La falta de interioridad, drama de la cultura actual y de la Iglesia

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La falta de interioridad, drama de la cultura actual y de la Iglesia

Disertación leída el 26 de abril de 1977, en la Real Academia de Ciencias Morales Políticas. Texto publicado en los Anales de dicha Academia, n. 54, 1977.

Un gigante con pies de barro #

En cierto aspecto, mi intervención de hoy guarda estrecha relación con el tema que traté en la clausura del V Congreso de la Asociación de San Benito: «La contemplación, alma de la civilización del mañana» y con mi discurso de entrada en esta noble Casa. Pienso que la huida del misterio –tomo la palabra misterio en la acepción que le di entonces–, tan en la línea de muchas ideologías actuales, desenraiza al hombre, le vacía de su interioridad y le limita en sus niveles de aspiración y operación, de exigencia y responsabilidad; deshace la cultura como expresión de algo cualitativo, como asunto de la dignidad, de la libertad y del estilo de vida. y ahoga las ciencias del espíritu. La grandeza sólo surge por el deseo y realidad de una vida más libre y más valiosa. La «grandeza» no es nada cuantitativo, sino un valor interior que nace de la capacidad de penetrar y abarcar con la mirada; de juzgar y ordenar; del dominio sobre sí que rompe la dictadura de la ambición y el afán de ganancia; del buscar el centro propio, hacer pie en si y obtener distancia frente a las cosas para estar libre respecto a ellas.

Esa fuga del misterio, tan clara en la ideología marxista, desde el operar del hombre sobre la naturaleza hasta en lo que atañe a la naturaleza misma del hombre –sus «ultimidades»– me recuerda al gigante de la Biblia construido con materiales sólidos y fuertes, pero sobre pies de barro. Su propio peso, sin cimientos, le precipita y destruye. Es la imagen que da una cultura en la que falta la interioridad como cordón umbilical que la permite vivir, desarrollarse y crecer. Una cultura sin interioridad está herida, no halla equilibrio. En ella todo se torna hostil, peligroso, oscuro. El mundo se vuelve áspero, duro, metálico; se encerrará en su soberbia y en su poder, pero es un gigante con pies de barro. En una cultura en que la humanidad pierde la conexión con las normas provenientes de la verdad, de la exigencia, de lo bueno, de lo valioso, de lo santo, ¿qué escisiones cada vez mas arbitrarias no se dan? ¿Qué significación puede tener el trabajo cuando se le contempla en el conjunto de la vida? ¿El derecho y la ley? ¿Qué es la obediencia y qué lugar ocupa en la libertad? ¿El mando verdadero y cómo resulta éste posible? ¿Qué representan la amistad y la camaradería, la honradez y la lealtad? ¿Qué significan salud, enfermedad, dolor, muerte? ¿Cuándo la atracción que siente una persona por otra merece llevar el gran nombre de amor? ¿Qué significa aquella unión de hombre y mujer que llamamos matrimonio, y que poco a poco se va corrompiendo de tal manera que sólo muy pocas personas parecen tener una idea de él, aun cuando sustenta la existencia humana entera? ¿Qué es lo importante y qué es lo indiferente’? ¿Existe una jerarquía de valores?

Toda cultura vive de estas realidades fundamentales, vive para ellas y con ellas, las maneja, las ordena, las reforma, pero una cultura sin interioridad, ¿sabe lo que son? ¿No está expuesta a manipularlas con insufrible ligereza? Hay que conocer y asumir la medida total de las responsabilidades y para ello hay que encontrar la verdadera relación con las cosas, con las exigencias de su intimidad. Si no, se sucumbe y vienen las catástrofes, la cultura pierde su aspecto bienhechor y fructífero y se hace dura y opresiva, le falta lo orgánico en cuanto al crecimiento y a la proporción, y resulta «antinatural»; vienen los terrorismos, las arbitrariedades, la esfera de lo privado queda totalmente destruida, se disuelve la familia y no hay relaciones de fiabilidad entre los hombres. Se produce «el malestar de la cultura», el sentimiento de que las cosas no marchan bien; y no solamente es asunto de moral privada, sino que afecta al curso real de la historia.

Hoy ocurre que el hombre tiene entre sus manos fuerzas naturales de incalculable grandeza, como sucede en el campo concreto de la bioquímica o de la energía nuclear, y las aplica a realizaciones que, aún hace poco tiempo, sólo podían imaginarse como utopías. Por todas partes encontramos acción, organización y trabajo. Pero ¿quién dirige realmente estas cosas? Una interioridad que ya no se encuentra recogida en sí misma, sino que piensa, juzga y actúa a partir de sectores en los que impera el impulso de poder orgulloso, el goce, la posesión, a partir del mero entendimiento material y sensitivo. Todo esto no tiene ya contacto con la verdad, con el centro de la vida, con lo valioso y permanente; se agita en cualquier lugar de lo provisional y casual. La interioridad de una cultura exige el progreso para lo esencial, para perfeccionar la dignidad del hombre, para no perder ese valor eterno no sujeto a modas ni a la esclavitud de lo moderno ni de lo antiguo, a lo cual está ligada la trayectoria inmutable del progreso de la humanidad.

«El saber, la posesión y dominio intelectuales están en aumento, en una medida tan inconmensurable que abruma literalmente a los hombres –y aquí radica, en gran parte, el problema cada vez más apremiante de la Universidad, lo mismo que el de la formación profesional–; pero se debilita esa profundidad que brota de la penetración interior, en mirada y experiencia, la comprensión de lo esencial, la percepción por el conjunto, la experiencia del sentido. Pues todo eso sólo se puede obtener con el enfrentamiento interior de la contemplación: y ello requiere calma, reposo, concentración. Crece el saber: la verdad mengua. Con ello va inmediatamente unido algo más. El hombre es capaz de distinguir entre razón y sinrazón, valor y falta de valor, importancia e inimportancia. Lo que existe puede no sólo comprobarlo, sino también experimentar su valor, tomar posición ante ello, asentir o negarlo. Pero, claro está, sólo es capaz de ello cuando se da cuenta con claridad de lo que significa una vida justa y cómo son sus ordenaciones, dónde reside su sentido. Sin embargo, esta claridad disminuye a simple vista, pues supone concentración. La masa de fenómenos inunda la capacidad de distinguir. La multitud de las excitaciones priva de capacidad para ver lo que hay tras ellas. El estrépito de los anuncios, la charlatanería en prensa y radio confunden el sentido interior. Cada vez se le hace más difícil al hombre actual ver la jerarquía de los valores, distinguir lo principal y lo accidental, y lograr un auténtico juicio»1.

Falta de visión en las realidades.
Naturaleza, sujeto humano y cultura #

Las tres realidades fuertes de nuestra época: naturaleza, sujeto humano y cultura han adquirido tan extrema movilidad que el hombre no tiene categorías adecuadas para situarse y desplazarse en un ambiente que al mismo tiempo le es tan extraño y hostil. La «insecuritas» es ·fruto de la ambigüedad y flexibilidad, y por ello ni siquiera sabe convivir con los frutos de su saber. El desequilibrio entre el poder hacer y el poder vivir provoca una grave y creciente desazón. De ninguna manera esta urgencia a la interioridad es una fuga de lo concreto, un buscar «verdades» que pasen de largo ante lo que se refleja en el momento de nuestra historia. Por el contrario, es la urgencia de una necesidad vital.

El hombre de hoy se siente extrañamente libre, con una libertad que es en gran parte desamparo. Naturaleza, sujeto y cultura tienen que presentar un carácter unitario que les da la religión. El mundo meramente profano no existe. Ahora bien, cuando una voluntad obstinada consigue elaborar algo sin «lo religioso», esa construcción no funciona. Es un artefacto carente de sentido. No convence, y se sabe y se siente que tal mundo no «vale la pena». Sólo la religión hace que lo obligatorio se realice «por sí mismo”, sin presión externa, y que los distintos elementos se mantengan en relación recíproca y constituyan una unidad. Sin esa profundidad, radicalidad e interioridad que da la apertura a Dios, el venir de Él, el estar en Él y el ir a Él, la vida se convierte en algo parecido a un motor sin lubrificante: se calienta. A cada instante se quema algo. Por todas partes se desencajan piezas que debían engranar con toda precisión. Se descentra, y las ensambladuras se sueltan. La existencia se desorganiza. Se esfuma la posibilidad de saber a qué atenerse. El hombre se estremece, se debilita y sufre una sacudida en los últimos estratos de su ser. Se despiertan con mayor fuerza las pasiones primitivas: angustia, violencia, ansia de bienes y reacción contra el orden. La tensión interna se lanza también hacia fuera, hacia la esfera de lo histórico y se originan conmociones de todo tipo. A la cultura le falta lo que la ha constituido como tal: la fecundidad y la prosperidad, dentro de un ritmo vital y dinámico.

La ciencia, según la definición clásica, es «el conocimiento de las cosas por sus principios y causas». Lo esencial de la ciencia no es, por tanto, el objeto del conocimiento, sino el modo, el sentido con que nos acercamos al conocimiento, cualquiera que sea el objeto de éste. Ciencia es clasificar plantas, hallar la fórmula de los cuerpos químicos y descubrir en el laboratorio los misterios de la fisiología. Pero también es ciencia encontrar el sentido de nuestra vida, resolviéndola con un criterio, con una filosofía; limitarla con severidad y a la vez dilatarla por las vías del pensamiento hasta el más allá; darle su razón y explicar sus sinrazones; sensibilizarla para el goce de las hermosuras terrenales y enriquecerla con las nuevas hermosuras que el genio humano es capaz de crear; y aproximarse, en fin, a esa suprema razón de nuestro vivir, que es el misterio de por qué somos y a dónde vamos. Ciencia es no sólo crear la posible felicidad material, sino ensanchar el universo de nuestros espíritus y llegar a creer en lo que no nos explicamos, por esa vía de la fe, que es también ciencia, y acaso la de más alta calidad … La ciencia práctica actual, maravillosa, pero que es sólo una cara de la ciencia, no hubiera sido posible sin la previa creación, que realizó la ciencia especulativa de las tres grandes características del alma civilizada, a saber: la conciencia del propio vivir y la libertad inalienable del propio pensar, el sentido de la responsabilidad y el planteamiento de la otra vida.

Sólo cuando estas tres realidades dejaron de ser presentimientos para convertirse en permanente claridad, sólo entonces el hombre empezó a sentir la voluntaria sumisión de los instintos a los deberes, en lo que reside el secreto de la civilización. Y en este inmenso vuelo del alma humana, aún inacabado, aún sujeto a tristes caídas, el progreso científico, en el sentido limitado materialista con que hoy le concebimos, con ser prodigioso, es sólo un episodio y un episodio no fundamental2.

La falta de interioridad lleva también a desenfocar el sentido de la ciencia, y entonces la naturaleza ya no se representa como algo unitario y se convierte en un manojo frío de fórmulas. La técnica, hija de la ciencia y embebida de pensamiento, también se sentirá enferma en su esqueleto, hecho de materia sólida, porque dentro de él alienta la vida amasada con el espíritu. La técnica, dentro de la armonía naturaleza-sujeto humano-cultura, ha convertido a la naturaleza en amiga y protectora del hombre. “La técnica es el instrumento para que ese diálogo entre el espíritu y la naturaleza se realice del modo más perfecto y para que el fruto de ese diálogo se convierta en utilidad directa, que aprovechará el ser humano»3. Pero la técnica, falta de ese cordón umbilical del que hablaba antes, impulsada por el mito del «progreso», quiere seguir su camino sin trabas y degrada a la naturaleza a la condición de material disponible para satisfacer cualquier apetito y cualquier ansia de poder. Y entonces ¿a qué fin está subordinada la técnica’?

Tampoco el hombre es como lo pintan el positivismo y el materialismo, simple «evolución» a partir de la vida animal, que, a su vez, procede de cualesquiera diferenciaciones en la materia. El hombre, a pesar de todos sus vínculos comunes con el resto de las cosas, es algo esencialmente distinto, porque está definido por el espíritu. Este le otorga un sello especial que lo distingue de todos los demás vivientes. Hasta en algo tan biológico como es el dolor se pone de relieve este sello especial. La medicina antropológica ha puesto de manifiesto que las enfermedades del hombre son dolorosos testimonios de su hombredad. Esta nueva mentalidad médica supuso, por decirlo con la conocida expresión de Weiszsäcker, la introducción del «sujeto» en la Medicina. A Ludolf von Krehl su experiencia de «puro médico» en la primera guerra mundial, lejos de los Kimógrafos y calorímetros de su clínica universitaria, le hace descubrir en la enfermedad «la realidad personal» de quien la padece. El hombre entusiasta de la orientación científico-natural de la medicina interna cambia de actitud, porque se encuentra con el «ser humano» en la primera guerra mundial, en la que tiene que encararse directamente con la actividad médica en el frente de batalla, lejos de los medios instrumentales necesarios para la formulación de un diagnóstico científico y con urgencia de atender a unos enfermos con la máxima eficacia posible. Y este cambio de actitud clínica hacia la intimidad del enfermo, hacia lo que en él es «persona» –no mero organismo– le constituye en el más importante internista que entre 1920 y 1930 inicia desde su campo la visión antropológica.

R. Siebeck, otro de los grandes patólogos de lo que Laín Entralgo llama la escuela antropológica de Heidelberg, ve cómo la enfermedad se vincula con el destino personal del enfermo. En la biografía del hombre hay que entender lo que le ocurre en el espíritu y en el cuerpo. El hombre es también un conjunto de obligaciones, fracasos, renuncias, angustia, culpabilidad, arrepentimiento. En el último grado de cómo debe plantearse la historia personal del enfermo, Siebeck ve, en su Medizin Bewegung, la necesidad de comprometerse de una manera personalísima frente a las últimas cuestiones de la existencia humana: su actitud ante la muerte, ante la miseria de la enfermedad, ante la dedicación a sus semejantes, su actitud para con Dios. «En este último grado vemos esa característica peculiar de Siebeck, patente también en las últimas magníficas palabras de su Medizin Bewegung, palabras impregnadas de profundo sentido religioso y que yo he citado alguna vez, como también Laín, quien las ha comentado así: «Dos cosas perduran invariables en Siebeck del espíritu de Ludolf Krehl: su ponderación crítica y la religiosa gravedad de su mente»»4.

El hombre tampoco carece de todo presupuesto, de toda esencia y toda norma, como afirman algunos existencialistas. No está arrojado a una existencia carente de lugar y de orden. Nadie que tenga conciencia de su propia condición puede encontrarse reflejado en la imagen que le ofrecen antropologías de tipo puramente biológico, psicológico, sociológico o de cualquier otro orden. Lo único que encuentra es alguno de sus aspectos en forma aislada: cualidades, relaciones, estructuras; pero jamás a sí mismo en forma absoluta. El hombre es la persona finita, que existe como tal, aunque no lo quiera, aunque niegue su propio ser; que es la llamada por Dios y está en contacto con las cosas y con las demás personas; que tiene la libertad soberana y terrible de poder conservar y destruir el mundo, más aún, de poder afirmarse a sí misma y alcanzar su pleno desarrollo, o abandonarse y destruirse.

«Conócete a ti mismo» #

Nuestro mundo «es un mundo que tiene cada vez más la impronta del hombre y en el que el hombre a duras penas puede reconocerse. Un mundo en el que se revela el poder de la razón y que, sin embargo, explota inesperadamente en manifestaciones irracionales. Un mundo humano e inhumano al mismo tiempo, un mundo como el mismo hombre»5. El hombre no puede ser engullido por las culturas y civilizaciones, no podrá ser jamás el simple residuo común a todas ellas. Él es rey y señor de la creación, por designio de Dios, que ha de hacer crecer lo que toca, al mismo tiempo que crece él mismo.

«Avanza en las honduras de tu espíritu y descubrirás cada día nuevos horizontes, tierras vírgenes, ríos de inmaculada pureza, cielos no vistos antes, estrellas nuevas y nuevas constelaciones. Cuando la vida es honda, es poema de ritmo continuo y ondulante. No encadenes tu fondo eterno, que en el tiempo se desenvuelve, a fugitivos reflejos de él. Vive al día, en las olas del tiempo, pero asentado sobre tu roca viva, dentro del mar de la eternidad; el día, en la eternidad, es la eternidad, es como debes vivir… Me dices en tu carta que, si hasta ahora ha sido tu divisa ¡adelante!, de hoy en más será ¡arriba! Deja eso de adelante y atrás, arriba y abajo, a progresistas y retrógrados, ascendentes y descendentes, que se mueven en el espacio exterior tan sólo, y busca el otro, tu ámbito interior, el ideal, el de tu alma. Forcejea por meter en ella al universo íntegro, que es la mejor manera de derramarte en él… En vez de decir, pues, ¡adelante!, o ¡arriba!, di: ¡adentro! Reconcéntrate para irradiar; deja llenarte para que reboses luego, conservando el manantial. Recógete en ti mismo para mejor darte a los demás todo entero e indiviso: ‘Doy cuanto tengo’, dice el generoso; ‘Doy cuanto valgo’, dice el abnegado; ‘Doy cuanto soy’, dice el héroe; ‘Me doy a mí mismo’, dice el santo, y di tu con él, y al darte: ‘Doy conmigo el universo entero’. Para ello tienes que hacerte universo, buscándolo dentro de ti. ¡Adentro!»6.

La evolución hacia el automatismo, tan manifiesta en los países tecnificados e industrializados, tiene que impulsarnos a hacer que «nuestros descubridores sean dirigidos y orientados por nuestros hombres de reflexión, y nuestras ciencias físicas, por nuestras ciencias morales», dice Jean Fourastié7. Antes la máquina exigía que un obrero le sirviera; ahora que todo es automático, ¿por qué no conseguir realmente una liberación con miras a un orden específicamente humano? «Lejos de arrastrar al hombre a su dominio automático, lejos de sujetarlo a su propio determinismo, resulta que la máquina moderna, al encargarse de todas las tareas que pertenecen al dominio de la repetición inconsciente, libera de ellas al hombre y le deja sólo los trabajos propios del hombre vivo, inteligente y capaz de previsión … La máquina obliga así al hombre a especializarse en lo humano»8. Esto le exige al hombre un constante autodescubrimiento. La tragedia humana está realmente en desconocerse, desinteriorizarse, porque la vida entonces carece de peso y fundamento. Es verdad, en el interior del hombre habita la verdad y sólo desde esa clave de bóveda puede hacerse una cultura humana, propiamente humana.

La inversión marxista de poner el problema no en la libertad de la acción humana, sino en el campo de la liberación, afecta seriamente al ser mismo del hombre. La filosofía confunde la libertad y la liberación. Pero la liberación es efecto y resultado de la libertad. Los descubrimientos liberan al hombre de múltiples servidumbres. El desarrollo histórico de la cultura y de la civilización muestran ampliamente este campo de la liberación humana.

La libertad es distinta a la liberación, es superior a ella; es interior a la misma estructura del hombre, es anterior a todo acto productivo. No es la liberación la que crea la libertad, sino la libertad la que crea y desarrolla el proceso de la liberación humana. La liberación se consigue mediante la acción de invención y producción; la libertad es anterior a la acción, está en el interior del ser humano, en «su modo de ser». El origen y la esencia de la libertad hay que buscarlos en la interioridad del hombre y no en el campo exterior de la invención y de la producción. Marx nunca dice lo que el hombre «es», lo define por sus posibilidades de producción, por su periferia. Tuvo, sí, el acierto de rehabilitar el trabajo y mostró que para el capitalista el hombre no existía como hombre, sino como obrero. Quiso quitar esa afrenta a la dignidad humana, pero él presenta una sola dimensión del hombre: obrero social. Cae en la alienación del «hacer», que entraña una tremenda y destructora pobreza en todos los campos, pues separa el «esse» del «agere».

El humanismo marxista, como observa Bigo9, tiende a autodestruirse, pues, en vez de insistir en que la producción es para el hombre, hace hincapié más bien en que es el hombre para la producción. Ciertamente, el hombre tiene que liberarse de las cadenas que le atan a la categoría del «haber»; esta idea la ha expresado muy lúcidamente el autor cristiano Gabriel Marcel: «Tener es una forma de alienación: por el tener, las cosas que tengo me poseen»10. Nos unimos a los demás no sólo por lo que hacen, sino por lo que son. La verdadera comunión tiene su fuente en el espíritu, que descubre en los demás la ingente riqueza de su ser. El hombre se abre al horizonte social por su espíritu, que ilumina lo que los otros son y no solamente lo que hacen. Ni ciencia, ni tecnología son por sí solas capaces de crear un orden social, económico y político auténticamente humanos. Se requiere el cultivo de otros valores superiores para encontrar las fibras con que elaborar la morada social del hombre. ¿Cómo vamos a situar el problema de la libertad en el plano de la producción, de la tecnología y del dominio del hombre sobre la naturaleza? La causa de nuestros males es la deficiencia ética, la humanidad cruel y desinteriorizada.

Nosce te ipsum. No está realmente la libertad en alta estimación. Realmente el marxismo no parte de un sentimiento interior de la libertad. No podemos soslayar la radicalidad de este problema. Decía Platón que hay que ir en busca de la verdad con toda el alma, ésa es la interioridad del hombre. «Un cristiano puede sufrir persecución con alegría en aras del engradecimiento del mundo; lo que no podría aceptar es que le matasen con el pretexto de que cierra el paso a la humanidad». Son palabras de Teilhard de Chardin citadas por Charles Moeller11. Queremos la libertad desde el núcleo de la personalidad; al no hacerlo así ¿no se deshace lo que debería ser una de las fuerzas más vivas?

Libertad en relación con la verdad #

La libertad no es el derecho a la despreocupación, ni a la arbitrariedad en la opinión, sino que descansa en una relación auténtica con la verdad. Hablo de que hay una conciencia de que existe la verdad, un deseo de encontrarla y un empeño en defender lo reconocido. Hablo de la libertad a la que el hombre aspira en virtud de una convicción profunda, y entonces hay que saber, al menos, en qué consiste el estar apremiados por la cuestión de «qué significa la vida». La auténtica actitud de libertad se apoya en algo incondicionado y tiene tanto de obligación como de derecho. No podemos exigir libertad sin antes haber pensado, visto y querido que se tiene libertad para los grandes valores de la existencia personal y comunitaria. Todo derecho descansa sobre un valor que lo fundamenta y protege. ¿Y qué ha hecho nuestra cultura con los valores? En cualquier forma en que pueda parecer el problema de la libertad: como libertad de convicción y su realización social, como libertad de profesión y trabajo, de familia, de casa y esfera privada, de existencia personal del hombre en la democración y de la opinión pública, todo ello tiene su sentido serio a partir de los fundamentos.

La convicción, la conciencia de que existe la verdad, da a la exigencia de libertad el peso personal que hace de ella algo más que la mera pretensión de seguir el humor de las ideas o de repetir lo que ha dicho la última moda ideológica. Sin ese empeño se vacía de contenido. En lugar de la convicción con su fuerza de carácter, aparece el azar de las opiniones del día, hasta que la falta de base interior se hace tan grande que puede irrumpir la violencia o cualquier otra arbitrariedad. Libertad de profesión vocacional y no sólo la tendencia de ganar dinero de prisa, trabajar lo menos posible y disponer del mayor tiempo para el capricho propio. La libertad de la vocación y el trabajo presupone seriedad de la voluntad vocacional. Presupone que la persona llegada a una determinada responsabilidad sabe que está dentro de un conjunto social, en un puesto que, a la vez que para él, tiene importancia para todos. El hundimiento de las responsabilidades daña las raíces de la vida.

«Libertad significa que el hombre responsable tenga la posibilidad de fundar, según su conciencia, ese cálculo básico de toda comunidad humana que se llama familia, de desarrollar como le parezca justo esa forma elemental de toda cultura, sin miedo de que lo que construye para que sea su casa resulte destruido desde fuera, bien por el Estado, bien por el partido o por lo que sea. Pero hemos de volver a considerar con claridad que esa exigencia sólo tiene en sí un núcleo de realidad cuando detrás de ella hay algo más que una simple aventura erótica o una ordenación jurídica; es decir, cuando hay una decisión de persona a persona que funda fidelidad y produce vida de comunidad: cuando los padres saben que en cada hijo se trata de un destino humano que les está confiado y se esfuerzan por darle la formación de conciencia, la configuración de contenido vital que luego puede servirle para construir su existencia. Si no ocurre así, si la familia se convierte en ese conjunto de átomos sueltos que es cada vez más, ¿qué habrá de significar aún el derecho a su libertad? ¿La posibilidad de que cada cual haga lo que se le antoje? «12 Si todo derecho descansa en un valor que lo fundamenta y protege, y ese valor no se percibe ya, ni se desea, entonces pierde su credibilidad.

Libertad de existencia personal del hombre en la democracia. «Si se habla de libertad, se piensa, por lo regular, en su forma política y precisamente, en nuestra situación histórica, en su forma democrática. Pero ¿qué es, en esencia, la ‘democracia’, la auténtica, no la de la propaganda? Es la más exigente y, por lo mismo, la más amenazada de todas las formas de ordenación política: esto es, la que surge constantemente del libre juego de fuerzas de las personas dotadas de análogos derechos. La tarea de edificarla es impresionantemente grandiosa, porque no hay muchos que echen de ver realmente su esencia. La democracia no es una situación en que pueda ponerse en juego cualquier opinión, ni considerarse cualquier interés como motivo de Estado. Significa, ante todo y sobre todo, que el individuo se sepa responsable del destino del Estado: que sepa que no puede ceder esa responsabilidad, sino que ha de ejercerla constantemente: más aún, que la ejerza constantemente, quiera o no quiera, por el modo como se relaciona con el bien o con el mal. Dicho de otro modo más fácil: que el Estado sea aquello que le hace ser cada individuo en cada ocasión. De ahí surge algo muy grave, pues el individuo sabe –o al menos debería saberlo– qué logra y a qué renuncia. De ahí surge la libertad democrática … Hemos visto que es aquella ordenación política que surge de la responsabilidad de los individuos; ahora debemos proseguir precisando: los individuos que se sitúan en relación de respeto mutuo. Más: cada uno de ellos puede confiarse a los demás, porque sabe que todos quieren el bien de la totalidad. Lo quieren realmente, no sólo dicen que lo harían. La democracia es real en la medida en que tiene efectividad esa actitud»13.

La libertad no rompe la relación que hay entre la esfera pública con sus pretensiones, por un lado, y la esfera privada con las suyas, por otro. Las nuevas posibilidades de información no han encontrado todavía su ética, sino que corren locamente y perjudican al organismo de la sociedad democrática. El respeto no destruye la libertad de información, sino traza sus límites saludables. Hay fotografías, noticias, escritos sin ética, sólo son sensacionalistas. Un fenómeno cultural no sólo equivocado, sino perjudicial es que la esfera de lo privado queda cada vez más destruida. Cada vez se percibe menos que tanto los individuos como las familias tienen que tener la posibilidad de vivir en sí y para sí. Creo que no puede abarcarse con la mirada todo lo que se arruina con esto. ¿Qué clase de persona surge en esta situación? La existencia no puede transformarse banalmente en publicidad. En la vida del hombre tiene que formarse una auténtica interioridad que pueda oponerse a las tendencias superficializadoras y dispersoras de la época, he dicho ya en otras ocasiones. Tiene que experimentar el hombre una consolidación interior que parta de la conciencia de verdad y le haga establecer una posición más fuerte que los eslóganes, las consignas y la propaganda. Los dominios más profundos: vida, muerte, convivencia, seriedad, responsabilidad, fidelidad quedan puestos en paréntesis. Sólo por la interioridad puede entrar el hombre entero en la consideración de estos valores supremos; sin ella no somos capaces de establecer posiciones, de tener juicios rectos, de adoptar las posturas convenientes. Necesitamos la posibilidad de desplegar totalmente nuestro ser y conferir a los valores religiosos ciertamente, pero incluso a los valores humanos su máxima realidad. El velo original de las cosas sólo lo descorre la interioridad.

La falta de interioridad, drama de la cultura actual #

«Volví de la onda sacrosanta regenerada como una joven planta refrescada por un follaje nuevo; volví puro y presto a encender a las estrellas», dice el Dante en su Divina Comedia. Es la riqueza de la tensión interior hacia la verdad. No es la sociedad la que limita al hombre, es él quien se limita y ahoga la cultura al perder su interioridad. Sin interioridad, los hombres no defienden la vida, defienden la locura que les emborracha con su poder sin fundamento.

¿De qué es capaz la humanidad sin interioridad? Ya lo vemos: de la destrucción, del odio, de la violencia. Cuando va faltando la interioridad, degeneran los humanismos, degenera la grandeza, el heroísmo, la serenidad, el equilibrio, la genialidad, la aceptación heroica, a veces, de las responsabilidades. Es necesaria la defensa de la interioridad en el mundo científico, artístico, en las relaciones entre los hombres. Ante tanta publicidad, propaganda, ante tanto olvido de lo privado se querría decir que se guarde silencio, que el hombre necesita vivificar su obra. Toda obra, toda relación, todo descubrimiento, todo proyecto con savia interior que proviene de las raíces escondidas que hay en el ser humano. Pienso ahora en ese primer gran capítulo de las Moradas, de Teresa de Jesús, en el que trata de la hermosura y dignidad de nuestras almas, en la comparación que pone para entenderse y para entendemos, en la ganancia que hay en descubrirla y saber las mercedes que hemos recibido. Todo lo que es fecundo en la cultura humana, custodia en lo más hondo los sentimientos y la interioridad de quienes lo gestaron; en toda obra, en todo descubrimiento se guarda la vida interior del que lo dio a luz. Es tan grande la interioridad de los grandes maestros del arte y de la espiritualidad, que sólo pueden expresarla con el silencio admirativo que late en sus obras. En la interioridad del hombre nace la fuerza para todo. Sólo cuando la semilla escondida en tierra ha germinado y prendido, entonces brota una pequeña planta. Si está bien radicada, la planta ira creciendo hasta que muestre con su vitalidad y lozanía la extensión de su profundidad.

José Pieper, en el capítulo que dedica a la felicidad y contemplación14, ve necesario ese modo interior de ver las cosas de la creación; es la llamada de lo perfecto a lo imperfecto, que diría Paul Claudel. De esta interioridad se alimenta todo verdadero arte. «La indispensabilidad de las bellas artes, su necesidad vital para el hombre consiste, ante todo, en que mediante ellas permanezca no olvidada y en marcha la contemplación de la Creación»15. Theoria y contemplatio apuntan con toda su energía a que la realidad percibida se haga evidente y clara, que se muestre y revele; tienden a la verdad y a nada más. En ellas ve un primer elemento necesario: la silenciosa percepción de la realidad. El segundo elemento es «mirar», intuir, no moverse hacia el objeto, sino descansar en él. La contemplación acompañada de la «admiración» completa los dos elementos anteriores. La admiración pone de manifiesto lo que sobrepasa nuestra comprensión, y es el acicate, la llamada a lo perfecto.

Tal contemplación alimenta al mundo. Todo hombre es capaz de esta contemplación. La indispensabilidad de las ciencias del espíritu, su necesidad vital para el ser humano consiste en que sin ellas se desenraiza, se desfonda, se desentraña de su mismidad. Se aliena, se marcha de su casa, y se convierte en un «patán» de la existencia, cuando no en un opresor y mutilador de la misma. Este es el drama de nuestra cultura, la falta de interioridad, de arraigamiento. Ella nos lleva a perder nuestro diálogo con la naturaleza, a olvidar «el alma» de las cosas y de las personas. Su falta nos impide saber escoger en la escudilla de nuestra experiencia cotidiana la gota de sabiduría que la vida destila en cada jornada. No sabemos sentir lo que nos rodea. La marcha de la historia viene impulsada por su propio dinamismo y su propio ser: tradición y pasado, el presente que fluye como hijo de esa tradición y el futuro como progreso hacia metas cada vez más altas. Tradición y progreso están transidos de la misma alma, lo nuevo es ya desde que existe antiguo germen de cosas nuevas. El pasado puede convertirse en cadáver, como el presente en algo sin raíces, el gigante con pies de barro al que antes hacía alusión. Pero no es cadáver ni gigante con pies de barro lo que tiene pasado y germen de futuro. Una cultura sin este dinamismo es una cultura sin entrañas. El progreso es precisamente esa síntesis entre la tradición y la investigación que se apoya en la certeza anterior para intentar ir más adelante.

«El drama de nuestra cultura es la subversión total de los valores precisamente por la fuga del misterio. Y no se trata de una especulación fantástica sobre el más allá, se trata de la realidad de nuestro vivir aquí, de nuestra responsabilidad y libertad, en nuestro sentido de la vida, profesión, familia, etc. La perversión fundamental del pensamiento contemporáneo, de Marx a Freud y de Sartre a Marcuse, consiste, ante todo, en ser la expresión de una negativa. Todo cuanto se presenta como susceptible de dar un sentido, todo reconocimiento de una trascendencia, es presentado como alienación y represión. Es clara la ‘insatisfacción’ de los jóvenes ante una sociedad tecnocrática que los utiliza para sus fines, pero que no responde a sus problemas fundamentales. En este punto, los análisis de Marcuse son exactos. No se trata, primordialmente, de una crisis económica, sino de una crisis psicológica. La civilización técnica constituye un cuerpo nuevo, pero es un cuerpo que no ha encontrado todavía su alma. Un inmenso clamor surge pidiendo a la creación, a la imaginación, a la invención, los elementos que permitan describir los caminos del futuro. Pues bien, nos encontramos aquí en presencia de un vacío que no es capaz de llenar ninguna reforma de estructuras. La crisis actual es una crisis de cultura. Las últimas escuelas filosóficas, el estructuralismo de Foucault, el neo marxismo de Althusser, el psicoanálisis de Lacan o la novela de Robbe Grillet no han sido sino un esfuerzo desesperado para integrar al hombre dentro de estructuraciones técnicas, para hacer de él un sujeto científico. Pues bien, contra eso es precisamente contra lo que se rebela la juventud, mediante una protesta que surge, por una parte, de los oscuros abismos del instinto, pero también de las profundidades del hombre interior. Se ha rebelado contra la necedad y el hastío de un mundo al que la ciencia ha hecho aséptico, pero su rebeldía ha sido una alegre orgía sin porvenir alguno»16.

El problema es, pues, el de la interioridad del hombre. El personalismo de Mounier fue una protesta contra el orden de una producción que aplastaba a las personas y sus exigencias. Esta protesta fue hecha en nombre de la vocación de la persona humana, concebida íntegramente, ordenada a la trascendencia dentro de su exigencia. Hay que continuar esta tarea. En el hombre de hoy hay hambre de interioridad y necesita de hombres que le den cauce y caminos para vivirla. «Hace falta que los cristianos se sacudan los complejos de culpabilidad masoquista, los terrores ante los falsos prestigios de la intelligentia del día, el morboso placer de la autocrítica. Es necesario que se decidan a cantar gozosamente la alabanza de la Trinidad, la esperanza de la resurrección, la alegría de la Eucaristía. Cuando Pablo VI preserva a la sal de la corrupción, es el hombre más moderno. Solamente creciendo en la fe, en la interioridad que pide la Iglesia de Cristo se enriquece la moral. La fe ayuda a aplicar criterios rectos a las circunstancias cambiantes de la vida. La verdadera moral cristiana, esa auténtica ética del corazón, toma la ley mucho más en serio y mucho más hondamente que cualquier legalismo o inanimada ética, porque busca con todo el corazón cumplir con amor la ley evangélica».

La Iglesia es el sacramento de Cristo. Ha sido Él quien ha llamado y convocado a los hombres para establecer su reino, para lo que fundó la Iglesia. No es una democracia en la que la autoridad y la verdad vienen del sufragio popular. Cristo dijo a sus apóstoles que continuaran su misión. Ayer, hoy y siempre los hombres necesitamos cauces y normas de vida; continuamente se abren nuevos horizontes y también los vaivenes de la historia traen sus dolores, sus esclavitudes, sus opresiones y sus dramas. La Iglesia, peregrina entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anuncia la cruz y la muerte del Señor hasta que venga. «Se vigoriza con la fuerza del Señor resucitado, para vencer con paciencia y con caridad sus propios sufrimientos y dificultades internas y externas y descubre fielmente en el mundo el misterio de Cristo, aunque entre penumbras, hasta que al fin de los tiempos se descubra todo su esplendor»17.

La Iglesia tiene una obligación ineludible: ofrecer a los hombres esta vocación a la interioridad. Tiene que salvar la obra de Dios. Salvar al hombre de caer en manos de su propio orgullo y locura y destruir la vida.

1 Romano Guardini, La preocupación por el hombre, Madrid 1965, 69-70.

2 Gregorio Marañón, La ciencia española y su contribución al mundo actual, en Obras completas, vol. II, 485.

3 Gregorio Marañón, Vocación y ética, en Obras completas, vol. IX, p. 378

4 J. Rof Carballo, Urdimbre afectiva y enfermedad, Barcelona 1972, 21.

5 Jean María Domenach, El mundo del siglo XX, en Teología del siglo XX, vol. 5, Madrid 1973.

6 Miguel de Unamuno, Adentro, Madrid5 1965, 189.

7 Véase Le grand espoir du XXe siècle, París 1952, 228.

8 Ibíd., 238.

9 Véase Marxisme et humanisme, París3, 153.

10 Véase Être et avoir, París 1935, 56.

11 Véase Humanismo y santidad, Barcelona 1965, 55.

12 Romano Guardini, La preocupación por el hombre, Madrid 1965, 133.

13 Ibíd., 137-138.

14 Véase El ocio y la vida intelectual, Madrid 1962.

15 Ibíd., 316.

16 Jean Daniélou, ¿Desacralización o evangelización?, Bilbao2 1965, 28.

17 LG 8.