La doctrina social de la Iglesia y su contribución a la causa de la paz

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La doctrina social de la Iglesia y su contribución a la causa de la paz

Conferencia pronunciada en las Jornadas de Acción Social Empresarial, celebradas en Toledo del 29 al 31 de enero de 1981. Texto publicado en el Boletín del Arzobispado de Toledo, marzo 1981.

He accedido con mucho gusto a la amable invitación que se me ha hecho de dirigirles unas palabras con motivo de las Jornadas que están ustedes celebrando en esta ciudad de Toledo, capital de mi Archidiócesis.

Es la primera vez que como Arzobispo de Toledo me pongo en contacto directo con Acción Social Empresarial, asociación apostólica que conozco desde hace bastante tiempo, y cuya actuación, durante casi treinta años –dirigida a la cristianización de las empresas y de la vida económica, inspirada en las enseñanzas de la Doctrina Social de la Iglesia, mediante el testimonio personal y colectivo de los empresarios y directivos de empresa, integrados en la misma– ha desarrollado una labor meritoria, sobre todo en el campo de la orientación de criterios y de las vías de su aplicación, que como Obispo no puedo menos de agradecer, alabar y estimular.

Al empezar a dirigirles estas palabras me vienen a la mente dos discursos de dos Papas contemporáneos, dirigidos a una asociación similar a la suya. Me refiero a los Papas Pablo VI y Juan Pablo II, y a la UCID italiana.

El primer discurso, de Pablo VI, pronunciado en una fecha que comienza a alejarse ya en la historia, es del 8 de junio de 1964, con motivo del XI Congreso Nacional de la Unione Cristiana Imprenditori Dirigenti. Este discurso impresionó por su sentido fuertemente crítico del sistema económico vigente en el mundo occidental, aunque no dejó de reconocer y de ensalzar la labor insustituible de los empresarios y dirigentes de empresa, en una sociedad industrializada.

Quiero recoger algunas de sus frases más significativas: «Os consideramos con verdadero respeto por lo que sois…, empresarios, dirigentes, productores de riqueza, organizadores de empresas modernas, tanto industriales como agrícolas, comerciales o administrativas; creadores por eso de trabajo, de empleos, de adiestramientos profesionales, capaces de dar pan y ocupación a una enorme multitud de trabajadores y de colaboradores; transformadores por eso mismo de la sociedad mediante el despliegue de fuerzas operativas que la ciencia, la técnica, la estructuración industrial y burocrática ponen a disposición del hombre moderno. Con los maestros y los médicos, figuráis entre los principales transformadores de la sociedad, entre quienes influyen más sobre las condiciones de la vida humana y le abren nuevos e insospechados desarrollos. Cualquiera que sea el juicio que se tenga de vosotros, se deberá reconocer vuestro valor, vuestra potencia, vuestra indispensabilidad. Vuestra función es necesaria para una sociedad que obtiene su vitalidad, su grandeza y su ambición del dominio de la naturaleza. Tenéis muchos méritos y muchas responsabilidades».

Y más adelante continuó en los siguientes términos: «Vuestras empresas, frutos maravillosos de vuestros esfuerzos, ¿no son acaso causa de disgusto y de oposición? Las estructuras mecánicas y burocráticas funcionan perfectamente; las estructuras humanas, todavía no. La empresa, que es, por su exigencia constitucional, una colaboración, un acuerdo, una armonía, ¿no es todavía hoy un choque de espíritus y de intereses? ¿Y no viene a ser considerada a veces como un motivo de acusación contra quien la ha constituido, la dirige y la administra? ¿No se dice de vosotros que sois los capitalistas y los únicos culpables? ¿No sois el blanco de la dialéctica social? Debe haber, pues, algo profundamente desviado, radicalmente insuficiente en el mismo sistema, si da origen a tales reacciones sociales».

Y Pablo VI, después de manifestar su comprensión por las dificultades, tanto interiores como exteriores que se oponen a «la elaboración de una nueva sociología fundada sobre la concepción cristiana de la vida», alabó sus propósitos y sus esfuerzos; y lejos de propiciar un cambio violento y revolucionario, consideró que «la gradualidad , con tal que sea progresiva, es sabia y prudente». Y les estimuló a ser «los pilotos en la formación de una sociedad más justa, más pacifica, más fraterna»1.

El otro discurso es del Papa Juan Pablo II, dirigido también a la UCID, el 24 de noviembre de 1979. Recojo también a continuación algunas de sus ideas más significativas: «Me complace mucho esta actividad vuestra que, siguiendo la huella luminosa de los beneméritos fundadores de la Asociación, se ocupa intensamente de dar a conocer, aceptar y aplicar de parte de los operadores económicos , las orientaciones de la doctrina social de la Iglesia en las empresas; y encontrar en dicha doctrina las razones capaces de justificar o, mejor, de promover en la sociedad un orden nuevo fundado en el respeto a la persona humana y a su promoción armónica y provechosa para el bien común, un orden que responde a las exigencias del Evangelio y que los pueblos anhelan, desilusionados de tantas promesas y de tantas experiencias extrañas o contrarias a las motivaciones de nuestra fe».

Y el Papa Juan Pablo II continuó su discurso con acentos de exigencia crítica: «Es necesario que el empresario y los dirigentes de empresa hagan todo cuanto esté en su mano por escuchar, escuchar debidamente la voz del obrero que de ellos depende, y por comprender sus exigencias legítimas de justicia y equidad, superando toda tentación egoísta tendente a hacer de la economía la norma de si misma. Sabéis –y queréis recordarlo a todos– que cualquier desatención en este campo es culpable y todo retraso es fatal. Muchos conflictos y antagonismos entre trabajadores y dirigentes hunden las raíces con frecuencia en el terreno infecundo de la falta de escucha, del rechazo del diálogo, o de que éste se aplaza indebidamente. No es tiempo perdido el que empleáis en reuniros personalmente con los empleados o en hacer vuestras relaciones más humanas y vuestras empresas más a la medida del hombre. No se os escapa la situación en que se hallan tantos obreros de las fábricas que si se ven forzados a vivir como metidos en un entramado artificial, corren el peligro de sentirse atrofiados en su espontaneidad interior. Con sus automatismos rígidos, la máquina es ingrata y avara en satisfacciones. Las mismas relaciones entre compañeros de trabajo cuando llegan a despersonalizarse, no pueden proporcionar el consuelo y la fuerza necesarios; y las estructuras de producción y consumo obligan con frecuencia a los obreros a vivir de modo masificado, sin iniciativa, sin lugar a opciones. Se puede llegar a tal nivel de deshumanización, cuando se invierte la escala de valores y se eleva el productivismo a parámetro único del fenómeno industrial, cuando se hace caso omiso de la dimensión interior de los valores, cuando se apunta a la perfección del trabajo y no a la perfección de quien lo ejecuta, privilegiando la obra antes que al obrero, al objeto antes que al sujeto»2.

Dos Papas, dos estilos diferentes, pero una doctrina idéntica, inspirada en el respeto por la dignidad y los derechos de la persona humana, creada a imagen de Dios y redimida por Jesucristo, y respecto de la cual todas las demás realidades temporales sólo tienen razón de medios, de instrumentos a su servicio. Como afirmó el Concilio Vaticano II: «En la vida económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social»3.

Aquí se apunta el sentido más profundo de la doctrina social de la Iglesia. El conocido teólogo dominico P. Y. Congar, unos años antes del Concilio, con motivo de la XLVII sesión de las Semanas Sociales de Francia, en 1960, pronunció estas certeras palabras: «Si el cristianismo tiene algo que decir aquí, sin duda es porque lo más interesante de lo que llamamos doctrina social de la Iglesia consiste en una antropología. Hay un punto de vista cristiano del hombre, que procede fundamentalmente del conocimiento cristiano de Dios. Una de las cosas más necesarias y urgentes es restablecer en la corriente de las ideas y en la predicación cristiana esa íntima unión entre teología y antropología, que está inscrita en el corazón mismo de la revelación judeo-cristiana»4.

Una concepción antropocéntrica de la cultura, a partir del Renacimiento, ha querido contraponer la visión teocéntrica de la cultura medieval con la cultura del mundo moderno. Los exponentes que culminan esta corriente de contraposición entre el hombre y Dios podrían ser: Hegel, Feuerbach, Marx y Nietzsche, que anuncian, como falsos profetas, la muerte de Dios para que pueda vivir el hombre. Los acontecimientos trágicos de este siglo, sobre todo las dos guerras mundiales, han puesto de relieve que la muerte de Dios no lleva consigo el triunfo y la resurrección del hombre, sino su muerte y su destrucción. «El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano», afirmó el P. de Lubac, S.J.5.

Uno de los grandes objetivos del pontificado de Juan Pablo II es precisamente el de mostrar y demostrar que la grandeza del hombre le viene de Dios, de su creación a imagen y semejanza de su Creador, de su Redención –creación renovada– por Cristo, hasta llegar a afirmar que el profundo estupor que la obra redentora suscita «respecto al valor y dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva»6.

Y en su última encíclica, la Dives in misericordia, vuelve sobre esta misma idea con las siguientes palabras: «Cuanto más se centre en el hombre la misión desarrollada por la Iglesia, cuanto más sea, por decirlo así, antropocéntrica, tanto más debe corroborarse y realizarse teocéntricamente, esto es, orientarse al Padre en Cristo Jesús. Mientras las diversas corrientes del pasado y presente del pensamiento humano han sido y siguen siendo propensas a dividir e incluso contraponer el teocentrismo y el antropocentrismo, la Iglesia, en cambio, siguiendo a Cristo, trata de unirlos en la historia del hombre de manera orgánica y profunda. Este es también uno de los principios fundamentales, y quizá el más importante, del magisterio del último Concilio»7.

Es cierto que no basta la mera afirmación y proclamación de los grandes principios, que constituyen el cuerpo de la doctrina social de la Iglesia, porque no se trata del hombre abstracto, sino real, del hombre concreto, histórico, se trata de «cada» hombre, en su única e irrepetible realidad humana.

Y esa aplicación concreta, histórica, hic et nunc, en medio de un mundo que atraviesa desde hace varios decenios un proceso continuo de cambio acelerado, exige necesariamente mediaciones culturales, instrumentos técnicos, medidas económicas, procedimientos laborales, transformaciones sociales, adaptaciones psicológicas, renovaciones de estructuras y de sistemas. Y todo ello no es fácil y no permite a un dirigente responsable lanzarse alegremente a improvisaciones fáciles y superficiales.

Ustedes, como empresarios y dirigentes de empresa, se encuentran en la vorágine del cambio, en el epicentro de los movimientos sísmicos que sacuden la vida social y económica, en medio de la crisis mundial, en una etapa, que va resultando ya larga, de transición de nuestra vida nacional. No seré yo quien incurra en la imprudencia de juzgarles precipitadamente, sin valorar previamente todos los factores complejos y dinámicos que condicionan y dificultan sus decisiones. Necesitan la prudencia y la responsabilidad de dirigentes y, al mismo tiempo, la audacia y el sentido calculado del riesgo de los exploradores de nuevos ámbitos de actuación.

Ya no valen las fórmulas y recetas del pasado –aunque siempre la experiencia madurada en la reflexión será maestra de la vida– y hace falta, sin perder el arraigo de la tradición, una visión prospectiva del futuro para adoptar, a tiempo, las medidas adecuadas.

Su profesión cada vez se hace más complicada y difícil, porque como empresarios, en un sistema de economía de mercado, tienen que programar la producción en función de las libertades ajenas de elección y de decisión y en función también de la oferta de la competencia real y potencial, y mucho más en la perspectiva de una integración más o menos próxima a la Comunidad Económica Europea. Por otra parte, las exigencias y reivindicaciones del mundo laboral –consciente de su fuerza y de sus derechos– cada vez son mayores y las situaciones más conflictivas.

No esperen de mí, queridos amigos, orientaciones técnicas o profesionales. No es esa la misión de los Obispos, y, por otra parte, excede de mi competencia. Como sabiamente advirtió el Concilio Vaticano II a los laicos, «no piensen que sus pastores están siempre en condiciones de poderles dar inmediatamente solución concreta en todas las cuestiones, aun graves, que surjan»8.

Únicamente puedo darles alguna orientación doctrinal y el aliento y estimulo espiritual para que sean testigos de Jesucristo en ese complicado mundo de la economía y de la empresa.

El Papa Juan Pablo II, en su profundo discurso inaugural de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, hizo una mención explícita a la doctrina social de la Iglesia –que algunos habían considerado como expresión inapropiada, después del Concilio , y no sólo en su enunciación verbal, sino en su contenido9– con las siguiente s palabras:

«Cuanto hemos recordado antes constituye un rico y complejo patrimonio, que la Evangelii Nuntiandi denomina doctrina social o enseñanza social de la Iglesia. Ésta nace, a la luz de la Palabra de Dios y del Magisterio auténtico, de la presencia de los cristianos en el seno de las situaciones cambiantes del mundo, en contacto con los desafíos que de ellas provienen. Tal doctrina social comporta, por tanto, principios de reflexión, pero también normas de juicio y directrices de acción. Confiar responsablemente en esta doctrina social, aunque algunos traten de sembrar dudas y desconfianzas sobre ella, estudiarla con seriedad , procurar aplicarla , enseñarla, ser fiel a ella, es, en un hijo de la Iglesia, garantía de la autenticidad de su compromiso en las delicadas y exigentes tareas sociales, y de sus esfuerzos en favor de la liberación o de la promoción de sus hermanos».

«Permitid, pues, que recomiende a vuestra especial atención pastoral la urgencia de sensibilizar a vuestros fieles acerca de esta doctrina social de la Iglesia. Hay que poner particular cuidado en la formación de una conciencia social a todos los niveles y en todos los sectores. Cuando arrecian las injusticias y crece dolorosamente la distancia entre pobres y ricos, la doctrina social, en forma creativa y abierta a los amplios campos de la presencia de la Iglesia, debe ser preciso instrumento de formación y de acción. Esto vale particularmente en relación con los laicos: ‘competen a los laicos propiamente, aunque no exclusiva mente, las tareas y el dinamismo seculares’ (Gaudium et Spes 43). Es necesario evitar suplantaciones y estudiar seriamente cuándo ciertas formas de suplencia mantienen su razón de ser. ¿No son los laicos los llamados, en virtud de su vocación en la Iglesia, a dar su aportación en las dimensiones políticas y económicas, y a estar eficazmente presentes en la tutela y promoción de los derechos humanos?»10

El Papa Juan Pablo II ha vuelto a hacer referencia en otras ocasiones a la doctrina social de la Iglesia. Así, en su maravilloso discurso a la Conferencia Episcopal Polaca, de 5 de junio de 197911, y en el discurso a los obreros en el Stadium de Monrubi, en Sao Pauto, el 3 de julio de 198012.

Es evidente que cuando se habla de doctrina social de la Iglesia hay que tener ideas claras sobre su naturaleza y sobre su contenido. Por supuesto, no se quiere indicar que se trata de un corpus completo y sistemático de verdades y principios, elaborados teóricamente por el Magisterio de la Iglesia, de una vez para siempre, y que sirve para resolver los problemas sociales pasados, presentes y futuros. Ese no es el verdadero concepto de la doctrina social de la Iglesia.

Es cierto que dentro de ella se contienen verdades permanentes de fe, o descubiertas por la razón natural –aun cuando algunas de estas últimas hayan sido confirmadas por la Revelación o por el Magisterio de la propia Iglesia–; y también principios y normas morales de validez atemporal. Pero no es eso sólo. Hace falta aplicar esas verdades permanentes y esas normas morales inmutables a realidades dinámicas y cambiantes, en circunstancias difíciles y complejas, en donde surgen situaciones inéditas en el pasado, para cuya solución no sirven fórmulas prefabricadas «a priori», sino que es precisa la creatividad de los fieles, inspirada en la fe y en los valores morales permanentes, y movida por la caridad, para descubrir y plasmar la voluntad de Dios en cada momento histórico, con la luz del Espíritu Santo, en comunión con sus Pastores y en diálogo fraterno entre los mismos y con todos los hombres de buena voluntad.

La doctrina social de la Iglesia debe realizarse en la historia, mediante el discernimiento de los signos de los tiempos y bajo la responsabilidad de los laicos, en los diversos campos de su actividad, con fidelidad a la Palabra de Dios y a la ley natural, bajo la guía del Magisterio, y con sentido de servicio a los hombres concretos a quienes debemos ayudar.

Sería tan erróneo considerar que, en este campo, basta la buena voluntad y de que todas las opciones son libres para el católico, como pensar que ya todo está dicho y que no hay que esforzarse en la búsqueda de nuevas soluciones.

La realidad es que existen muchas injusticias sociales en nuestro derredor, y que la fuerza y el dinamismo del Evangelio no tienen la suficiente penetración en las mentalidades y en las estructuras sociales.

Tendría que recordarles a ustedes, empresarios y dirigentes católicos, aquellas graves palabras del gran Pontífice Pío XII que, por desgracia, todavía en muchas ocasiones siguen conservando la actualidad del momento en que se pronunciaron: «Movida siempre por motivos religiosos, la Iglesia ha condenado los varios sistemas del socialismo marxista, y los condena también hoy, porque es su deber y derecho permanente preservar a los hombres de corrientes e influencias que ponen en peligro su eterna salvación. Pero la Iglesia no puede ignorar o dejar de ver que el obrero, en su esfuerzo por mejorar su situación, tropieza con un ambiente, que, lejos de ser conforme a la naturaleza, contrasta con el orden de Dios y con el fin que Él ha señalado a los bienes terrenos. Por falsos, condenables y peligrosos que hayan sido y sean los caminos que se han seguido, ¿quién, sobre todo siendo sacerdote o cristiano, puede permanecer sordo al grito que se alza de lo profundo, y que en el mundo de un Dios justo invoca justicia y espíritu de fraternidad?»13

En los momentos actuales, tenemos entre nosotros el gravísimo problema del paro, que rebasa ampliamente el millón y medio de personas, y que puede llegar a alcanzar, si no se toman las medidas adecuadas a medio plazo, hasta el 16 por 100 de la población activa14 (alrededor de los dos millones, sobre los 12.835.700 trabajadores que forman dicha población).

Y frente a esa insostenible situación tenemos el dato escalofriante de que los españoles invirtieron en juegos de azar, durante el año 1980, la cifra de casi quinientos mil millones de pesetas, bajo el estímulo, que no nos atrevemos a calificar, de la propia Administración Pública, que ingresó en su Erario el 18 por 100 de dicha cantidad (alrededor de 90 mil millones)15.

Y otro hecho que consideramos alarmante, en esta coyuntura económica: la aceleración de los gastos públicos y el consiguiente incremento del déficit presupuestario, en cantidades que los técnicos consideran insostenibles para la economía española.

Me hago cargo de las dificultades de la situación presente, pero como Obispo de la Iglesia de Dios no puedo menos de preocuparme por la situación de los más débiles, de los trabajadores en paro, de las familias modestas, cuyos ingresos reales van disminuyendo, erosionados por la inflación, el aumento de las cargas fiscales y los gravámenes sociales.

La situación actual nos impone a todos un sentido de austeridad en nuestra vida, una moderación en nuestros gastos puramente consuntivos, un espíritu de magnificencia en los que disponen de grandes capitales propios para darles un destino de inversión productiva que cree puestos de trabajo, siempre dentro de una prudencia previsora.

Me impresionaron las frases de un antiguo directivo de empresa francés –a quien muchos de vosotros conocéis de referencia– al aludir al nivel de vida y familiar del directivo de empresa: «Yo creo que si entre los responsables de las empresas se viese levantar una generación de hombres que, por su amor a Cristo, aceptase desvincular su tren de vida de su nivel de remuneración, ese testimonio abriría el paso a muchas posibilidades de transformación en orden a una sociedad más fraternal y más justa»16.

Se ha hablado mucho de la legitimidad del derecho de propiedad, desde el punto de vista de la doctrina social de la Iglesia, y no seré yo quien la ponga en duda frente a un colectivismo masificador e igualitario. Pero no puedo menos de dejar bien claro que hay un derecho anterior al derecho de propiedad, proclamado por toda la tradición del Antiguo Testamento, reiterado en el Nuevo, reafirmado por la Patrística y por los doctores medievales, y últimamente por los Papas de las grandes encíclicas sociales, y por el Concilio Vaticano II: el derecho al mínimo de bienes necesarios para una subsistencia decorosa; y que Juan Pablo II lo ratificó, en Puebla, con la expresión que recorrió el mundo de que «sobre toda propiedad privada grava una hipoteca social»17.

Hay que medir lo superfluo en función de las necesidades de los demás, cuando éstas son graves y urgentes. Y no se trata sólo del cumplimiento estricto de los deberes de justicia. Con la justicia sola no se construye el orden social, ni se establecen las bases de una convivencia humana pacífica y fraterna. La última encíclica de S.S. Juan Pablo II tiene la valentía de proclamar, frente a un justicialismo duro e inflexible, que «la experiencia del pasado y de nuestros tiempos demuestra que la justicia por sí sola no es suficiente y que, más aún, puede conducir a la negación y aniquilamiento de sí misma, si no se le permite a esa forma más profunda que es el amor, plasmar la vida humana en sus diversas dimensiones. Ha sido, ni más ni menos, la experiencia histórica la que entre otras cosas ha llevado a formular esta aserción: summum ius, summa iniuria. Tal afirmación no disminuye el valor de la justicia, ni atenúa el significado del orden instaurado sobre ella; indica solamente, en otro aspecto, la necesidad de recurrir a las fuerzas del espíritu, más profundas aún, que condicionan el orden mismo de la justicia» (Redemptor hominis, 12,3).

En el fondo, es el mismo pensamiento que expresó León XIII, al terminar su inmemorial encíclica Rerum Novarum: porque «la salud que se desea sólo se puede esperar de una grande efusión de caridad»18.

En último término, queridos amigos, es una llamada apremian te a la conversión del corazón, como premisa para transformar las estructuras sociales. El cristianismo introdujo la mayor revolución de la historia del mundo, predicando la penitencia y la conversión de los corazones; y luego los hombres, convertidos en discípulos, en apóstoles y testigos de Jesús, transformaron el mundo pagano. Desde esta perspectiva cristiana, como Obispo de la Iglesia, les insto a configurar con sus vidas «el nuevo tipo de empresario y directivo de empresa», como paso previo para un orden social más justo, más humano y más cristiano.

1 Véase el texto del discurso en traducción al español, en el folleto editado pro la “Federación libre de Escuelas de Ciencias de la Empresa”, bajo el título Pablo VI a los Empresarios, Madrid 1964.

2 Véase texto del discurso en español en Actualidad Uniapac, nº 1, marzo de 1980.

3 Const. Pastoral Gaudium et Spes 63, 1.

4 Véase en Socialización y Persona humana, la lección del P. Congar sobre Perspectivas cristianas sobre la vida personal y la vida colectiva, Barcelona 1963, 196.

5 Cit. por Pablo VI, en la encíclica Populorum Pregressio, 42; Le drame de l’humanisme athée, París3 1945, 10.

6 Encíclica Redemptor Homiinis, 10. 2.

7 Encíclica Dives in Misericordia, 1. 4.

8 Const. Pastoral Gaudium et Spes, 43, 2.

9 El Concilio Vaticano II eludió, en distintos pasajes, la utilización de la expresión «doctrina social de la Iglesia»; únicamente la utilizó en el Decreto Apostolicam actuositatem, 31b: »principia doctrinae moralis et socialis Ecclesiae», y en la Const. Past. Gaudium et Spes 76,5: «socialem suam doctrinam docere»; en el Decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo se emplea una expresión equivalente: «doctrina (et activitas) Ecclesiae in re sociali» (6,2). Con posterioridad al Concilio, apenas fue usada la expresión en los documentos oficiales de la Santa Sede. En la Carta Apostólica Octogesima Adveniens (14 mayo 1971), en la traducción oficial italiana se usa la expresión «insegnamento sociale della Chiesa»; en cambio, el texto original latino recoge la fórmula tradicional, «socialis Ecclesiae doctrina» (4 y 42).

10 Véase el texto oficial en español, en III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla. La Evangelización en el presente. Y en el futuro de América Latina, Madrid 1979 (III, 7), 27-28.

11 Véase Juan Pablo II, Peregrinación Apostólica a Polonia (BAC Minor 56), Città del Vaticano, Madrid 1979, 116-117.

12 Véase Juan Pablo II, Viaje pastoral a Brasil, BAC Popular 29, Madrid 1980, 113ss.

13 Véase Radiomensaje de Navidad 1942, en Doctrina Pontificia: Documentos Políticos (BAC 25), Madrid 1958, 847.

14 Véase el Informe de Coyuntura presentado por los Profesores Donges, De la Puente y Aguirre.

15 Datos que estimamos solventes, aunque no nos es permitido citar su fuente.

16 Véase el libro de Jean Girette, Je cherche la justice…, Editions France-Empire, París 1972.

17 Véase el discurso de Puebla, en la edición citada en la nota 10, p. 22.

18 Véase texto bilingüe de la encíclica en Colección completa de las Encíclicas de Su Santidad León XIII, del Dr. D. Manuel de Castro Alonso, tomo I, Valladolid, 557ss.