La esclavitud del que no ama

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La esclavitud del que no ama

Conferencia pronunciada el 6 de marzo de 1970, viernes de la tercera semana de Cuaresma.

Continuemos nuestras reflexiones sobre el tema general de la virtud de la caridad, tal como debe ser entendida y vivida por un cristiano que quiere ser fiel al Evangelio en toda su integridad.

Os hablaba el pasado viernes de esa triple actitud necesaria para luchar contra la soberbia del corazón, el gran obstáculo que se levanta en el alma contra el amor a Dios. Sencillez de espíritu, humildad en los interrogantes, conversión continuada. Al obrar así, no sólo se va eliminando la fuerza agresiva del pecado y de las tendencias malas, sino que se despeja interiormente la oscuridad del camino, y el cristiano se entrega cada vez con más firmeza y seguridad internas a una vida religiosa sincera y consecuente, cuyos frutos aumentan sin cesar en su relación con Dios y con el prójimo.

Las gracias de Dios que se comunican cada vez más abundantes y el gozo del alma al comprobar su propio progreso espiritual facilitan la marcha ascensional hacia las cumbres de la santidad.

La verdadera libertad del cristiano #

Y entonces es cuando el hombre logra hacerse auténticamente libre. Al aumentar su trato con Dios, su fe y su amor a Él, aumenta también su libertad interior.

  • Primero: porque ve que puede navegar sin trabas en el océano sin límites de la divinidad, contemplando y adorando las perfecciones divinas. El hombre que avanza en su trato con Dios mediante la oración, el dominio de sus pasiones, el esmero en la práctica de sus obligaciones familiares y profesionales, reguladas por la luz de la fe; el hombre que cultiva e intensifica su amor a Dios y su fe en Él, percibe cada vez mejor la belleza de la vida divina. Más que pensar en los mandamientos como carga, piensa en lo que éstos tienen de impulso para entregarse cada vez más al misterio.
  • Y segundo: se hace también más libre el cristiano que ahonda en su vida religiosa, porque cuanto más obedece y más trata de ajustarse a la voluntad divina, mejor comprende que el motivo de la obediencia es el amor, no una imposición externa del que manda porque puede mandar. Y todos sabemos que cuando se ama lo que merece ser amado, toda esclavitud desaparece.

¿Por qué los santos se han sentido siempre tan libres y tan dichosos en medio de una observancia fidelísima de los preceptos de Dios y de la Iglesia? Cuando leemos su vida vemos cómo han manifestado el gozo de esa libertad interior sin dejar traslucir la pesada molestia que para otros representa el cumplimiento de las normas y las leyes divinas. ¿Por qué? Este hecho desconcierta siempre a los incrédulos y, en general, a todo hombre, incluso cristiano, que en medio de una vida de tibieza o de pecado, queriendo, no obstante, ser bueno, tropieza a cada paso con sus defectos, encuentra molesta y enojosa la vida espiritual, cree ver en la religión un conjunto de trabas y normas asfixiantes y no se explica esa gozosa libertad de las almas grandes. ¿Cuál es la explicación de esta libertad que reflejan y viven los hombres santos?

Sólo hay una, y es que el amor a Dios hace cada vez más libre a quien ama y a quien se declara servidor suyo por amor. Es la caridad teologal que, a medida que se practica, aumenta; y el alma que la viva ya no cumple los mandamientos simplemente por mera obligación, sino atraída por la belleza de lo que descubre y sostenida por el don de sabiduría que el Espíritu Santo regala.

Ejemplo de San Olegario #

Insisto en estos principios hondos y fundamentales porque de ahí brota todo lo demás. Al entrar en la Catedral he subido al camarín a venerar las reliquias de San Olegario, obispo de Barcelona en el siglo XII, cuya fiesta celebramos hoy. Aquel hombre que, en la vieja catedral románica anterior a ésta en que estamos hoy, predicó sin cesar; que contribuyó con su esfuerzo a la pacificación política de los reinos de España; que al peregrinar a Tierra Santa predicaba todos los días varias veces en los lugares por donde pasaba; aquel hombre amante de la soledad y la contemplación, que ejerció tan notable influencia sobre el clero y los religiosos y los fieles barceloneses precisamente por su trabajo incansable en la predicación de las verdades de la fe y la piedad cristiana. Humilde sucesor suyo en esta sede, veo en su vida la lección permanente de la Iglesia católica, cuando trata de educar la conciencia de sus hijos.

Esta es la mayor urgencia de hoy: insistir en la necesidad de la vida de fe y de la gracia santificante. Dejad que en un alma prendan la gracia y los dones del Espíritu Santo, que enseguida estará dispuesta a ser un agente transformador del mundo. Pero mi temor es lo contrario: que estamos olvidando estas realidades de nuestra fe y por eso se nos hace tan difícil la vida cristiana hoy, y se convierte todo en polémicas y agitaciones alteradas de unos contra otros. Y es que cuando nos apartamos de Dios, en quien podemos encontrarnos todos, solamente prestamos atención a los criterios nuestros; y hablando del amor al prójimo, podemos fácilmente, sin darnos cuenta, caer en el egoísmo de nuestro propio pensamiento, es decir, amamos al prójimo como nosotros queremos que sea amado, no como Cristo lo quiso. Y el Evangelio es muy claro. El precepto mío es que os améis unos a otros, como Yo os he amado (Jn 13, 34).

Luego en toda actitud de caridad y de amor tiene que estar presente Cristo, pero Cristo, no como abstracción, no como ideología, no como teoría social, no como programa político, sino como persona divina, como el Hijo de Dios que nos da su vida, que nos eleva de nuestro plano humano y natural a la realidad sobrenatural de la gracia que Él ha venido a comunicarnos con su redención. Y para que Cristo esté presente en este amor, tanto en la vida social del pueblo cristiano como en la vida individual, tenemos que pensar en Él, conocerle y amarle, para que Él nos gobierne. Y entonces no hay ningún obstáculo para el amor al prójimo y para la lucha por una transformación social justa. Pero, si nos olvidamos de esto, seremos discípulos de un programa o de una ideología humana, no del cristianismo.

Ejemplo de Juan XXIII #

Hay un ejemplo luminoso, el que nos ofreció Juan XXIII, el Papa que ha despertado tanta admiración y simpatía en el mundo, el Papa de la Pacem in terris y la Mater et Magistra, el Papa del Concilio Vaticano II. Nadie habla mal de él; su imagen es la del hombre sencillo, atento a todo lo que fuese motivo de amor y de dolor para el que sufre o el que ama. A todos quiso llevar el bálsamo de su palabra santa.

Aún nos conmueve el recuerdo de sus contactos con aquellos, fueran cristianos o no, a quienes él recibió como un padre a sus hijos. Pero hay un peligro al hablar de él y es recordar únicamente la bondad de su carácter, el hombre sin trabas, el corazón que se derrama. Estas frases, tal como muchos las pronuncian, deforman la realidad espiritual de Juan XXIII y contribuyen a que en muchos cristianos nazca una idea equivocada de su persona y del modo como vivió su fe.

¿De dónde brotaba en Juan XXIII esta actitud de amor hacia el mundo entero? Brotaba de una intensa vida interior de amor a Dios que le hacía sentirse libre y gozoso en medio de todas las dificultades, que las tuvo grandísimas. Brotaba de la contemplación de Dios en su oración, en su oración mental diaria y en sus rezos continuos. Brotaba de que, a lo largo de toda su vida de sacerdote, se había mantenido fiel a sus sagrados compromisos por amor. Brotaba de que pensaba constantemente en el Señor, Padre nuestro. Vivía y navegaba por este océano sin límites de las perfecciones divinas. Y por eso de un alma tan grande en su amor a Dios brotaban acciones tan grandes de amor al prójimo.

Se acaba de publicar un librito titulado: Juan XXIII, mensaje espiritual1. Es una recopilación sistemática de 914 pasajes, frases cortas, de su legado doctrinal, tomados de diversos escritos suyos, sermones, cartas y del Diario de un alma. Aparecen pensamientos preciosos. Os recomiendo su lectura. Conociendo la intimidad de su alma se explica perfectamente su otra actuación externa y pública de Pontífice de la bondad.

Por ejemplo, sobre el cumplimiento de la voluntad divina:

“La tercera petición del Padrenuestro es la voluntad del Señor. Sí. Siempre y en todo. En las dificultades de la vida, en medio de la convulsión producida por los contrastes diarios, a través de la pobreza, hasta la enfermedad, hasta la muerte. Sí. La voluntad de Dios es nuestra paz” (n. 7).

“Estamos siempre dispuestos para todo. Venga, Señor, tu reino; hágase tu voluntad en el cielo y en la tierra. Este debe ser el anhelo de nuestra alma en todas las circunstancias de la vida” (n. 8).

Sobre la perfección a que hay que aspirar:

“Te deseo de corazón que estés siempre a la altura del Padrenuestro. ¿Sabes lo que quiere decir eso? Permanecer siempre en esa atmósfera serena y dulce de la visión de Dios, rey del cielo y de la tierra, y nuestro Padre bueno y misericordioso: en la búsqueda de la gloria de su reino y, sobre todo, de su santa voluntad, en la que se cifra nuestra perfección. También la espera de su pan, espiritual y corporal, debida compensación a nuestro trabajo, y su perdón para nuestros defectos y pecados, y la gracia de perdonar todo y siempre a los demás. Por último, la preservación de todo mal en esta vida y en la otra” (n. 16. Carta a una sobrina suya, 6-I-48).

“Debemos esforzarnos por abrir nuestro corazón a la lluvia que viene de lo alto, para aceptar las inspiraciones de Dios, nuestro Padre, y para soportar nuestras cruces son ánimo alegre y aceptando la voluntad divina, sabiendo que sin cruces es imposible avanzar” (n. 21).

Sobre su devoción al Espíritu Santo, fuerza del alma:

“Dejémonos penetrar, como los apóstoles el día de Pentecostés, por ese fuego transformante. Él purificará las inevitables escorias de la naturaleza, herida por el pecado” (n. 64).

“Jesús nos asegura que el Espíritu Santo seguirá haciendo resplandecer en la Iglesia una maravillosa fecundidad sobrenatural; la fecundidad que deposita en el corazón de las vírgenes, de los mártires y de los confesores los gérmenes de aquellas virtudes heroicas que son la característica de la santidad” (n. 66).

“¡Oh, Espíritu Santo Paráclito!, perfecciona en nosotros la obra iniciada por Jesús; haz fuerte y continua la plegaria…, acelera para cada uno de nosotros los tiempos de una profunda vida interior… Que ninguna atadura terrena nos impida hacer honor a nuestra vocación; que ningún interés, por negligencia nuestra, mortifique las exigencias de la justicia; que ningún cálculo reduzca los espacios de la caridad a la estrechez de los pequeños egoísmos. Que todo sea grande en nosotros” (n. 72).

Sobre la plena aceptación de los deseos de Dios en nuestra vida:

“Caminar para agradar a Dios: éste es el mayor y más noble fin de la vida y la fuente inagotable de las satisfacciones más puras” (n. 359).

“Mi verdadera grandeza consiste en hacer totalmente y con perfección la voluntad de Dios” (n. 360).

“Hay que progresar cada vez más en esta maravillosa disposición de ánimo: no querer nada fuera del beneplácito divino y tener como norma fija servir a la Iglesia y colaborar a la salvación eterna del prójimo mediante la oración, las obras ordinarias y los ejemplos de virtud” (n. 362).

“Las cruces no faltan; cada uno debe llevar la suya para conseguir en sí mismo la imagen más perfecta de Cristo. Pero su peso es suave y se soporta con gusto si va acompañado de la dulzura y de la paz, que derivan de la tranquilidad de conciencia y de la perfecta conformidad con los deseos del Señor” (n. 364).

Y así continuamente. Ese era el paisaje interior de su alma. No hagamos de él una caricatura reducida a cuatro rasgos externos que cuando quieren ser imitados por otros, sin poseer el secreto de su íntima y profunda unión con Dios, llevan a adoptar posturas ridículas y absurdas. Oración y trato con Dios, espíritu de fe en las empresas y trabajos de cada día. Reformar el pequeño mundo en que cada uno vive de una manera dulce, suave, sin imposiciones, con la fuerza que brota mansamente del interior del corazón.

En una palabra, Juan XXIII, con la grandeza de su ejemplo, confirma cuanto vengo diciendo. Su interioridad religiosa, cultivada día tras día, le facilita un trato cada vez más íntimo con Dios y una superación de los obstáculos a la vida de virtud y perfección. Como los santos, se convierte en un ejemplo vivo de libertad interior y externa, sin trabas, casi sin cánones, no porque rompan o desprecien la ley, sino porque ellos mismos se convierten en algo así como una expresión personal de la ley cumplida por amor.

En diversos momentos históricos de la vida de la Iglesia han aparecido hombres extraordinarios que han promovido movimientos de espiritualidad y de amor al prójimo, transformando estructuras y condicionamientos sociales con la fuerza interior de su espíritu. Amaron siempre sin odiar a nada ni a nadie. Fundaron órdenes y congregaciones religiosas, ejercieron el ministerio episcopal o sacerdotal, fueron padres de familia. Con su ejemplo arrastraron a otros y cuanta más miseria vieron, más misericordia mostraron. Y eran misericordiosos con el pecador, con el prisionero, con el enemigo, con el rico, con el pobre, con todos, porque comprendían que en el fondo de cada corazón humano no hay más que pobreza y debilidad; y que cuando se aparta el hombre de Dios lo único que necesita es manos de misericordia y de paz que le lleven de nuevo hacia Él. Estos han sido siempre los ejemplos de los santos, visibles unas veces, invisibles otras. El amor a Dios les hizo amar al mundo.

Lección vivísima de los contemplativos #

Quiero referirme ahora a un género de vida que está prestando a los hombres un servicio impresionante, del cual hoy nos olvidamos con frecuencia: es el de los contemplativos, el de los religiosos y religiosas de clausura que, encerrados en sus monasterios, alaban a Dios con su oración, siempre encendida la luz de la fe.

Muchas veces ni reparamos en esos edificios en que viven. Necesitamos sentir los golpes de la vida para acordarnos de ellos y acaso ir a su encuentro. Esos moradores del desierto, con sola su oración, con su ejemplo perseverante, con los consejos que nos dan cuando la ocasión se presenta, con su mortificación diaria, están aportando al mundo una fuerza espiritual que renueva el amor a Dios. Y cuando vienen épocas en que parece que ese amor se extingue, basta su sola presencia, contemplada desde lejos, para que nos preguntemos qué significa aquel misterio de que un hombre o una mujer inteligentes y amantes de la vida como los demás, que podrían tener los mismos privilegios y favores que nosotros, se encierren allí y allí sigan viviendo año tras año, no como quien se somete a una mortificación irremediable, sino con un amor que revela la transparencia de un niño y una sencillez que parece privilegio de las almas que han nacido exclusivamente para amar. Es su amor a Dios lo que les transforma y les hace ofrecer al prójimo la llamada de la eternidad. El servicio de estos hombres y mujeres, aunque no nos demos cuenta, es de un valor incalculable.

Libres, no esclavos #

Hijos amadísimos y hermanos míos en Cristo: insisto en estas reflexiones porque pienso que es una grave obligación mía, de obispo de la Iglesia. Temo cada vez más por nuestra juventud, la que va ocupando en la vida el lugar que nosotros les cedemos. Temo por una formación sin fe, sin práctica religiosa viva, sin atención vertical hacia el misterio de Dios. Temo que la religión se convierta en un mero humanismo sin transcendencia, en que todo lo reduzcamos a predicar derechos y deberes de unos para con otros. Por eso insisto sobre esto en estas predicaciones.

Me parece que sobran, o son más abundantes, las otras, las de quienes están continuamente hablando de cuestiones temporales. Y sí, hay que hablar de ellas, para iluminarlas con la luz de la fe; pero si la fe se apaga, ¿dónde va a quedar la luz? La juventud futura ¡va a encontrar tantas facilidades para satisfacer sus ansias de libertad exterior y tantas dificultades para vivir su libertad interior de hijos de Dios! ¡Hace tantos esclavos el pecado!

¡La esclavitud del pecado! Esclavitud, porque engendra en el que peca un desasosiego continuo que no sacia nunca al pecador. Esclavitud, porque va, poco a poco, agotando sus reservas religiosas y sumiéndole en la oscuridad, hasta convertirle en esclavo de las tinieblas, las cuales se apoderan de su entendimiento. Esclavitud que lleva a la desesperación cuando el pecador ve que no tiene ni el gozo de los placeres del mundo, que no le sirven, ni el gozo de un Dios en quien quisiera creer y no puede.

El pecado hace esclavos; y es de temer que, si seguimos por aquí, sin atender a los requerimientos interiores de la vida religiosa cristiana, lleguemos a tener generaciones muy libres en sus actuaciones y libertades externas, pero integradas por esclavos de sus propias apetencias, de sus pasiones, de sus vicios, de sus exigencias anárquicas respecto a los demás.

El misterio de Dios sigue esperándonos con su belleza infinita, con su perfección, con su grandeza. Es la vida de Cristo. Yo no hablo de abstracciones, no. Dios se nos ha revelado en Jesucristo; y por medio de Cristo recibimos el Espíritu Santo y ascendemos a Dios Padre y vivimos el misterio de la Trinidad. El que se entrega a Jesucristo con amor y con confianza no saldrá perdiendo jamás, jamás.

¿Por qué tantas crisis sacerdotales? ¿Por qué se hace tan pesado el celibato para algunos? ¿Por qué tantas críticas duras y coléricas contra la autoridad de la Iglesia? Las leyes que la Santa Iglesia nos da a los sacerdotes y a los cristianos, recibidas con esa actitud humilde a que me refería al principio y vividas con amor, se hacen cada vez más fáciles y llegan a ser eso: la expresión de un yugo suave que nos ayuda a caminar en unión con nuestro Señor Jesucristo. Pero hace falta perseverar en la oración, hace falta huir de las ocasiones de pecado, hace falta cultivar con un esfuerzo diario –ejemplo de Juan XXIII– esa rica vida interior que el Espíritu Santo alimenta en quienes con docilidad se disponen a recibir sus dones y sus luces. Prediquemos e insistamos mucho en el amor al prójimo y en el logro de un mundo más justo. Pero no nos olvidemos jamás, si queremos ser cristianos, de predicar y vivir las profundidades del amor a Dios.

1 Jesús M. Bermejo, Juan XXIII, Mensaje espiritual, Madrid 1969, BAC minor 12.