, el que determina su propio destino último»20.
Segunda Parte
Teología y valores de la contemplación #
Se habla hoy sin cesar en muchos ambientes eclesiales de la necesidad de ser testigos de Cristo, y la expresión se utiliza, con mucha más arrogancia que humildad, para referirse a una acción comprometida y valiente. Es verdad que debemos ser testigos de Cristo. Pero este testimonio tiene primordialmente un sentido receptivo, y sólo, como consecuencia exigitiva de éste, un sentido activo. Cuando Jesús escogió a los Doce para el apostolado, los llamó para que estuvieran con Él y para luego enviarles a predicar21. San Pablo escribe: Me escogió desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, para revelar en mí a su Hijo, anunciándolo a las gentes22. Nosotros –decía San Pedro– no podemos dejar de proclamar lo que hemos visto y oído23. Santo Tomás enseña que lo propio del apóstol es contemplar los misterios divinos y transmitir luego el objeto de la contemplación24. Y es que para ser testigos es necesario haber visto, es indispensable la contemplación. Permítanme justificar mi afirmación.
Teología de la contemplación #
Jesucristo nos ha revelado el misterio del Dios invisible, nos ha testificado al Padre: A Dios nadie le ha visto jamás; el Unigénito que está en el seno del Padre nos lo ha dado a conocer25. Porque nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar26. Y Jesús lo revela y testifica no sólo en su condición divina, sino también en su condición humana, porque no sólo en cuanto Dios, sino también en cuanto hombre contempla intuitivamente al Padre.
El Verbo de Dios encarnado es el revelador del Padre, porque siendo el resplandor de su sustancia es la autocomunicación sustancial y autorrevelación exhaustiva en la conciencia humana de Cristo, como expresión supraconceptual de su filiación divina, de su «yo» divino. Jesús hombre, para anunciar el mensaje salvífico de la caridad del Padre, contaba con la experiencia consciente de su personalidad divina asumente, y con la inserción en el mundo sensible, imaginativo y conceptual de los hombres. Traduciendo esta experiencia al lenguaje de los hechos y en expresiones conceptuales, Jesús ejercía su profetismo supremo, como revelador del Padre a la humanidad27. Los apóstoles testifican lo que han visto, contemplado y palpado del Verbo de la vida28.
La fe, como virtud infusa y sobrenatural, es un don de Dios; pero la fe no es para el cristiano peregrino una vida permanente ni perfecta. La fe, oscura por definición, es la aceptación de una realidad de la que no se tiene evidencia intrínseca, sino que se apoya únicamente en la autoridad de Dios29. Inicia, con todo, un contacto vital con Dios. Vigorizar la fe y perfeccionarla intrínsecamente es acción que el Espíritu Santo realiza a través de sus dones contemplativos, principalmente el de entendimiento y sabiduría. He ahí el cometido de la contemplación. Y me refiero a la contemplación no sólo como oración mental, sino en el orden auténticamente místico.
Testigo es aquél que conoce los hechos, que ha presenciado. La fe es de lo inevidente, la contemplación, en cambio, es una cierta visión. «No podemos eximimos de la práctica de una intensa vida interior. No podemos anunciar la palabra de Dios sin haberla meditado en el silencio del alma»30.
¿Qué es, pues, contemplación?
Contemplar es mirar admirativamente, con amor y gozo. Imposibilitados de concebir y nombrar las realidades espirituales en sí mismas, las indicamos analógicamente a través de aquellas realidades sensibles que guardan con ellas con cierta relación. Contemplar es detenerse a mirar una persona, un panorama, una obra de arte, envuelta el alma en un gozo que le proporciona la sublimidad del objeto. Es acto de conocimiento que implica satisfacción y deleite.
El rostro de Cristo en el Expolio, del Greco, es objeto de la contemplación estética de los visitantes de Toledo. Esta misma obra fue objeto de la contemplación imaginativa y creadora del artista. La verdad que se presenta con el fulgor de la evidencia, cautiva al filósofo, al científico. El misterio de Dios es objeto de la contemplación sobrenatural.
La contemplación sobrenatural o mística debe entenderse en su marco adecuado del organismo sobrenatural de la gracia y bajo el impulso normativo del Espíritu Santo. En efecto, la gracia santificante confiere al hombre una verdadera participación análoga de la vida divina y de su inmanente actividad cognoscitiva y amorosa. Con la gracia recibe el hombre una transformación elevadora de su actividad por las virtudes infusas. Mientras es el propio creyente iluminado por la fe y movido por la caridad, quien dirige el esfuerzo de unión con Dios, el alma vive la gracia divina de una manera humana. Este momento de ascetismo purificador es preparación indispensable para la contemplación sobrenatural31. Mas la gracia divina está orientada por su misma condición a ser vivida de una manera divina. Esta maravilla interior la realiza el Espíritu Santo por mediación de los dones. En un principio, esporádicamente; luego, de forma más continuada.
Así entendido el proceso interior, la contemplación se caracteriza como un acto cognoscitivo sobrenatural, penetrante, intuitivo y sapiencial del misterio de Dios. Acto relacionado directa e intrínsecamente con la fe, aunque por su penetración la supera y perfecciona intrínsecamente, aun teniendo por objeto el mismo de la fe. Menéndez-Reigada escribe: «El acto de contemplación supone siempre el acto de fe, porque no es posible contemplar un objeto, al cual el entendimiento no está de alguna manera unido, y esa unión intelectiva con el objeto sobrenatural sólo de la fe nos puede venir… Una vez así unido el entendimiento con la verdad sobrenatural, ya tendrá una capacidad radical para contemplar; mas eso ya no pertenece el hábito de la fe, que se limita a prestar su asentimiento a la verdad, movido por la voluntad y no por la verdad misma, en cuanto sólo presta dicho asentimiento por una autoridad extrínseca»32. «La fe en esta vida –afirma Juan de Santo Tomás– no puede esclarecerse y perder su oscuridad por parte del objeto, ya que se apoya siempre en el testimonio extrínseco y no puede pasar de él a la visión de la cosa, que cae fuera de su objeto específico.»
«El alma, cautiva por los lazos de la fe, sólo puede ser iluminada por la llama del amor, que instruye en grado sumo. Es, pues, preciso que los dones de inteligencia, sabiduría y ciencia procedan del amor y se apoyen en él para que puedan rasgar las tinieblas de la fe y nos abran los cielos»33. En otras palabras: la oscuridad de la fe no puede remontarse por sí misma hasta la contemplación. Asiente a la verdad inevidente. El paso de la fe a la contemplación, como transparencia del misterio divino, es obra de los dones intelectivos mencionados, por ellos su objeto es visto de alguna manera34.
Y no por ello desaparece la fe, pues no se trata de una visión intuitiva de la esencia divina, ya que el objeto formal de estos dones es la connaturalidad con la Verdad y Bondad divinas, en cuanto experimentadas y saboreadas en sus efectos de gracia35. Es, en decir de los místicos, la pureza de la fe.
La caridad impulsa a la contemplación porque es vínculo unitivo con Dios, objeto de la misma. Mas, como hábito infuso de condición afectiva, no puede intervenir formalmente en ella, que es acto cognoscitivo. Sin embargo, al aproximarse a Dios facilita la mirada admirativa. Impulsa a la contemplación, porque ella misma sólo puede perfeccionarse en el conocimiento inherente al acto contemplativo36. Es, pues, causa y efecto de la contemplación, puesto que «el término de la vida contemplativa es el gozo que radica en la voluntad y que, a su vez, aumenta el amor»37. El que me ama a Mí será amado de mi Padre y Yo le amaré y me manifestaré a él38. Entre conocer y amar existe una circularidad vital; el bien sólo puede quererse en cuanto conocido39.
Con ello la actividad donal realiza el modo divino de la gracia, perfeccionando las virtudes infusas en aquello que son imperfectas40, pues las mociones del Espíritu Santo producen connaturalidad y experiencia sobrenaturales, por cuanto el mismo Espíritu es norma y regla de la vida interior.
Valor y función de los dones #
Don de entendimiento #
¿Qué papel desempeñan en la contemplación los dones intelectivos? Realizan una función propia y formal.
«El don de entendimiento es uno de los principios formales de la contemplación cristiana y sus actos son principalmente contemplativos»41. Es el don que posibilita la perfección de la fe, por cuanto la innata imperfección y oscuridad de la misma queda subsanada, aun sin conferirle la evidencia intrínseca e intuitiva de su objeto. El Espíritu Santo obrando en el interior del creyente lo escudriña todo, hasta las profundidades de Dios42. El nos ayuda a superar las deficiencias de la fe, inherentes a nuestro modo humano o antropocéntrico de vivirla.
a) Nuestro acto de fe queda afectado por el modo racional discursivo, y no intuitivo, de conocer la verdad. Con ello se da una desproporción entre el objeto de la fe simplicísimo, Dios, y nuestro modo complejo de conocerle teologalmente43.
El don de entendimiento tiende a simplificar nuestro modo complejo y discursivo en una mirada sencilla e intuitiva de la verdad sobrenatural, en una adecuación creciente al propio modo de conocer de Dios44. De esta simplificación del discurso brota pujante la seguridad de la fe45, no por la supresión de la conexión de los términos de las proposiciones de fe, sino porque en su mayor penetración experimental conserva lo formal de tales juicios, de manera análoga a como en la simplicísima ciencia divina se da un juicio virtual eminente de la verdad46. «Si la verdad es una adecuación entre el conocimiento y la cosa conocida, no puede existir esta adecuación mientras perdure esa complejidad de nuestros modos de conocimiento de las cosas simplicísimas, cuales son las de la fe»47.
b) No sólo es discursivo nuestro modo de conocer, sino que además está vinculado a la sensibilidad. Únicamente podemos conocer lo espiritual por abstracción y reflexión. Dios es sumamente espiritual y nuestra conceptuación de su realidad es deficiente e inadecuada.
El don de entendimiento realiza la purificación liberadora de estas limitaciones humanas de la fe, procedentes de las imágenes y especies de origen sensible, porque nos conduce a un conocimiento apofático de Dios, que es muy positivo por su misma elevación. Es como el conocimiento de los colores simplificados en la luz.
Sabemos por teología que la propia esencia divina se une al entendimiento de los bienaventurados de una manera operativa, siendo ella misma la especie expresa de la visión intuitiva. Si se excluye este camino en la contemplación actual y las formas procedentes de la abstracción, ¿qué camino nos queda en orden al conocimiento de Dios? Recordemos que la contemplación cristiana no intuye al mismo Dios, sino que termina en la verdad y bondad divinas en cuanto experimentadas por los efectos de la gracia, principalmente en el misterio de la inhabitación de la Trinidad. «Lo que la misma esencia divina hará en el cielo, eso puede hacerlo la gracia en esta vida en orden al conocimiento de Dios. Y siendo la gracia una participación formal de la misma esencia de Dios, bien se comprende que en ella se puede ver a Dios de la manera más perfecta posible fuera de la visión de su misma esencia»48. Es la doctrina enseñada por San Alberto49 y Santo Tomás50. Estos doctores atribuyen a la inhabitación un conocimiento experimental o quasi-experimental de Dios51. Este conocimiento de Dios por la gracia, bajo la actuación del Espíritu de Verdad, es cualitativamente superior al de la fe, anclada en conceptos abstractivos.
El concepto de experiencia se aplica directamente al orden sensible. Se puede transferir al orden espiritual siempre que se trate, según Santo Tomás, de un conocimiento sobre un objeto presente en la mente por connaturalidad52, sin discurso53 y connotando la afectividad54. Como confirmación de esta purificación de imágenes y especies, ¡cuántas dificultades no hallaba Santa Teresa de Jesús en transcribir sus experiencias místicas!
c) En tercer lugar, la fe por la autoridad infalible de Dios se adhiere a las verdades de la fe, acepta las formulaciones dogmáticas, pero carece de luz para penetrarlas más ampliamente. La luz de la fe, vivida en enigma, se queda en la corteza de la verdad revelada.
El don de entendimiento aporta una nueva luz, consecuencia de la simplificación del modo discursivo y de la dependencia de la sensibilidad. Y cuanto más intensa es la luz, más intensa y profunda es la penetración de la verdad55 «ya que entendimiento denota cierta excelencia de conocimiento para penetrar hasta lo más íntimo»56. Por esta mayor penetración se da en cierta manera la visión desde dentro, se ve a Dios en cierta manera connatural en los efectos de la gracia57. Aquí radica el perfeccionamiento intrínseco de la fe por la acción donal del entendimiento; mientras la fe asiente a la verdad, el don la penetra íntimamente58. Esta es la misión que Jesucristo anuncia del Espíritu Santo: os he dicho estas cosas mientras permanezco con vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo que el Padre enviará en Mi nombre, Ése os lo enseñará todo y os sugerirá todo lo que Yo os he dicho59. A los discípulos de Emaús y a Pedro en Pentecostés se les abrió la inteligencia para que entendieran las Escrituras60.
d) Por último, la fe, puesto que es oscura, por inevidente, tiene una certeza objetiva plena y firmísima, la veracidad de Dios. Mas, precisamente por ser su objeto inevidente, la certeza subjetiva es sumamente tenue61.
El don de entendimiento que ha purificado la fe en los aspectos antes descritos, al llevar al creyente a la penetración de la verdad revelada aumenta la certeza subjetiva, al tomar más transparente el motivo formal de la fe. Esta mayor certeza engendra el gozo de la verdad poseída62, y es la convicción que alienta a los mártires a dar su vida en defensa de la fe.
La Subida al Monte Carmelo de San Juan de la Cruz, describe las arduas purificaciones de la fe hasta llegar al gozo de la contemplación. Se trata de perder nuestra seguridad para adquirir la seguridad que proviene de la acción del Espíritu Santo. Para realizar este beneficioso trueque, necesitamos una valoración connatural y llena de afecto de Dios.
Don de sabiduría #
Esta valoración corresponde al don de sabiduría.
Entre Dios y la criatura existe un desnivel ontológico. Para salvarlo. Dios nos ha elevado a la condición de hijos y nos ha introducido con su presencia inhabitante en la intimidad de la Trinidad. No somos siervos, sino amigos63, somos morada del Dios vivo64 y formamos una misma realidad, sin confusión, con Dios: que todos sean uno, como Tú, Padre, en Mí y Yo en Ti, para que el amor con que Tú me has amado esté en ellos y Yo en ellos65. Y así la caridad de Dios se ha difundido en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado66.
La distancia entre Dios y el cristiano queda aminorada, en cuanto al conocimiento, por las mociones del don de entendimiento. La adecuación perfectiva en el amor la cumple el don de sabiduría.
Don esencialmente intelectual, contemplativo, cuyo acto es el juicio valorativo de la bondad divina, realizado por connaturalidad con el objeto bajo el impulso normativo del Espíritu de Verdad. Es una mirada valorativa de Dios desde la misma intimidad divina. Como juicio es intelectivo, en cuanto valorativo surge de la caridad y su efecto es el aumento de amor. Dice de él el Angélico: «Esa rectitud puede ser de dos maneras: conforme al uso perfecto de razón o por cierta connaturalidad con aquello que ya se ha de juzgar; como respecto de la castidad, rectamente juzga con inquisición de la razón quien ha aprendido la ciencia moral, y por cierta connaturalidad con ella quien posee su hábito. Así pues, tener juicio recto sobre las cosas divinas por inquisición de la razón, pertenece a la sabiduría, virtud intelectual; mas poseerlo por connaturalidad con ellas, a la sabiduría, don del Espíritu Santo… Por tanto, el don de sabiduría tiene en la voluntad su causa, la caridad; su esencia en el entendimiento, cuyo acto es juzgar rectamente»67.
Por lo mismo, este juicio recto valorativo no depende del raciocinio teológico, sino de la connaturalidad que brota de la experiencia interior: «saber las cosas creídas cuáles son en sí mismas por cierta unión con ellas pertenece al don de sabiduría. Por lo cual, el don de sabiduría más corresponde a la caridad que une con Dios la mente del hombre»68.
La caridad, como raíz y efecto del don de sabiduría, deja intacto lo formal de su objeto intelectivo. Sin embargo, por la intimidad, introduce modificaciones sustanciales en el condicionamiento de la contemplación69. Aproximarse al objeto no es esencialmente mirarlo, pero facilita el verlo mejor. Así obra la caridad en el don. Don que permite saborear la verdad que Dios es Amor, y con la claridad de esa verdad sabida se ilumina la realidad creada; los planes de la providencia son más nítidos, pues se valora todo desde el gusto de la bondad de Dios70. Gustad y ved cuán suave es el Señor71.
Desde este conocimiento sapiencial, en la intimidad connatural con Dios, el hombre «se hace un solo espíritu con Él»72; aumenta el deseo delicado de «inquirir intrínsecamente todos los detalles que pertenecen al amado»73, y se considera el bien y la gloria de Dios como algo propio74. Por ello los contemplativos se enardecen en la gloria de Dios –ut in omnibus honorificetur Deus, de San Benito–; en el deseo de identificarse con Cristo –mihi vivere Christus est, de San Pablo–; y en el deseo de sufrir por el Señor –o padecer o morir– de San Juan de la Cruz.
Quien así alcanza ver a Dios puede ser testigo fehaciente de la fe y alma de una visión teológica del mundo presente que camina hacia el reino consumado de Cristo. El contemplativo, con la ayuda de los dones de ciencia, consejo y fortaleza podrá impregnar toda su vida, su palabra y su acción del sentido convincente de Dios. Los contemplativos siempre han sido los mejores consejeros. San Bernardo, dedicado a la contemplación, ¿no fue el gran consejero de su siglo?
El interés de nuestra juventud por las religiones orientales y su misticismo, ¿no se debe –al menos en parte– a que no se les muestra la riqueza de esta vivencia interior de la contemplación cristiana?
Sacramento de la Confirmación #
Desearía dejar constancia de una sugerencia teológica, rica en perspectiva, de un profesor de teología que ha meditado asiduamente estos temas75.
Defiende la vocación universal a la contemplación sobrenatural, como desarrollo normal de la gracia, supuesta siempre la docilidad ascética y purificadora que ella comporta. Pero une esta vocación universal, que sólo es posible bajo la acción del Espíritu Santo, a la gracia sacramental de la Confirmación: siendo la actuación de los dones del Espíritu Santo la gracia propiamente sacramental de la Confirmación.
Esta última afirmación la apoya en la doctrina de Santo Tomás sobre la Confirmación, como sacramento «de la plenitud del Espíritu Santo, que opera de manera multiforme»76, por el cual se alcanza «en algún modo la edad perfecta de la vida espiritual»77. Y presenta como texto fundamental el siguiente: «Los que reciben este sacramento de plenitud de gracia son hechos conformes a Cristo en su soberana perfección de Verbo Encamado, tal como San Juan lo describe, lleno de gracia y de verdad»78.
Si la Confirmación confiere una configuración con Cristo en la soberana condición de Verbo Encamado, le convierte al que la recibe en testigo de la Verdad y en vencedor del mal por la eficacia de la caridad, y esto cuasi ex officio, en la expresión del Angélico79.
Esta configuración tiene dos principios convergentes: el carácter y la gracia. Por el primero se da una participación en el sacerdocio de Cristo en su triple aspecto cultual, profético y de régimen. La profesión pública de la fe reviste carácter de verdadero culto a Dios y de influencia cristiana en los hombres y en la sociedad. La configuración por el carácter sacramental es exigitiva de la profesión de fe, como auténtico testigo. «La plenitud de verdad y de gracia, que la misión de testigo requiere, sólo se puede obtener en una contemplación transparente de la bondad divina, experimentada sapiencialmente»80.
Si el carácter asimila exigitivamente a Cristo, la gracia lo realiza efectivamente. Y esta gracia sacramental es la moción del Espíritu Santo recibida a través de los dones, como hábitos receptivo-operativos. La actuación del Espíritu Santo es gratuita respecto del cristiano, pero no respecto de los méritos de Cristo, que se nos aplican en el sacramento. «Esta actuación fue merecida por Cristo y es exigida por la Confirmación, por la huella del Redentor marcada en nuestro interior por el carácter y por la gracia; en modo alguno por nuestra condición de creaturas. Por lo cual continúa siendo gratuita para nosotros, como es gratuita la misma redención. Merecida, sin embargo, por Jesucristo condignamente con plena justicia»81.
Esta sugerencia teológica puede sernos muy útil al pensar en el futuro de la Iglesia y de la contemplación82.
De la contemplación a la acción fecunda y creadora #
Las reflexiones teológicas anteriores nos sitúan en el corazón del misterio, y permiten descubrir cuán esencialmente interesan al hombre los valores de la contemplación, precisamente para una acción fecunda en su vida. En efecto, el hombre necesita: saber profundo que viene del fondo del alma, energías de paz, de quietud y de concentración, visión que procede de zonas que están más allá de la mera razón y de la utilidad. Necesita hondura y «calado» en todo, para que la vida no se le haga cada vez más superficial, o más disparatada, y se pierda en esa red de instalaciones que llena el mundo. El hombre se hace débil y deja de ser señor de sí mismo cuando rompe la conexión con los valores absolutos, que son los que dan firmeza y solidez.
No es sólo descanso y posibilidad de recuperación lo que hay que ofrecer al hombre, sino tiempo en el que se eleve a Dios y una situación de vida que le permita hacerse eco de su interioridad. No pueden desaparecer los valores contemplativos, porque representaría un paso, el mayor y más decisivo, a la exteriorización y trivialización de la vida, la pérdida de la verdadera cualidad humana y la debilitación de su fuente de energía y, por tanto, de la fuente de energía de la historia, y esto no lo compensan ni técnicas, ni economías.
Las acciones del hombre sólo pueden explicarse por el móvil que las impulsó, no tienen sentido y valor en ellas mismas. Hay una relación profunda entre acción y contemplación. Filósofos y místicos convienen en reconocer una relación estrechísima, inevitable, entre contemplación y acción. Parece paradójica, pero se entiende cuando se piensa que para el místico la contemplación no es inactividad, sino la forma más alta de vida activa y el grado supremo de la actividad espiritual. Suelen hacerse apreciaciones falsas acerca de la filosofía de la acción al considerarla como un puro irracionalismo. La acción es intrínseca a la actividad misma de la razón, la fase práctica de la voluntad. Así es considerada, por ejemplo, por el Cardenal Newman, que juzga ficticia, inoperante, abstracta una razón puramente contemplativa que no implique adhesión práctica y activa hacia los objetos a los que se dirige.
Los dos escritos del Cardenal Newman, de contenido apologético, Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana y el Ensayo de una gramática del asentimiento, parten del mismo supuesto: una doctrina, cuando es verdaderamente viva y vital, no es una simple posición intelectual, sino que arrastra consigo a la voluntad y, en general, la actividad práctica del hombre. «Cuando una idea –dice– sea real o no, tiene tal naturaleza que fija y posee al espíritu, se puede llamar viva, esto es, se puede decir que está viva en el espíritu, que es su receptáculo. Así, las ideas matemáticas, aunque reales, no pueden propiamente ser llamadas vivientes, al menos de ordinario. Pero cuando un enunciado general, tanto si es verdadero como si es falso, sobre la naturaleza humana, el bien, el gobierno, el deber o la religión, se difunde en una pluralidad de hombres y reclama su atención, no sólo es recibido pasivamente en esta o en aquella forma en muchos espíritus, sino que se convierte en ellos en principio activo, que les lleva a una contemplación siempre renovada del mismo, a aplicarlo en varias direcciones y a difundirlo por todas partes»83.
La acción ha de ser pensada y la contemplación ha de ser acción. El jefe de un aeropuerto no realiza menos la acción que el piloto que la ejecuta; él lleva en sí la responsabilidad que la acción misma le impone porque la piensa. Acción y contemplación se complementan; la elección de esta última no supone de ninguna manera la renuncia de la acción. Toda creación es fruto de una intuición que se torna acción. La evidencia espiritual es el beneficio de la contemplación, en la cual el pensamiento y la acción encuentran su cumplimiento y realización. Cualquiera que acceda a la contemplación se transforma en simiente, en rica semilla que germinará en copioso fruto. El que descubre una evidencia tira del otro para mostrársela. Por eso se ha llamado a la plegaria trabajo y al trabajo plegaria.
Sólo por los valores contemplativos puede el hombre descubrir el sentido de los seres y su calidad. La creación sólo es llevada a cabo por la contemplación y la reflexión; toda realización brota de ellas. Hay que redescubrir la fuerza de los valores contemplativos más allá de la técnica, de lo efectivista y pragmático. Sólo con esa actitud ante la vida hay densidad humana. La contemplación desborda el problema de la vida religiosa y se derrama por todas las formas de vida. Las actuaciones del hombre sólo tienen sentido y densidad cuando son «causadas» por su espíritu, como fruto de sus reflexiones hondas. La inteligencia y el razonamiento tienen que ahondar sus raíces en la fuente y manantial de la contemplación; sólo así es posible la manifestación de la belleza, la solución de los problemas sociales y políticos, y la superación de las crisis morales y económicas. Por la contemplación, el hombre busca las líneas de fuerza fundamentales para la vida y su despliegue. El paso del plano de la práctica, del plano intelectual al plano moral se da mediante la profundización en una verdad entrevista por el espíritu.
La contemplación, la más alta expresión de la vida intelectual y espiritual del hombre #
«La contemplación es la más alta expresión de la vida intelectual y espiritual del hombre. Es esa vida misma, plenamente despierta, plenamente activa, plenamente consciente de que está viva. Es portento espiritual. El espontáneo temor ante lo sagrado de la vida, del ser. La gratitud por la vida, por la conciencia y por el ser. La vívida comprensión de que nuestra vida y nuestro ser proceden de una Fuente invisible, trascendente e infinitamente abundante. La contemplación es, por encima de todo, la conciencia de la realidad de esa Fuente»84.
La contemplación es la que da fuerza y potencia a la vida humana y asegura su raíz y fundamento. Es necesario el desarrollo de la contemplación para que se logre una civilización digna de hombres íntegros. Ella hace avanzar más y más en todos los órdenes, porque todo lo que es progreso tiene que estar cimentado en la verdad, máxima aspiración del ser humano y objeto central de todos sus esfuerzos. De la contemplación se salta al conocimiento de Dios, del mundo y de los hombres. Cada realidad tiene en sí una ley, una estructura que viene de mucho más lejos que la palabra que la designa, y va también más allá que ella. La contemplación es la puerta de entrada desde donde cada cosa recobra su densidad original, y se descubre la red de todas las relaciones. ¿Qué puede dar sentido al hombre si no es la contemplación?
Para todo pensador profundo hay algo muy esencial que permanece a través de este constante devenir hacia objetivos y continuas transformaciones. En una perspectiva moral, la ontología, diría Blondel, es una «ontogenia»: «Pero a partir de estas indicaciones preparatorias, solo nos queda una impresión del carácter dinámico de una verdadera ontología, que podría llamarse más adecuadamente ontogenia. Lo que ahora tenemos que aclarar punto por punto y paso a paso es, ante todo, la presencia efectiva de la norma que es, en nosotros, el llamado de Vetre, quién debe ser, quién será y quién ya está esbozando»85. Sólo la contemplación es capaz de captar ese algo que permanece a través de todas las transformaciones y oír la llamada al ser que debemos ser y que está ya en nuestro interior. «La contemplación es también la respuesta a una llamada: una llamada del que no tiene voz y, sin embargo, habla de todo cuanto es y, especialmente, en la profundidad de nuestro propio ser»86.
Los hombres, al asumir la dirección de nuestra vida abrazamos con mirada inquieta nuestras posibilidades, cuya realización y logro constituye el drama de nuestra libertad. Sólo la contemplación nos impedirá abdicar de nuestra misma cualidad humana y de nuestra vocación a la grandeza. Toda acción es una interrogación sobre la condición humana. Los hombres luchan, se afanan, mueren, ¿por qué? ¿En nombre de qué el esfuerzo, el maquinismo, la técnica, el progreso, el trabajo, la política, el vértigo en la diversión y en el placer? ¿No es laprimera ley la de defender la dignidad humana, la integridad del hombre, su felicidad eterna? ¿Por qué sus actos? ¿Le fundamentan, le destrozan, le realizan? La respuesta a la acción última sólo puede venir de la dimensión fundamental del hombre, de su estructura esencial, de su carácter de ser religado a Dios, que viene de Él y va a Él.
La sociedad, para que merezca ese nombre, tiene que estar integrada por personas, no por cerebros electrónicos, ni por números, ni por unidades mecánicas. Y ser persona implica, como ya he dicho anteriormente, una interioridad en la que el hombre descubre su realidad, la del otro, y la del mundo en que habita. Cuando los hombres están meramente sumergidos en una masa de seres impersonales, impulsados o movidos por fuerzas automáticas o ajenas a su ser, pierden su capacidad, viven ajenos a su espíritu y no pueden mantenerse unidos por el amor. Y al perder su excelsa y exclusiva capacidad de contemplación se llenan de servilismo, de resentimiento, de odio, y la sociedad se corrompe. El hombre no puede recibir un mensaje espiritual mientras su mente y su corazón no estén libres. Si está esclavizado, no puede remontarse a la verdad. El progreso técnico, crezca en la medida que crezca, no curará nunca el egoísmo y el odio que como un cáncer corroe las entrañas de una sociedad materialista. La única cura es espiritual.
«La naturaleza intelectual de la persona humana se perfecciona y debe perfeccionarse por medio de la sabiduría, la cual atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y del bien. Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de lo visible hacia lo invisible. Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad de esta sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de la humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no se forman hombres más instruidos en esta sabiduría. Debe advertirse a este respecto que muchas naciones económicamente pobres, pero ricas en esta sabiduría, pueden ofrecer a las demás una extraordinaria aportación. Con el don del Espíritu Santo, el hombre llega por la fe a contemplar y saborear el plan divino. En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, advirtiéndole que debe amar y practicar el bien y que debe evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente»87.
La concepción bíblica del hombre señala en él tres aspectos fundamentales:
1º Está hecho a imagen y semejanza de Dios. Tiene un ser que rebasa lo material, y su plenitud y felicidad están en Dios. Dijo Dios: Hagamos el hombre a imagen nuestra, según nuestra semejanza…, y creó Dios el hombre a imagen suya88. El hombre necesita por su mismo ser de la contemplación, adoración y glorificación de Dios. Amarás a Dios tu Señor con todo tu corazón y con toda tu alma y toda tu inteligencia89.
2ºDominio sobre el mundo. Cuando Dios crea a Adán le asigna su tarea terrestre, dominar el mundo y ponerlo a su servicio. Domine en los peces del mar, en las aves del cielo, en los ganados y en todas las alimañas, y en toda sierpe que serpea sobre la tierra… Sed fecundos y multiplicaos y llenad la tierra y sometedla; dominad en los peces del mar, en las aves del cielo y en todo animal que serpea sobre la tierra… Mirad que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la faz de toda la tierra y todo árbol que lleva fruto de semilla: Eso os servirá de alimento90.
3º Estar en comunión con los demás hombres. A la esencia de la naturaleza humana pertenece «la relación». No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada91. Amarás a tu prójimo como a ti mismo92.
El hombre no puede abandonar ninguno de estos tres aspectos porque los tres se entrelazan, son consecuencias unos de otros, y resumen toda su vida. No está dividido el hombre, ni disociado, es una maravillosa unidad; su lucha está entre la gloria de Dios o la idolatría de sí mismo. La disociación aparece cuando nosotros introducimos esta deformación, pues es evidente que no pueden existir dos absolutos.
Romano Guardini, en un magnífico escrito –El domingo, ayer, hoy y siempre– incluido dentro del libro ya citado La preocupación por el hombre, señala cómo la Biblia ritmaba la existencia del hombre entre el trabajo y la adoración. Este ritmo venía dado por los días de la semana que oscilaban entre la soberanía del hombre sobre el mundo, seis días de trabajo, y la adoración; la confirmación creativa del mundo, y su ofrecimiento a Dios. El séptimo día se renovaba su fuerza, su visión; la contemplación de Dios elevaba su espíritu y le enderezaba por caminos seguros y verdaderos.
Cristo ha fundado una nueva existencia, con Él empieza el existir cristiano. Surge el día del Señor, el día de la Resurrección. Este día queda el cristiano libre de su trabajo y tiene que volver siempre a darse cuenta de que está «redimido», de que está llamado a ser hijo de Dios y participar en su vida. Por eso es tan importante el domingo y esos tiempos de contemplación que el alma necesita para poder ser. En esos tiempos se replantean todo lo que es su vida y su hacer, su amor y su relación, el camino que está recorriendo y lo que está dando a los de su alrededor. Sin la contemplación y la adoración, el hombre se vuelve inhumano por muy progresivo y técnico que sea.
Todos necesitamos horas de reflexión para comprender nuestra dignidad, la de nuestra condición de criaturas e hijos de Dios, a pesar de todo. Enajenados por la vida cotidiana, perdemos el sentido de la realidad y nos hacemos confusos con nuestros enredos, juicios y tensiones. Se nos quebranta el valor por la pequeñez, la maldad y la miseria. ¡Cómo nos dejamos llevar por la vorágine de nuestra civilización! ¿En qué quedan nuestros ratos de reflexión, de encuentro con nosotros mismos, de adoración, de contemplación, a la luz clara del Evangelio, de nuestra tarea, en ese mundo que nos ha sido confiado a los hombres? ¿En qué queda la vital y necesaria participación, serena, tranquila, sin prisa, en el sacrificio redentor de Cristo? ¿Es realmente fuente de energía? Si se lograra desarraigar en el hombre la contemplación, perdería su consistencia religiosa y quedaría a merced de todos los intereses, poderes y afanes egoístas de sí mismo y de los demás.
Tercera Parte
La contemplación de cara a la civilización del futuro #
Lección del pasado #
La lección del pasado puede servirnos para ahuyentar de nuestros espíritus, tanto el orgullo pesimista como la altanería del optimismo, centrados en el solo esfuerzo humano, y para afianzarnos en la esperanza teologal del Dios providente, rector de la historia de los hombres y de las colectividades.
El Dios eterno y trascendente al tiempo ha querido asumir, por medio de su Hijo encarnado, la temporalidad y la historicidad del hombre. Con su palabra de verdad, con su santidad, su muerte y resurrección, ha esclarecido el sentido definitivo de la existencia del hombre en su destino eterno y sobrenatural, y ha vencido el mal del error, del pecado y de la muerte. Escatológicamente, el triunfo del bien sobre el mal es una realidad.
Pero mientras no llegue la hora del triunfo definitivo, coexisten en el mundo el bien y el mal. La parábola del trigo y la cizaña es una indicación de la contrastante realidad de la historia. En ella ve expresada Jacques Maritain, maestro ejemplar de contemplativos, la ley que él denomina «del doble progreso contrario». El bien y el mal avanzan juntos. El mal, parasitario del bien y porque no tiene un término positivo, nunca puede aniquilar el bien. Suprimir el bien sería la desaparición del mal, ya que siendo negatividad no podría «subsistir». Por ello puede decir Santo Tomás de Aquino, que el bien en la bondad es más fuerte que el mal en la malicia. Ni siquiera el crecimiento del mal está en proporción directa con el del bien. «En ciertos períodos de la historia lo que prevalece y predomina es el momento de degradación, y, en otros períodos, es el movimiento de progreso del bien»93.
Por la acción providente y rectora de Dios sobre la historia, el bien prevalece sobre el mal. Mas esta acción divina no excusa, antes requiere la libre cooperación humana. ¡Cuántas veces el heroísmo de los santos y de los mártires ha influido en la implantación de los valores espirituales!94 Y es que los medios humildes menos gravados de materia y más unidos a la Cruz, son más eficaces. «La esencia pura de lo espiritual –escribe Maritain– deberá ser buscada en la actividad inmanente, en la contemplación cuya peculiar eficacia para tocar el corazón de Dios no perturba un solo átomo de la tierra… Y ésta es la condición de su eficacia. Demasiado ágiles para ser detenidos por cualquier obstáculo, se abren camino donde el más poderoso equipo resulta impotente para hacerlo. Debido a su pureza atraviesan el mundo de cabo a cabo. No siendo ordenados al éxito tangible, participan de la eficacia del espíritu»95.
Cristo vencía en la paciencia de los mártires la endeble fuerza de la violencia. La paz de la Iglesia no se hizo esperar. Los mártires sembraron la paz con su generosidad heroica, del mismo modo que Cristo había reconciliado al hombre con el Padre con la eficacia generosa de su sangre.
Cuando la invasión de los pueblos bárbaros parecía sumir en el vandalismo la naciente cultura cristiana, los hijos de San Benito, contemplativos y misioneros, engendraban para la Iglesia comunidades fervientes. Y en los monasterios benedictinos, siempre hospitalarios, encontraban asilo los restos de la cultura pagana.
En la Edad Media, cuando las corrientes del pensamiento griego y árabe entraban en la Universidad y hubieran podido inducir a la separación definitiva de la razón y la fe, las figuras geniales de San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino, junto con la escuela franciscana, en un esfuerzo gigantesco del pensamiento transformaron en instrumento de teología cristiana el corpus aristotélico. Y en la misma Edad Media, con sus luces y oscuridades, la cristiandad marcaba un hito en la historia, como inspiración cristiana de la vida ciudadana. Los hombres de vida contemplativa y reflexiva habían logrado una civilización que, hasta donde cabe en lo humano, estaba impregnada de espíritu cristiano.
Las conquistas del espíritu del bien no quedaron ancladas en aquellos siglos. La Iglesia, ligada a la temporalidad e historicidad de los hombres, ha seguido avanzando. Cuando se produjo la separación del protestantismo, nuevos pueblos veían en América la luz de la fe y una floración de santos era la contrapartida de tantas defecciones.
En el siglo pasado, la privación del poder temporal del Romano Pontífice, augurada por algunos como la definitiva ruina del Papado, sirvió para que la misión espiritual de la Iglesia pareciera más nítida y culminó con la definición de la infalibilidad pontificia. Desde entonces, la autoridad moral de los Pontífices ha crecido admirablemente.
Y en nuestro siglo, cuando parecía que el modernismo amenazaba definitivamente la sobrenaturalidad del misterio cristiano, la figura vigorosa por humilde de San Pío X, con su piedad eucarística y su clarividencia, salvó de nuevo el curso de la Iglesia. ¿Y no les parece oportuna la definición dogmática de la Asunción de María por Pío XII, como un clamor de esperanza frente a la angustia de un existencialismo, que ve en el hombre un ser destinado a la muerte?
¿De dónde ha recibido la Iglesia la fuerza para superar los avatares de la historia? De la vida interior, cuya plenitud se encuentra en la contemplación y cuyo impulso es el Espíritu Santo. De Él ha hablado con insistencia el verdadero espíritu del Vaticano II, reflejado en la letra de sus documentos96.
Dios, en la Iglesia, y a pesar de las limitaciones y pecados de los hombres de la Iglesia, siempre ha vencido el mal con la abundancia del bien. Pero me parece que Dios nos llama a un esfuerzo supremo en esta hora difícil y crucial. El remedio debe ser profundo por sencillo, y por lo mismo eficaz; de los que no hacen ruido, pero que lo vivifican todo. Es el esfuerzo de una docilidad total al Espíritu Santo. Es el esfuerzo de una dedicación perseverante y esforzada a la oración contemplativa, porque el mundo actual necesita ideas claras y vivificantes que sólo pueden dimanar de la intimidad con la luz y la vida de Dios.
Retorno a los valores eternos #
Si nuestra civilización está haciendo grandes esfuerzos, ya muy logrados, por conseguir un dominio cada vez mayor del mundo, tiene que estar profundamente convencida de que tan esencial como la ciencia y la técnica le es la contemplación que tiene que ser su alma, su móvil y su fuente de energía.
«A medida que el compromiso temporal adquiere más cabida en la vida de los cristianos, es preciso que el testimonio de la contemplación le presente su contrapeso. A través de los cambios de la civilización de hoy se expresa una búsqueda oscura de un perfeccionamiento total del hombre. Pero este perfeccionamiento no puede verificarse al nivel, de una civilización puramente material, ni siquiera de una simple fraternidad humana. En última instancia se trata de una búsqueda de Dios, cual se da en el corazón de la crisis actual del mundo. Se trata, pues, de hacer presente en medio de la civilización técnica la dimensión de la trascendencia, fuera de la cual no hay humanismo posible. Este fenómeno es cierto incluso a nivel de la construcción de la ciudad. Puesto que si la adoración no se halla representada en el seno de ésta, si se construye fuera de Dios, no será solamente una ciudad arreligiosa, sino también una ciudad inhumana. Y precisamente porque el hombre de hoy tiende a bastarse a sí mismo, por ello la adoración se convierte en el más urgente de los combates. Una ciudad donde los hombres mueren de hambre o se hallan sin abrigo es una ciudad inhumana; una ciudad donde no está presente la plegaria como una lumbre escondida es asimismo una ciudad inhumana»97.
Trabajando por los solos bienes materiales construimos nuestra prisión. La civilización, como ha dicho Littré, es el conjunto de opiniones y costumbres que resultan de la acción recíproca de las artes industriales, de la religión, de las bellas artes y de las ciencias. Toda civilización comporta, pues, una serie de lazos, de responsabilidades, de normas y de leyes que impone, todo lo cual se dirige hacia la protección de la libertad y realización del hombre.
Sin la contemplación, la sociedad humana se convierte en un mundo asfixiante, en el que acabarían por ahogarse el hombre, la creación científica, artística, las ciencias sociales y humanas. No tendría sentido, ni existiría la ética ni la moral. Sería un verdadero caos en el que ya lo de menos sería la confusión reinante. Se concibe mal la civilización sin un criterio de eficacia y progreso, pero esta eficacia no puede ser sólo material. La civilización tiene que favorecer toda la riqueza del espíritu humano, y de ninguna manera impedir su más alta capacidad: la contemplación. Ella es la que ilumina toda la acción y en su luz el hombre va moldeándose y señoreando la tierra entera. En realidad, la transformación y el enriquecimiento material son accesorios, porque no es la eficacia material el último objetivo de la acción. El uso de instrumentos científicos no puede hacer de los hombres fríos y deshumanizados técnicos, o materialistas inquietos únicamente por la practicidad y eficacia. Esto es confundir los medios con el fin.
«Cuando se habla de que la ciencia ha fracasado como ideal humano y que este fracaso es una de las causas de la confusión que preside la encrucijada de la historia que nos ha tocado en suerte vivir (y escribo lo de “suerte” sin asomo de ironía), se comete un error de bulto; no es la ciencia como ideal, sino el ideal de la técnica lo que ha fracasado. Cuando el hombre ha tenido a su disposición en el breve espacio de muy pocos años, técnicas prodigiosas para todo, con las que no pudo nunca ni siquiera soñar, se ha enterado, y sólo entonces, de que esas técnicas no sirven para resolver nada fundamental; ni aun para darle una sensación de superioridad sobre el hombre de las edades anteriores, el que soñaba con esas técnicas como en algo casi irrealizable y suponía que en ellas estaba la clave de su liberación de las miserias humanas. Pero esto no es decepción de la ciencia o no debe serlo; sino motivo para dar, casi siempre, a Dios lo que es de Dios, es decir, para renovar la categoría del pensamiento eterno e inacabable, y para dejar en su lugar al César, a la técnica, a lo que se toca y nos fascina con su poder material, pero que está vacío de sentido trascendente. Ciego será quien no vea que el ideal de la etapa futura de nuestra civilización será un simple retomo de los valores eternos y por ser eternos, antiguos y modernos: a la supremacía del deber sobre el derecho; a la revalorización del dolor como energía creadora; al desdén por la excesiva fruición de los sentidos; al culto del alma sobre el cuerpo; en suma, por una u otra vía, a la vuelta hacia Dios». Esto lo dice un hombre que fue un gran médico, científico, naturalista, biólogo, historiador de la condición humana, Gregorio Marañón, al que siempre admiré y que ahora, estando en Toledo, me parece más próximo y cercano98.
No podemos hacer una civilización que rompa la unidad de la persona humana, en la que el hombre se alimente de una cultura de confección y estandarizada. La máquina, la técnica y el progreso, insisto, son medios para un fin. En realidad, nada malea al hombre si sabe utilizarlo. Nos falta distancia para juzgar los efectos de transformaciones tan rápidas como las sufridas. ¿Qué son los años de historia de la máquina en relación con los miles de años de historia del hombre? Estamos empezando a construir una nueva casa. Todo ha cambiado muy rápidamente: relaciones humanas, condiciones de trabajo, diversiones, costumbres, las mismas ciencias del hombre han sido removidas en sus bases más profundas. Las nociones de ausencia, separación, distancia, posibilidad, utopía, aunque lo expresemos con las mismas palabras no contienen las mismas realidades. Estamos utilizando un lenguaje nuevo establecido para el mundo de nuestra civilización.
¡Cuidado que la vida no nos parezca responder a nuestra naturaleza por la sola razón de que no se acomoda a nuestro lenguaje, al que hemos encuadrado nosotros mismos y del que excluimos contenidos esenciales! En la civilización hay que evaluar la significación integral, no sólo la utilidad material, la rapidez y la urgencia. No tenemos que olvidarlos, desde luego, pero que no prevalezcan contra la significación del hombre y su destino.
Y ahora oigamos de nuevo al Cardenal Daniélou, muy próximo a lo que acabamos de leer del doctor Marañón: «Como ha ocurrido a menudo en otras etapas de la historia, hay fuerzas que, al principio, en el momento en que son suscitadas, se presentan como obstáculos, porque son fuerzas nuevas, porque tienen esa especie de vigor y dureza de una cosa que brota. En un tiempo, la ciudad apareció de momento como maldita, y los israelitas nómadas pensaban que sólo había posibilidad de salvación en la vida libre del desierto. Sin embargo, vemos llegar un momento en que la historia cambia, en que David construye la Ciudad Santa, Jerusalén, donde introduce a Dios antes de introducir al hombre. También ahora nos hallamos en uno de esos virajes históricos, en uno de esos momentos en que hay fuerzas nuevas que hasta el presente se habían constituido en gran parte fuera de la órbita del Evangelio, pero de las que nada dice que no puedan ser marcadas con el signo de la Cruz. Debemos buscar los caminos por los que este mundo de la técnica deje de constituir un obstáculo para la adoración y se convierta por el contrario en un mundo que, a su vez, lleva a la adoración»99.
La contemplación enseña a utilizar en favor de un continuo progreso «integral» todos los medios al alcance de la mano. Abre nuevos caminos, da serenidad en medio de las dificultades y crisis. Ilumina y obliga en el servicio al prójimo. Enseña a ver en el sufrimiento, consustancial en la vida humana, la expresión de la verdad última de la existencia que penetra hasta la redención, hasta la hondura de lo divino. Nuestra vocación, que no es sencillamente la de «hacer», sino por encima de todo la de «ser», para lograr nuestra verdadera identidad y nuestro destino, sólo puede ser intuida y vivida desde la contemplación.
Alma de la civilización #
La Iglesia ha recibido de su divino Fundador la misión de salvar a los hombres en el orden sobrenatural, pero no puede cumplirla en estructuras de pecado. No es de su incumbencia inmiscuirse en el orden temporal. Pero sí forma parte de su misión iluminar toda la realidad desde la luz revelada para que el mundo espiritual y temporal se ordene a la gloria de Dios. Y cumple su misión a través de sus hijos, desde esferas distintas. Unos iluminando, otros, principalmente los seglares, incorporándose como hijos de la Iglesia a los quehaceres de la ciudad terrestre, para imbuir de espíritu cristiano las propias estructuras temporales. Dice la Lumen Gentium: «Procuren, pues, seriamente, que por su competencia en los asuntos profanos y por su actividad elevada desde dentro por la gracia de Cristo, los bienes creados se desarrollen en servicio de todos y cada uno de los hombres y se distribuyan mejor entre ellos según el Plan creador y la iluminación de su Verbo, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil; y que, a su manera, estos seglares conduzcan a los hombres al progreso universal en la libertad cristiana y humana. Así, Cristo, a través de los miembros de la Iglesia, iluminará más y más con su luz a toda la sociedad humana»100.
Frente a las corrientes secularizadoras, el cristiano que busca conocer «la naturaleza íntima de las cosas, su valor y ordenación a la gloria de Dios»101, para ejercer con competencia una profesión secular, está haciendo práctica la oración contemplativa y realiza la consagración del mundo a Dios. Porque tal ejercicio testifica y evidencia que no hay oposición entre la naturaleza y la gracia; que ser cristiano no es vivir alienado de las preocupaciones de este mundo, sino un asumirlas plenamente desde una perspectiva trascendente, para infundirles el verdadero sentido.
Y esto es renovar y vivificar el concepto y la realidad de cristiandad: «En tal perspectiva –dice Maritain–, la noción de cristiandad alcanza su completo significado y sus enteras dimensiones. La noción de cristiandad es claramente distinta de la noción del cristianismo y de la Iglesia. Cristiandad significa una civilización inspirada cristianamente, no un mundo cristiano simplemente decorativo, sino una civilización real y vitalmente cristiana. La cristiandad pertenece al reino temporal, pertenece al mundo, al mundo como sobre-elevado en su propio orden natural por el fermento cristiano… En cada nueva era de la historia es normal que los cristianos esperen una nueva cristiandad y se forjen para guiar su esfuerzo, un ideal histórico concreto apropiado al clima particular de la era en cuestión»102.
Para buscar el clima de esta cristiandad renovada estamos aquí.
La contemplación cristiana debe ser su alma inspiradora, porque conserva siempre lozana la luz que proviene de la bondad providente de Dios.
Hoy el progreso ha abierto a amplios sectores el horizonte de la cultura. Si bien puede ser fuente de errores, es asimismo una palestra abierta a todos los cristianos, sacerdotes, religiosos y seglares, para dar razón de nuestra esperanza y manifestar en diálogo continuo y en forcejeo con los dominadores de este mundo tenebroso103 el mensaje de Cristo con la vida y la palabra104 y el proselitismo serenamente apostólico105.
No es hora de dormirnos en los laureles pretéritos, sino de humilde y constante esfuerzo de difusión de la verdad cristiana, de implantar la sabiduría de la fe.
Muchos seglares, competentes en diversos campos, del saber, filosofía, ciencia y técnica, se adentran con fruto personal y eclesial en el campo de la teología. Maritain fue un noble ejemplo. Se sienten llamados a poseer una visión teológica del mundo. Auguramos que su número crezca. Es la llamada a la contemplación, que ya no es monopolio de unos pocos, sino patrimonio de todos.
Escuelas filosóficas esparcidas en diversos lugares, se esfuerzan por salvaguardar los valores sapienciales de la metafísica y la capacidad radical del hombre para alcanzar la verdad. Merecen nuestro aliento. Pues son adalides del obsequio racional de la fe, que no aniquila el esfuerzo de la razón, sino que lo perfecciona por elevación a un plano sobrenatural. En sus manos tienen el arma secular de la elevación del mundo a los valores espirituales. La filosofía «perennemente válida» es el primer peldaño serio y eficaz para que la contemplación cristiana sea el alma de la civilización del mañana.
Mas he ahí la fuerza de la sugerencia teológica antes apuntada. La Confirmación es el sacramento de la perfección cristiana en los diversos estados de la vida personal. En estos momentos de vacilación de la fe en tantos cristianos, y hoy que tanto se habla del Espíritu Santo, ¿no es la ocasión de revalorizar este sacramento que da firmeza en la fe, por cuanto entraña la gracia de la oración contemplativa? ¿No sería útil que en los monasterios se hablara, a cuantos llaman a sus puertas, del Espíritu Santo y de su actuación en las almas? Si deseamos una Iglesia pujante, dejemos que Él nos guíe hasta la verdad completa a través de la contemplación.
Tengo para mí que la teología que tiene las puertas abiertas a la fecundidad del pensamiento y de la vida eclesial es la teología del Espíritu Santo.
Si la profundidad contemplativa de la fe y su fortaleza hasta el testimonio arduo del martirio están ligadas a la Confirmación, seamos difusores de una digna recepción de este sacramento y de su fuerza vital en la vida cristiana.
¿Cómo va a juzgar la historia nuestra civilización si no damos urgentemente cauce a estos valores de los que vengo hablando? ¿De qué es capaz la civilización técnica? No puede pensarse en que los constructores de la civilización ofrezcan un panorama en el que sólo se planteen los problemas técnicos, los niveles de los precios, los índices de producción, las concesiones recíprocas de unas naciones a otras hechas con espíritu de cálculo y de propio interés, las especulaciones económicas. Esto es tener un conocimiento muy pobre de los hombres y darles como alimento unas cuantas cifras y datos, o sumas muy respetables, pero que representan muy poco al lado de las exigencias individuales y colectivas de la humanidad. En Europa, América, Asia y el mundo entero, ¿qué lugar ocupan en las listas de los programas a poner en práctica valores humanos que no estén puramente vinculados a la civilización que vivimos?
El problema fuerte que acucia a nuestra civilización, ya lo sabemos, es el del materialismo y naturalismo, el de la exteriorización del hombre y la trivialización de su espíritu. Ya queda muy lejos la cuestión tan debatida sobre el conflicto entre ciencia y religión. «A medida que ha ido transcurriendo el siglo veinte, el problema religioso fundamental ha dejado de ser la oposición entre la ciencia y la teología. El conflicto se plantea más bien entre el ateísmo y el supernaturalismo. El problema consiste en dilucidar si, a la larga, una fe exclusivamente “terrenal”, a semejanza del comunismo marxista, va a poder proporcionar a las masas humanas un sucedáneo satisfactorio de la fe “ultraterrena” que ha acariciado la humanidad desde los tiempos más antiguos… Las dos guerras mundiales, con sus cambios políticos, económicos y sociales, han hecho surgir graves dudas sobre algunas de las enseñanzas optimistas de los anteriores científicos sociales. Muchas personas, que se habían desinteresado de la religión al contemplar la depravación humana evidenciada por los campos de concentración hitlerianos, por los problemas morales suscitados por los bombardeos, o los engaños y la crueldad de los comunistas, han empezado a pensar en los últimos valores humanos y las basesespirituales tradicionales de la civilización, y algunas han llegado a la convicción de que sólo los principios y la moral del cristianismo pueden solucionar el espíritu de destrucción y el caos del siglo XX»106.
El hombre ha de dominar la tierra, pero ha de hacerlo a semejanza de Dios. En el principio la Palabra existía y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron107.El señorío del hombre no es por derecho propio, sino en acto de servicio, de amor y de gloria respecto al único Señor. Pues de su plenitud hemos recibido todos, gracia por gracia108. No es un esclavo, sino que es hijo de Dios. Les dio poder de hacerse hijos de Dios a los que creen en su nombre109. A semejanza del Padre viven y actúan los hijos en libertad y están llamados a una libertad en la que sólo pueden ya estar en el Bien, en la Verdad y en el Amor. Yo les he dado la gloria que Tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno: Yo en ellos y Tú en Mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que Tú me has enviado y que Yo les he amado a ellos como Tú me has amado a Mí. Padre, quiero que donde Yo esté estén también conmigo los que Tú me has dado, para que contemplen mi gloria, la que me has dado porque me has amado antes de la creación del mundo110.
En la medida en que en nuestro momento actual haya personas que, con ideas claras acerca del valor de la contemplación, las vivan en su vida, en esa medida la civilización tendrá alma y espíritu, poseerá auténticos valores generadores constantes de obras grandes y será más íntegramente humana porque estará más cerca de la «imagen y semejanza de Dios». Cada uno de nosotros debemos desarrollar la contemplación y los valores contemplativos en todas las esferas a nuestro alcance: relación con Dios, con los demás, vida personal, familiar, trabajo, empresa, arte, ciencia, saber, política, sociedad. La existencia en su totalidad, dice el Génesis, es buena, y lo repite como una exaltación gozosa constante: Y vio Dios que estaba bien… Y vio Dios que estaba bien111. Y al final asume toda la creación en su exclamación:Vio Dios todo cuanto había hecho, y he aquí que estaba muy bien112.
Dice Hayes Baldwin Cole en el libro Historia de la civilización occidental (ya citado), que así como la característica del comunismo es el materialismo ateo dialéctico, así el cristianismo es una de las esencias del mundo libre. Seamos fieles los cristianos a esta libertad. «La buena nueva de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre caído, combate y elimina los errores y males que provienen de la seducción permanente del pecado. Purifica y eleva incesantemente la moral de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda como desde sus entrañas las cualidades espirituales y las tradiciones de cada pueblo y de cada edad, las consolida, perfecciona y restaura en Cristo. Así, la Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye, por lo mismo, a la cultura humana, y la impulsa, y con su actividad, incluida la litúrgica, educa al hombre en la libertad interior… La Iglesia recuerda a todos que la cultura debe estar subordinada a la perfección integral de la persona humana, al bien de la comunidad y de la sociedad entera. Por lo cual es preciso cultivar el espíritu de tal manera que se promueva la capacidad de admiración, de intuición, de contemplación y de formarse un juicio personal, así como el poder cultivar el sentido religioso, moral y social. Porque la cultura, por dimanar inmediatamente de la naturaleza racional y social del hombre, tiene siempre necesidad de una justa libertad para desarrollarse y de una legítima autonomía en el obrar según sus propios principios. Tiene, por tanto, derecho al respecto y goza de una cierta inviolabilidad, quedando evidentemente a salvo los derechos de la persona y de la sociedad particular o mundial, dentro de los límites del bien común»113.
El realismo de la humildad #
La Iglesia ha dado un gran paso en el Concilio Vaticano II al presentarse a la humanidad contemporánea con los brazos abiertos para la comprensión y el amor, y con el ofrecimiento de la esperanza. Lo necesitaba nuestro mundo moderno, tan cansado y tan entristecido en su incesante caminar hacia adelante. En muchos espíritus, no de los que se contentan con leer revistas y periódicos, sino de los que han hecho de la reflexión un hábito personal y continuo, los documentos conciliares –no el Concilio mientras se celebraba, ni mucho menos el posconcilio– han sido como una lluvia beneficiosa que abría la tierra de su corazón para la gran cosecha que se esperaba: la de los frutos que ellos mismos iban a recoger y la de los que podrían brindar a los demás hombres en el abrazo fraterno de la Revelación cristiana con los valores positivos de la creación, reconocidos y exaltados más que nunca; en el reconocimiento amoroso y ecuménico de los valores de las demás religiones y en la gran caridad pastoral que habría de animar en el futuro la acción apostólica de los hijos de la Iglesia.
Al decir muchos, en realidad estoy refiriéndome a muy pocos, y con ellos no intento disminuir el gozo que legítimamente sentimos ante la extensión del hecho. Eran muchos dentro de la Iglesia y aun de otras confesiones cristianas; pero en realidad muy pocos, si pensamos en las muchedumbres innumerables que influyen hoy en el curso de la historia, para las cuales, así como el Concilio no fue más que una noticia que despertaba algo de su curiosidad, así también los documentos promulgados siguen siendo completamente desconocidos.
Pienso en estas masas inmensas, pertenecientes a muy diversas culturas y religiones, y dentro de ellas, en los grupos influyentes de científicos, economistas, políticos, sociólogos, poetas, periodistas, etc., los cuales están construyendo el mundo del futuro. Para éstos, hablar del Concilio Vaticano II, del aggiornamento de la Iglesia, etc., significa muy poco. Y desde luego significa aún menos, porque terminan por despreciarlo como síntoma de enfermedad o relativización expresiva de una gran desconfianza en nosotros mismos, cuando comprueban el fenómeno de la contestación alocada, de la desintegración de los dogmas, del ataque a los fundamentos objetivos de la moral, de la falta de oración, del activismo socializante que se empeña en llamar religioso y cristiano todo lo que el hombre realiza, en una palabra, de la libertad desmedida para el entendimiento y para la voluntad, tal como se ha puesto de moda en muchos ambientes de la Iglesia, incluidos ciertos grupos de teólogos. Por ejemplo, la reacción violenta que se está produciendo en el mundo islámico, el cual sin duda ha de contar en el futuro mucho más que lo que cuenta hoy, es, a la vez que de exaltación de sus propios valores religiosos, de desprecio a la corrupción materialista y las degradaciones de la civilización occidental cristiana. ¿Cómo va a ejercer sobre ellos ningún atractivo una religiosidad carente de trascendencia y favorecedora de todos los confusionismos?
Por todo ello, considero indispensable, y aun urgente, de cara a la presencia del cristianismo en la civilización del mañana, insistir en la importancia de los valores contemplativos dentro de la vida moderna. Porque no podemos renunciar a la esperanza. Ha pasado poco tiempo desde que terminó el Concilio y la Iglesia tiene por delante una época que se confunde con los siglos. Creo que podremos asistir a una nueva primavera de nuestra fe y de su proyección sobre el mundo, si nos decidimos a proclamar y a vivir la necesidad de la contemplación de Dios y de los misterios de su vida divina mucho más que hasta aquí, precisamente para poder ser fíeles al Concilio Vaticano II y para que la acción pastoral de la Iglesia en el mundo de hoy sea fecunda.
Ha sido una característica del Vaticano II haber abierto los brazos al mundo actual, mostrando que la Iglesia tiene una misión que cumplir respecto de él. La mirada de la Iglesia hacia el mundo ha sido una mirada de simpatía, con el deseo de establecer con él un verdadero diálogo, en el cual la Iglesia no sólo acoge lo bueno que hay en el mundo, sino también lo que hay de menos aceptable o equivocado. Proclama los valores positivos del mundo de hoy, como continuación de la obra de la creación, y al mismo tiempo trata de corregir lo que puede haber en él de desorientación y deficiencia.
El mundo actual necesita de una ayuda para su propia elevación, precisamente porque la era tecnológica es ambigua, dado que no basta el mero progreso material para que se pueda decir que ese progreso es positivo en el orden humano. Los documentos Gaudium et spes, Pacem in terris, Populorum progressio, señalan con admiración los extraordinarios logros de las ciencias positivas, debidos al avance gigantesco del método matemático y a las aplicaciones técnicas de ritmo acelerado que crean condiciones más humanas y dan mayor unidad al mundo, a la vez que provocan en la sociedad industrial inmensos problemas, tales como, la creciente urbanización, nuevas condiciones de existencia, crecimiento demográfico, transformación de estructuras políticas para hacer frente a las modernas condiciones de la vida social, y la internacionalización de la sociedad que tiende hacia una planificación mundial orgánica. La elevación del nivel cultural de las masas, la toma de conciencia progresiva de los derechos fundamentales del hombre, la promoción obrera, la de la mujer en el nivel familiar, social y económico, y la de la juventud, son valores positivos de nuestra época.
Con todo, este progreso, por sí mismo, no produce un orden humano, solamente da el material para construirlo; queda a los hombres la responsabilidad entera de llevar a cabo esa tarea. Y podemos ya predecir que el futuro será espantoso, si se inspira en las fuerzas oscuras del dinero, del placer, del poder material, y será positivo si se pone al servicio de los fines supremos de la humanidad.
El peligro es real, porque, como ha afirmado recientemente von Braun, el hombre de hoy no está preparado para emplear de una manera humana los inmensos medios técnicos que ya tiene en su poder, y esto puede hacer temer la catástrofe más grande. Diríamos de otra manera también que el peligro que acecha al mundo de hoy es el que describe la Sagrada Escritura en el pasaje de la torre de Babel. En efecto, escribe Pablo VI en la Populorum progressio, «un humanismo cerrado, insensible a los valores del espíritu y de Dios que es su fuente, podría, abiertamente, tener mayores posibilidades de triunfar; sin duda el hombre puede organizar la tierra sin Dios, pero sin Dios, al fin, no puede más que organizaría contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano»114.
El predominio exclusivo de las ciencias positivas crea un desequilibrio en las inteligencias y produce una crisis del pensamiento filosófico y de la cultura moral. Construir una ciudad humana de espaldas a Dios es construirla en lucha del hombre contra el hombre. Ahora bien, el ateísmo no es un producto necesario de la tecnología, como tampoco la fe en Dios lo es de la civilización pre-científica. Teilhard de Chardin tenía razón cuando decía que cuanto más progresa el hombre más siente la necesidad de adorar. El ateísmo es una enfermedad del hombre moderno. A nivel de masas, como fruto de una civilización secularizada de la que Dios ha sido expulsado. En el nivel de los más elegidos y preparados, porque estiman equivocados que la emancipación de la persona comporta el rechazo de un principio trascendente.
Frente a esta confusión no podemos permanecer con los brazos cruzados. El Concilio exhorta a los cristianos a tomar parte en la realización y la orientación de este mundo al que pertenecemos. Ahora bien, ¿qué es lo que podemos aportar?
La presencia de la Iglesia en el mundo debe tener como objeto ayudar a la civilización actual a orientarse hacia los verdaderos fines del hombre. No a una mundanización que invita a arrodillarse ante el mundo, como decía Maritain tachando y criticando ciertas posturas del momento actual, sino a una lucha para dar al mundo de hoy el alma de que siente necesidad, para servirse de sus riquezas según los verdaderos fines de la persona, y para hacer presente en su seno el culto de Dios. Aquí está la gran misión de la Iglesia. ¿Cómo puede realizarse?
Lo primero que hay que procurar es que haya cristianos presentes en los sectores vitales de nuestra sociedad, que llenos de fe y de amor auténtico transmitan un sentido religioso de adoración y hagan ver el lugar que corresponde a Dios en la sociedad actual. Como el Concilio recordaba, citando la carta a Diogneto115, esos cristianos han de ser el alma del mundo, para lo cual se necesita vivir de la fe, no solamente conocerla No bastarán nunca los cambios políticos si el hombre mismo no es transformado. Tampoco basta creer en Jesucristo, hay que vivir en Jesucristo. Hay que ser cristianos vivos, con la vida interior espiritual que el Espíritu Santo suscita en nosotros y que se resume en fe, esperanza y amor. Estos cristianos son los que el mundo moderno espera, firmes en su fe y al mismo tiempo abiertos a la era presente. Hombres de fe inflamados interiormente, capaces de comunicarla a los demás.
Mas nada de esto es posible sin momentos fuertes de contemplación, en el silencio, en la pausa, en la reflexión, en el amor sereno a Jesucristo y sus misterios para dejarse poco a poco invadir por los sentimientos mismos de Cristo, ya que ser sal del mundo significa llevar en nosotros al que es la verdadera sal y, como dice San Marcos al final del capítulo noveno del Evangelio, tener esa sal en nosotros es tener paz unos con otros. Es necesario reconocer el valor de la contemplación que Pablo VI proclama en el discurso de clausura del Concilio Vaticano II. El mundo de hoy necesita no simplemente de la contemplación científica a la que se dedica en sus investigaciones, sino de la contemplación amorosa de Dios.
No sólo momentos de contemplación. Es necesario que haya hombres que vivan vida de contemplación, porque la presencia continua de seres que tienen la mente abierta a la contemplación del misterio de Dios es siempre una llamada a lo más alto, es como un toque en la conciencia para que la vida del hombre no se sumerja en el materialismo, sino que se eleve, y quede también abierta en la medida que a cada uno corresponde. De hecho, así como el Concilio habla de que la vida de virginidad consagrada es un aliento para la vida y la fidelidad matrimonial, de una manera parecida, esas vidas contemplativas son un aliento y un estímulo para elevar la realidad del mundo y para mover a los cristianos que en él se encuentran, a procurar también ellos una actitud semejante.
Más aún, es necesario que haya centros de contemplación en la Iglesia como la Trapa, la Cartuja, el Carmelo…, esos lugares que en medio de la sociedad deberían tener siempre preferencia por su capacidad para despertar en nosotros la atracción hacia unas realidades que frecuentemente el mundo olvida. La misión de los conventos contemplativos es insustituible. No sólo para albergar a los que en ellos habitan. A su sombra deben prosperar movimientos que vayan introduciendo en el mundo actual la contemplación que necesita. No porque esos conventos contemplativos hayan de transformarse en apostólicos activos, sino porque faciliten a los hombres de hoy con instituciones intermedias la posibilidad de elevarse hacia la contemplación necesaria.
Vosotros, los contemplativos #
Este Congreso, esta Asociación de San Benito Padre de Europa, estas vidas vuestras, con todo lo que en ellas hay de realidad y de significación, esta valoración que hacéis de la vida contemplativa, tienen por sí mismos una función insustituible en la Iglesia de hoy como la tuvieron ayer y la tendrán mañana, la de hacer visible el misterio de Cristo en sus más hondas riquezas.
Pero hoy, en esta etapa que vive la Iglesia, tenéis además una misión, coyuntural y transitoria en cuanto al objetivo inmediato, de una importancia trascendental: la de ayudar a esta Iglesia a encontrar su camino en medio de las turbulentas agitaciones a que está sometida. Esta es mi última reflexión que os ofrezco con gratitud por lo que habéis hecho hasta aquí, y con esperanza para el futuro inmediato.
Veo aquí hermanados obispos, monjes, sacerdotes, religiosos y seglares de distintas procedencias, unidos en el noble afán de buscar en los valores espirituales la unidad europea –y mundial– que los logros materiales y económicos no pueden conseguir. La auténtica renovación católica, augurada por el Concilio Vaticano II y por el Papa Pablo VI se alcanzará cuando la vida contemplativa de glorificación de Dios116, de verdaderos adoradores del Padre en espíritu y en verdad, sea una realidad vivida, en el grado en que el realismo de la fe permite aspirar a ello, en parroquias, seminarios, comunidades religiosas, asociaciones de apostolado seglar, familias cristianas, grupos de juventud, sacerdotes, etcétera.
Esto es lo que califico de objetivo coyuntural vuestro en esta hora: tenéis que llamarnos desde vuestro silencio, con acciones eficaces, a una mayor contemplación de Dios. Tenéis que llamar a toda la Iglesia y lograr una respuesta por parte de miles y miles, que después serán millones, de cristianos.
No debemos intentar, como opinan algunos, una nueva civilización cristiana, sino continuar la que la Iglesia fraguó con la creciente maduración de los nuevos elementos que surgen en el caminar de la historia, procurando que el contacto con Dios, vitalizado en la oración contemplativa, presida e impregne toda la realidad. Si el lema de San Benito –ut in omnibus honorificetur Deus– está presente en nuestro espíritu y en nuestro trabajo –ora et labora–, ciertamente la contemplación será el alma de la civilización futura, continuadora en madurez de la que nos legaron nuestros predecesores en la fe.
El Concilio Vaticano II no ha fracasado. Pero, a mi juicio, se da hoy en la Iglesia una terrible y funestísima desproporción entre el activismo que intenta impregnar de sentido cristiano las realidades del mundo y el contacto con Dios a través de la oración y la contemplación de su vida divina. Este es muy escaso, aquél muy intenso y desordenado. Ahora bien, y repitiendo una frase de Urs von Balthasar, «el que no escucha a Dios no tiene nada que decir al mundo»117.
Su Santidad el Papa en la carta autógrafa que dirigió el pasado año al obispo de Lisieux con motivo del primer centenario del nacimiento de Santa Teresa del Niño Jesús, escribió: «En nuestra época, la intimidad con Dios permanece como el objetivo capital más difícil. En efecto, se ha arrojado la sospecha sobre Dios; se ha calificado de alienación toda búsqueda de Dios por Él mismo; un mundo ampliamente secularizado tiende a cortar desde su origen y su finalidad divinos la existencia y la acción de los hombres. Y, sin embargo, la necesidad de la oración contemplativa, desinteresada, gratuita, se hace sentir más y más cada día. El mismo apostolado, a todos los niveles, debe arraigarse en la oración e incorporarse al corazón de Cristo so pena de disolverse en una actividad que no conservaría de evangélica más que el nombre»118.
Repito, el Concilio no ha fracasado. Pero existe el peligro de desnaturalizar su contenido. Se han apoderado de muchos espíritus ideas como las que se expresan en esas frases lamentables por su simplismo: «ya el trabajo es oración», «lo que importa es la lucha contra la injusticia», «el amor a Dios consiste en el amor al hombre», «lo evangélico no admite estructuras», «el progreso temporal es ya la salvación del hombre», «la bondad de la creación se refleja siempre en las realidades seculares», «el cristianismo implícito y latente que hay en todo nos impide excluir y condenar», etcétera.
Muchos teólogos, de tercera o cuarta categoría, por supuesto, pero que influyen poderosamente en los medios de comunicación social y llegan a grandes sectores del pueblo, carecen de la serenidad que da la contemplación de Dios y se han hecho partidistas, es decir, han tomado partido, dando la impresión de que tienen que defender a todo trance una ideología. Entre los seglares, lo que llaman apostolado está a veces tan recargado de incitaciones políticas que casi se reduce a esto la preocupación apostólica. En muchos sacerdotes es tan fuerte la tentación de predicar un cristianismo meramente horizontal, porque sus exigencias son las que se ven y se palpan, que queda oscurecido, frecuentemente, el horizonte del misterio de Dios y de su Hijo divino, Jesucristo.
Mientras tanto, la civilización en que vivimos sigue adelante, sin moral y sin ética. Los derechos humanos, tan proclamados, carecen de una metafísica que pueda sustentarlos y se convierten en postulados pragmáticos sujetos a cambios sustantivos, según lo exijan las conveniencias políticas o las ciencias sociales. Se señala como aspiración única el bienestar, sea como sea, y ya se presume que al menos en Europa, al final de nuestro siglo, es decir, antes de treinta años si una catástrofe no lo impide, se habrá alcanzado un nivel de producción, de consumo y de ocio, capaz de satisfacer las actuales aspiraciones. También se logrará cada vez más la participación política y, como no hay filosofía en que pueda inspirarse, lo mismo da que se logre por el sistema de las democracias populares del bloque comunista que por el de los liberalismos de Occidente.
Nosotros, como cristianos, ¿qué tenemos que hacer y decir frente a ese mundo que se está construyendo? ¿Acompañarle en su proceso de liberación? Pero, liberación ¿de qué? La degradación sexual alcanza ya proporciones tan devastadoras que las libertades hoy existentes entre la juventud y los hombres y mujeres adultos se darán también pronto entre los adolescentes, apenas su fisiología se lo permita.
En los dominios del practicismo y las aplicaciones inmediatas, la civilización actual y el progreso tecnológico facilitarán las «cosas» del diario vivir cada vez más, y más gratas, y más tentadoras, y las pondrán al alcance de todas las clases sociales. ¿Les liberaremos también de esta asfixia a los hombres?
Si nuestra voz se levanta, única o principalmente, para clamar por la satisfacción de los derechos del hombre en la tierra, pronto estaremos al servicio, más que de los derechos, de los anhelos y los deseos, lo cual es muy distinto.
Una evangelización y un profetismo que prácticamente reduzcan su mensaje a esta aspiración se quedan pronto sin contenido, porque los que de verdad habrán contribuido al mejoramiento económico de la sociedad, y a su progreso cultural y político, serán los legisladores, los parlamentos, los partidos políticos, los tratados comerciales, las planificaciones agrícolas, las empresas industriales. Estos grandes recursos que el mundo de hoy tiene en sus manos se bastan por sí solos para cubrir sus objetivos y no necesitan de nosotros para seguir ofreciendo el bienestar y la participación.
Cuando lo hayan alcanzado, más aún, en la medida en que lo van alcanzando ya, los hombres experimentan cada vez con más angustia otra necesidad: la de liberarse de sí mismos. He ahí nuestra tarea. Esta sí que es la misión, la gran misión de la Iglesia en la época contemporánea y la que se ve venir. Pero yo me pregunto: ¿en nombre de qué y de quién les ofrecemos esa liberación de sí mismos? ¿Cómo tendremos fuerza y convicción para predicarlo y vivirlo nosotros? No será en nombre de la ciencia, de la filosofía, del humanismo, de la técnica, de la política, porque todo esto lo tendrán sin nosotros y, sin embargo, seguirán siendo esclavos.
Habrá de ser en nombre de Dios, en nombre de la gracia que rompe las ataduras del corazón, en nombre de Cristo y su vida divina ofrecida a los hombres. Ahora bien, para ofrecer esto, es necesario contemplarlo y amarlo; de lo contrario, no seremos capaces de transmitirlo al mundo.
Por más que me esfuerzo, yo solamente veo la solución por aquí. No se trata de abandonar ninguno de nuestros afanes apostólicos, ninguna de las renovaciones de la Iglesia que el Concilio ha proclamado como necesarias, ninguno de los diálogos emprendidos en el campo de la justicia social, del ecumenismo, de la comunión eclesial, de la valoración de la cultura y las demás realidades humanas. Se trata de que, junto a esto, y precisamente por esto, debe aumentar y extenderse más en la Iglesia de hoy la contemplación de Dios estrictamente dicha; de lo contrario, se producirá en la Iglesia gran vacío. No se trata de que no haya compromiso por parte de los cristianos para mejorar las condiciones de este mundo. Debe haberlo. Pero que no se reduzca a esto la dimensión religioso-cristiana de la existencia, ni se pretenda engañar a los hombres induciéndoles a pensar que sólo así es como se da a Dios la gloria que espera de sus hijos.
Muy pronto, sin duda antes de lo que pensamos, la intercomunicación entre los países de Oriente (Japón, China, India…) y Occidente va a ser mucho más intensa que hasta aquí, o por la paz o por la guerra. Esos países no están desprovistos del poderío militar, ni de técnica y cultura, ni de fuerza económica, ni siquiera de sentido religioso orientado hacia la trascendencia. ¿Qué les vamos a ofrecer nosotros, los cristianos? He aquí una pregunta de la máxima importancia. Creo que, sin vosotros, los contemplativos, y sin lo que vosotros representáis, no puede haber respuesta adecuada. Pero la habrá. El Papa Pablo VI en su discurso de finales del año 1972 habló de que frente al «proceso contagioso de insatisfacción general y patológica que ha invadido a la generación actual» se percibía«el renacimiento de la vida contemplativa en la Iglesia», y declaró que ese «renacimiento será la señal del reino de la paz»119.
A estas palabras me acojo con reverencia y con humilde esperanza.
1 Pablo VI, Mensaje sobre la comunicación social, 1 de mayo de 1973.
2 Audiencia general de 23 de mayo de 1973.
3 Cf., audiencia general de 9 de mayo de 1973.
4 Mensaje sobre la comunicación social, 1 de mayo de 1973.
5 Gaudium et Spes, 18.
6 Pablo VI, audiencia genela de 23 de mayo de 1973.
7 Thomas Merton, Ascenso a la verdad, Buenos Aires 1954, 15.
8 Ibíd., 17.
9 Ecclesiam Suam, 33.
10 Fernand Braudel, Las civilizaciones actuales, Madrid 1970, 34, 38-39.
11 J. Fourastié, La grande mètamorphose du XX’eme siècle, París 1961, 210-211.
12 Citado por Braudel en la p. 34 del libro señalado en la nota 10.
13 Jacques Leclercq, Filosofía e historia de la civilización, Madrid 1965, 39-40.
14 Jean Guitton, Crise et valeurs permanents de la civilisatión, en Peuples, d’outremer et civilisatión occdidentale, 58.
15 Maurice Crouzet, Historia general de las civilizaciones, en La época contemporánea, Destino, Barcelona 1971, 777.
16 Romano Guardini, Preocupación por el hombre, Madrid 1965, 18-19.
17 Gregorio Marañón, Obras completas, vol. II, 485.
18 Jean Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia, Madrid 1969, 16-17.
19 Gaudium et Spes, 34.
20 Karl Rahner, Escritos de teología, vol. V, Madrid 1964, 176.
21 Mc 3, 3.
22 Gal 1, 15-16.
23 Act 4, 20.
24 Suma Teológica II-II q.188 a.6.
25 Jn 1, 18.
26 Mt 11, 27.
27 J. Alfaro, Las funciones salvíficas de Cristo, como Revelador, Señor y Sacerdote, en Mysterium Salutis, III, 2º vol., Madrid 1969, 734-735.
28 Cf. 1Jn 1-2.
29 Cf. Denz., n. 1532, 3008, 3010.
30 Pablo VI, Discurso a la II Asamblea General del CELAM, Bogotá, 24 de agosto de 1968.
31 Suma Teológica II-II q-180 a.2 y ad. 3.
32 Ignacio G. Menéndez-Reigada, en las notas doctrinales de Los dones del Espíritu Santo y la perfección cristiana, por el V. P. M. Fr Juan de Santo Tomás, Madrid, C.S.I.C., 1948, 146.
33 Ibíd.
34 «El alma deseosa de perfección ha de intentar y procurar tener a Dios presente, es decir, no sólo poseído por la oscuridad de la fe, sino conocido de manera transparente y presentado con frecuencia a los ojos del alma, por la iluminación de los dones del Espíritu Santo, que se perfeccionan mediante el amor» (Juan de Santo Tomás, o. c., 34); cf. A. Royo Marín: Introducciones delTratado de los distintos géneros yestados de perfección, en Suma Teológica (bilingüe), t X, Madrid, BAC 134, 606).
35 Cf. I-II q.69 a.2 ad.3 y De virtutibus in communi, a.12 ad.1.
36 Cf. II-II q.180 a.1 y I-II q.28 a.2.
37 II-II q.180 a.1.
38 Jn 14, 21.
39 Cf. I-II q.27 a.2.
40 Cf. I-II q.68. aa.1-8.
41 Teófilo Urdanoz, Los dones del Espíritu Santo correspondientes a la fe, en Teología Espiritual, 2 (1958), 395-417, 410.
42 1Cor 2, 10.
43 Cf. I-II q.9 a.1 ad.1; y Menéndez Reigada, o.c., p.430 y ss., cuyo esquema y citas utilizo.
44 Cf. I-II q.9 a.1 ad.1.
45 «Secundo autem oportet quod removeatur secunda deformitas, quae est per discursum rationis. Et hoc idem contingit secundum quod omnes operationes animae reducuntur ad simplicem contemplationem intelligibilis veritatis. Et hoc est quod secundo dicit, quod necesaria est “uniformis convolutio intellectualium virtutum ipsius”: ut scilicet cessante discursu, figatur eius intuitus in contemplatione unius simplicis veritatis. Et in hac operatione animae non est error, sicut patet quod circa intellectum primorum principiorum nom erratur, quae simplici intuitu cognoscimüs» (II-II q. 180 a.6 ad.2).
46 Cf. II-II q.9 a.1 ad.1.
47 Menéndez Reigada, o.c., 432.
48 Ibíd.
49 («Deus videtur hie a nobis in specie suae similitudinis quae est effectus gratiae eius in nobis, et ille effectus gratiae non est effectus communis» (1 Sent d. 17 a.6 ad.2; ed. Bornet, t 5, 475); cf. Pedro Ribes:La inhabitación de la Santísima Trinidad, segúnSan Alberto Magno, Barcelona 1967, 124-126 y 163-166.
50 («Sapientia, qua nunc contemplamur Deum, non inmediate respicit ipsum Deum, sedeffectus ex quibus ipsum in praesenti contemplamur» (De virtutibus in communi, a. 12 ad.7).
51 Cf. S. Alberto: Summa Theol., I q.32 m.2 a.2; B t.21, 346; Santo Tomás, I q.43 a.5 ad.2; I Sent d. 14 q.2 a.2 ad.3.
52 Cf. I q.58 a.3 ad.3.
53 Cf. I q.43 a.5 ad.2; II-II q.45 a.2 y 5.
54 Cf. I q.43 a.5 ad.2.
55 Cf. I-II q.8 a.5 ad.1.
56 Ibíd., ad.3.
57 Cf. I-II q.69 a.2 ad.3.
58 Cf. II-II q.8 a.6 ad.2.
59 Jn 14, 25-26.
60 Lc 24, 25; cf. Act 2, 18ss.
61 Cf. II-II q.4 a.8.
62 Cf. Gal 5, 2; Suma Teológica II-II q.8 a.8.
63 Cf. Jn 15, 14-17; 17, 8.
64 Jn 14, 24.
65 Jn 17, 21.26.
66 Rm 5, 5; cf. Suma Teológica II-II q.23 a.1.
67 II-II q.45 a.2.
68 II-II q.9 a.2 ad.1.
69 Cf. M. M. Philippon, Los dones del Espíritu Santo, Barcelona 1966, 232ss.
70 Cf. R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, Buenos Aires 1944, 797.
71 Sal 33, 9.
72 1Cor 6, 17.
73 I-II q.28 a.2.
74 Cf. Ibídem.
75 Pedro Ribes, La contemplación, perfección intrínseca de la fe, en Estudios Trinitarios, 5 (1971) 319-347, p. 341ss. En mi anterior sede de Barcelona he seguido toda su producción teológica y de divulgación.
76 III q.72 a.2 ad.2.
77 Ibíd., ad1.
78 Ibíd., ad4.
79 III q.75 a.5 ad.1.
80 Ribes, art cit., p.345.
81 Ibíd., p. 346.
82 En las reflexiones precedentes sobre la actividad y función de los dones del Espíritu Santo me inspiro en el libro Los dones del Espíritu Santo, de García Vieira, Ediciones Desclée, Buenos Aires, 1954. Véase también Convivencia, alegría y paz, de Pedro Ribes, Editorial Balmes, Barcelona 1970.
83 J. H. Newman, Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana, París 1909, 36.
84 Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación, Buenos Aires3 1958, 15.
85 Maurice Blondel, L’être et les êtres, París 1935, 218.
86 Thomas Merton, Nuevas semillas de contemplación, 16.
87 Gaudium et Spes, 15-16.
88 Gn 1, 26-27.
89 Dt 6, 5.
90 Gn 1, 26.28-29.
91 Gn 2, 18.
92 Lv 19, 18.
93 Jacques Maritain, Filosofía de la historia, Buenos Aires 1967, 54.
94 Pablo VI, Mensaje sobre la comunicación social, de 1 de mayo de 1973.
95 Jacques Maritain, o. c., 72.
96 Alguien ha contado 258 veces en los textos del Concilio Vaticano II; cf. Pablo VI, Mensaje sobre la comunicación social, 1 de mayo de 1973.
97 Jean Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia, Madrid 1969, 7-8.
98 Gregorio Marañón, El patólogo moderno, en Obras completas, vol. I, 128-129.
99 Jean Daniélou, Escándalo de la verdad, Madrid 1962, 179.
100 Lumen Gentium, 36, 2.
101 Ibíd., 35, 2.
102 Jacques Maritain, o. c., 1136-137.
103 Lumen Gentium, 35, 1.
104 Ibíd., 35, 2.
105 Cf. J. M. Perrin, Consagración a Dios y presencia en el mundo, Bilbao 1966, 107-108.
106 Hayes Baldwin Cole, Historia de la civilización occidental, vol. II, Madrid 1969, 773-768.
107 Jn 1, 1-5.
108 Jn 1, 16.
109 Ibíd.
110 Jn 17, 22-24.
111 Gn 1, 9.12.18.21.25.
112 Gn 1, 31.
113 Gaudium et Spes, 58-59.
114 Populorum prgressio, 42.
115 Ad gentes, 15.
116 Pablo VI, audiencia general, 23 de mayo de 1973.
117 Vida religiosa, núm. 256, 9.
118 Carta fechada el 2 de enero de 1973.
119 Pablo VI, Discurso al Sacro Colegio Cardenalicio, 22 dicicembre 1972.