Lección inaugural de la III Semana de Teología Espiritual, pronunciada en la Catedral de Toledo, el 4 de julio de 1977. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, septiembre-octubre 1977, y en el volumen Espiritualidad para un tiempo de renovación, Centro de Estudios de Teología Espiritual. Madrid 1978, 15-40.
Nos reunimos nuevamente. para reflexionar sobre la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, fuente y origen de la espiritualidad de cada uno de sus miembros y de ella misma en su conjunto, considerada como Esposa de Cristo. De esto trata la Teología Espiritual, a cuyos contenidos y proclamaciones venimos dedicando nuestras Semanas año tras año.
¿Qué valor tiene la espiritualidad en los momentos de las grandes crisis de la Iglesia? He aquí la pregunta, a la que trato de contestar con esta lección.
Propiamente hablando, tanto el hombre individuo como la sociedad se encuentran siempre en crisis, porque siempre están cambiando de alguna manera. Pero aquí empleamos el vocablo para significar una fase de especial importancia y, por consiguiente, de especial peligro, por el que puede pasar un ser vivo. Significa un momento de aceleración en los cambios, con posibilidades de renovación, pero cargado de riesgos, porque se multiplican las desorientaciones y los problematismos como consecuencia de la necesidad sentida de las mutaciones y de la variedad de soluciones propiciadas por diversos grupos.
Aplicando el concepto a la Iglesia, crisis significa intensificación, en un momento dado, de la conciencia de que es necesario hacer cambios para realizar la obra de la salvación del hombre. Ello incluye diferencias de puntos de vista acerca de la esencia misma de la salvación, acerca del hombre mismo, de los criterios y formas de realizar el quehacer salvífico. Todo lo cual llega a producir insatisfacción y desconfianza respecto a la Iglesia tal como vive en un momento determinado, porque cuestiona casi todo, incluso la idea que se posee de Dios, de Cristo, de la Iglesia misma. Suele entonces insistirse en una palabra: reforma. ¡Hay que reformar la Iglesia! Idea que, bien entendida, es válida por aquello de Ecclesia semper reformanda; pero que, mal expuesta, da origen a verdaderos dramas.
Y es que las crisis de la Iglesia requieren tratamientos mucho más hondos. Por una razón muy sencilla: porque la Iglesia es una realidad divino-humana, y en sus realidades comprobables no se puede prescindir del punto efe vista divino. De lo contrario, no estamos hablando ya de la Iglesia, sino de ciertos aspectos naturales de la misma, carentes de sentido. Hablando, consiguientemente, de problemas insolubles.
Mi lección consta de tres partes. En la primera indicaré brevemente el sentido de las crisis en la Iglesia. En la segunda presentaré algunos ejemplos históricos que pueden ayudamos a entender las dimensiones de la crisis actual y las direcciones de solución. Finalmente, en la tercera examinaré esta crisis en el momento presente y los principios que pueden orientamos para salir de ella.
Sentido de las crisis en la Iglesia #
Partimos de una frase del Vaticano II que estimamos extraordinariamente esclarecedora. Dice así el Concilio en la Lumen Gentium, número 7 (y doy una traducción personal, ajustándome todo lo posible al original latino): «Mas para que incesantemente nos renovemos en Él –en Cristo– (cf. Ef 4, 23), nos concedió participar de su Espíritu, que, siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros, de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su operación pudo ser comparada por los Santos Padres al oficio que cumple el principio de vida, es decir, el alma en el cuerpo humano».
Actuando, pues, como alma de la Iglesia, el Espíritu Santo procura de continuo informar tanto a cada uno de los miembros como al conjunto de la congregación de los fieles. Él es el único principio de vida y de acción en todos los niveles.
Puede ser que el Espíritu haga ver y sentir la urgencia de un cambio o progreso más rápido en determinados aspectos de la vida de la Iglesia y que el hombre vea a ésta como inadaptada para la tarea intuida.
En tales casos, si el hombre se deja mover por el Espíritu, se realizan los grandes avances de la Iglesia.
Pero ¿qué ocurre? Que el hombre recibe imperfectamente las inspiraciones del Espíritu; las interpreta mal, las realiza muy deficientemente. Toma como impulsos del Espíritu los anhelos de su propia naturaleza y aun de su propio egoísmo. Incluso, exige de la Iglesia la superación de dificultades naturales que no corresponde a ella resolver.
No pretendemos corregir el lenguaje. Pero acaso la palabra misma «reforma», que en tales ocasiones se pone de moda, no sea la más propia. Tal vez contribuye a robustecer la actitud radicalmente errónea de muchos, posiblemente de la mayoría.
El vocablo «forma» tiene dos sentidos muy dispares. En el lenguaje más corriente, «forma» alude a la figura externa. Un objeto puede tener forma rectangular, redonda… Pero en el lenguaje más filosófico, «forma» indica un principio que presta a la materia la posibilidad de constituir con ella el ser concreto. En este sentido decimos que el alma es la forma del cuerpo, que constituye con él al hombre mismo.
Y a eso alude la expresión citada del Concilio. El Espíritu Santo es, hablando análogamente, el alma de la Iglesia, según el lenguaje de los Santos Padres. El Espíritu viene a ser como la forma misma de la Iglesia. Según el modo de expresarse de ciertos teólogos modernos, sería como la causa cuasi-formal; principio de vida en todo caso, que constituye en la Iglesia esa muchedumbre de hombres que Él mismo congrega, convierte en organismo vivo, al inspirarlos. Efectivamente, como el Padre y el Hijo son una sola cosa «en la unidad del Espíritu Santo que espiran», muchos hombres son una sola cosa con Cristo, en la unidad del Espíritu Santo que inspiran. Y no pueden serlo de otra manera.
La palabra «reforma», en boca de muchos, alude a cambios de figura realizados por el hombre en la Iglesia. Ello incluye errores: respecto del principio, que pasa a ser prácticamente el hombre; respecto de las mutaciones, que se reducen a lo exterior constatable.
Apoyado en sí mismo, el hombre proyecta los cambios que estima oportunos; pero necesariamente tropieza con la ineludible realidad de las diferencias radicales de juicio. Y no menos inevitablemente se encuentra incapacitado para llevarlas a término, puesto que carece del principio de su actividad propia, que no es otro sino el Espíritu. Por lo demás, en la medida en que cuenta consigo mismo como fundamento, necesariamente yerra, se queda fijo en mutaciones y progresos superficiales, engañosos, realizados por caminos falsos, sin salida.
Así, tenemos una multiplicidad de propuestas de soluciones referentes a configuraciones someras, pretendidamente profundas porque aluden a las «estructuras» más íntimas de la Iglesia, pero siempre quedándose en la realidad natural de la misma. Sin negar, generalmente, la realidad sobrenatural, se parte de las realidades visibles, de los principios naturales entendidos según la medida del entendimiento humano. La teología y la exégesis se convierten en interpretaciones dirigidas por opiniones filosóficas, históricas, críticas, propias del tiempo; el apostolado, en proselitismo para las propias ideas que asegurarían, según la mente del llamado apóstol, la solución de los problemas intramundanos. El cristiano no contempla el misterio, de donde recibiría la luz y el impulso para ejecutar los planes misteriosos del Padre; sino que se enfrenta inmediatamente con las situaciones que han de ser resueltas según su propio juicio.
En lugar de vivir en el misterio, se desvive en la multiplicidad de los problemas. Y se problematiza, se angustia, se desanima, desconfía de la Iglesia, o de lo que él piensa que es la Iglesia y que en realidad no lo es. Pues a sus ojos no aparece más que una especie de cadáver, ya que se le ha sustraído el principio de vida. Literalmente, como una muchedumbre informe, ya que no se percibe su forma, su alma, su principio vital operando continuamente. Como una sociedad humana, susceptible de cualquier cambio –o de ninguno–, según las corrientes dominantes en la época o en la mentalidad singular del hombre.
Infiel a su propio principio de vida, el hombre no puede pensar rectamente ni actuar adecuadamente. Carente del único principio de unidad, los hombres no pueden vivir unánimes, inexcusablemente se disgregan en grupos incompatibles. Se habla acaso más que nunca de la caridad, puesto que se siente más que nunca la separación; pero ya no se trata de la caridad, sino del amor natural muy diversamente concebido.
En realidad, el hombre no puede reformar la Iglesia, sino que ha de ser transformado en la Iglesia. Y la Iglesia misma, en cuanto Cuerpo de Cristo, ha de ser continuamente transformada.
Transformación significa: cambio de forma interior, entendiendo la palabra «forma» en el sentido profundo: principio del ser mismo. Es decir, sustitución progresiva del principio de vida natural –el propio espíritu, la propia alma– por el principio de vida sobrenatural divino: el Espíritu Santo. El hombre reconoce que en último término no puede ser su espíritu quien le anime, sino que ha de dejarse animar, vivificar, por el mismo Espíritu Santo, que, siendo una Persona Divina, infinitamente distinta de él, quiere, sin embargo, vivificarle desde dentro. Desde el interior del individuo y de la comunidad.
Entonces el hombre ya no parte de sí mismo, sino que está atento a la inspiración del Espíritu. Ya no hay problemas angustiosos, sino tareas siempre realizables gozosamente –con la participación de la cruz de Cristo ciertamente–, porque contamos con el vigor omnipotente y con la sabiduría divina. No hay aferramiento a las propias opiniones, pues estamos dispuestos a escuchar al Espíritu Santo; no hay errores que estorben el progreso, pues estamos guiados por el Espíritu de Verdad; no hay disgregación ni grupos de oposición, ya que tenemos todos el mismo Espíritu, o mejor aún, somos tenidos por Él. En suma: las crisis consisten en la inadecuación entre el cuerpo y el alma; la humanidad múltiple, débil, sujeta a error y a pecado, y el Espíritu Santo. Y no hay otra solución sino la humilde disponibilidad del hombre para dejarse informar, inspirar, por el Espíritu Santo. Eso significa que toda crisis se resuelve por una intensificación de la espiritualidad. Puesto que espiritualidad no es sino la calidad de espiritual; y espiritual es el hombre –o la sociedad– que se deja mover por el Espíritu.
Es capital notar que el Espíritu Santo, que jamás se contradice a Sí mismo, actúa en la Iglesia. Actúa en la Jerarquía y en los Santos. Asistiendo siempre a la Jerarquía –los obispos con el Papa–; inspirando a los hombres, a todos ciertamente, pero decimos que actúa en los Santos, pues sólo ellos disponen dignamente su alma para que las inspiraciones recibidas sean fecundas y provechosas. De modo que la actitud del cristiano que quiera dejarse transformar en la Iglesia y cooperar a la transformación de la Iglesia misma ha de estar atento a las directrices de la Jerarquía y al testimonio de los Santos. Y atento a las inspiraciones interiores, usando las normas de discernimiento, suficientemente elaboradas a estas alturas, para no confundir los impulsos del Espíritu con los movimientos de su propia singularidad natural.
Pero no menos importa observar que el Espíritu actúa en el mundo, en cuanto creación suya. En la medida en que los hombres son infieles al Espíritu, la creación se convierte en un caos, aun en los niveles naturales. El Espíritu es el alma de la Iglesia y los cristianos son el alma del mundo. Por tanto, es el Espíritu mismo –y como tal Persona divina distinta, personalmente acogida como aliento propio siquiera por quienes han recibido la revelación exterior– quien crea y ordena el mundo terreno. Y es Él quien inspira cualquier mejoramiento natural, aun a quienes lo desconocen. Por ello, sólo en la fidelidad al Espíritu puede mejorarse el mundo. Y por eso cualquier cambio natural que sea realmente progreso humano debe ser espiritualizado por el hombre espiritual, influyendo incluso en los hombres carnales. De lo contrario, se produce una situación de crisis más o menos grave. En todo cambio terreno hay un impulso del Espíritu que hay que redimir. Y por ello no es falso que puedan contribuir ciertas situaciones de plano natural al desarrollo de la vida de la Iglesia. Pero contribuyen precisamente en cuanto entrañan fidelidad o infidelidad al Espíritu. Eso, en suma, sólo puede discernirlo el hombre espiritual, que recibe el Espíritu en la Iglesia jerárquica.
Algunos ejemplos históricos #
1. Apenas nacida la Iglesia, tropieza con una fuerte crisis. Las corrientes gnósticas, el marcionismo y el montanismo perturban intensamente las comunidades cristianas. Brotando del propio cristianismo o adviniendo de fuera, el hecho es que el pensamiento gnóstico infesta el ambiente. Con matices muy diversos, el gnosticismo toma como punto de partida al hombre. Es ante todo una antropología. Y el hombre se constituye en centro referencial de los problemas cosmogónicos, cristológicos y soteriológicos. Dios aparece como el separado, el incognoscible.
El hombre encuentra en sí mismo, en su propio conocimiento, el camino de salvación. Por supuesto, no todos los hombres, sino sólo los selectos. Ambas notas señalan claramente el fundamento de la autosuficiencia de los seguidores de tales doctrinas. Para muchos, las cosas son buenas o malas según las opiniones de los hombres. Predomina, pues, el relativismo moral. El perfecto puede acceder a cualquier acto objetivamente malo –en la concepción cristiana– sin quedar pervertido, como el oro continuará siendo oro aunque se envuelva en fango.
Los gnósticos se separan de la Iglesia. Perturban no sólo la doctrina, sino las normas morales y disciplinares. Más aún, se dividen entre sí. San Epifanio llega a contar sesenta grupos distintos.
Tenemos ahí los signos de toda falsa reforma: autosuficiencia, negación de la autoridad de la Iglesia, trastornos de orden moral, libertad de pensamiento, dispersión.
Nuestras noticias no son demasiado exactas. Hasta hace poco no se han descubierto textos gnósticos bastantes. Sabemos la actitud y los trabajos de un San Ireneo, que escribe contra el gnosticismo su obra principal. Y poseemos información segura acerca de la actividad de la Iglesia: se intensifica la unión de los fieles en torno a cada obispo; la unión de los obispos entre sí y en torno al Obispo de Roma; se establece la línea histórica de la sucesión apostólica de los obispos; se organiza el catecumenado; se fijan muchas fórmulas litúrgicas; se enuncia el Canon de las Escrituras.
Contemplamos cómo, entre persecuciones y crisis internas, la Iglesia no sólo no sucumbe o se desagarra, sino que crece y se unifica. Pero el pensamiento radical, el principio unificante y vivificante, lo expresa el mismo San Ireneo: «Del mismo modo que no se puede sin agua hacer de los granos de trigo una masa única, un solo pan, así nosotros no hubiéramos podido convertirnos en un solo cuerpo en Cristo Jesús sin esta agua celestial (del Espíritu Santo). Y al igual que la tierra seca no da fruto si no se riega, así nosotros, que éramos madera seca, jamás habríamos podido dar frutos de vida sin esa lluvia de lo alto»1.
Tal reacción se produce también en relación con elmontanismo. Por supuesto, los montanistas no olvidan aparentemente al Espíritu. Todo lo contrario. Pero le interpretan a su manera, independientemente del pensamiento de la Iglesia. Los obispos de Asia se reúnen en los primeros sínodos conocidos y condenan la herejía. El Papa Ceferino la condena en Roma hacia el año 200. El movimiento queda detenido, y si poco después hay un brote de intensidad en Cartago, con Tertuliano, se trata de una división dentro del montanismo, del tertulianismo, sin importancia mayor fuera de la persona y los escritos del propio hereje.
2. Brincando sobre cientos de años, recordemos ahora algunos aspectos del largo período que abarca los siglos XII y XIII.
Con precedentes en la época inmediatamente anterior, aparecen casi por todas partes predicadores populares que atraen masas de cristianos. Pedro de Bruis, Tanquelmo, Enrique de Lausana, Arnaldo de Brescia… Todos ellos, y otros semejantes, denuncian las perversiones morales del clero, exigen la reforma, rechazan la disciplina de la Jerarquía e incluso a la Jerarquía misma.
El movimiento de mayor momento y más sintomático es el valdense. Pedro de Valdés funda en 1175 una asociación laical de penitencia y pobreza. Lector asiduo de la Biblia, abandona familia y hacienda. Y con el fin de promover una reforma que devuelva a la Iglesia la pureza original de la edad apostólica, comienza a predicar. El obispo le prohíbe hacerlo, y él apela al Papa. Mas como el Papa confirma la sentencia episcopal, Pedro va elaborando ciertas doctrinas justificativas de su actitud bajo el influjo ya de los cátaros. Todo cristiano –dice– posee el Espíritu; consiguientemente, es capaz de entender las Escrituras y comentarlas. El Evangelio no habla de sacerdotes, por tanto, los tales no tienen derecho a detentar la predicación. Acaba negando la presencia de Cristo en la Eucaristía, el sentido de la Misa. Por otra parte, condena universalmente la guerra, así como la pena de muerte.
El movimiento se organiza en secta, con sus propios jefes. Se extiende por Francia, Lombardía, Apulia, Calabria, España, Alemania, Polonia, Bohemia, Hungría. Pero con el tiempo va dividiéndose en grupos más o menos independientes. Algunos se reincorporan a la Iglesia, otros son absorbidos por los husitas, otros caen en las sectas protestantes.
Con carácter mucho más radical y pervivencia muy prolongada habían aparecido ya antes –hacia el 1140– los cátaros. No nos importa ahora detenemos en sus doctrinas y en su organización. Incorporan ingredientes gnósticos, maniqueos, docetistas. Niegan la Trinidad y la Encarnación.Los encontramos en Colonia, en el Norte de Italia, en el mediodía francés. Perduran vigorosos mucho tiempo. La Inquisición, establecida contra ellos en 1229, celebra aún procesos hacia el 1300.
Hay por estos tiempos otra serie de herejías, de mucho menor influjo en la cristiandad. Pero son aquéllas las que principalmente se acusan.
Es evidente que todos estos movimientos nacen y crecen basados en un anhelo de reforma. El paso cercano de una sociedad feudal a una sociedad burguesa ha despertado ansias de cultura, de igualdad, de independencia. Impulsos naturales procedentes en último término del Espíritu Santo, pero recibidos imperfectamente y mezclados con no pocas tendencias egoístas. Hay en el plano explícitamente sobrenatural un ansia de mejora, que probablemente proviene también del Espíritu. Pero también imperfectamente recibido y pervertido.
Advertimos los mismos caracteres ya señalados: limitación a lo externo: lectura de la Biblia, pobreza, castidad. Autosuficiencia: la Escritura es interpretada por cada uno, pues todos poseemos igualmente el Espíritu. Es el individuo singular quien juzga a la Iglesia, y no viceversa. Todo esto se dice entonces, se predica, se extiende en el pueblo.
¿Cómo se salva la Iglesia? La Iglesia salva estas crisis ahondando en sí misma, recurriendo a su propia alma. Dejando aparte que, durante todos estos años, frente a las lucubraciones heréticas, abunda ya la literatura espiritual, se fundan Órdenes, se multiplican los Santos. Ciñéndonos a la postura frente a los movimientos reformistas aludidos, contemplamos el nacimiento de las Órdenes Mendicantes. Dominicos y Franciscanos siguen fielmente la inspiración del Espíritu, posiblemente activa en los personajes antes citados, pero malograda por su infidelidad. Estos no sólo realizan una vida de castidad y pobreza, sino que se apoyan en la Iglesia misma donde actúa el Espíritu; son fieles a Roma. En muy poco tiempo se constituyen en maestros eximios de la Escritura. Son los principales artífices del esfuerzo teológico de que todavía vivimos. Santo Tomás y San Buenaventura, por limitarnos a dos ejemplos, siguen siendo hoy mismo maestros de dogma, de moral, de espiritualidad.
Al mismo tiempo, la Jerarquía reafirma su autoridad. Las intervenciones episcopales, y aun pontificias, son múltiples. Se celebran Sínodos repetidamente. Y la herejía de los cátaros es tratada en el Concilio III de Letrán.
No se trata de dos corrientes aparte: por un lado, la Jerarquía, por otro lado, los Santos enfrentados con ella. Por el contrario, lo que patentiza la actuación de estos «Santos transformadores» en relación con los turbulentos reformistas y con los herejes sin más es su conexión con la Jerarquía por la obediencia. Y muy especialmente por su obediencia al Papa.
Hay un hecho al cual no queremos dejar de aludir, siquiera sea brevemente. De 1378 a 1449 se produce el llamado Gran Cisma de Occidente. Dos y hasta tres hombres se arrogan el título de Papa, y la cristiandad se divide en cuanto al reconocimiento de uno y otro. Y realmente a estas fechas seguimos sin certeza respecto de la legitimidad de cualquiera de ellos. Sin embargo, la Iglesia no se derrumbó. No es que atravesara sin daño tal período. El arraigo de las tendencias conciliaristas es una muestra de lo contrario. Pero de hecho superó la crisis, en cierto sentido la más grave acaso de la historia.
Es la época en que la literatura mística alcanza muy altas cimas significativas de una vida espiritual auténtica y elevada. La época de Santa Catalina de Siena; de la «devotio moderna» en Alemania; de los grandes místicos ingleses; de Gersón, de Nicolás de Cusa –ambos con amplia dedicación a la espiritualidad y con muchísimo influjo–, de San Vicente Ferrer…
Y es que no falla la substancia de la fe. Todos creen en el Espíritu que actúa en la Iglesia y, salvo algunos extremistas propugnadores del conciliarismo, todos creen en la autoridad del papado. Ciertamente, en muchos la fe parece quedar como una raíz, sin vigor para desarrollarse y fructificar en caridad, limitada a los niveles intelectuales. Pero en tales niveles la fe perdura. Y es una lección de inmensa importancia que no deberíamos jamás olvidar.
3. Tomemos nuestro último ejemplo del luteranismo. Innegablemente, una de las crisis capitales de toda la vida de la Iglesia.
Por aquellos tiempos, la autoridad de la Iglesia es muy débil. La Jerarquía se encuentra muy desacreditada ante el pueblo. La teología está en franca decadencia. No podemos atribuir –como se hace con frecuencia– la rebelión de Lutero, ni siquiera su éxito, a la corrupción de las costumbres del clero. Desde luego que contribuye a abonar el terreno, lo mismo que la codicia de muchos, que salen mundanamente favorecidos con la reforma luterana. Pero no es esa la causa real. Desventuradamente la corrupción venía de lejos, y en cambio no faltaban, ni mucho menos, tampoco en esa edad, pastores y cristianos ejemplares que laboraban por la superación de las deficiencias en todos los niveles. Abundan los intentos de corrección, de elevación, en todos los terrenos, como lo muestra claramente el ejemplo de España.
Por otra parte, el mismo Lutero declara reiteradamente que no ataca simplemente las malas costumbres o las imposiciones económicas excesivas de Roma. Valgan por otras muchas estas declaraciones suyas: «Entre nosotros la vida es mala, como entre los papistas; mas no les acusamos de inmoralidad…» «Yo no impugno las malas costumbres, sino las doctrinas impías.» «Supongamos que floreciera la religión y la disciplina del antiguo papado…, no obstante, tendríamos que decir: si no tenéis otra cosa que la santidad o la castidad de vuestra vida… merecéis ciertamente ser arrojados del reino de los cielos y condenados».
Lutero es mucho más religioso y, por tanto, mucho más profundo que los heresiarcas anteriores. Aventurando una interpretación, que no hace más que aplicar al caso los fundamentos ya expuestos, la inspiración genuina del Espíritu Santo, que Lutero entorpece y extravía, su interpretación personal es mucho más radical. Ciertamente atiende la Biblia, como habían hecho otros antes que él, los valdenses, verbigracia. Pero no se fija en aspectos parciales, en la pobreza, o en la castidad, o en la justicia; sino que se centra en la raíz misma, en la relación personal con el Espíritu Santo, con el Espíritu de Cristo. Comienza por una experiencia peculiar, que rectamente recibida debiera haber constituido fecundísimo testimonio en la Iglesia. La malentiende y construye su teoría, que influye en todos los criterios y consecuencias prácticas. Lo que él siente es que la Iglesia es innecesaria; que el Espíritu Santo no es el alma de la Iglesia, sino solamente del alma del individuo Lutero y, consiguientemente, de cada hombre en cuanto individuo. Su actitud tiene vigencia, porque se dirige inmediatamente al sentido religioso, a la fe misma, que es la raíz de la vida en el cristiano, y a la soberbia humana, que es la raíz última de toda postura falseada. Pese a sus declaraciones sobre la vileza y la impotencia del hombre y a sus encarnizados ataques contra la razón, la soberbia queda indemne, puesto que en suma el fundamento de todo es el juicio individual.
Así, el éxito de Lutero se debe básicamente a que opera en los fundamentos mismos de la vida cristiana: la acción de Dios sobre el hombre, la respuesta interior, última, del hombre a Dios.
Lo que niega Lutero es el amor del Padre a cada hombre tal como es y tal como vive en la comunidad de la Iglesia. El hombre no puede hacer nada; pero es precisamente el hombre quien discierne su destino. Es, en el fondo, un intelectualismo antirracionalístico, que destruye consiguientemente la raíz misma de la Iglesia: la fe en el amor de Dios manifestado en Cristo por el Espíritu Santo que obra en la Iglesia, según su beneplácito en cuanto a los modos externos y caminos, fuera de mi discernimiento individual.
Frente a Lutero, la Iglesia salva, no sin enormes pérdidas, el peligro. La Jerarquía se afirma más que nunca; se reúne un Concilio; se contemplan las bases reales de la vida cristiana misma; se aplican en normas concretas, dogmáticas, morales, disciplinares. Y, al mismo tiempo, una verdadera muchedumbre de Santos, muchos ya canonizados, actúan en unión más consciente que nunca con la Jerarquía. Pensemos en el cuarto voto de obediencia al Papa que propone San Ignacio.
No podemos detenemos a analizar los movimientos católicos de la época. Exigiría un tiempo mucho más largo del que podemos disponer. Por otra parte, es innecesario, pues se trata de una época suficientemente conocida por todos. No obstante, vamos a citar, un tanto a capricho, algunos de los Santos que viven por aquellos tiempos. Creemos que la simple enumeración, aun muy parcial, tiene valor demostrativo.
Lutero lanzó sus tesis sobre las indulgencias en 1517. Murió en 1546. Dejando a un lado una serie de figuras y movimientos casi inmediatamente precedentes, y limitándonos a Santos contemporáneos de la actividad de Lutero, encontramos, entre los dominicos, a S. Pío V y a San Luis Beltrán; entre los agustinos, a Santo Tomás de Villanueva; entre los trinitarios, el Bto. Juan Bautista de la Concepción; entre los carmelitas, a San Juan de la Cruz y Santa Teresa. Encontramos fundadores de Órdenes nuevas, como San Cayetano, que funda los teatinos, una de cuyas mayores figuras es S. Andrés Avelino; S. Antonio María Zacarías funda los barnabitas; S. Juan Leonardi, los clérigos regulares de la Madre de Dios; S. Francisco Caracciolo, los clérigos regulares menores; entre los capuchinos tenemos a San José de Conesa y a San Lorenzo de Brindisi. San Jerónimo Emiliano, San Camilo y San Juan de Dios fundan Ordenes dedicadas a la atención de los enfermos; San José de Calasanz funda los Escolapios; y no es necesario siquiera mencionar a San Ignacio de Loyola, con el grupo de las primeras generaciones de Jesuitas, de enorme influjo en la Iglesia a partir de su fundación. San Felipe de Neri funda el Oratorio del divino amor… Todos los citados son religiosos. Pero igualmente podríamos escribir una larguísima serie de Obispos santos, como San Carlos Borromeo, Santo Toribio de Mogrovejo o San Juan de Ribera; de sacerdotes, como San Juan de Ávila; e incluso de seglares, como Santo Tomás Moro.
No hace falta notar que muchísimos de ellos, con sus predicaciones y escritos, impulsaron corrientes muy vigorosas de espiritualidad, de teología dogmática y mística, a consecuencia de lo cual el siglo XVI entero y en parte el XVII viven un ambiente de plenitud en sectores muy amplios de católicos.
Parece que lo recordado basta para demostrar la ininteligencia que supone hablar de reforma y contrarreforma. No se trata de configuraciones secundarias, por muy importantes que en sí sean. Se trata de transformaciones, del contacto con la forma misma, con el alma que vivifica y unifica, con el Espíritu Santo. Estamos, de un lado y otro, y refiriéndonos a las cabezas de ambos movimientos, en plena espiritualidad.
La crisis actual #
Es innegable que hoy nos encontramos ante una profundísima crisis, quizá la más grave que ha sufrido la Iglesia en su historia. Con la particularidad de que también aparecen actitudes eclesiales potencialmente válidas para producir una renovación fructuosa. Actitudes, impulsos, ideas, orientaciones del Papa y de los Obispos extraordinariamente aptas para el diálogo de la Iglesia con el mundo, es decir, para ese coloquio que pueda conducir a la salvación, tal como lo expresaba Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam suam.
Pero algo está fallando en los cimientos. Quizá el mismo contenido del diálogo, en nada parecido al del Señor con Nicodemo cuando le decía a éste que era preciso «nacer de nuevo». La referencia a esa vida nueva, vida divina en el hombre, apenas existe. Entonces, el diálogo no sirve para sembrar semillas de revelación, sino para multiplicar la maleza en que la semilla queda ahogada.
A mí no me consuela nada decir que se está preparando una época nueva para el futuro de la Iglesia, en que la luz va a brillar más potente que hasta aquí. No me consuela, primero, porque yo solamente tengo una vida, la que me toca vivir estos años; y como yo, mi diócesis, y los padres de familia, y los jóvenes, y los niños, y los sacerdotes y las comunidades religiosas de mi diócesis. Segundo, porque eso es jugar a la futurología, y no sabemos si se producirá o no esa nueva época. Tercero, porque los que se pierdan ahora, no me los van a salvar después. Y cuarto, porque dudo mucho que se produzca esa renovación, mientras sigamos por el camino que ahora vamos.
Como tampoco me afecta el que a algunos, a los que hablamos así, nos llamen profetas de calamidades. No somos profetas, sino notarios que damos fe de lo que vemos y palpamos. Ya en 1967, en la alocución inaugural, que dirigió Pablo VI al primer Sínodo de los Obispos, decía así:
«La solicitud por la fidelidad doctrinal, que en el comienzo del reciente Concilio fue tan solemnemente enunciada, debe guiar, por tanto, este nuestro período posconciliar, y con tanta mayor vigilancia por parte de quien en la Iglesia de Dios tiene, recibido de Cristo, el mandato de enseñar, de difundir su mensaje y de guardar el depósito de la fe. Y esto tanto más cuanto más numerosos y más graves son los peligros que hoy nos amenazan».
«Enormes peligros a causa de la irreligiosa orientación de la moderna mentalidad, y peligros insidiosos que, desde el interior mismo de la Iglesia, se pronuncian por obra de maestros y de escritores deseosos, sí, de dar a la doctrina católica una expresión nueva, pero a menudo más deseosos de adaptar el dogma de la fe al pensamiento y al lenguaje profano, que de atenerse a la norma del Magisterio Eclesiástico, dejando así libre curso a la opinión de que, olvidadas las exigencias de la ortodoxia, entre las verdades de la fe pueden escogerse las que, conforme al juicio de una instintiva preferencia personal, parecen admisibles, rechazando las demás, como si pudieran reivindicarse los derechos de la conciencia moral –libre y responsable de sus actos– frente a los derechos de la verdad, donde los primeros entre todos son los de la divina Revelación (cf. Gal 1, 6-9), y como si pudiera someterse a revisión el patrimonio doctrinal de la Iglesia para dar al cristianismo nuevas dimensiones ideológicas muy diferentes de las teológicas que la genuina tradición, con inmensa reverencia al pensamiento de Dios, delineó.»
«Como sabemos, la fe no es fruto de una interpretación arbitraria o puramente naturalista de la Palabra de Dios, como tampoco es la expresión religiosa nacida de la opinión colectiva, falta de una guía autorizada, de quien se dice creyente; y menos aún, de la aquiescencia a las corrientes filosóficas o sociológicas del transeúnte momento histórico.»
«La fe es la adhesión de todo nuestro ser espiritual al maravilloso y misericordioso mensaje de la salvación que se nos ha comunicado por las vías luminosas y secretas de la Revelación; ella no es sólo búsqueda, sino, ante todo, certeza; y más que fruto de nuestra investigación, es cierto don misterioso, que exige el que nos mostremos dóciles y preparados para aquel excelso diálogo que Dios instituye con nuestras almas atentas y llenas de confianza»2.
Añadid a estas palabras las que, con el mismo tono y mucho más grave acentuación en su lamento, ha seguido pronunciando todos estos años; las últimas bien recientes, al condenar la actitud de Monseñor Lefebvre y sus seguidores; y la de quienes, en el campo contrario, atropellan la fe, la moral y la liturgia de la Iglesia con sus locuras de diverso signo.
Se intentan por todas partes«reformas» superficiales. Cambios de estilo, adaptaciones externas al pueblo cristiano y a los hombres que viven de una u otra manera fuera de la Iglesia, en la liturgia, en los métodos pastorales, en las estructuras eclesiásticas incluso. No pocos se quedan en ese terreno, dando lugar a discusiones legítimas o rencillas domésticas, entre conservadores y progresistas; lenguaje que apenas tiene sentido entre nosotros. Tal superficialidad, que se ha producido siempre, es ya grave. Pero mucho más grave aún es que, sin plantearlo expresamente, se atenta a los mismos fundamentos. Que, inconscientemente por lo común, se busca una «transformación» real. No un dejarse transformar por el Espíritu en todo lo no transformado, lo no vivificado por Él, que es el quehacer continuo de los hombres en la tierra; sino un cambio de forma, una animación de la Iglesia por el espíritu humano.
La vida se ejerce en la tierra por las virtudes morales. Ahora bien, la inmoralidad de las costumbres es tanto más grave, cuanto que no solamente crece incesantemente la oleada de perversidad moral, sino que las perversiones se justifican intelectualmente. En este aspecto podríamos decir que en casi todas las líneas el llamado progreso consiste en una regresión acelerada de veinte siglos. Rápidamente los cristianos practican, y no pocos moralistas canonizan doctrinalmente, los mismos horrores que los cristianos de los primeros siglos lograron «casi» eliminar con su doctrina, con su vida y con su muerte martirial.
El divorcio, la homosexualidad, la repugnancia a comunicar la vida, los anticonceptivos, el aborto, la fornicación, el culto del placer por el placer en el aspecto sexual… La «exclusión» de los mundanamente inútiles: el aborto, la eutanasia…
Y no entramos en un análisis de la crisis de la prudencia, de la justicia y de la fortaleza, porque exigiría demasiado tiempo. Pero habría que ser ciego para no ver que apenas encontramos quien tenga fortaleza para presentar el Evangelio íntegro; y que, si hay capacidad para enfrentarse con los poderes constituidos, no la hay para enfrentarse con el poder y con la fuerza del ambiente; y que realmente nadie es capaz de medirse con los poderes naturalmente superiores del círculo enque se mueven. Y que, si se habla de justicia social, se olvida en cambio completamente el respeto al prójimo, y se le juzga de continuo encontradicción formal con los preceptos evangélicos.
Asistimos a una canonización de los pecados capitales. Y a una perversiónabsoluta de las virtudes teologales.
La caridad se toma teóricamente en filantropía y prácticamente en la satisfacción egoísta de tendencias inferiores. Apenas se condena el egoísmo manifestado en la posesión de bienes económicos.
La esperanza se ha convertido en el deseo ilusionado de mejoras ultramundanas, apoyadas en el desarrollo de las potencias naturales del hombre.
La fe se vacía en su realidad de adhesión total, con ingrediente básico intelectual, al Padre, al Hijo encamado, al Espíritu Santo que actúa en la Iglesia jerárquicamente estructurada.
No puede negarse –pues ellos mismos lo afirman– que muchos católicos se sienten más cercanos a un ateo, con tal de que colabore en ciertas mejoras naturales.
Apenas queda algún dogma indiscutido: Trinidad, Encarnación, Iglesia, Gracia, Sacramentos…, en su misma esencia, o en sus consecuencias más inmediatas. La repulsa del Magisterio, repetida, expresa, pública, por parte de los mismos mandatarios para la enseñanza, es un hecho nuevo y gravísimo. No hace mucho –aunque en esta época los sucesos quedan muy pronto lejanos– un grupo de teólogos exigía de Pablo VI la retractación de su «Credo del Pueblo de Dios».
Nota específica de nuestros tiempos: la confusión. Dada la presencia inmediata del Magisterio es muy improbable que en la Iglesia se presente una herejía clara. Las verdades están definidas con suficiente claridad, y la autoridad lo bastante cercana para denunciar cualquier posible herejía imaginable. Pero existen multitud de actitudes mentales heréticas, que se expresan en «criptoherejías», en formas oscuras que minan la fe, que engendran nuevas actitudes incompatibles con ella. Y que son de muy difícil discernimiento, o de discernimiento imposible, para la inmensa mayoría de los católicos, incluidos los mismos pastores que no hayan alcanzado un grado muy alto de formación teológica o una vida espiritual muy elevada.
Nadie puede negar que aumenta, desde hace años, el número de católicos que pierden la fe; que niegan la existencia de Dios, el dogma de la Trinidad, la divinidad de Cristo, la existencia de la Iglesia como institución, divina, la infalibilidad de la Iglesia misma y ante todo del Papa; las normas morales más elementales. Que admiten su integración en grupos declaradamente heréticos, o simplemente ateos.
Todo ello constituye una crisis absolutamente nueva, y de una peligrosidad mayor que cualquiera de las precedentes.
Raíces positivas #
Las raíces inmediatas de la crisis son múltiples. Podríamos señalar entre ellas algunas positivas, pero mal asimiladas. Impulsos del Espíritu en el mundo, que han producido genuinos progresos parciales, no integrados por la humanidad a causa de la infidelidad al mismo Espíritu.
Así, los adelantos científicos, sea en biología, ciencias físicas, naturales, que dan lugar a descubrimientos de aplicación inmediata en medicina, etc. Cuando un avance parcial no es integrado por la fe que opera por la caridad, inmediatamente plantea una regresión dolorosa de la humanidad.
Igualmente, progresos parciales del pensamiento –muchas veces en conexión con los anteriores– ocasionan nuevas formas de pensar en filosofía, que no integradas en una visión universal cristiana vienen a constituirse en principios de un estilo mental anticristiano, y se descarrían muy pronto en la duda y llegan al error.
Los mismos progresos en las ciencias más inmediatamente humanas: psicología, sociología, economía, política.
Los hombres de la Iglesia no han tenido suficiente capacidad para asimilarlos. Se han producido una serie de yuxtaposiciones. El católico ha vivido, por una parte, su fe, en ciertas actuaciones privadas, religiosas, y, por otra, la actividad pública de su oficio, de trabajador, de ciudadano. A lo más ha tratado de saber cuál era la valla que no podía traspasar sin dejar de llamarse cristiano. Y ha llegado un momento en que ya muchos no admiten la legitimidad de valla alguna.
Lo mismo una muchedumbre de probables inspiraciones sobrenaturales, relacionadas con los grupos indicados, o independientes de ellos, que deberían conducir a la inteligencia más honda y extensa y a la práctica más perfecta de no pocas virtudes: la fe, la caridad, la obediencia, la justicia social, los Sacramentos, especialmente acaso los del matrimonio y el orden. No hacemos sino ejemplificar.
Ante tales movimientos, cuya procedencia última atribuimos de buen grado al Espíritu Santo como principio vivificador de la humanidad, creemos comprobables tres actitudes deficientes, cuya raíz última es evidentemente la soberbia humana, la postura radical del hombre de constituirse en principio frente a Dios; y que son la causa de la crisis que padecemos.
1ª La actitud ortodoxa inconsecuente. Se admite sin discusión todo el aspecto intelectual de la fe; se recibe de buena gana el Magisterio de la Iglesia; se intenta incluso practicarlo, pero hasta cierto punto. Y así, se prepara el ambiente para la negación de los primeros principios. Se permite al Espíritu que «informe» nuestro entendimiento en cuanto a las verdades de la fe; no se le permite que informe nuestros criterios prácticos y menos nuestras actuaciones. Y se canoniza la postura, con el pretexto de que «somos hombres» y no hay que caer en exageraciones. Quedamos efectivamente hombres, es decir, «humanos», camales, infantiles, pueriles. ¿Y cómo no va a entrar en crisis gravísimas una Iglesia cuyos miembros son en su inmensa mayoría, deliberadamente, niños? ¿Cómo lucharía las batallas de Dios una masa de niños? Podemos tomar cualquier recomendación del Evangelio, cualquier recomendación papal… ¿Cuántos cristianos han deseado sinceramente progresar más y más en la pobreza, en la carencia, acercándose al Señor que no tema dónde reposar la cabeza? ¿Cuántos cristianos trabajaron por ahondar intelectualmente y por llevar a la práctica las doctrinas de León XIII sobre las cuestiones sociales, o las del mismo Papa acerca de los estudios eclesiásticos? La mediocridad se erigía en norma para la masa cristiana –incluidos muchísimos pastores– que aceptaba la palabra del Pontífice.
2ª La actitud semiortodoxa de quienes discuten las decisiones del Magisterio, las directrices prácticas de los Papas mismos, pero, queriendo mantenerse en la Iglesia, originando el confusionismo más nocivo. Reclamando por sí mismos la autoridad de decisión en múltiples cuestiones. Es la actitud más ostensible hoy día, aunque no sea probablemente la más común.
3ª La actitud claramente heterodoxa. Hay quienes señalan la existencia de dos Iglesias, lo cual, aunque en la confusión actual pueda engañar a muchos, es claramente herético. No faltan quienes se inspiran en principios claramente ateos para muchas de sus decisiones públicas o privadas. Lo extraño es que muchos de ellos sigan afirmándose católicos.
Raíces históricas inmediatas #
Si queremos entrar en las raíces inmediatas históricas, tendríamos que señalar:
1º La problemática que la crisis modernista dejó sin resolver. Es cierto que se resolvió doctrinalmente en su aspecto negativo. Se sabía de sobra lo que no podía aceptarse; pero, por las causas arriba señaladas, no se dio solución positiva a las ansias legítimas que produjeron aquella crisis. Ello no quiere decir que no hubiera positivo progreso; pero no el suficiente, ni con mucho, para que cualquier persona de buena voluntad, pero débil, quedara satisfecha. Las actitudes que Pío X notaba en el movimiento modernista continuaron vigentes en muchos católicos y, al crecer, han desembocado en la actual situación.
2º El desarrollo de las teorías y prácticas marxistas. Radicalmente ateo, con aciertos parciales en buena parte de sus actuaciones y en algunas de sus aportaciones positivas, el marxismo ha invadido la sociedad. Muchedumbres de católicos se han encontrado –por la puerilidad a que aludíamos– incapaces de discernir, de rechazar lo inadmisible, de asimilar lo asimilable. Muchos se han rendido desde el principio; otros se han ido dejando mentalizar inconscientemente; otros han intentado yuxtaponer elementos marxistas en la concepción y en la vida total cristiana. Pero una yuxtaposición es algo opuesto a una asimilación, y necesariamente enferma al sujeto, le desorganiza, le despersonaliza, le incapacita –salvo milagro– para recibir la gracia.
3º La llamada cultura moderna. No cultura real, pues la cultura es el cultivo de una personalidad humana y, en suma, de la sociedad humana. Pero una acumulación de ingredientes derivados de diversos y aun opuestos principios, no produce cultura alguna, sino, por el contrario, una desorganización de saberes, con frecuencia contradictorios, y siempre dispares, que destruyen la única personalidad posible. La llamada cultura llega a la masa –y en este sentido, casi todos somos masa– en una serie de eslóganes halagadores a las pasiones, a la autosuficiencia en primer término. La adultez del hombre; la afirmación continua de sus derechos; la promoción natural; la nocividad de la represión; la legitimidad del goce incontrolado por la fe y aun por la razón; el derecho de todos a opinar en todo; el olvido de la malicia humana original, pero con la reclamación de la irresponsabilidad del hombre siempre que le resulte útil. La importancia del hombre, su dignidad de tal, pero legitimando la eliminación de los hombres inútiles para los fines mundanos de la sociedad… Tales actitudes han entrado en la Iglesia. Ha entrado, según la célebre frase de Pablo VI, «el humo de Satanás».
Podríamos resumir diciendo que la causa de la crisis actual es, sencillamente, la autosuficiencia humana, no ya sólo como soberbia del individuo concreto, sino como soberbia del hombre como tal. El hombre se conoce como autosuficiente y como autofinalizado. Y, a lo más, Dios aparece como alguien a quien acudimos porque queremos, a quien buscamos nosotros, si nos place. Y eso es la esencia misma del pecado.
La superación de la crisis actual #
No puedo detenerme a señalar los principios de solución de esta crisis, porque va a ser precisamente el objeto de las lecciones de toda la Semana. Pero sí, fiel a lo que me he propuesto en esta introducción, quiero afirmar una vez más que la crisis que ahora contemplamos solamente puede ser superada por una efusión de espiritualidad bien entendida.
Los documentos conciliares nos ofrecen riquísima doctrina acerca de la espiritualidad cristiana y, cuidadosamente acomodada, en su expresión y en sus consecuencias variables, a nuestra época. De manera que no podemos atribuir, ni al Concilio, ni al esfuerzo conciliar, la crisis en que nos debatimos. Desgraciadamente, esos tesoros de espiritualidad que el Concilio nos ofrece, apenas han sido aprovechados ni en el campo de la espiritualidad especulativa, ni en el de las realizaciones prácticas. Desgraciadamente, apenas ha sido aprovechada: poco en el campo de la espiritualidad especulativa; menos, probablemente, en las realizaciones. El Concilio se ha presentado generalmente como pastoral, como un acervo de sugerencias o mandatos acerca de las prácticas pastorales, pero entendiendo la pastoral de un modo un tanto extraño. Pues es bien sabido que la pastoral no tiene más fin que colaborar con Cristo Pastor a que los hombres vivan la vida del Espíritu; ni tiene más origen que la vida espiritual, de los colaboradores, que permite actuar al mismo Espíritu sin prodigar milagros. Y todo esto ha quedado bien patente en los comentarios que ha hecho Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi.
Pienso que la espiritualidad del Vaticano II podría sintetizarse en dos palabras: radicalidad y totalidad.
Radicalidad en cuanto que recurre de continuo a las raíces de la vida cristiana: el misterio de la Trinidad. La acción de las Personas divinas. Toda actividad que pretenda seguir la línea del Concilio ha de ser actividad consciente de la presencia operante del Espíritu Santo. De la presencia de Cristo, como Hijo del Padre y Donador del Espíritu. Y, por lo mismo, la espiritualidad conciliar es ostensiblemente cristológica y eclesial. Y, consecuentemente, sacramental, litúrgica. Radical, precisamente porque incita al hombre a vivir partiendo de su núcleo personal, a vivir consciente y voluntariamente esa vida divina. A acoger con plena conciencia la acción del Espíritu en él.
Jamás ningún Concilio ha insistido tanto como el Vaticano II en todos estos puntos. Jamás ninguno se ha detenido a estudiar, a contemplar, el misterio de la Iglesia como el lugar donde actúa el Espíritu de Cristo y del Padre; ni ha pormenorizado tan expresamente en la función de cada miembro de la Iglesia como colaborador consciente del Espíritu para constituirse –de formas diversas– en fuente de santificación.
Totalidad: sólo este Concilio nos ha presentado la enseñanza de la Iglesia acerca de la llamada a la santidad de cada uno. Llamada a la vida espiritual perfecta, total. Llamada a la cumbre de la caridad que informe todos los actos humanos. Solamente él nos ha enseñado que todos los miembros de la Iglesia están llamados a esta santidad. Nos ha recalcado que éste es el fin de la Iglesia misma: ser fuente de santidad para todos sus miembros.
Y nos ha reiterado de mil maneras que toda actividad del hombre en el mundo debe realizarse en este impulso de tendencia a la santidad plena. Se ha detenido a examinar las diversas funciones posibles, las diversas situaciones humanas, las diferentes clases de actividades, las distintas y aun opuestas actitudes del hombre actual frente a Dios.
Precisamente porque la crisis actual, como fruto de sus raíces buenas y malas, es universal y se siente como tal, el Concilio ha ido a las raíces mismas de lo universal: la Trinidad Santa, la Encarnación, la Iglesia.
Una vez más, frente a la crisis, pero con más hondura y extensión que nunca, como la categoría de la situación lo reclamaba, la Iglesia se ha concentrado en sí misma, ha tratado de contemplar el misterio que es ella misma, y ha llegado a múltiples pormenores que deberían asegurar la santificación de sus miembros y, en consecuencia, su capacidad apostólica en su contacto continuo con el mundo no católico.
Una vez más –y esto ya no puede decirse en pasado, puesto que se trata de los hombres que todavía vivimos en la tierra– son los Santos quienes han de salvar la crisis.
Puesto que las desviaciones son más en número que nunca; puesto que los elementos por integrar son igualmente muchos más que en cualquier otra ocasión, la crisis sólo puede salvarse por una incorporación más consciente, más voluntaria, más gustosa, a Cristo, en su Espíritu. Y eso sólo puede realizarse en una integración más total dentro de la Iglesia jerárquica: en una actitud personal para recibir la comunicación del Espíritu, siempre en conexión con la Jerarquía que Él mismo ha establecido para que rija, enseñe y santifique a todos los miembros.
Totalidad de actividades significa, además, totalidad de virtudes. No basta para ser cristiano llevar hasta el extremo una virtud que el Evangelio recomienda: la religiosidad, la castidad, la justicia. Es necesario plantearlas todas, con la viva esperanza de alcanzarlas. Una castidad que no está inspirada por el Espíritu acogido expresamente en todas sus inspiraciones, no es una castidad cristiana. Y lo mismo digamos de la religiosidad, o de una justicia social, aunque revistan formas externas cristianas o se justifiquen con frases evangélicas. Las virtudes crecen todas juntas, como operación de la caridad, de la raíz de la fe, alentadas por la esperanza. Y las virtudes teologales nos unen inmediatamente con las Personas divinas, y cuando han llegado a estar perfeccionadas en su ejercicio por los dones del Espíritu, constituyen al cristiano espiritual, al cristiano adulto, único capaz de producir fruto considerable en la Iglesia; de ejercer actividad cristiana en el mundo. Es el hombre que, con toda su personalidad, desde el entendimiento hasta las zonas instintivas, se adhiere a Cristo; es el que proclama, en madurez fecunda, su creencia en el Padre, en Jesucristo y en el Espíritu Santo que actúa en la Iglesia.
Reflexión final #
Me queda algo que decir, y en cierto modo es lo más doloroso. Estoy hablando, en toda mi ponencia, de que la espiritualidad es la que puede salvarnos de los desvaríos de la crisis actual. Y me doy cuenta de que mi lenguaje para muchos es ininteligible. Porque ya no sabemos lo que es espiritualidad. Se ha despojado a esta palabra de su rico y exacto contenido, y piensan que lo que defendemos es el pietismo, la religiosidad del rezo incontrolado, la evasión egoísta de los problemas de este mundo para refugiamos en un islote adonde solamente llega la brisa suave de las mañanas tranquilas y los atardeceres serenos. ¡Qué trágico error!
Espiritualidad es la cualidad del hombre espiritual, que llega a ser espiritual porque es dócil a la acción del Espíritu Santo, tal como se manifiesta en su Iglesia, a través del triple munus de la Jerarquía, y en el ejemplo vivo que nos dan los Santos. ¿Qué otra fuerza puede haber mayor que ésta, más exigente, más capaz de transformarlo todo? Ven, Espíritu Santo, y renovarás la faz de la tierra, decimos en la liturgia.
Se trata de que el Espíritu Santo, con sus dones y sus luces, esté presente en todos los esfuerzos que se hagan para la renovación. Todos nos santificamos identificados con la Iglesia en los trabajos por el ecumenismo, la promoción de la justicia social, la defensa de la dignidad humana, el diálogo con la cultura y el mundo moderno.
Pero no podemos identificamos con un ecumenismo que sacrifica la verdad; con una justicia social que se proclama con odio o con talante materialista; con una catequesis de la dignidad humana que no se atreve a hablar de la dignidad de los hijos de Dios y templos del Espíritu Santo; con una educación de la fe que deja en penumbra las realidades sobrenaturales; con un diálogo con el mundo moderno nutrido de condescendencias perniciosas y destructoras; con un concepto de la virtud y del pecado opuesto al Evangelio, a la doctrina de los Apóstoles y a la tradición constante en la Iglesia. Cuando se da esto, es cuando decimos que falta la espiritualidad, porque no hay docilidad a la acción del Espíritu Santo. Y así, a la larga, todos los esfuerzos apostólicos fracasan y nos dejan llenos de amargura. La evangelización no puede tener éxito cuando se evangeliza así.
Es curioso, a este respecto, lo que dejó escrito en sus memorias don Manuel Azaña. Narra él, con su magnífico estilo literario, la visita que le hace en Valencia, durante la guerra, buscando protección y auxilio, el P. Isidoro, un agustino de El Escorial que había sido profesor suyo y a quien él estimaba. Reproduce el diálogo que sostuvieron, hace comentarios y, al final, añade: «La religión no se defiende tomando las armas ni excitando a los demás a que las empuñen. La religión la han propagado los mártires, los confesores, los misioneros, pero no los guerrilleros, muy poco los teólogos y nada los sociólogos, por cristianos que sean»3.
Cuando el autor escribía estas palabras hubo en España muchos mártires y confesores de su fe. También combatientes en los campos de batalla, a los que fueron arrastrados por una acumulación de circunstancias muy complejas y durante mucho tiempo incubadas. Nadie desea que vuelvan a producirse esos martirios ni esos combates.
Pero ¿cómo lograr que no aumente ahora el número de los indiferentes, de los fabricantes de una moral según la marca de cada casa, de los manipuladores de la vida y de la figura de Jesús, el Salvador? ¿Cómo asegurar la transmisión del Evangelio con fidelidad al mandato del Señor?
Yo no veo otro camino que éste: el de que aparezca de nuevo una espiritualidad profunda, reclamada por el Concilio Vaticano II y señalada esplendorosamente como motor de toda evangelización por el Papa Pablo VI en su Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi.
Esto es lo que pedimos, nada más que esto. Para que la familia cristiana no se nos caiga, hecha pedazos, zarandeada por el sexualismo y la falta de amor; para que los jóvenes sean capaces de vivir el Sacramento de la Confirmación, como testigos amados del Cristo que tanto les ama; para que los sacerdotes, en nuestra predicación, despertemos en los hombres la conciencia de su condición de hijos de Dios; para que en nuestra vida entera cantemos sin palabras los himnos de la alegría por ser sacerdotes, del celo por la gloria de Dios, del amor humilde a nuestra Esposa la Iglesia, a la que hemos sacrificado todo; para que las comunidades religiosas no se conviertan en agregaciones de miembros yuxtapuestos, que confunden los signos de los tiempos con sus egoísmos y frivolidades; para que el amor al mundo no equivalga a mundanización; en una palabra, para que no haya tantos cansancios amargos y tantas frustraciones a pesar de tantas generosidades iniciales.
Nuestra época está profundamente necesitada de Seminarios, Noviciados, Grupos y Parroquias que se lancen de una vez con toda confianza y alegría a este género de vida espiritual a que me he referido, de la que brotarán después, o a la vez, las acciones evangelizadoras oportunas que nuestro tiempo reclama.
Y así sucederá, no lo dudéis. No pueden caer en el vacío tantos sufrimientos soportados con la más evangélica paciencia; tantos esfuerzos de innumerables sacerdotes y religiosos que siguen en la brecha en medio de tantas angustias; tantas religiosas consagradas al amor más puro y al sacrificio más generoso, aunque hagan lo contrario otras hermanas suyas; tantas familias cristianas que desean por encima de todo que no se pierda la fe de sus hijos.
Pertenecemos a una generación, o a varias, en que hemos podido ver maravillosos aspectos de la vida de la Iglesia, que en su inicio y en gran parte de su desarrollo, no obstante las desviaciones que a veces se han dado, son testimonio elocuente de cómo la fidelidad al Espíritu puede romper muros y abrir caminos antes inaccesibles. Yo no reniego de la Iglesia de mi tiempo, la que he conocido desde mis años de Seminario y de mi juventud sacerdotal; la de las Encíclicas misionales y sobre la A. C., del gran Pío XI; la de los Congresos Eucarísticos, y los brazos extendidos al mundo, y los discursos de Pío XII; la de los mártires de la guerra de España, que cantó Paul Claudel; la de los sacerdotes obreros de Francia, y las Cartas Pastorales del Cardenal Suhard; la de los Seminarios y Noviciados llenos, hirviendo de entusiasmo; la de las Ordenes y Congregaciones Religiosas españolas que aún hoy tienen más de 15.000 miembros en América Hispana; la de la A. C. que tantos millares de hombres y mujeres supo formar en la escuela del Evangelio; la de las Misiones Populares y concentraciones piadosas, que movían la voluntad para el bien y ayudaban a luchar contra el pecado y a encontrar el consuelo que Dios brinda a los que le aman; la de la devoción extendidísima al Corazón de Jesús, tan ardientemente promovida por los jesuitas y por tantos celosos sacerdotes en sus parroquias; la de las Casas de Ejercicios Espirituales en casi todas las Diócesis, y los Cursillos de Cristiandad; la de los Patronatos benéficos y de obras de caridad social que tantos dramas aliviaron; la de los movimientos de espiritualidad bíblica, litúrgica, seglar, pastoral, eclesial, en que innumerables escritores y apóstoles descubrieron a las almas, ávidas de la belleza de Cristo y de la Iglesia, nuevos caminos para acercarse a Dios y recibir el influjo del Espíritu; la de la piedad mañana, de tantas madres de familia, y de tantos Congregantes e Hijas de María, capaz de sostener sus virtudes, para ofrecer así sus obsequios silenciosos a la Madre de Dios…
Al evocar a esa Iglesia no lo hago por añoranza nostálgica, sino por convicción profundísima de que nada de eso, absolutamente nada, tenía que haber desaparecido, porque ni el Concilio, ni los Sínodos posteriores, ni el Papa, que tiene el deber de interpretar el Concilio y lo hace, querían que desapareciera.
Por el contrario, lo que han hecho es dar nuevos argumentos más profundos y coherentes con un concepto de la Iglesia y de la fe, para que todo eso siguiera existiendo, perfeccionado y enriquecido con las nuevas aportaciones del Concilio. Si todo eso existió, es porque hubo espiritualidad, que dio origen a tan hermoso y fecundo despliegue de vida religiosa, la cual, a su vez, servía para alimentar la misma espiritualidad que la creaba.
Como no reniego tampoco de la Iglesia posconciliar, de los Consejos Presbiterales y Pastorales, de las pequeñas comunidades bien entendidas, del cristianismo de encarnación y compromiso, de la simplificación de estructuras para hacerlas más operantes y evangélicas, de la preocupación social en favor del tercer mundo y de todos los terceros mundos que existen dentro de cada país y de cada pueblo; la Iglesia de Pablo VI, en fin, la de la Populorum progressio, y la del Año de la Fe; la de los contactos con todos los países de la tierra y todos los sistemas políticos para salvar lo salvable; la de la movilidad para reunirse y comunicarse las ricas experiencias apostólicas que nos ilustran sobre cómo trabajar para una mayor fecundidad en la transmisión de la fe.
Lo que me aflige y me produce enorme desazón es ver cómo todo esto se hace a veces con criterios y estilos puramente humanos, sociológicos, descriptivos, relativistas, críticos; sin un adarme de humildad, de amor, de entrega a la oración; sin un examen de conciencia serio o, lo que es peor, convertida la conciencia subjetiva y deformada en norma única de nuestras acciones; manipulada la liturgia para que sirva de solaz y de recreo en lugar de la misión que tiene de adoración, culto, expresión y pedagogía de la fe; menospreciados los sacramentos y el sentido del Sacrificio de la Misa, cuando nunca mejor que ahora podíamos apreciar toda su riqueza; relegada al olvido y casi injuriada toda la ascética de la cruz, de la mortificación y del dominio de las pasiones desordenadas.
Todo esto y mucho más es lo que tenemos que restaurar para que la renovación conciliar dé los frutos que anhelamos.
«Quien con atención y paciencia –escribe Daniel Rops4– examina la admirable historia de la Iglesia, se ve deslumbrado por una evidencia, poseído por una idea sólida, alrededor de la cual se ordena todo. Y si fuera preciso resumir en una frase la gran lección que se desprende de tantos acontecimientos, tantas vidas y tantos mensajes, la fórmula sería precisamente ésta: La historia de la Iglesia es la historia de los Santos… En efecto, todo se reduce a esto, en definitiva. La historia de la Iglesia no es más que la historia de la santidad, y los personajes que verdaderamente la determinan no son los que, por más que ocupen lugares de honor, se presentan en la primera fila del escenario, sino quienes con toda humildad, a veces secretamente, intentan con sus recursos humanos conseguir un inefable parecido. Estos son los auténticos héroes de que hablaba Carlyle…»
«Presencia de los Santos: he aquí un hecho de tal importancia, que no comprende nada de la historia del cristianismo quien los ignora o menosprecia. Cuando están ausentes –y en verdad nunca lo están del todo– o por lo menos cuando su número se reduce, se diría que en la Iglesia se produce una suerte de debilitamiento: así ocurre entre los años 1350 y 1450, en los que la Cristiandad se desarticula y el antiguo ideal se ve amenazado por todas partes. Pero en cuanto nuevas cohortes de Santos aparecen en escena, la tensión se recupera, se reconquista la vitalidad. Con San Felipe Neri, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola nace el impulso que moverá a toda la Iglesia hacia la pequeña villa de Trento, donde volverá a ser fiel a sí misma. Y cuando el Concilio haya terminado su tarea, serán los Santos los que infundan su espíritu a la sangre y a la médula del catolicismo. San Carlos Borromeo o San Francisco de Sales, o aquel gran Papa San Pío V, cuya importancia tan acertadamente ha señalado el Cardenal Grente».
«¿Siguen los Santos desempeñando el mismo papel entre nosotros? En este mundo moderno, que desde el siglo XVI se ha ido desenraizando poco a poco de las fértiles tierras de la fe, ¿siguen los heraldos de la Palabra investidos de su misteriosa función? Sí. Pero ¿los comprende la humanidad? Aquí reside la entraña del problema. Siempre hay Santos entre nosotros, pero ¿asumen todavía su misión de guías, la que les caracterizaba en los días en que la humanidad de Occidente vivía realmente en Cristo…?»
«Hacer de los Santos nuestros guías, o abandonarlos como precio de rescate a los monstruos: he aquí el dilema, he aquí nuestra verdadera elección.»
1 Adversus haereses, III, 17, 2.
2 Pablo VI, Gratia vobis, alocución pronunciada en la Basílica de San Pedro, el 29 de septiembre de 1967: Insegnamenti di Paolo VI, V, Città del Vaticano 1968, 456-457.
3 Cuadernos de la Pobleta, en Obras completas, tomo IV, Méjico 1956, 767.
4 A orillas de la plegaria, Barcelona 1956, 65-69.