Conferencia cuaresmal a jóvenes en la Iglesia de los jesuitas de Toledo el 16 de Marzo de 1972
La prensa nos ofrece algunos fragmentos del discurso que pronunció el Santo Padre ayer, en la audiencia general, que los miércoles suele conceder a todos los peregrinos que van a Roma a visitarle. Y dijo estas palabras: “Para celebrar la Pascua tenemos que pasar a través de una restauración de la conciencia moral, que no puede realizarse sin una profunda renovación interior, la penitencia, tanto en su tormenta psicomoral interior, como en su gratuito y felicísimo milagro sacramental, la confesión, auto-denuncia, por parte nuestra, de la triste verdad de nuestra conciencia, trastornada por el pecado y recompuesta por el arrepentimiento; y luego re-encendimiento de la vida divina en nosotros mediante la prodigiosa infusión de la gracia resucitante de Cristo”. Y continuó: “La celebración de la Pascua es un hecho que nos afecta a todos personalmente. Nuestra personalidad es invitada a desplegarse de la manera más sincera y más abierta ante este encuentro con Cristo, el cual quiere celebrar existencialmente en cada uno de nosotros su paso de la muerte a la vida, su resurrección y la nuestra”1.
Algo de este lenguaje era el que yo utilizaba estas noches, al hablar de la necesidad de este encuentro personal, permanente, de cada uno de nosotros con nuestro Señor Jesucristo.
Exhortando a prepararse debidamente para la fiesta, que está en el centro de nuestra religión, Pablo VI subrayó la importancia que en esta preparación tiene el despertarse de nuestra más auténtica realidad humana: la conciencia moral.
“Hoy se habla mucho de conciencia –dijo el Papa– y se aplica esta refinada y humanísima palabra a toda clase de cosas presentes en nuestro espíritu. Tenemos que decir además que hoy se abusa, a menudo, del término conciencia. Ante todo, atribuirle significados que reniegan de su significado más alto y específico. ¡Cuántos narcóticos, por ejemplo, están de moda para adormecer o para alterar «la digna y recta conciencia», que siempre debería guiar a toda persona honesta! ¡Cuánta propaganda se hace hoy para difundir no la conciencia, sino la inconsciencia, al cohonestar con unilaterales teorías sobre el libre albedrío, o sobre la llamada reivindicación de la autonomía del hombre moderno, la acción substraída a toda regla moral!”2. ¡Cuánto se hace hoy para esto, para tratar de que nuestras acciones se liberen de toda regla moral, en nombre eje una libertad mal entendida!
‘‘Frecuentemente –añade Pablo VI– se da a la conciencia un valor meramente psicológico, que encuentra hoy gran expansión y gran confianza en el psicoanálisis y en la correspondiente psicoterapia,… pero, por muy interesantes e incluso útiles que puedan ser esas exploraciones de nuestra vida instintiva y emotiva, no pueden eludir ni suprimir, en el corazón del hombre, la aptitud natural para obrar según la inextinguible norma moral, violada o reprimida, la cual provoca en la conciencia esa peculiar reacción, que llamamos remordimiento. El remordimiento es la revancha de la conciencia moral –concluye Pablo VI– y puede dirigirse, según nos enseña la experiencia vivida y la literaria, hacia las expresiones negativas del espíritu, como son la angustia y la desesperación (recordad el trágico fin de Judas), o bien hacia las positivas (recordad el llanto regenerador del amor de Pedro)”3.
La formación correcta de la conciencia moral #
Alude el Papa, con estas palabras, a un fenómeno, del que estamos recibiendo continuamente pruebas abundantes en la vida moderna: la confusión, el desconcierto en todo lo que se refiere al orden religioso y moral. Es que hay que ser libres, se dice; como si esto no lo hubiera dicho el hombre siempre. La libertad acompaña al hombre desde que éste existe, como una exigencia ineludible de su condición y de su espíritu. Pero no hay derecho a ese abuso, verdaderamente destructivo, por virtud del cual, en nombre de la autonomía y de la libertad, se quieren justificar todos los delitos. Hay que reaccionar, jóvenes.
Yo os decía, una de estas noches, que no os llamo para que vengáis con nosotros y para que nos ayudéis a nosotros, obispos y sacerdotes. ¡Si somos muy poca cosa! No se trata de eso. Se trata de algo y sobre todo de Alguien, que está por encima de todos nosotros: Dios, Jesucristo y su Evangelio. Hay que ser libres, sí, pero con la libertad de los hijos de Dios. Y esa libertad de hijos de Dios en tanto existe en cuanto nos hace vivir el amor y el temor de Dios, porque si no, no hay filiación divina.
Es a esto a lo que yo os puedo llamar, a esta reacción noble, generosa, altísima: la de restaurar en la vida actual, con todo lo que ésta tiene de hermoso y de conquistas logradas, en tantas manifestaciones que son gratas de vivir; restaurar, digo, un auténtico sentido religioso de los valores morales del espíritu.
La conciencia no es simplemente eso: un acto reflejo psicológico de nuestro pensamiento. Es el juicio práctico sobre la moralidad de nuestras acciones. Juicio ilustrado en conformidad con la ley divina, con las exigencias de la ley natural. Todo hombre tiene derecho a obrar en conciencia, pero tiene el deber de ilustrar esa conciencia, y de hacer que, rectamente inspirada, guíe los pasos de ese hombre. Y esto le obliga a reflexionar, a pensar, a leer, a meditar, a conocer cuál es la ley de Dios, la voluntad divina. Y cuando ésta es conocida, en un acto repetido, serio, continuado, de formación prolongada, ese hombre puede juzgar sobre la moralidad de las acciones. Muchas veces, espontáneamente, por sí mismo, juzgará del bien y del mal, en sus principios más absolutos y más altos; pero para poder llegar a una discriminación más pormenorizada y minuciosa, necesita reflexionar y formarse, no le basta la espontaneidad que nace de su propio juicio psicológico. Y entonces, su conciencia formada le dice cuándo esos actos son morales o inmorales. Cuando un hombre obra así, es honesto; de lo contrario, está jugando con la facultad más seria que tiene para ser un hombre digno.
Elevado esto al orden religioso cristiano, surge una consecuencia: no basta que yo ilustre mi conciencia con lo que puede dictarme la ley natural; tengo que enfrentarla también con lo que me pide nuestro Señor Jesucristo, para ver qué es lo evangélico, qué es lo cristiano, qué es, de verdad, lo más conforme al espíritu del Señor. Y para esto yo tengo que orar y tengo que buscar la luz de Dios y su gracia; y tengo que escuchar los consejos de un buen sacerdote que guíe mis pasos; y tengo que recibir los sacramentos que me fortalecen y me dan serenidad. Y esto no un día, ni otro, sino de una manera habitual. Así es como se forma el cristiano consecuente, el verdadero discípulo de Cristo, el que está en camino de la perfección y de la santidad, a la que estamos llamados todos, absolutamente todos.
A esto han tendido mis reflexiones de estos días, en este primer encuentro que he tenido con vosotros, queridos jóvenes de Toledo, y que terminará mañana con la Santa Misa, que aquí celebraré para vosotros.
Amar y seguir a Jesucristo, os decía ayer. Cada cual según el estado y condición en que vive. El sacerdote como sacerdote; el seglar como seglar; el soltero, o el casado, según su propia condición. Porque es cierto que todos somos cristianos, pero cada uno tiene sus obligaciones específicas, cada uno tiene las suyas. Y en esta armonía de complementariedad de los diversos estados y situaciones de la vida, según respondemos a los designios providenciales del Señor, está la belleza de la comunidad cristiana, del Pueblo de Dios: obispos, sacerdotes, laicos, religiosos, y todos los hijos de Dios, cumpliendo cada uno con nuestras obligaciones propias y ayudándonos todos en nuestra común condición de cristianos.
La vivencia honda de la Semana Santa #
Se acerca la Semana Santa, el Misterio Pascual; hay que vivirla y hay que vivirlo con mucha intensidad cristiana. Basta una reflexión para comprender que debe ser así. Y es conveniente hacerla, porque hoy, como consecuencia de muchos fenómenos propios de la vida moderna –el turismo, la facilidad de los viajes y salidas del lugar en que uno habitualmente reside, el anhelo de un descanso más relajado y tranquilo, que nos libere del vértigo a que normalmente estamos sometidos– todo esto contribuye a que se vaya perdiendo el sentido social de la Semana Santa. Y no es lo malo que se pierda el sentido social, es decir, la expresión colectiva externa tal como se vivía antes en nuestros pueblos o ciudades; lo malo es que esto se pierde como consecuencia de que se ha perdido el sentido profundo de esa semana central en el interior de la conciencia, de las familias y de los individuos. Y esto es contra lo que tenemos que reaccionar en este instante.
Evidentemente no pueden ser hoy las formas externas las mismas de hace veinte, cuarenta o cincuenta años. Pero buscar expresiones consecuentes de la fe en estos días de la Semana Santa y vivirlas, me parece que es una honrosa obligación de todo el que cree en nuestro Señor Jesucristo.
En primer lugar, porque vivimos de eso, jóvenes. No solamente la liturgia del año, la de todo el año, desde el Adviento, gira en torno al Misterio Pascual, sino que la vida del cristiano, la vida real, nuestra vida, desde el Bautismo hasta nuestra salida de este mundo, por el camino de la esperanza y de una muerte santa, descansa en el hecho de la muerte y resurrección de Jesucristo.
Si yo soy cristiano, estoy bautizado, he recibido los demás sacramentos, he orado, han llegado hasta mí las gracias y los dones del Espíritu Santo, ¿quién me ha merecido todo esto? ¿Y de qué manera y por qué medios? No hay más que una respuesta: Nuestro Señor Jesucristo. Es la causa meritoria de nuestra justificación, de nuestra santificación en todo el proceso de la vida cristiana, y nos la ha merecido con la totalidad de su vida, por supuesto. Pero culmina esa vida en el ofrecimiento que de la misma hace en su muerte, y en la victoria que logra sobre el pecado, sobre el demonio, sobre la muerte, con su resurrección. Todo el Misterio de Cristo viene a resumirse en eso: vida, muerte, resurrección y ascensión al cielo. Este es el Misterio Pascual, que está actuando en nosotros constantemente mientras somos cristianos. Si estamos en gracia, porque la gracia que poseemos nos la ha merecido Él; si estamos en pecado, porque el arrepentimiento que mueve nuestros corazones a solicitar el perdón, viene también como una gracia suya; y el perdón que se nos da en el sacramento de la penitencia, es un fruto del árbol de la muerte y de la vida, del Calvario y de la resurrección.
No solamente la vida de cada cristiano, la Iglesia entera, como Cuerpo Místico de Cristo ahora en el mundo, mientras va desarrollando su existencia, está apoyándose en el hecho de la muerte, resurrección y ascensión de Cristo a los cielos.
El envío del Espíritu Santo a la Iglesia, ha tenido que ser precedido en este hecho, la muerte y resurrección de Jesús. El Espíritu Santo está animando internamente este misterio de la Iglesia viva, en su desarrollo a través del tiempo. Pero es Cristo, con el Padre, el que nos lo ha enviado. Él nos prometió que lo enviaría después de morir, para que viniese el Espíritu Santo a darnos su paz, su consuelo, toda su luz y todos sus dones, de los cuales vive la Iglesia,
Repasad la historia de la diócesis de Toledo, por ejemplo, tan digna y tan gloriosa, con sus santos, con sus obispos, con sus sacerdotes y sus órdenes religiosas, con sus familias cristianas a lo largo de los siglos, con todo el esfuerzo que aquí se hizo, para lograr la unidad católica de España, con todo cuanto se ha hecho en los tiempos modernos por vosotros, como comunidad cristiana, con vuestros sacerdotes y obispos. Todo esto no es, simplemente, una página de la historia humana, que se escribe con esa tinta con la cual narramos los acontecimientos de los hombres. A través de todo ello late la acción invisible del Espíritu de Dios, que ha alentado en esta Iglesia, como en todas las demás que existen en el mundo configuradas como diócesis, y en cada una de las cuales se reproduce a escala local lo que es la Iglesia universal. Mirad esa historia: es fruto de la acción del Espíritu de Dios, que ha sostenido a los hombres, que ha mantenido la fe, que ha dado fuerzas para velar por los principios morales, que ha procurado difundir por todas partes eso que llamamos el sentido cristiano de la vida, la esperanza, la paz, el amor; con todos los fallos que queráis, con pecados, con luchas fratricidas, con odios, con esos pobres resultados de la miseria humana. Pero con eso cuenta Dios también para su acción providente sobre los hombres. Es la acción de Dios. Todo ello es fruto de la muerte y de la resurrección de Jesucristo.
He ahí por qué no podemos ser indiferentes a conmemorar y vivir con intensidad el Misterio Pascual.
No, a un cristianismo tibio y complaciente #
Digamos no a un cristianismo tibio y complaciente, que quiere poner una vela a Dios y otra al diablo. No, a un cristianismo de rebeldías y de protesta. Empiece la rebeldía cada uno dentro de sí mismo para ser rebelde contra sus propios egoísmos. No, a un cristianismo evaporado y sin dogmas, en que no se sabe lo que hacer, ni lo que hay que practicar. Incluso por razones de ecumenismo, en este esfuerzo heroico que estamos haciendo hoy todos los cristianos, no solo la Iglesia católica, para que Dios nos permita encontrar el camino de la unidad, incluso desde este punto de vista, lo viene diciendo repetidamente el Papa, no engañemos, no disimulemos nuestras afirmaciones, que por ahí no lograremos la unidad. Mantengamos con humilde firmeza lo que creemos, nuestro Credo. No hemos de desnaturalizarlo y desfigurarlo; eso sería una traición que se alzaría como un primer estorbo en el camino, porque al acercarnos a los demás nos acusarían de ser infieles a nosotros mismos.
Un cristianismo exigente todo lo que queráis, pero exigencia al estilo de Cristo, con esa santa intransigencia suya y al mismo tiempo con su caridad y su perdón. Fieles a lo que el Señor predicó, conscientes de que tenemos que seguirle, y esto es todo; yo no sé decirlo de otra manera. Y sufro intensamente al comprobar cómo toda la renovación conciliar, en que la Iglesia de hoy está empeñada, corre peligro de que se quede sin efecto en gran parte como consecuencia de esta vaporosidad, de este desdibujamiento del cristianismo tal como el Señor nos los predicó y tal como la Iglesia nos lo ha ofrecido siempre.
El Concilio no ha cambiado nada de lo substancial de nuestros dogmas, nada. Juan XXIII, al convocar el Concilio, en sus discursos primero y durante el primer año conciliar que vivió, muchas veces repitió la misma frase: Que el Concilio presentase las verdades de la religión in eodem sensu, de forma tal, que el hombre moderno pueda captarlas mejor, pero “en el mismo sentido”; y aquí está el fallo tremendo en que estamos incurriendo. La moral, como resulta antipática al hombre moderno, vamos a pasarla por agua; vamos a hacer una moral acomodaticia; vamos a hablar de situaciones colectivas, de liberar al hombre, que el hombre encuentre simpático, atractivo, el cristianismo, el Evangelio.
¿Pero es que Cristo empezó así a predicar su Evangelio? Las primeras palabras que pronuncia, nos dice el evangelista San Mateo, son las mismas con que le presentó el Bautista: Arrepentíos, haced penitencia, porque está cerca el Reino de Dios (Mt 4, 17). ¿Vamos a disimular nuestros dogmas, porque resultan incomprensibles a la mentalidad moderna? ¿Y porque resultan incomprensibles, vamos a destruir lo que Dios nos ha revelado? ¿Pero es que el misterio de Dios podrá abarcarlo alguna vez la inteligencia del hombre, del de hoy o del de mañana?
No es por ahí por donde podremos avanzar, no. Exigencia de amor, de justicia, de transformación del mundo, sí, pero sin refugiarnos cómodamente en ese espejismo de cambiar las estructuras. Porque cuando se pone tanto empeño en eso de cambiar las estructuras, mal va la cosa. Por lo general, los que más han hecho para cambiar el mundo, en lo que han trabajado es en cambiarse a sí mismos; y después brotaron estructuras nuevas, y casi sin saber cómo. Así, por ejemplo, los santos. Cuando empezaron los santos reformadores a vivir y a exponer su ideal, su programa, ni tenían reglas, ni constituciones, ni planes concretos, tenían vida y la iban comunicando. Un San Francisco de Asís, un Santo Domingo de Guzmán, una Santa Teresa de Jesús, empezaron así, reformándose a sí mismos. Luego aparecieron las estructuras.
Desconfiad mucho de aquellos que para todo programa de reforma de la Iglesia empiezan atacando lo que existe. Es mala señal. Fiaos, en cambio, de aquellos que, con respeto a todo lo que hoy existe, cuando ellos ven que hay algo que reformar, empiezan por vivir, con humilde profundidad, dentro de sí mismos, aquello que quieren ofrecer. Y luego, con el ejemplo de vida por delante, llenos de amor, de humildad, de auto-exigencia, de justicia consigo mismos y con los demás, van haciendo que surjan suavemente aquellas concreciones, a través de las cuales se abren los cauces por donde puede discurrir la vida que ellos traen.
No, a un cristianismo sin la cruz #
En una palabra, queridos jóvenes, en todo momento, en toda época, para esta conciencia moral que es necesario restaurar, y para esta reacción cristiana que buscamos, y que yo, como obispo, tengo obligación de contribuir a despertar en todos aquellos con los cuales trabajo, insisto, el ejemplo es nuestro Señor Jesucristo. Sigámosle a Él, meditemos mucho en su misterio: en su cruz, en su muerte, en su resurrección. Primero en su cruz, jóvenes, sí, en su cruz. No hemos de dejarla a un lado, no podemos disimular este aspecto doloroso en la vida de Jesucristo. Es Él mismo el que nos lo ordena así:
Leo en el evangelio de San Mateo el capítulo diez y seis: Comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que convenía que fuese Él a Jerusalén y que allí padeciese mucho por parte de los ancianos y de los escribas y de los príncipes de los sacerdotes. Y que fuese muerto y que resucitase al tercer día. Pero tomándole aparte Pedro, trataba de disuadirle diciendo: Señor, de ningún modo, no ha de verificarse eso en ti. Pero Jesús vuelto a él le dijo: Quítate de delante, Satanás, tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres (Mt 16, 21-23). ¿Habéis leído este pasaje alguna vez? ¿Os dais cuenta de lo que significa que Jesucristo reprenda a Pedro, a quien acaba de prometer el primado, y le llame Satanás? Quítate de delante, me escandalizas; pretendes apartarme de la obediencia que debo a mi Padre y del sacrificio de mi vida, porque no tienes conocimiento, ni gusto de las cosas de Dios, sino de las de los hombres. ¡Cómo se quedaría el Apóstol Pedro ante este reproche! Y entonces dice Jesús a sus discípulos: Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame, pues quien quiera salvar su vida –obrando contra Mí se entiende– la perderá; mas quien perdiere su vida por amor a Mí, la encontrará. Porque, ¿de qué le sirve al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? ¿O con qué cambio podrá el hombre rescatarla una vez perdida? (Mt 16, 24-26). Es decir, Cristo cuenta con la cruz. La cruz formaba parte del programa redentor de su vida y la aceptó.
Vosotros también, jóvenes. Vuestra cruz es fidelidad, cumplimiento del deber moral, perdón frente al odio y la venganza, ser puros y castos en medio de tantas desvergüenzas y lujurias, ser justos en la administración y uso de los bienes frente a tanta avaricia: es esperar contra toda esperanza; es encontrar un sentido al dolor físico, a la enfermedad, al fracaso, a la impotencia humana, a la muerte. Nuestra cruz es confesar al Señor en medio de la incredulidad; nuestra cruz es dominar nuestras pasiones, aun cuando mucho nos cueste; nuestra cruz es sufrir siendo obedientes, respetuosos, colaborando con la sociedad para todo lo que sea el bien de los demás; nuestra cruz está no en destruir, sino en purificar; nuestra cruz consiste en decir no a las solicitaciones del pecado; es aceptar el misterio, es no desesperarnos frente a tantos motivos como puede haber en un momento dado en esa familia deshecha por el dolor, en ese organismo muerto o destrozado por una enfermedad que se prolonga sin aparente sentido.
Nuestra cruz es soportar; más que soportar es amar el vivir con los demás, a pesar de tantos egoísmos; nuestra cruz es querer vivir las bienaventuranzas, es aspirar a la santidad cueste lo que cueste; es luchar contra tantas adversidades y obstáculos que se nos presentan en el camino, en la realización de nuestro destino, humano y religioso. Nuestra cruz es ser humildes, cuando tanto nos invita a ser soberbios; ser pacientes y silenciosos cuando podríamos protestar, no para mejorar nada, sino para darnos satisfacción a nosotros mismos. Nuestra cruz es ser perseverantes junto al hermano caído en el camino, no buscando un prójimo lejano que nunca llegará; el hermano es ése con quien nos tropezamos cada día en nuestro trabajo, en nuestra casa de vecindad, en nuestra amistad, donde quiera que estemos. Nuestra cruz es esto: decir, frente a todas las incredulidades del mundo de hoy, que creemos en Jesucristo y que le hemos convertido en Rey y Maestro de nuestra vida interior, porque sabemos que Él es el único que merece ser llamado Maestro de nuestra vida interior, porque sabemos que Él es el único que merece ser llamado Maestro, el único guía, la única fuerza de amor para cada uno de nosotros. Esta es nuestra cruz y para todo esto se requiere mucha valentía.
En la Iglesia hemos vivido la hora del Concilio; ahora estamos viviendo la hora del posconcilio. Falta la tercera hora, la hora de los santos. Todavía no han aparecido, aunque sí están. Están ocultos, viven su vida silenciosa, pero han de aparecer visiblemente hombres como aparecieron después del Concilio de Trento, que realicen de una manera social dentro de la Iglesia la auténtica renovación conciliar. Y ésta no se hará, si no es llevando cada uno, con inmenso amor, la cruz de Jesucristo que nos pide esta transformación interior.
De la cruz al calvario. Cristo, muerto en la cruz. Va a ella con esa decisión soberana del que es dueño de su destino. Obediente al Padre, pero con plena voluntad Él es el que la ha aceptado. Sufre todos aquellos ultrajes con que le obsequian los enemigos y no dice una palabra desentonada. Rompe su silencio, alguna que otra vez, con Pilato, con algunos otros de los que están junto a él; hace algún gesto, pero apenas habla nada. Va camino del Calvario y en esta hora suprema, en que va a entregar su espíritu al Padre, abre sus labios para pedir perdón por los hombres,
La cruz, misterio de amor supremo #
¿Por qué muere Jesús? Esta es una pregunta que tenéis que haceros. ¿Por qué la muerte de Jesucristo? La teología católica responde a esta pregunta y elabora, fundándose perfectamente en lo que nos escribió San Pablo, sus construcciones de pensamiento teológico, a través de las cuales vemos algo del misterio. Él había dado el porqué: Nadie tiene más amor a sus amigos que aquél que da la vida por ellos (Jn 15, 13). Cristo muere en la cruz por amor a los hombres, ésta es la suprema explicación.
La Redención tenía que quedar sellada así, con un sello de amor. Y esto, jóvenes, es lo que en definitiva prospera siempre en el corazón de los discípulos de Cristo. Habrá épocas en las cuales el cristianismo florece más o menos en la historia. Lo mismo sucede en la vida de cada cristiano: hay temporadas, hay momentos en que se sigue al Señor con más o con menos fidelidad. Ahora bien, lo que hay a lo largo de la historia del cristianismo, en toda la Iglesia y en la vida de cada cristiano, de fidelidad al Señor; lo que hay en ese corazón arrepentido de San Agustín, que escribe, por ejemplo, aquellas palabras dirigidas a Cristo: “¡Oh hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde te conocí; cuánto quisiera ahora poder seguir amándote siempre!”4; lo que hay de fidelidad en ese corazón arrepentido de un San Agustín, o en el casi lírico poema de vida que es un San Francisco de Asís; lo que hace un San Vicente de Paúl, entregado a redimir las miserias de los hombres con sus obras de caridad; lo que hace un San Juan Bosco, trabajando con los golfillos de Turín; lo que hay en una Santa Teresa de Jesús o en una Santa Soledad Torres Acosta, de nuestros días; lo que hay en tantos otros desconocidos y anónimos de hoy, no es más que esto: correspondencia fidelísima al amor de Jesucristo.
En el cristianismo hay hombres y mujeres que pecan, pero habrá siempre hombres y mujeres hechizados de amor a Jesucristo, porque responden al amor que Él nos ha tenido. Y este es el secreto. La reacción siempre viene por aquí, siempre. Esos grupos de oración, de que os hablaba yo un día, que están surgiendo en Francia, muchachos universitarios; esos sacerdotes que en Norte América se han agrupado para constituir una asociación en la que quieren vivir en estricta fidelidad al Romano Pontífice en el momento actual, frente a tantas confusiones; esas religiosas que piden más penitencia y más sacrificio en su vida de holocausto y de oblación. Todo esto no se debe más que a una cosa: amor; el amor del hombre que responde al amor de Jesucristo manifestado en la cruz.
Y esa muerte de Jesús no es el hundimiento en la nada, queridos jóvenes; ésta es la suprema alegría del cristiano. Después de la muerte viene la resurrección. Jesús resucitó, se apareció a María Magdalena, se apareció a Pedro y a Juan, a los demás Apóstoles reunidos, a un grupo numeroso de discípulos. De Cristo resucitado sigue viviendo la Iglesia.
Nosotros llevamos nuestra cruz y sabemos por qué hemos de llevarla; hemos de morir y hemos de dar cuenta a Dios nuestro Señor. Tras la muerte, el juicio; un juicio en el cual se decide nuestro destino eterno, como dice el Señor cuando habla de que unos serán puestos a la derecha y otros a la izquierda; los unos, al castigo eterno del infierno; los otros, a la vida eterna de la gloria. Tras la muerte, el juicio. Pero no es algo para espantarnos, ni para llenarnos de congoja; es el complemento de la armonía de la creación del hombre. El hombre marca el destino, es libre, tiene gracias y ayudas de Dios, responde a ellas con más o menos fidelidad y labra su eterno destino.
Nosotros podemos labrar un destino eterno lleno de paz, de alegría, de felicidad y de dicha. ¿Por qué lo afirmo? Simplemente, porque Cristo ha resucitado, queridos hijos. Sólo por esto; la Iglesia me lo enseña. Este es nuestro dogma fundamental: la resurrección de Jesucristo. La Iglesia me habla, siguiendo la enseñanza de la Escritura, de la existencia de una vida eterna. Es cierto, ninguno de los que estamos aquí ha recibido ningún mensaje del otro mundo. Nadie ha venido a decirnos cómo es su existencia en el cielo. No importa. Yo creo en Cristo resucitado. Si Cristo no hubiera resucitado, vana sería nuestra fe, seríamos los más desgraciados de los hombres. Pero Cristo ha resucitado y por eso vivo esta fe cristiana, la cual me da un sentido y una orientación completa a mi vida.
Es cierto que no entenderé, con una explicación de tipo filosófico que ilumine mi raciocinio y mi mente, lo que es la impotencia, el fracaso, la nada, la muerte, la enfermedad; hasta ahí no llega la explicación que se da. Yo recibo, intuyo la explicación de todo esto en la misma persona de Cristo. O sea, en Él, que padece, que sufre, que es roto en sus miembros, que muere, que baja al sepulcro; ahí encuentro lo suficiente para decir: algún sentido tiene el dolor, algún sentido tiene la muerte, algún sentido tiene el aparente hundimiento en la nada. El sentido total me lo da después la Resurrección.
Me aparto de Jesús y ¿qué queda? ¿Humanismo marxista? Está condenado al fracaso permanente. ¿Humanismo estético? Para que el seducido por ese humanismo termine un día pegándose un tiro en las sienes. ¿Humanismo científico? Para estar continuamente con nuevos descubrimientos y continuamente padeciendo las consecuencias de este agobio incesante, en que vive el hombre moderno, esclavo de la técnica. ¿Me explican estos humanismos lo que es la impotencia, la muerte, la enfermedad, el fracaso? No, no. ¿Me lo explica la religión de una manera clara a mi mente ligada a lo sensible? Tampoco, pero yo lo veo todo en Cristo, en su persona, en su ser, en su realidad. Veo en Él eso, veo el sufrimiento hecho carne, veo en Él el dolor, veo la muerte en la cruz, veo la sepultura, pero veo la resurrección.
Como consecuencia de todo lo dicho, se impone la conclusión de que hay que seguirle; y entonces no soy yo quien tiene que trazar el camino; es Él quien tiene derecho a trazarlo. Él es quien nos ha predicado ese camino, quien nos ha ofrecido una enseñanza que no pasa de moda, y que donde quiere que se expone levanta el corazón de los hombres puros.
Yo os he hablado un poco estas noches de todo ello. ¡Y siempre es tan poco, para tanto como podría decirse! Seguid adelante en vuestra condición cristiana, jóvenes; y cualesquiera que sean las dificultades de la vida, no seáis ligeros ni precipitados en vuestro obrar. Cuando todo os falle a vuestroalrededor, coged la cruz y asida vuestra mano al frío metal de un crucifijo, besadle con fervor, besadle con lo mejor de vuestro corazón. No os apartéis de Él, nunca os defraudará, nunca, suceda lo que suceda. Aunque se os hunda el mundo, aunque desconfiéis de todo, decidle a Él: yo sigo confiando en ti, yo sé de quien me he fiado. Y Él os volverá a dar no ya algo, sino mucho, o mejor dicho, la plenitud de su luz y de su paz, la paz divina que vino a traernos.
¡Ojalá podamos encontrarnos de nuevo en los santos Oficios de la Semana Santa, de esos días sagrados, para conmemorar juntos el misterio de nuestra salvación! Dios os bendiga. Hasta mañana.
1 Pablo VI, Homilíadel miércoles 15 de marzo de 1972: IP X, 1972, 244-246.
2 Ibíd.
3 Ibíd.
4 San Agustín, Confesiones, X, 27, 38.