La espiritualidad del Don Miguel Mañara, su vigencia en los tiempos actuales

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La espiritualidad del Don Miguel Mañara, su vigencia en los tiempos actuales

Conferencia pronunciada en Sevilla el 6 de marzo de 1979, en la sesión de apertura del tercer centenario de la santa muerte del Venerable don Miguel de Mañara. Texto publicado en BOAT, abril 1979, 125-137.

Recientemente, el Santo Padre, Juan Pablo II, ha realizado un viaje pastoral a México que ha conmovido a gran parte del mundo. Las muchedumbres que le han escuchado o seguido no se han interesado gran cosa por tales o cuales conceptos de sus discursos. De eso nos ocupamos nosotros, los que tenemos la obligación de pensar para saber lo que hemos de decir. Hacemos bien. Ojalá no nos quedáramos solamente ahí.

El pueblo ha saltado por encima de los discursos y ha captado de un golpe la realidad suprema de una actitud fundamental: El Papa estaba allí por amor. Y todo cuanto hizo, dijo o se movió en aquellos días de incesante actividad es porque amaba. Amaba a un pueblo desconocido hasta entonces, y amaba al mundo, a la Iglesia, a Cristo, a la humanidad.

En México hay pobres. Como los hay en España y en casi todos los lugares de la tierra, en unos más que en otros. Siempre la pobreza, ese misterio de la impotencia y el fracaso humano, a veces también de la maldad de los hombres, que nos acusa a todos implacablemente y que, para mayor paradoja, es lugar preferido para la presencia de Dios. La pobreza es clamor incoercible contra todas las injusticias, campo evangélico, cuyas flores más hermosas son los corazones de los pobres, y solicitud apremiante para hacer que vengan a remediarla los que saben amar.

El Papa, en Méjico, tenía que hablar, como ya lo había hecho Pablo VI y también Juan Pablo I, de una cuestión social que afecta al mundo de hoy, a los pobres y a los ricos, a la Iglesia y a la humanidad, a los evangelizados y a los evangelizadores. De una cuestión que se concreta así: liberación del hombre que sufre, víctima de las injusticias humanas. Es una cuestión que de social se ha convertido en teológica, y aun en ascética y mística: teológica, porque se trata de saber qué nos pide sobre ello la Revelación cristiana a los que estamos dispuestos a admitirla; y ascética y mística, porque el modo de plantearla y los intentos para resolverla exigen para muchos un cambio en el concepto de la virtud y del pecado y una dinámica nueva en todo lo relativo a lo que llamamos unión con Dios.

El Papa ha señalado muy bien que el Evangelio nos pide a todos ser consecuentes: que hay que amar al hombre no sólo de palabra, sino con obras; que la salvación en Jesucristo, que tratamos de ofrecer, es liberadora de las esclavitudes del pecado para poder alcanzar la vida eterna; y también de las injusticias de este mundo, para que los hombres no sean esclavos de otros hombres en su camino por la tierra. La Iglesia, ha venido a decir, trabaja por la liberación integral del hombre con amor, con procedimientos que estén de acuerdo con las exigencias evangélicas, y sólo con ellos, no con revoluciones violentas ni odios de clases. Siempre ha trabajado así, y siempre ha habido seguidores de Jesús que, al calor de su fe y su espíritu cristiano, han amado, servido y liberado al hombre en este mundo y para el otro.

Vosotros celebráis ahora el tercer centenario de la muerte de uno de ellos, el Venerable Don Miguel de Mañara, insigne discípulo del Evangelio y servidor de la humanidad desvalida. Su testimonio no ha perdido actualidad.

Lo que sabemos de su vida es suficiente para comprender la grandeza de su alma. En su entrega a Dios hay como un motivo determinante, que, en lenguaje teológico, llamamos gracia actual o auxilio de Dios a la condición humana en el interior de la conciencia: es el dolor que le producen la muerte de seres muy queridos, y el abandono en que se encuentran tantos y tantos hombres y mujeres de la Sevilla de entonces, en cuyas calles y plazas la miseria ponía su contrapunto más hiriente al fastuoso modo de vivir de unos pocos. Es la época en que las grandezas de la España del Imperio no pueden ocultar la ruina interior que avanzará inexorablemente. Muchos muertos, mucha hambre, mucha picaresca.

Al dolor del espíritu tan fino de Miguel Mañara se une el desengaño, que se hubiera convertido en frustración lacerante de no haber sido por su fe cristiana. Esta fe es la que le lleva a un cambio de vida –la conversión– y a una entrega fervorosa a Cristo en los pobres. A partir de este momento, su vida es de purificación constante, de religiosidad interior y externa, de desprendimiento de sí mismo, y de caridad abnegada que le lleva a ser pobre con los pobres en los cuales ve a Cristo, su Señor.

Su «Discurso de la Verdad» nos revela la meditación interior con que alimentaba su alma. Se ve que es un carácter vigoroso y recio que ha hecho una opción entre el servicio a Dios y la esclavitud del pecado. Con un lenguaje ascético muy propio de la época hace apremiante invitación a todos aquellos a quienes pueda llegar su voz, a que piensen en la muerte y en el juicio de Dios que espera a cada uno, en la condenación posible o en los premios eternos. Tiene palabras para todos: para los ricos altaneros, para los alocados, para los gobernantes, los obispos, los sacerdotes. Cuando lo escribe, da la impresión de que él ha puesto la mano en el arado y ya no volverá atrás.

La meditación sobre las verdades eternas #

No está de moda hoy meditar en la muerte y en las postrimerías del hombre. Pero nunca ha sido tan grande como hoy el número de suicidios. La espiritualidad cristiana que hoy se cultiva con preferencia, huye de esta contemplación y busca otros paisajes. Se dice que el cristiano ha de distinguirse por su amor a la vida, por su capacidad creadora, por el aliento vital con que debe acercarse a todo lo que es bello para colaborar con todos los demás, sean quienes sean, a la armonía del mundo. Y es cierto; el cristiano más que nadie debe amar la vida como un don de Dios. Aquí está la diferencia, en amarla como quien se complace en un regalo divino para ir llevándola a las más altas perfecciones, o para saborearla como un fruto pagano que cuelga del árbol del egoísmo. Si quitamos del discurso del Venerable Mañara las adherencias barrocas de su estilo literario, todo lo que dice se reduce a un aviso de la prudencia cristiana que pide al hombre elegir entre el bien y el mal constantemente. Al fin y al cabo, es el Señor el que nos dice: Mirad de guardaros de toda avaricia, porque, aunque se tenga mucho, no está la vida en la hacienda. Y les dijo una parábola: Había un hombre rico, cuyas tierras le dieron gran cosecha. Comenzó él a pensar dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, pues no tengo dónde encerrar mi cosecha? Y dijo: Ya sé lo que voy a hacer; demoleré mis graneros y los haré más grandes, y almacenaré en ellos todo mi grano y mis bienes, y diré a mi alma: Alma, tienes muchos bienes almacenados para muchos años; descansa, come, bebe, regálate. Pero Dios le dijo: Insensato, esta misma noche te pedirán el alma, y todo lo que has acumulado ¿para quién será? Así será el que atesora para sí y no es rico ante Dios (Lc 12, 15- 21)-

Se ha dicho que es un rasgo típicamente español, y por consiguiente sin otro valor que el de lo puramente caracterológico, esta tendencia ascética a cultivar el pensamiento de la muerte, el pecado y la posible condenación, como medio de fomentar una espiritualidad tétrica, extremosa, evadida de los compromisos con el mundo. Los ataques que se han hecho contra este estilo de espiritualidad son innumerables y por lo general tan exagerados como los que tratan de describir. Lo cierto es que no hay ninguna escuela ascética, ningún conjunto de literatura religiosa consistente, ningún estilo generalizado de formación de las conciencias en ningún país católico, ningún santo, incluidos un San Francisco de Asís o un San Francisco de Sales, que no inviten al hombre a considerar la vanidad de la vida, las lecciones de la muerte y el destino eterno que espera a cada hombre según sus obras. Las épocas en que el pensamiento sobre la muerte deja de influir saludablemente son aquellas en que se pierde el sentido del pecado, como vienen advirtiéndolo los Papas de la época contemporánea desde Pío XII, los más comprometidos en un combate evangélico admirable por acompañar al hombre en su afán de progreso y desarrollo en todos los aspectos de la vida individual y social.

El Vaticano II, por otra parte, en el documento más hermoso que la Iglesia reunida en Concilio ha escrito jamás para exaltar la dignidad humana y ensalzar todo cuanto puede conducir a dar satisfacción plena a las más nobles aspiraciones del hombre contemporáneo, nos ha ofrecido también estas consideraciones sistemáticamente olvidadas a la hora de señalar los criterios por los que debe regirse el espíritu del hombre y particularmente el cristiano:

«En realidad de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con este otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y renunciar. Más aún, como enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo (cf. Rm 7, 14ss). Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad. Son muchísimos los que, tarados en su vida por el materialismo práctico, no quieren saber nada de la clara percepción de este dramático estado, o bien, oprimidos por la miseria, no tienen tiempo para ponerse a considerarlo. Muchos piensan hallar su descanso en una interpretación de la realidad propuesta de múltiples maneras. Otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el futuro reino del hombre sobre la tierra saciará plenamente todos sus deseos. Y no faltan, por otra parte, quienes, desesperando de poder dar a la vida un sentido exacto, alaban la insolencia de quienes piensan que la existencia carece de toda significación propia y se esfuerzan por darle un sentido puramente subjetivo. Sin embargo, ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsisten todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?» (GS 10).

«Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Dios. Oscurecieron su estúpido corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador (cf. Rm 1, 21-25). Lo que la Revelación divina nos dice coincide con la experiencia. El hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener origen en su santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación, tanto por lo que toca a su propia persona, como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación.

Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas; más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al príncipe de este mundo (cf. Jn 12, 31), que le retenía en la esclavitud del pecado (cf. Jn 8, 34). El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud.

A la luz de esta Revelación, la sublime vocación y la miseria profunda que el hombre experimenta hallan simultáneamente su última explicación». (GS 13).

«La Sagrada Escritura, con la que está de acuerdo la experiencia de los siglos, enseña a la familia humana que el progreso altamente beneficioso para el hombre, también encierra, sin embargo, gran tentación, pues los individuos y las colectividades, subvertida la jerarquía de los valores y mezclado el bien con el mal, no miran más que a lo suyo, olvidando lo ajeno. Lo que hace que el mundo no sea ya ámbito de una auténtica fraternidad, mientras el poder acrecido de la humanidad está amenazando con destruir al propio género humano.

A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el final (cf. Mt 24, 13; 13, 24-30 y 36, 43). Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo.

Por ello, la Iglesia de Cristo, confiando en el designio del Creador, a la vez que reconoce que el progreso puede servir a la verdadera felicidad humana, no puede dejar de hacer oír la voz del Apóstol cuando dice: ‘No queráis vivir conforme a este mundo’ (Rm 12, 2); es decir, conforme a aquel espíritu de vanidad y malicia que transforma en instrumento de pecado la actividad humana, ordenada al servicio de Dios y de los hombres.

A la hora de saber cómo es posible superar tan deplorable miseria, la norma cristiana es que hay que purificar por la cruz y la resurrección de Cristo y encauzar por caminos de perfección todas las actividades humanas, las cuales, a causa de la soberbia y el egoísmo, corren diario peligro. El hombre, redimido por Cristo y hecho, en el Espíritu Santo, nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas por Dios. Dándole gracias por ellas al Bienhechor y usando y gozando de las criaturas en pobreza y con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo como quien nada tiene y es dueño de todo (cf. 2Cor 6, 10): ‘Todo es vuestro; vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios’ (1Cor 3, 22-23).» (GS 37).

Estas afirmaciones conciliares tienen la misma magnificencia y la misma radical fundamentación que todas las demás contenidas en el espléndido documento, pero omitimos unas y nos quedamos con las que nos agradan, con lo cual la espiritualidad cristiana sufre quiebra profundísima.

Yo no digo que con meditar en la muerte está todo arreglado. No lo dice nadie. Lo único que afirmo es que cuando se pierde el sentido del pecado, la religión cristiana carece de coherencia, se convierte en hábito sociológico, en ideología, en arrastre y pozo cultural que paulatinamente se desvanece; los sacramentos son signos sin contenido, y por eso la eliminación del de la penitencia; la Misa es asamblea más que sacrificio; la conciencia es criterio personal sin más límites que los subjetivos; la oración, un grito colectivo, rumoreado o cantado sin aplicaciones personales; la moral, una psicología de derechos con olvido de los deberes; Cristo mismo, un personaje sin rostro, presente en todo sin comprometer en nada. No hay espiritualidad posible si la vida cristiana se orienta olvidándose del pecado, de la muerte, del fin eterno del hombre, de Cristo muerto y resucitado por nosotros.

De un modo o de otro, el hombre y particularmente el cristiano, tiene que enfrentarse con su propio destino. Cuando no lo hace guiado por el Evangelio, por el ejemplo de los santos, y por la ascética cristiana, termina dejándose conducir por los filósofos de la nada o por los novelistas, como Camus, Gide, Sartre, etc. Creo, en suma, que es un fallo muy notable de la espiritualidad de nuestros días el pesado silencio que se extiende sobre el pecado personal y sus consecuencias, sobre el santo temor de Dios, sobre las verdades eternas, sobre la muerte. Es, como en tantas otras cosas, una postura falsamente conciliar. Se puede y se debe sonreír al mundo como criatura de Dios, y avanzar cantando por los caminos de la vida, pero sin olvidar jamás que el verdadero progreso no existe si el hombre se olvida de Dios.

Un hombre muy de nuestros días, que ha iluminado como nadie el paisaje del mundo desde el corazón mismo de la Iglesia, Pablo VI, escribió en su testamento, escrito trece años antes de su final, estas palabras solemnes y sencillas:

«Fijo la mirada en el misterio de la muerte y de lo que a ésta sigue en la luz de Cristo, el único que la esclarece; y, por tanto, con confianza humilde y serena. Percibo la verdad que para mí se ha proyectado siempre desde este misterio sobre la vida presente, y bendigo al vencedor de la muerte por haber disipado sus tinieblas y descubierto su luz.

Por ello, ante la muerte y la separación total y definitiva de la vida presente, siento el deber de celebrar el don, la fortuna, la belleza, el destino de esta misma existencia fugaz: Señor, Te doy gracias porque me has llamado a la vida, y más aún todavía, porque, haciéndome cristiano, me has regenerado y destinado a la plenitud de la vida.»

«Y respecto a lo que más importa, despidiéndome de la escena de este mundo y yendo al encuentro del juicio y de la misericordia de Dios, debería decir tantas cosas, muchas. Sobre la situación de la Iglesia: que escuche las palabras que le hemos dedicado con tanto afán y amor. Sobre el Concilio: se lleve a término felizmente y trátese de cumplir con fidelidad sus prescripciones. Sobre el ecumenismo: continúese la tarea de acercamiento a los hermanos separados, con mucha comprensión, mucha paciencia y gran amor, pero sin desviarse de la auténtica doctrina católica. Sobre el mundo: no se piense que se le ayuda adoptando sus criterios, su estilo y sus gustos, sino procurando conocerlo, amándolo y sirviéndolo.

Cierro los ojos sobre esta tierra doliente, dramática y magnífica, implorando una vez más sobre ella la Bondad divina. De nuevo bendigo a todos. Especialmente a Roma, Milán y Brescia. Y una bendición y un saludo especial para Tierra Santa, la Tierra de Jesús, adonde fui como peregrino de fe y de paz. Y a la Iglesia, a la queridísima Iglesia católica, a la humanidad entera, mi bendición apostólica.

Finalmente: ‘In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum.’

Ego: Paulus P. P. VI.

Roma, junto a San Pedro, 30 de junio de 1965, año III de nuestro Pontificado.»

El estilo es muy distinto, pero el latido del corazón es semejante al de quien escribió el «Discurso de la Verdad».

El alivio de los pobres, obra de misericordia cristiana #

Pero el espíritu del Venerable Mañara no se detuvo en esas consideraciones. Si alguna vez, como dicen sus biógrafos, pensó en retirarse a la soledad de un convento para entregarse a una vida de oración y penitencia, lo cierto es que el camino que recorrió fue muy distinto. La meditación de la muerte y del pecado no le hizo desentenderse del trabajo del buen cristiano en el mundo, al que se sintió llamado.

La asombrosa obra de caridad que realizó, de la que en Sevilla quedan testimonios tan elocuentes, no se explica sin una riquísima vida interior, que le hizo avanzar día tras día en el amor a Jesucristo y a los pobres, en los cuales veía a su Señor.

La frivolidad de su vida de antaño, ni más pecaminosa ni más desordenada que la del común de los hombres de su época y su ambiente, había desaparecido por completo.

Su vida de oración se hace cada vez más intensa, con particular observancia de lo que piden los tiempos litúrgicos y las fiestas religiosas. Su mortificación, continua. Sus tiernas y continuas devociones –esa piedad que alienta y a la vez expresa la fe– le acompañan siempre. Lee la Sagrada Escritura, reza los Salmos, medita el Evangelio, se deja guiar por autores ascéticos bien conocidos, adora al Señor en la Eucaristía y capta toda la riqueza del santo Sacrificio de la Misa. Cuando le llega el último período de su vida –los tres últimos años– se le oye con frecuencia manifestar su deseo y su esperanza de ver pronto a Dios en el cielo. El antiguo Caballero de Calatrava, que luchó heroicamente para despojarse de ambiciones, vanidades, vicios y fortunas de este mundo, se ha convertido en un místico que suspira por sumergirse para siempre en la contemplación de Dios. Sus manos no se presentarán vacías.

Él se encaró con un problema social de su época, el de los pobres y desvalidos, y trató de solucionarlo con los medios y criterios que estaban a su alcance. Ingresa primero en la Hermandad, que tenía como fin únicamente el enterrar a los muertos y ajusticiados; en seguida hace evolucionar la institución y surge la Residencia o Asilo nocturno para que puedan recogerse los pobres sin hogar; más tarde los Hospitales o Enfermerías. Es, pues, una caridad misericordiosa y compasiva, que va a más cada vez. No se limita a una limosna para salir del paso. Busca incluso la educación del pobre, educación religiosa y humana que se ofrecía en su Hospital, con lo cual muchos podrían también redimirse de la carencia de estímulos para mejorar su vida. Entonces no se hablaba de derechos humanos ni de promoción social, conquista tan noble de los tiempos modernos, pero Don Miguel Mañara hacía reconocer los derechos divinos que tenían aquellos desamparados. Recuérdese aquel artículo de la Regla que él escribió (Cap. XVI, pág. 44).

Y cuando en Madrid le consultan sobre una institución de caridad que querían erigir con el nombre de Casa del Ave María, en que los pobres habían de permanecer recluidos para que no anduviesen por las calles, Don Miguel escribe saliendo en defensa de la libertad de los pobres:

«Estos muy amados hermanos, que tenéis reclusos con título de política, ¿no son los portadores de los bienes de los ricos al cielo? ¿Por su mano no dicen ponemos nuestras riquezas en el cielo? ¿Pues cómo los escondéis de los ojos de los ricos? El pobre llagado, dando voces por esas calles, ¿no mueve muchas veces los corazones de los ricos? ¿Y detrás de las paredes, donde están, queréis que los muevan? ¿La vista de los pobres queréis esconderla, para que se apague en vuestras almas ese poco calor que teníais de caridad? Si San Martín no hubiera visto al pobre desnudo, no hubiera vestido a Cristo. ¡Cuántas veces se ha aparecido Jesucristo entre los andrajos de los pobres para santificación de muchos!» «… ¿Y esto se quita de las calles y se encierra en una casa, para que cada uno trabaje con la parte que tuviese sana? Esa es más galera que hospital. De suerte que, por ser tu hermano pobre, si tiene un brazo manco, ¿ha de trabajar con el otro? Y si tiene una pierna coja, ¿no ha de holgar ninguna? ¿Y tú, por rico, has de descansar tu cuerpo, sin trabajar una uña? Esto no es mirar a los pobres como hermanos, sino como a malhechores y delincuentes. Pues ha llegado ya, por nuestros pecados, el mundo a tal extremo, que los echan a presidios por pobres, como malhechores. Esto no se ha hecho entre católicos hasta hoy… En Ámsterdam tienen otra casa, como la que en Madrid se fabrica. ¡Buenos santos y Padres de la Iglesia siguen Vuestras Mercedes, por cierto!»

Pero lo más singular del Venerable Mañara, en su acción caritativa tan ardiente y generosa, fue el total olvido de sí mismo hasta terminar él también siendo pobre. Se despojó de sus bienes, de sus títulos, de sus joyas y recuerdos, de su mansión lujosa, de sus rentas, para terminar en una pequeñita y pobre celda de la casa en que vivían los pobres.

Se despojó de sí mismo, de su propia estimación. Fue humilde y fue humillado. Lo tolera todo con paciencia ejemplar: insultos, desprecios, ingratitudes de aquellos mismos a quienes socorría. Él se hizo pobre, y todo lo esperó de Dios, y acometió obras ingentes confiado en la providencia divina y sólo en ella.

Hoy se habla de la pobreza como testimonio, y como acusación; como compromiso. Incluso en el interior de la Iglesia suenan muchas voces que quieren identificar la pobreza con el simple despojo poniendo como motivación el amor al pobre, y a lo sumo el amor a Cristo. Todavía falta algo para que la pobreza sea evangélica: y es el abandono en las manos de Dios. También esto lo practicó Don Miguel Mañara.

La oportuna celebración de este Centenario nos ayuda a conocer mejor el espíritu y la obra del Venerable Mañara, ejemplo admirable de lo que pueden la fe y la caridad.

Su espiritualidad nace de una riqueza de vida interior centrada en el amor a Jesucristo Redentor, que le llevó a la plena conversión y a dar testimonio de vida cristiana en un servicio heroico a los pobres y desvalidos, enfrentándose así a un problema humano y social de su época al que quiso poner remedio en cuanto a él le fue posible. No fue un hombre frustrado ni un descomprometido. Trabajó y luchó indeciblemente en favor de los desgraciados y miserables de este mundo y muchos de ellos pudieron decir gracias a él: ¡Por fin he encontrado a alguien que me ama de verdad!

La Iglesia ha predicado siempre y ha urgido a todos a poner en práctica este amor sin medida. No puede fomentar el odio ni la revolución. Ahora mismo, cuando Juan Pablo II viaja a México, predica, en nombre de Jesús, la liberación del hombre, que comprende también la satisfacción de toda justicia en la tierra. Pero lo hace con misericordiosa paciencia y con amor siempre.

En su seno no han faltado nunca los discípulos del Evangelio que, al calor de su fe, lo han dejado todo para ayudar a los que sufren. Mañara fue uno de ellos, un hombre de su época, un seglar, un caballero español, inteligente, afortunado, poderoso. Lo que tuvo de pecador y mundano no fue ni más grave ni más escandaloso que lo que tenían otros de su ambiente y su condición social.

Arrepentido y humilde, se convirtió en un bienhechor de la humanidad. Él no pudo emplear entonces el lenguaje de los derechos humanos, pero vio con perfecta claridad dónde estaba la raíz de la dignidad del hombre, y la proclamó con tanta fuerza y vigor al atender al desvalido que, mucho más valioso que el socorro material, fue el esfuerzo educativo con el que transformó a otros muchos que convivieron con él, y que llegaron a darse cuenta de que no hay servicio a Dios si no hay amor al pobre.

La conciencia de la solidaridad humana y de lo que el hombre merece, simplemente por ser hombre, ha avanzado extraordinariamente y poco a poco estos héroes de la caridad cristiana van quedando relegados al olvido.

La seguridad social, los partidos políticos, las organizaciones sindicales…, etc., son, se dice, las fuerzas más eficaces para solucionar los problemas que se debaten. No seré yo quien lo niegue. Pero hemos de añadir que, si a la antigua caridad le faltaba algo, la eficacia mayor; a la seguridad de hoy le falta algo que también es eficaz, el amor de persona a persona. Es compatible y debe serlo, la justicia social con el amor cristiano. La misma justicia es ya amor; pero puede ser potenciada más y más cuando ese amor se nutre de estímulos cristianos. En el hombre, en el pobre, en el que sufre, es Dios mismo, es Jesús el que sufre y llama.

Con la justicia y con todas las fuerzas sociales capaces de llevarla a la práctica, el amor cristiano. Lograr esta síntesis debería ser el empeño de la nueva civilización. Ese sería también el diálogo de la Iglesia con el mundo contemporáneo. No lo lograremos si se pierde el sentido del pecado y la valoración debida de lo que pide la presencia de Dios en la vida, también en la vida social. El Venerable Mañara no lo perdió: por eso fue tan fecunda su vida de abnegación y servicio a los demás.