La fe, conocida, vivida y amada

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La fe, conocida, vivida y amada

Carta pastoral, publicada el 24 de septiembre de 1967, festividad de la Santísima Virgen de la Merced, Patrona de Barcelona. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Barcelona, 15 de octubre de 1967, 573-601.

Los obispos son los pregoneros de la fe (LG 25) #

Amados diocesanos: Aquel conjuro de San Pablo a Timoteo: Predica la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, enseña, exhorta con toda longanimidad y doctrina (2Tim 4, 2), resuena cada instante sobre mi espíritu como una de las principales obligaciones de las que un día tendré que dar cuenta al pastor y obispo de nuestras almas (1P 2, 25), al príncipe de los pastores (1P 5, 4), Cristo Jesús. Deber éste que, impuesto por el divino Maestro a los Apóstoles y a sus sucesores (cf. Mt 28, 19-20; Mc 16, 15), ha vuelto a ser recordado una vez más por el Concilio Vaticano II, al establecer que “entre los principales oficios de los obispos se destaca la predicación del Evangelio” (LG 25).

Tanto más cuanto que también hoy, aquí y allá, tienen alguna vigencia aquellas palabras que San Pablo añade al texto anteriormente citado: Pues vendrá un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina; antes, deseosos de novedades, se amontonarán maestros conforme a sus pasiones (2Tm 4, 3). Por lo que todo obispo debe aplicarse a sí mismo aquel otro encarecido ruego que, en el mismo lugar, vuelve a remarcar San Pablo: Pero tú vela en todo, soporta los trabajos, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio (Ibíd. 5).

Todo lo cual queda ampliamente proclamado por el Concilio Vaticano II, cuando dice: “Porque los obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, es decir, herederos de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de creerse y ha de aplicarse a la vida, la ilustran con la luz del Espíritu Santo, extrayendo del tesoro de la Revelación las cosas nuevas y las cosas viejas (cf. Mt 13, 52), la hacen fructificar y con vigilancia apartan de la grey los errores que la amenazan (cf. 2Tm 4, 1-4)” (LG 25).

Contribución al “Año de la Fe’’ #

La oportunidad de ponerme en comunicación con vosotros me la ofrece en esta ocasión el hecho de estar celebrándose en la Iglesia Católica el “Año de la Fe”. Ha sido el Sumo Pontífice, como bien sabéis, quien, con motivo de la presente conmemoración centenaria del martirio de San Pedro y de San Pablo, ha dispuesto que el año que va del 29 de junio del 67 al 29 de junio del 68, sea el “Año de la Fe”.

El Papa nos exhorta a todos los obispos del mundo a que, unidos espiritualmente a él en nuestras respectivas jurisdicciones, procuremos celebrar piadosamente dicho centenario bajo la consigna que él mismo nos señala: “Nuestra petición –dice el Papa– es sencilla y grande: Nos os rogamos, a todos, hermanos e hijos nuestros, que queráis celebrar la memoria de los santos Apóstoles Pedro y Pablo, testigos con la palabra y con la sangre de la fe de Cristo, con una auténtica y sincera profesión de la misma fe, como la Iglesia, por ellos fundada e ilustrada, la ha recogido celosamente y auténticamente la ha formulado”1.

Y añade el Papa: “¿Qué mejor tributo de recuerdo, de honor y de comunión podríamos ofrecer a Pedro y Pablo que el de aquella misma fe que de ellos hemos heredado?”2.

Y al sugerir más en detalle los modos concretos de celebrar esta conmemoración centenaria, Pablo VI comienza su enumeración exhortando a los obispos a que, con la palabra, queramos ilustrar dicha iniciativa pontificia. Por eso, al inaugurarse el pasado junio el “Año de la Fe”, los obispos españoles, atendiendo a las principales necesidades de nuestro país, dirigimos a la nación una exhortación colectiva, que la prensa ha tenido a bien divulgar.

A su vez, el presente escrito no quiere ser otra cosa que una respuesta a nivel diocesano a este mismo ruego del Papa, para promover así el bien espiritual de nuestros muy amados hijos en el Señor.

Dios nos ha hablado (cf. Hb 1,1) #

La búsqueda de Dios y sus obstáculos #

No hay afán humano tan digno de respeto como el de la búsqueda de Dios.

A lo largo de la historia y a lo ancho del mundo, el hombre, en multiplicidad de estilos y maneras, no ha cesado nunca de orientarse hacia alguna forma de divinidad. “Ya desde la antigüedad –afirma el Concilio Vaticano II– se encuentra en los diversos pueblos una cierta percepción de aquella fuerza misteriosa que se halla presente en la marcha de las cosas y en los acontecimientos de la vida humana, y a veces también el conocimiento de la suma Divinidad e incluso del Padre” (NA 2). Y es que “Dios, creando y conservando el universo por su Palabra (cf. Jn 1, 3), ofrece a los hombres en la creación un testimonio perenne de sí mismo (cf. Rm 1, 19-20)” (DV 3). Pues de la grandeza y hermosura de las criaturas, por razonamiento se llega a conocer al Hacedor de éstas (Sb 13, 5).

Con todo, hay que decir con Pío XII que “muchos son los obstáculos que se oponen a que la razón use eficaz y fructuosamente de esta su nativa facultad. En efecto, las verdades que a Dios se refieren y atañen a las relaciones que median entre Dios y el hombre, trascienden totalmente el orden de las cosas sensibles y, cuando se llevan a la práctica de la vida e informan a ésta, exigen la entrega y abnegación de sí mismo. Ahora bien, el entendimiento humano halla dificultad en la adquisición de tales verdades, ora por el impulso de los sentidos y de la imaginación, ora por las desordenadas concupiscencias nacidas del pecado original. De lo que resulta que los hombres se persuaden con gusto ser falso o, por lo menos, dudoso lo que no querrían fuera verdadero”3.

El don de la divina revelación #

Por todo lo cual, la divina revelación, que no es de suyo indispensable para llegar al conocimiento de aquellas verdades divinas que están al alcance de la inteligencia del hombre, es, sin embargo, moralmente necesaria para que las mismas “puedan ser conocidas por todos, aun en la condición presente del género humano, de modo fácil, con firme certeza y sin mezcla de error alguno” (DV 6)4.

Y si nos referimos al conocimiento del “misterio de la voluntad de Dios (cf. Ef 1, 9), mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Palabra encarnada, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina (cf. Ef 2, 18; 2P 1, 4)” (DV 2), entonces hay que afirmar que la divina revelación es absolutamente necesaria, pues se trata de “bienes divinos, que superan totalmente la inteligencia del hombre” (DV 6).

Por eso, el beneficio más grande que Dios ha concedido a la mente humana en este mundo es el de la divina revelación. Porque Dios ha hablado a los hombres: “Plugo a Dios en su bondad y sabiduría revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad” (DV 2). Hecho éste que alcanza su culminación con la presencia de Cristo entre nosotros: Muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo (Hb 1, 1).

Podemos decir, pues, que la divina revelación es la gran noticia, el gran acontecimiento de la historia: El pueblo que andaba en tinieblas, vio una luz grande; sobre los que habitaban en la tierra de las sombras de la muerte, resplandeció una brillante luz (Is 9, 2). Palabras mesiánicas que San Mateo aplica a Jesucristo en el momento de iniciar su predicación por Galilea (cf. Mt 4, 16).

La palabra de Dios: su depósito e intérprete #

Pero, ¿dónde encontraremos la palabra de Dios? ¿A quién se le ha concedido la responsabilidad de su custodia? La respuesta es de todos conocida: “La Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura constituyen el único depósito de la palabra de Dios, el cual ha sido confiado a la Iglesia” (DV 10).

Y, ¿qué es la Sagrada Escritura, cuál es el cometido de la Sagrada Tradición? Nos lo vuelve a precisar el mismo Concilio Vaticano II: “La Sagrada Escritura es la palabra de Dios en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo; y la Sagrada Tradición transmite íntegramente a los sucesores de los Apóstoles la palabra de Dios, a ellos confiada por Cristo Señor y por el Espíritu Santo para que, con la luz del Espíritu de verdad, la guarden fielmente, la expongan y la difundan con su predicación” (DV 9).

Por último, ¿a quién se le ha concedido la misión privilegiada de interpretar auténticamente la palabra de Dios? “El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia, cuya autoridad se ejerce en nombre de Jesucristo” (DV 10).

Por lo mismo, debemos concluir con el Concilio Vaticano II: “Es evidente, por tanto, que la Sagrada Tradición, la Sagrada Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el designio sapientísimo de Dios, están entrelazados y unidos de tal forma que no tienen consistencia el uno sin los otros, y que juntos, cada uno a su modo, bajo la acción del Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de las almas” (DV 10).

La obediencia de la fe (Rm 16, 26) #

La fe, asentimiento a la palabra de Dios #

Desde que “Dios, por su infinita bondad, ordenó al hombre a un fin sobrenatural; es decir, a participar bienes divinos que sobrepujan totalmente la inteligencia de la mente humana, pues a la verdad ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni ha probado el corazón del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman (1Cor 2, 9)”5, el comienzo de este camino de salvación que termina en la gloria, se encuentra en la fe: “Porque la fe es el principio de la humana salvación, el fundamento y raíz de toda justificación, sin la cual es imposible agradar a Dios (Hb 11,6) y llegar al consorcio de sus hijos”6.

Ahora bien, “esta fe que es el principio de la humana salvación, la Iglesia Católica profesa que es una virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos”7.

Por su parte, el Concilio Vaticano II resumirá y matizará diciendo: «Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe (Rm 16, 26; cf. Rm 1, 5; 2Cor 10, 5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, ofreciendo “a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad”, y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él» (DV 5).

La fe, reconocimiento de Cristo, Palabra encarnada #

La fe es un asentimiento a la palabra de Dios, un asentimiento a la divina revelación. Ahora bien, la divina revelación se centra y resume en Aquel que “es a un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación” (DV 2), Jesucristo, Palabra eterna del Padre hecha hombre. En efecto, “el fin principal de la economía antigua era preparar la venida de Cristo, anunciarla proféticamente, representarla con diversas imágenes” (DV 15). Y, al llegar la plenitud de los tiempos (cf. Gal 4, 4), es Cristo quien “con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino” (DV 4).

Asentir a la divina revelación, por tanto, es lo mismo que asentir a Cristo. Creer es rendirse ante Cristo. Tener fe es reconocer a Cristo.

La fe, aquella fe que nos abre las puertas del camino que nos lleva al cielo, es la fe en Jesucristo. Él mismo nos dice:A la manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en Él tenga la vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que le dio su Unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga la vida eterna (Jn 3, 14-16).Y, en su discurso ante el Sanedrín, Pedro confesará:En ningún otro hay salud, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual podamos ser salvos(Hch 4, 12).Y San Pablo, citando al profeta Isaías(cf. Is 28, 16),proclama:El que creyere en Él no será confundido(Rm 9, 33).

Los testigos de la fe, en el Antiguo Testamento #

Según el Concilio de Trento, “la fe es el principio de la humana salvación, el fundamento y raíz de toda justificación”8. Ahora bien, como hemos visto ya, el objeto de esta fe se centra en Jesucristo: Todo el que creyere en Él será justificado (Hch 13, 39). Por lo mismo, la fe en Jesucristo es el principio de toda justificación. Lo que debe extenderse tanto al Antiguo como al Nuevo Testamento, con una sola diferencia: que, en el Antiguo, el objeto de la fe eran las divinas promesas referidas todas ellas al Mesías que había de venir; y, en el Nuevo, el objeto de la fe es Jesucristo, presente ya entre nosotros.

Cuando la Carta a los Hebreos enumera los testigos de la fe, la nube de testigos, que nos envuelve (Hb 12, 1), el autor sagrado se complace en describir la fe de los patriarcas, jueces, reyes, profetas y justos del Antiguo Testamento (Hb 11, 4-40), quienes por ella adquirieron gran nombre y en la fe murieron todos sin recibir las promesas, pero viéndolas de lejos y saludándolas (Ibíd. 2 y 13). Y termina su exposición exhortándonos a que por la paciencia corramos al combate que se nos ofrece, puestos los ojos en el autor y consumador de la fe, Jesús (Hb 12, 1-2).

En esta detallada exposición, sobresale la figura del Padre de los creyentes, Abraham, de quien se afirma: Por la fe, Abraham, al ser llamado, obedeció y salió hacia la tierra que había de recibir en herencia, pero sin saber dónde iba. Por la fe moró en la tierra de sus promesas como en tierra extraña, habitando en tiendas, lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa. Porque esperaba él ciudad asentada sobre firmes cimientos, cuyo arquitecto y constructor sería Dios (Hb 11, 8-10).

Y, después de referirse a la fe por la que el anciano Abraham cree que Dios le dará descendencia de su anciana esposa Sara, sigue afirmando el autor más adelante: Por la fe ofreció Abraham a Isaac cuando fue puesto a prueba, y ofreció a su unigénito, el que había recibido las promesas, y de quien se había dicho: “Por Isaac tendrás tu descendencia”, pensando que hasta de entre los muertos podría Dios resucitarle, y así le recuperó en el instante del peligro (Hb 11, 17-19).

Y de Moisés se dice:Por la fe, Moisés, recién nacido, fue ocultado durante tres meses por sus padres, que, viendo al niño tan hermoso, no se dejaron amedrentar por el decreto del rey. Por la fe, Moisés, llegado ya a la madurez, rehusó ser llamado hijo de la hija del Faraón, prefiriendo ser afligido con el pueblo de Dios a disfrutar de las ventajas pasajeras del pecado, teniendo por mayor riqueza que los tesoros de Egipto los vituperios de Cristo, porque ponía los ojos en la remuneración. Por la fe abandonó el Egipto sin miedo a las iras del rey, pues, como si viera al Invisible, perseveró firme en su propósito. Por la fe celebró la Pascua y la aspersión de la sangre, para que el exterminador no tocase a los primogénitos de Israel(Hb 11, 23-28).

Los testigos de la fe, en el Nuevo Testamento #

Y si ahora pasamos al Nuevo Testamento, veremos multiplicarse la raza de los creyentes: personas piadosas, como Isabel, el anciano Simeón y Ana la profetisa; diversas clases sociales, como los pastores, los Magos y los publicanos; gentes del pueblo, como la mujer hemorroísa, los amigos del paralítico y las muchedumbres; hombres constituidos en autoridad, como Jairo, el cortesano, y el centurión; enfermos del cuerpo, como el ciego de Jericó, el ciego de nacimiento y el leproso samaritano; enfermos del alma, como la mujer pecadora, la samaritana y el buen ladrón; en fin, Juan el Bautista, los Apóstoles, José. Y sobre todos ellos, la llena de gracia, la bendita entre todas las mujeres, la Madre de Jesús. Ella, con su permanente he aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38), se sitúa en cabeza de la gran caravana de los creyentes, hasta el punto que todos debemos decir con Isabel:Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se la ha dicho de parte del Señor (Lc 1, 45).

Bien podemos decir con el Salmista que ésa es la raza de los que le buscan, de los que buscan el rostro del Dios de Jacob (Sal 23, 6). Raza de creyentes que se irá multiplicando a través de la historia, según la promesa de Dios a Abraham: Mira al cielo, y cuenta, si puedes, las estrellas; así de numerosa será tu descendencia (Gn 15, 5). Y todo esto se realizará por medio de los Apóstoles y sus sucesores, según la promesa de Cristo: Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los extremos de la tierra (Hch 1, 8). Por eso, el mismo día de Pentecostés son ya unos tres mil los que se rinden ante la predicación de Pedro (cf. Hch 2, 41). Y desde entonces la Iglesia se irá extendiendo por el mundo, multiplicándose los hijos de la fe como las estrellas del cielo y las arenas del mar (cf. Gn 22, 16-19).

La incredulidad de muchos #

Junto a los hijos de la fe, la historia nos muestra a los de la incredulidad. Este fue el repetido pecado de los israelitas. Así, en su peregrinación por el desierto, Israel, llevado de su incredulidad, murmura contra Moisés y Aarón, lo que de hecho es una murmuración contra la bondad y poder de Dios, que son puestos en duda: Dios ha oído vuestras murmuraciones, que van contra Él –dirá Moisés– porque nosotros, ¿qué somos para que murmuréis contra nosotros? (Ex 16, 7).

Y mientras Moisés –que por la fe abandonó Egipto (Hb 11, 27)– se encontraba hablando con Dios en el monte Sinaí, el pueblo, viendo que tardaba en bajar, se reúne en torno de Aarón, construye un becerro de oro, al que adora, y se entrega luego a la comida, a la bebida y a la danza (cf. Ex 32). Con lo que los hebreos, haciéndose a su gusto y medida la imagen de Dios, pretenden dominar a Aquél, a quien no se quieren someter.

El autor de la Carta a los Hebreos dejará escrito:Según dice el Espíritu Santo: si oyereis su voz hoy, no endurezcáis vuestro corazón como en la rebelión, como el día de la tentación en el desierto, donde vuestros padres me tentaron y me pusieron a prueba, y vieron mis obras durante cuarenta años; por lo cual me irrité contra esta generación, y dije: andan siempre extraviados en su corazón y no conocen mis caminos, y así juré en mi cólera que no entrarían en mi descanso(Hb 3, 7-11).

Y añade más adelante el autor sagrado:¿Quiénes, en efecto, se rebelaron después de haber oído? ¿No fueron todos los que salieron de Egipto bajo la guía de Moisés? ¿Y contra quiénes se irritó por espacio de cuarenta años? ¿No fue contra los que pecaron, cuyos cadáveres cayeron en el desierto? ¿Ya quiénes sino a los desobedientes juró que no entrarían en el descanso? En efecto, vemos que no pudieron entrar por su incredulidad. Temamos, pues, no sea que, perdurando aún la promesa de entrar en su descanso, alguno de vosotros no acuda a ella. Porque, igual que a ellos, se dirige también a nosotros este mensaje; y no les aprovechó a aquellos haber oído la palabra, por cuanto la oyeron sin fe los que la escucharon(Hb 3, 16-19 y 4, 1-2).

Por todo lo cual se nos exhorta: Mirad, hermanos, que no haya entre vosotros un corazón malo e incrédulo, que se aparte del Dios vivo; antes exhortaos mutuamente cada día, mientras perdura el “hoy”, a fin de que ninguno de vosotros se endurezca con el engaño del pecado. Porque hemos sido hechos participantes de Cristo en el supuesto de que hasta el fin conservemos la firme confianza del principio; mientras se dice: si hoy oyereis su voz, no endurezcáis vuestro corazón como en la rebelión(Hb 3, 12-15).

Los suyos no le recibieron (Jn 1, 11) #

El pecado de incredulidad reaparecerá cuando los hebreos se encuentren en la tierra de promisión. Y éste será, a su vez, el mayor pecado que cometerán algunos judíos al advenimiento del Mesías. Dice el Concilio Vaticano II: “Como afirma la Sagrada Escritura, Jerusalén no conoció el tiempo de su visita, gran parte de los judíos no aceptaron el Evangelio, e incluso no pocos se opusieron a su difusión” (NA 4).

Jesús afirmó de Sí mismo que Él era la luz del mundo:Yo soy la luz del mundo(Jn 8, 12).Y ordenó:Creed en la luz, para ser hijos de la luz(Jn 12, 36).Sin embargo, muchos de los judíos no creyeron en Él. Triste postura ésta, que recalcará San Juan: La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron(Jn 1, 5).Por Él fue hecho el mundo, pero el mundo no le conoció. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron (Ibíd. 10-11).Vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz(Ibíd. 3, 19).

Esta incredulidad tomará muchas veces, como en el desierto, forma de murmuración: Murmuraban de Él los judíos (Jn 6, 41), nos repetirá el Evangelio; y Jesús reprenderá: No murmuréis entre vosotros (Ibíd. 43). Otras veces se convertirá en subjetivo monopolio de sabiduría: ¡Ay de vosotros, doctores de la Ley, que os habéis apoderado de la llave de la ciencia; y ni entráis vosotros ni dejáis entrar! (Lc 11, 52). Otras veces seguirá los caminos de la intriga y la asechanza, como cuando los escribas y los príncipes de los sacerdotes le espían para cogerle en algo, ut caperent Eum in sermone (Lc 20, 20), y le tienten sobre la peligrosa cuestión de si es lícito pagar tributo al César o no (cf. Lc 20, 21-25).Y otras veces la incredulidad tomará la figura del enredo y del lío:Cuando salió de allí nos dice San Lucascomenzaron los escribas y fariseos a acosarle terriblemente y a proponerle muchas cuestiones, firmándole trampas para cogerle por alguna palabra de su boca(Lc 11, 53-54).

En resumen, cada vez que quienes, por conocer más la Ley y estar más instruidos y, sobre todo, obligados, no sólo no cooperaban a la expansión del reino de Dios, sino que directamente lo obstaculizaban, atribuyendo al príncipe de los demonios la virtud de Cristo; se cometía un pecado de incredulidad, un pecado contra la luz, un pecado contra el Espíritu Santo, del cual dijo el mismo Señor: El que no está conmigo está contra mí, y el que conmigo no recoge, desparrama. Por esto os digo: todo pecado y blasfemia les será perdonado a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no les será perdonada (Mt 12, 30-31).

También se ha de mencionar el pecado que podríamos llamar de cobardía, el pecado de aquellos que, creyendo, reconociendo a Jesús, no se atreven, sin embargo, a hacerlo en público por miedo a los judíos y fariseos: Muchos de los jefes –nos dice San Juan– creyeron en Él; pero por causa de los fariseos no le confesaban, temiendo ser excluidos de la sinagoga, porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios (Jn 12, 42-43).

Por último, la incredulidad es a veces la consecuencia de esa débil flaqueza de los mismos creyentes que se dejan sorprender por su propia condición, como Tomás, a quien amonesta Jesús: No seas incrédulo, sino fiel (Jn 20, 27), o como Pedro sobre las aguas, a quien el Maestro dulcemente reprocha: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? (Mt 14, 31).

¿Dónde está vuestra fe? (Lc 8, 25) #

Cristo está entre nosotros #

Dios nos ha hablado sobre todo por su Hijo, “mediador y plenitud de toda la revelación” (DV 2). Ahora bien, ante la palabra de Dios revelada y, en especial, ante la Palabra eterna hecha hombre, ante Jesucristo, la única postura digna y razonable es la obediencia de la fe. Pero cabe inquirir: ¿dónde está nuestra fe? Es la pregunta que el mismo Señor dirigió a los Apóstoles en un momento de tensión de espíritu, cuando el contraste de los vientos y el encrespamiento del mar pusieron en peligro la embarcación en que navegaban (cf. Lc 8, 22-25).

Para la zozobra en que se vieron envueltos los Apóstoles, la solución fue creer en Jesucristo, allí presente, e invocar su nombre. Y para cualquier tipo de problemas en que nos podamos encontrar quienes estamos comunitariamente comprometidos a evangelizar el mundo, la solución sigue siendo, en última instancia, la misma: creer en Jesucristo. Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe. ¿Y quién es el que vence al mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1Jn 5, 4-5).

Para los contemporáneos del Señor, la clave de su salvación estuvo en llegar a ver al Hijo de Dios en Jesús; en llegar a ver la divinidad de Cristo detrás de su visible humanidad; en llegar a reconocer al Mesías. Esto fue muy difícil para muchos de ellos, a pesar de ser universal su expectación. Y fue muy difícil, porque la idea que tenían del Mesías estaba completamente desfigurada. Afanes terrestres les hacían poner su mirada más en la propia exaltación que en la salud moral que el Mesías había de traer.

Juan el Bautista dirá a los fariseos: Hay uno en medio de vosotros a quien no conocéis (Jn 1, 26). Este fue el gran pecado de muchos judíos: no ver al Mesías, no reconocerle en medio de ellos, no creer en Él. Y ésta es la gran tentación que acompaña a los cristianos de todos los tiempos, el gran peligro que amenaza a los fieles de nuestros días. Porque Jesucristo sigue estando entre nosotros según sus promesas: Yo estaré con vosotros siempre hasta la consumación del mundo (Mt 28, 20). Incluso está entre nosotros de una forma visible: en la persona del Papa, a nivel de Iglesia; y en la persona del obispo, a nivel de diócesis. Y si no le llegáramos a ver, si no le llegáramos a reconocer, si no llegáramos a creer en El, caeríamos en el mismo pecado de los fariseos y de los judíos, y también entonces se nos podría decir: Hay uno en medio de vosotros a quien no conocéis (Jn 1, 26).

Presencia visible de Cristo en la persona del Papa #

La manera más amplia de acercársenos, de hacérsenos presente Cristo, es la Iglesia. El Concilio Vaticano II afirma: “El único mediador y camino de salvación es Cristo, quien se hace presente a todos nosotros en su Cuerpo, que es la Iglesia” (LG 14). En efecto, “Cristo, Mediador único, estableció su Iglesia santa, comunidad de fe, de esperanza y de caridad en este mundo, como una trabazón visible y la mantiene constantemente, por la cual comunica a todos la verdad y la gracia” (LG 8).

Y es que “Cristo, levantado en alto sobre la tierra, atrajo hacia Sí a todos los hombres (cf. Jn 12, 32 gr.); resucitando de entre los muertos (cf. Rm 6, 9) envió a su Espíritu vivificador sobre sus discípulos y por Él constituyó a su Cuerpo, que es la Iglesia, como sacramento universal de salvación; estando sentado a la diestra del Padre, sin cesar actúa en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia y por ella unirlos a Sí más estrechamente y, alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre, hacerlos partícipes de su vida gloriosa. Así que la restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la venida del Espíritu Santo y continúa en la Iglesia, en la cual por la fe somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, en tanto que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos nuestra salvación (cf. Fil 2, 12). La plenitud de los tiempos ha llegado, pues, hasta nosotros (cf. 1Cor 10, 11)” (LG 48).

La Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo (cf. Col 1, 24), del cual Él es la Cabeza real e invisible (cf. LG 7). Ahora bien, como todos sabemos, la cabeza visible de este Cuerpo es el Papa. Porque “el Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, y verdadero Vicario de Jesucristo y cabeza de toda la Iglesia y padre y maestro de todos los cristianos”9. Por lo que “el Romano Pontífice –como afirma el Concilio Vaticano II– tiene sobre la Iglesia, en virtud de su cargo, es decir, como Vicario de Cristo y pastor de toda la Iglesia, plena, suprema y universal potestad, que puede siempre ejercer libremente” (LG 22).

Presencia visible de Cristo en la persona del obispo #

Cristo está visiblemente presente entre nosotros en la persona del propio obispo. Lo enseña con claridad el Concilio Vaticano II: “En la persona de los obispos, a quienes asisten los presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente en medio de los fieles” (LG 21). Y en otro lugar: “Los obispos, de modo visible y eminente, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Pontífice, y actúan en lugar suyo” (LG 21).

Jesús,el Hijo de Dios vivo(Mt 16, 16),a quien le ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra (cf. Mt 28, 18), dijo a los Apóstoles:Como me envió mi Padre, así os envío yo(Jn 20, 21).Id por todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado se salvará, mas el que no creyere se condenará (Mc16, 15-16).

Ahora bien, “los obispos han sucedido por institución divina a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, y quien a ellos escucha, a Cristo escucha, y quien los desprecia, a Cristo desprecia y al que lo envió (cf. Lc 10, 16)” (LG 20). Por ello, ‘‘los obispos rigen las iglesias particulares que les han sido encomendadas, como vicarios y legados de Cristo” (LG 27).

Debemos decir, pues, con Pío XII que así como, con relación a la Iglesia universal, Cristo ‘‘gobierna a su Iglesia visiblemente por aquel que en la tierra representa su persona”, hasta el punto de que ‘‘Cristo y su Vicario constituyen una sola cabeza”, por lo que “se hallan en un peligroso error aquellos que piensan poder abrazar a Cristo Cabeza de la Iglesia sin adherirse fielmente a su Vicario en la tierra”10; así, con relación a las iglesias particulares y salva siempre la suprema y universal autoridad del Romano Pontífice, Cristo las gobierna por medio del obispo, con quien constituye una sola cabeza, de modo que no puede considerarse unido a Cristo quien no se halle unido a su Vicario en la diócesis (cf. LG 27).

Y así como “el Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la multitud de los fieles” (LG 23); así también “los obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de unidad en sus iglesias particulares, formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a base de las cuales, se constituye la Iglesia Católica y única”. Y añade el Concilio: “Por eso, cada obispo representa a su iglesia, y todos juntos con el Papa representan a toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad” (Ibíd.).

Presencia de Cristo en los sacerdotes, “cooperadores del orden episcopal” (LG 28) #

Los sacerdotes, segregados por el Espíritu Santo para la obra redentora (cf. Hch 13, 2), son enviados de Dios (cf. Jn 4, 34; 5, 30; 6, 38) y ministros de Cristo, de cuyo sacerdocio participan (cf. Hb 5, 11ss.).

Porque, “consagrados de manera nueva a Dios por la recepción del orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo, Sacerdote eterno, para proseguir en el tiempo la obra admirable del que, con celeste eficacia, reintegró a todo el género humano” (PO 12). De ahí que “todo sacerdote, a su modo, represente la persona del mismo Cristo” (Ibíd.).

Pero hay que tener en cuenta, según aclara el Concilio Vaticano II,que “el ministerio sacerdotal, por el hecho de ser ministerio de la Iglesia misma, sólo puede cumplirse en comunión jerárquica con todo el Cuerpo. Así la caridad pastoral apremia a los presbíteros a que, obrando en esta comunión, consagren por la obediencia su propia voluntad al servicio de Dios y de sus hermanos, aceptando y ejecutando con espíritu de fe lo que se manda o relaciona por parte del Sumo Pontífice y del propio obispo, lo mismo que por otros superiores” (PO 15).

“Así pues, la caridad pastoral pide que, para no correr en vano (cf. Gal 2, 2), trabajen siempre los presbíteros en vínculos de comunión con los obispos y con los otros hermanos en el sacerdocio. Obrando de esta manera, los presbíteros hallarán la unidad de su propia vida en la unidad misma de la misión de la Iglesia, y así se unirán con su Señor, y, por Él, con el Padre, en el Espíritu Santo, para que puedan llenarse de consolación y sobreabundar de gozo (cf. 2Cor 7, 4)” (PO 14). Y es que ‘‘Cristo obra por sus ministros y, por tanto, Él permanece siempre principio y fuente de la unidad de vida en ellos” (Ibíd.).

Es más. “Los presbíteros, que ejercen el oficio de Cristo, Cabeza y Pastor, según su parte de autoridad, reúnen, en nombre del obispo, la familia de Dios, con una fraternidad de un solo ánimo, y por Cristo, en el Espíritu, la conducen a Dios Padre” (PO 6). Y “en cada una de las congregaciones de fieles representan al obispo, con el que están confiada y animosamente unidos, y toman sobre sí una parte de la carga y solicitud pastoral, y la ejercen con el diario trabajo. Ellos, bajo la autoridad del obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos encomendada, hacen visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda en la edificación de todo el Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4, 12)” (LG 28).

Por lo cual, “en la construcción de la comunidad de los cristianos, los presbíteros no están nunca al servicio de una ideología o facción humana, sino que, como heraldos del Evangelio y pastores de la Iglesia, trabajan por lograr el espiritual incremento del Cuerpo de Cristo” (PO 6). Digamos, por último, que “todos los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, están adscritos al cuerpo episcopal y sirven al bien de toda la Iglesia según la vocación y la gracia de cada uno” (LG 28).

Presencia de Cristo en la acción litúrgica y, en especial, en el sacramento de la Eucaristía #

Cristo es el Redentor del mundo. Y su obra de salvación es continuada por la Iglesia. Ahora bien, «para realizar una obra tan grande, Cristo está siempre presente a su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, “ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la Cruz”, sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es Él quien habla. Está presente, por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos» (SC 7).

Digamos con Pablo VI que «los sacramentos son acciones de Cristo, el cual los administra por medio de los hombres. Y por virtud de Cristo al tocar los cuerpos infunden la gracia en el alma. Estas varias maneras de presencia llenan el espíritu de estupor y ofrecen a la contemplación el misterio de la Iglesia. Pero es muy otro el modo, verdaderamente sublime, con el cual Cristo está presente a su Iglesia en el sacramento de la Eucaristía, que por eso es, entre los demás sacramentos, el más suave por la devoción, el más bello por la inteligencia, el más santo por el contenido (Egidio Romano), ya que contiene al mismo Cristo y es como la perfección de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos (Santo Tomás,Suma teológica, 3 q.73 a.3 c). Tal presencia se llama real no por exclusión, como si las otras no fueran reales, sino por antonomasia, ya que es substancial, ya que por ella ciertamente se hace presente Cristo, Dios y hombre, entero e íntegro (cf. Trid., Decr. de Euch., 3)»11.

Apoyado en esta fe de la Iglesia, el Concilio de Trento, «abierta y simplemente afirma que en el benéfico sacramento de la santa Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene, bajo la apariencia de estas cosas sensibles, verdadera, real y substancialmente Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre». Por tanto, nuestro Salvador está presente según su humanidad, no sólo a la derecha del Padre, según el modo natural de existir, sino, al mismo tiempo, también en el sacramento de la Eucaristía «con un modo de existir que, aunque apenas podemos expresar con las palabras, podemos, sin embargo, alcanzar con la razón ilustrada por la fe y debemos creer firmísimamente que es posible para Dios (Trid., Decr. de Euch., c. 1)»12.

De hecho, la Iglesia ha adorado la Eucaristía en todas las edades con culto latréutico, el cual es debido a solo Dios. Asimismo, «la Iglesia Católica profesa este culto latréutico que se debe al sacramento eucarístico, no sólo durante la Misa, sino también fuera de su celebración, conservando con la mayor diligencia las Hostias consagradas, presentándolas a la solemne veneración de los fieles cristianos, llevándolas en procesión con alegría de la multitud del pueblo»13.

«Todavía más. San Cirilo de Alejandría rechaza como locura la opinión de aquellos que sostienen que la Eucaristía no sirve nada para la santificación si queda algún residuo de ella para el día siguiente. “Pues ni se altera Cristo –dice– ni se muda su sagrado Cuerpo, sino que persevera siempre en Él la fuerza, la potencia y la gracia vivificante” (Ep. ad Cal.; PG 76, 1075)»14.

Por todo lo cual, concluiremos con el Santo Padre, «diariamente, como es de desear, los fieles en gran número participen activamente en el sacrificio de la Misa, se alimenten con corazón puro y santo de la sagrada Comunión, y den gracias a Cristo Nuestro Señor por tan gran don. Recuerden estas palabras: “El deseo de Jesús y de la Iglesia de que todos los fieles se acerquen diariamente al sagrado banquete, consiste sobre todo en esto: que los fieles, unidos a Dios por virtud del sacramento, saquen de él fuerza para dominar la sensualidad, para purificarse de las leves culpas cotidianas y para evitar los pecados graves, a los que está sujeta la humana fragilidad” (Decr. Congr. Conc., 20 dic. 1905). Además, durante el día, los fieles no omitan el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que debe estar reservado en un sitio dignísimo, con el máximo honor en las iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, puesto que la visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo Nuestro Señor allí presente»15.

Presencia de Cristo en medio de los congregados en su nombre (cf. Mt 18, 20) #

Entre las distintas formas de estar Cristo presente en su Iglesia no podemos dejar de mencionar la que se deduce de aquellas conocidas palabras del divino Redentor: Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 20). En virtud de estas palabras, Cristo “está presente cuando la Iglesia suplica y canta salmos” (SC 7), está presente en toda agrupación de apostolado aprobada por la Iglesia (cf. AA 18), está presente en toda institución religiosa (cf. PC 15).

A este propósito, debemos afirmar con el Concilio Vaticano IIque “los consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, de pobreza y de obediencia, como fundados en las palabras y ejemplos del Señor, y recomendados por los Apóstoles y Padres, así como por los doctores y pastores de la Iglesia, son un don divino que la Iglesia recibió de su Señor y que con su gracia conserva siempre” (LG 43). “Por consiguiente, el estado constituido por la profesión de los consejos evangélicos, aunque no pertenece a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, de manera indiscutible, a su vida y santidad” (LG 44).

Por otra parte, “nadie piense que los religiosos, por su consagración, se hacen extraños a los hombres o inútiles para la sociedad terrena. Porque, si bien en algunos casos no sirven directamente a sus contemporáneos, los tienen, sin embargo, presentes de manera más íntima en las entrañas de Cristo y cooperan espiritualmente con ellos, para que la edificación de la ciudad terrena se funde siempre en el Señor y se ordene a Él, no sea que trabajen en vano quienes la edifican” (LG 46).

Bien podemos decir que “por la caridad de Dios que el Espíritu Santo ha derramado en los corazones (cf. Rm 5, 5), la comunidad religiosa, congregada, como verdadera familia, en el nombre del Señor, goza de su presencia (cf. Mt 18, 20)” (PC 15). Por lo cual “los religiosos cuiden con atenta solicitud de que, por su medio, la Iglesia muestre de hecho mejor cada día ante fieles e infieles a Cristo, ya entregado a la contemplación en el monte, ya anunciando el reino de Dios a las multitudes, o curando a los enfermos y pacientes y convirtiendo a los pecadores al buen camino, o bendiciendo a los niños y haciendo bien a todos, siempre, sin embargo, obediente a la voluntad del Padre que lo envió” (LG 46).

Presencia de Cristo en cada uno de los cristianos #

Cristo está presente y actúa por cada uno de los cristianos, quienes, “incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde” (LG 31).

Por eso cada cristiano debe manifestar a Cristo ante los demás, siendo fiel a su propia vocación. Ahora bien, “a los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, de manera singular, a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor” (LG 31).

Por otra parte, todos los cristianos debemos tener en cuenta que no carecemos de responsabilidad en cuanto a nuestra deficiente manifestación de Dios ante el mundo que no cree. ‘‘Porque –como dice el Concilio Vaticano II– el ateísmo, considerado en su total integridad, no es un fenómeno originario, sino un fenómeno derivado de varias causas, entre las que se debe contar también la reacción crítica contra las religiones, y, ciertamente en algunas zonas del mundo, sobre todo contra la religión cristiana. Por lo cual, en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión” (GS 19).

Por el contrario, ‘‘el remedio del ateísmo hay que buscarlo en la exposición adecuada de la doctrina y en la integridad de vida de la Iglesia y de sus miembros. A la Iglesia toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado, con la continua renovación y purificación propias bajo la guía del Espíritu Santo. Esto se logra principalmente con el testimonio de una fe viva y adulta, educada para poder percibir con lucidez las dificultades y poderlas vencer. Numerosos mártires dieron y dan preclaro testimonio de esta fe, la cual debe manifestar su fecundidad imbuyendo toda la vida, incluso la profana, de los creyentes, e impulsándolos a la justicia y al amor, sobre todo respecto del necesitado. Mucho contribuye, finalmente, a esta manifestación de la presencia de Dios el amor fraterno de los fieles, que con espíritu unánime colaboran en la fe del Evangelio y se alzan como signo de unidad” (GS 21).

En cuanto a las organizaciones apostólicas y piadosas de los seglares, debemos decir con el Concilio Vaticano II ‘‘que el hombre es social por naturaleza y que Dios ha querido unir a los creyentes en Cristo en el Pueblo de Dios (cf. 1P 2, 5-10) y en un solo Cuerpo (cf. 1Cor 12, 12). Por consiguiente, el apostolado organizado responde adecuadamente a las exigencias humanas y cristianas de los fieles y es, al mismo tiempo, signo de la comunión y de la unidad de la Iglesia en Cristo, quien dijo: Donde dos o tres están congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 20). Por esto, los cristianos han de ejercer el apostolado aunando sus esfuerzos. Sean apóstoles tanto en el seno de sus familias como en las parroquias y diócesis, las cuales expresan el carácter comunitario del apostolado, y en los grupos espontáneos en los que ellos decidan congregarse” (AA 18).

Presencia de Cristo en cada uno de nuestros hermanos #

Cristo está presente en cada uno de nuestros hermanos. Las palabras del divino Maestro son claras. En la descripción del juicio final (cf. Mt 25, 31ss.), Jesucristo se identifica con los hambrientos, los sedientos, los peregrinos, los pobres, los enfermos, los encarcelados. Y afirma: En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25, 40). Y cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo (Mt 25, 45).

La razón de esto radica en que “Cristo, al asumir la naturaleza humana, unió a Sí con cierta solidaridad sobrenatural a todo el género humano como una sola familia y estableció la caridad como distintivo de sus discípulos con estas palabras: En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros (Jn 13, 35)” (AA 8). Porque “el mandamiento supremo de la Ley es amar a Dios de todo corazón y al prójimo como a sí mismo (cf. Mt 22, 37-40). Y Cristo hizo suyo este mandamiento del amor al prójimo y lo enriqueció con un nuevo sentido al querer identificarse Él mismo con los hermanos como objeto único de la caridad, diciendo: Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25, 40)” (AA 8).

Por eso, en virtud de esta presencia de Cristo, “urge la obligación de acercarnos a todos y de servirlos con eficacia cuando llegue el caso, ya se trate de ese anciano abandonado de todos, o de ese trabajador alienígena despreciado injustamente, o de ese desterrado, o de ese hijo ilegítimo que debe aguantar sin razón el pecado que él no cometió, o de ese hambriento que recrimina a nuestra conciencia recordando la palabra del Señor: Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis (Mt 25, 40)” (GS 27).

Y añade el Concilio. “No sólo esto. Cuanto atenta contra la vida –homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado–; cuanto viola la integridad de la persona humana, como, por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador” (Ibíd.).

En fin, “si recordamos cómo en el rostro de cada hombre, especialmente si se ha hecho transparente por sus lágrimas y por sus dolores, podemos y debemos reconocer el rostro de Cristo (cf. Mt 25,40), el Hijo del hombre; y si en el rostro de Cristo podemos y debemos, además, reconocer el rostro del Padre celestial: Quien me ve a mí –dijo Jesús– ve también al Padre (Jn 14, 9); nuestro humanismo se hace cristianismo, nuestro cristianismo se hace teocéntrico; tanto que podemos afirmar: para conocer a Dios es necesario conocer al hombre”16.

El justo vive de la fe (Rm 1, 17) #

La fe actúa por la caridad #

Hemos visto que Dios, en su infinita misericordia, se nos acerca maravillosamente por caminos de variada encarnación, por lo que bien podemos decir con San Pablo que no está lejos de nosotros, porque en Él vivimos y nos movemos y existimos (Hch 17, 27-28).

En efecto, cerca está de nosotros la palabra de Dios, encarnada en la divina revelación escrita y tradicional. Cerca está de nosotros el Hijo de Dios, encarnado substancialmente en las entrañas purísimas de la Virgen y realmente presente entre nosotros bajo las especies eucarísticas. Cerca está de nosotros la autoridad del Señor, encarnada para la Iglesia universal en la persona del Papa, y para cada iglesia particular en la persona del obispo. Cerca está de nosotros la virtud redentora del Señor, encarnada en la múltiple acción sacerdotal, sacramental y litúrgica. Cerca está de nosotros el espíritu de Cristo, encarnado en medio de cuantos se reúnen en su nombre. Cerca está de nosotros la figura de Cristo, encarnada en cada uno de los cristianos. Cerca está de nosotros el misterio de Cristo reflejado en cada hombre que sufre. Cerca está, en fin, de nosotros el rostro de Cristo, encarnado en cada hombre venido a este mundo.

Por lo mismo, tener fe no es sólo creer en Dios y en su enviado Jesucristo, sino, además, descubrir y reconocer dócilmente a Dios y a Jesucristo allí donde se nos aproxime su presencia por alguna forma de encarnación. Y no sólo esto, sino que tener fe será obrar en consecuencia con esta misma fe.

San Pablo nos enseña que la fe actúa por la caridad (cf. Gal 5, 6). Esta caridad nos lleva a multiplicar nuestras buenas obras, aquellas obras sin las que la fe sería muerta, según afirmación del Apóstol Santiago: Como el cuerpo sin el espíritu es muerto, así también es muerta la fe sin obras (St 2, 26). Obras de asentimiento práctico a la palabra de Dios: Recibid con mansedumbre la palabra injerta en vosotros, capaz de salvar vuestras almas. Ponedla en práctica y no os contentéis sólo con oírla (St 1, 21-22). Obras de amor a Jesucristo, Palabra encarnada: Si alguno no ama al Señor, sea anatema (1Cor 16, 22). Obras de humilde obediencia a los representantes de Dios: Obedeced a vuestros pastores y estadles sujetos, que ellos velan sobre vuestras almas, como quien ha de dar cuenta de ellas, para que lo hagan con alegría y sin gemidos, que esto sería para vosotros poco venturoso (Hb 13, 17). Obras de fidelidad a la gracia redentora de Cristo: Guardaos de entristecer al Espíritu Santo de Dios, en el cual habéis sido sellados para el día de la redención (Ef 4, 30). Obras de fraternidad y de unión: Si nosotros nos amamos mutuamente, Dios permanece en nosotros (1Jn 4, 12). Obras dignas de nuestra vocación cristiana: ¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? (1Cor 3, 16). Obras de amor a nuestros hermanos: Si el hermano o la hermana están desnudos y carecen del alimento cotidiano, y alguno de vosotros les dijere: “Id en paz, que podáis calentaros y hartaros”, pero no le diereis con qué satisfacer la necesidad de su cuerpo, ¿qué provecho les vendría? Así también la fe, si no tiene obras, es de suyo muerta (St 2, 15-17).

Oscuridad de la fe #

Ahora bien, todas estas y otras buenas obras por las que actúa y vive la fe, y sin las que la fe sería estéril y muerta, tienen de común con la misma fe, en donde se inspiran, la inevitable y meritoria compañía de la oscuridad. Porque es oscura para el hombre la fe, ya que creemos “no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos”17. Y son oscuras para el hombre las principales verdades reveladas, “porque los misterios divinos, por su propia naturaleza, de tal manera sobrepasan el entendimiento creado que, aun enseñados por la revelación y aceptados por la fe, siguen, no obstante, encubiertos por el velo de la misma fe y envueltos de cierta oscuridad”18.

San Pablo dejará escrito: Predicamos entre los perfectos una sabiduría que no es de este siglo, ni de los príncipes de este siglo, que quedan anonadados, sino que enseñamos una sabiduría divina, misteriosa, escondida, predestinada por Dios antes de todos los siglos para nuestra gloria; que no conoció ninguno de los príncipes de este siglo (1Cor 2, 6-8). Y siendo oscura la fe por razón de su motivo, la autoridad de Dios, y por razón de su principal objeto, los misterios divinos, por fuerza hay que deducir que las obras exigidas por la fe tienen que ser también, en su conjunto, oscuras.

Con todo, la oscuridad de la fe no hay que interpretarla como inseguridad o incertidumbre, pues todos sabemos que, por ser el motivo de la fe “la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos”19, el asentimiento de la fe está inmune de todo error y se realiza con una firmeza máxima. Por otra parte, la oscuridad de la fe tampoco hay que entenderla como una oposición a la razón, como quiera que “el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe, puso dentro del alma humana la luz de la razón, y Dios no puede negarse a sí mismo ni la verdad contradecir jamás a la verdad”20.

Asimismo, el hombre puede saber con certeza que Dios nos ha hablado y que, por tanto, es razonable creer, porque “para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón (cf. Rm 12, 1), quiso Dios que a los auxilios internos del Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de su revelación, a saber, hechos divinos y, ante todo, los milagros y las profecías que, mostrando de consuno luminosamente la omnipotencia y la ciencia infinita de Dios, son signos certísimos y acomodados a la inteligencia de todos, de la revelación divina. Por eso, tanto Moisés y los profetas, como, sobre todo, el mismo Cristo Señor, hicieron y pronunciaron muchos y clarísimos milagros y profecías; y de los Apóstoles leemos: Y ellos marcharon y predicaron por todas partes, cooperando el Señor y confirmando su palabra con los signos que se seguían(Mc 16, 20)”21.

Libertad y demás propiedades de la fe #

La oscuridad de la fe contribuye a dar razón de una de las más características propiedades del acto de fe, su libertad. Porque el asentimiento de la fe, la obediencia de la fe, es un acto libre, un acto voluntariamente emitido por el hombre. Y por eso mismo, creer será siempre un acto meritorio, una virtud.

El que la fe sea un asentimiento libre no quiere decir que le esté moralmente permitido al hombre: o no abrazar la fe, cuando leemos que “sin la fe es imposible agradar a Dios (Hb 11, 6) y llegar al consorcio de los hijos de Dios”; o no conservar la fe, cuando el mismo Concilio Vaticano I nos dice que “los que han recibido la fe bajo el magisterio de la Iglesia, no pueden jamás tener causa justa de cambiar o poner en duda esa misma fe”22.

Ni el que la fe sea un asentimiento libre quiere tampoco decir que se puede emitir un acto de fe con las solas fuerzas naturales, cuando es de todos conocido que se necesita para ello la gracia de Dios, como con toda claridad nos lo enseña el Concilio Vaticano I: “Mas aun cuando el asentimiento de la fe no sea en modo alguno un movimiento ciego del alma; nadie, sin embargo, puede consentir a la predicación evangélica, como es menester para conseguir la salvación, sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo, que da a todos suavidad en consentir y creer la verdad. Por eso la fe, aun cuando no obre por la caridad (cf. Gal 5, 6), es en sí misma un don de Dios, y su acto es obra que pertenece a la salvación; obra por la que el hombre presta a Dios mismo libre obediencia, consintiendo y cooperando a su gracia, a la que podría resistir”23.

Resumiendo, diremos que el asentimiento de la fe es un asentimiento oscuro, infalible, firme sobre todas las cosas, libre, meritorio y sobrenatural. Estas son las propiedades de la fe. Pues bien, las obras exigidas por la fe que profesamos participan también de esas mismas propiedades. Por eso vivir de la fe es vivir en oscuridad al mismo tiempo que en alejamiento del error y del engaño; es vivir de forma acertada y firme; es vivir en espíritu de libertad y por caminos de merecimiento; es vivir a impulsos de la gracia de Dios.

Vivir la presencia de Cristo entre nosotros #

Como quiera que toda nuestra fe se resume en Jesucristo, autor y consumador de la fe (Hb 12, 2), al querer impulsar vuestros ánimos en orden a una mayor vitalización de vuestra fe religiosa, no encuentro otro camino más breve y eficaz que el de exhortaros a vivir la presencia de Cristo entre nosotros.

Todos sabemos que esta presencia es múltiple y variada, y que por estar encuadrada dentro del campo de la fe, su aceptación y reconocimiento por parte nuestra deberán estar caracterizados por las propiedades de la fe.

Así, no nos debe extrañar que la presencia de Cristo entre nosotros la encontremos, en primer lugar, llena de oscuridad y de sombras, llena de limitaciones y de aparentes contrariedades. San Pablo nos dice que el Hijo de Dios, sin dejar de ser Dios, se anonadó, tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Flp 2, 7-8). Asimismo, “a la manera como el Verbo sustancial de Dios se hizo semejante a los hombres en todo excepto el pecado (Hb 4, 15), así las palabras de Dios expresadas por lenguas humanas se han hecho, en todo, semejantes al humano lenguaje, excepto en el error”24.

A su vez, es Cristo quien confiere la gracia por intermedio del ministro sagrado cuando se administran los sacramentos, y Cristo entero quien ha querido encerrarse bajo las especies de pan y de vino: El Señor Jesús, en la noche en que fue entregado, tomó el pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía. Este cáliz es el Nuevo Testamento en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, haced esto en memoria mía. Pues cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que Él venga (1Cor 11, 23-26).

Además, la autoridad de Cristo se oculta en las personas de los Apóstoles y de sus sucesores: El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha, y el que me desecha a mí, desecha al que me envió (Lc 10, 16). Cristo está también místicamente presente en medio de cuantos se reúnen en su nombre, como Él mismo lo prometió: Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos (Mt 18, 20). Cristo, en fin, se esconde también, como Dios, en cada uno de los cristianos: Vosotros sois templo de Dios vivo (2Cor 6, 16); y en cada uno de los hombres (cf. Mt 25, 40), pues, “al asumir la naturaleza humana, Cristo unió a sí con cierta solidaridad sobrenatural a todo el género humano como una sola familia y estableció la caridad como distintivo de sus discípulos (cf. Jn 13, 35)” (AA 8).

He aquí, pues, cómo la presencia de Cristo nos rodea de una forma misteriosa y oscura. Tan oscura y misteriosa que a los ojos de la carne siempre se le presentarán argumentos como para convencerse de que no está allí Cristo. Tan oscura y misteriosa que sólo a la luz de la fe podemos advertir su presencia, para lo que será siempre necesaria la gracia de Dios, la cual el Señor no niega a los humildes. Porque “para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad” (DV 5). Y entonces, esta “obediencia de la fe (Rm 16, 26; cf. 1Cor 10, 5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios” (Ibíd.), se convierte en uno de los más importantes actos meritorios que, además, orientan la vida del hombre hacia la suprema verdad.

El racionalismo de la fe #

De todo lo cual debemos concluir que los caminos que llevan a la fe no son caminos humanos, sino divinos. Porque hemos de confesar que muchos de nuestros esfuerzos en orden a la evangelización del mundo se esfuman muchas veces y se reducen a la nada. Y este hecho no tiene otra explicación que la de haber enfocado en forma humana y natural lo que debería sustentarse ante todo sobre bases sobrenaturales y divinas. Es forzoso, pues, insistir en esto, porque, de lo contrario, todo sería estéril.

Que nunca podamos hacer nuestras aquellas palabras que el libro de la Sabiduría pone en boca de los impíos: Caminamos por desiertos solitarios y el camino del Señor no lo atinamos. ¿Qué nos aprovechó nuestra soberbia, qué ventaja nos trajeron la riqueza y la jactancia? Todo aquello pasó como una sombra, como noticia que va corriendo; como nave que rompe el mar agitado, y no es posible descubrir la huella de su paso ni la estela de su quilla en las olas; como pájaro que volando atraviesa el aire, y de su vuelo no se encuentra vestigio alguno (Sb 5, 7-11).

Es indiscutible que la fe es razonable, puesto que es razonable dar crédito a Dios, “el cual no puede ni engañarse ni engañarnos”25; sin embargo, la racionalización de la fe es uno de los grandes peligros en los que podemos caer hoy. A veces procedemos como si quisiéramos que el estudioso y letrado mundo de hoy aceptara la revelación divina por el camino de la evidencia de la razón y no por el camino de la obediencia de la fe. Entonces, en los predicadores del Evangelio surge el convencimiento de que los problemas religiosos de nuestra hora se solucionarán con sólo someternos a la peculiar mentalidad e idiosincrasia de los hombres de nuestros días, con sólo adaptar la divina revelación a sus gustos y preferencias, con sólo acomodarlo todo a su comprensión y voluntad. Y esto nos lleva a racionalizarlo todo, a discutirlo todo, a cavilarlo todo; como si el hombre no tuviera que ajustarse para nada al pensamiento y a la voluntad de Dios mediante la obediencia de la fe, mediante la aceptación de la divina revelación y de la predicación del Evangelio; o como si el origen de la revelación fuera el hombre o aquélla hubiera sido revelada a sólo una pequeña minoría de privilegiados, según el reproche paulino: ¿Acaso creéis que la palabra del Señor ha tenido origen en vosotros o que sólo a vosotros ha sido comunicada? (1Cor 14, 36).

Todo esto es lo que podríamos llamar el racionalismo de la fe. Dice San Pablo: Por no haber conocido el mundo a Dios en la sabiduría de Dios por la humana sabiduría, plugo a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación. Porque los judíos piden señales, los griegos buscan sabiduría, mientras que nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, locura para los gentiles, mas poder y sabiduría de Dios para los llamados, ya judíos, ya griegos. Porque la locura de Dios es más sabia que los hombres, y la flaqueza de Dios más poderosa que los hombres (1Cor 1, 21-25).

Otras veces, este racionalismo de la fe se presenta sutil, y lo que racionaliza no es tanto el contenido revelado cuanto las personas encargadas de su predicación, aquellos a quienes ha puesto el Espíritu Santo como obispos para pastorear la Iglesia de Dios (Hch 20, 28). Nuevamente, aquí se necesita la obediencia de la fe. Porque eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los sabios, y eligió Dios la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; y lo plebeyo, el desecho del mundo, lo que es nada, lo eligió Dios para destruir lo que es, para que nadie pueda gloriarse ante Dios (1Cor 1, 27-29).

El Apóstol de las Gentes tenía conciencia de cuanto vamos diciendo, por lo que escribirá a los fieles de Corinto: Yo, hermanos, llegué a anunciaros el testimonio de Dios no con sublimidad de elocuencia o de sabiduría, que nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado. Y me presenté a vosotros en debilidad, temor y mucho temblor; mi palabra y mi predicación no fue en persuasivos discursos de humana sabiduría, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios (1Cor 2, 1-5).

El camino de la humildad y el fruto de la concordia #

Si quisiéramos reducir a una todas aquellas disposiciones interiores que preparan al hombre para la obediencia de la fe, tendríamos que escribir una sola palabra: humildad. La humildad es una virtud que el Señor practicó y prescribió: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). La humildad es la virtud por excelencia de María: Porque ha mirado la humildad de su sierva, por eso todas las generaciones me llamarán bienaventurada (Lc 1, 48). Es la virtud que condiciona la recepción de las gracias divinas, siendo la raíz de todas ellas el don sobrenatural de la fe: Porque Dios resiste a los soberbios y a los humildes de su gracia (1P 5, 5).

La humildad es una virtud que los Apóstoles practicaron. Según puede deducirse de su primera carta a los Corintios, San Pablo, y no sus destinatarios, caminaba por este oscuro sendero. Escribe el Apóstol: Porque, a lo que pienso, Dios a nosotros, los Apóstoles, nos ha asignado el último lugar, como a condenados a muerte, pues hemos venido a ser espectáculo para el mundo, para los ángeles y los hombres. Hemos venido a ser necios por amor de Cristo; vosotros, sabios en Cristo; nosotros, débiles; vosotros, fuertes; vosotros, ilustres; nosotros, viles. Hasta el presente pasamos hambre, sed y desnudez; somos abofeteados y andamos vagabundos, y penamos trabajando con nuestras manos; afrentados, bendecimos, y perseguidos, lo soportamos; difamados, respondemos con afabilidad; hemos venido a ser hasta ahora como desecho del mundo, como estropajo de todo (1Cor 4, 9-13).

Digamos, pues, que la soberbia se encona contra Dios y ciega los caminos por donde Él y sus gracias nos esperan. Sin embargo, la humildad es ancha avenida de los favores de Dios y condición indispensable para poner en práctica la obediencia de la fe.

Por otra parte, uno de los frutos más característicos de la vida de fe es la concordia y la paz. Porque la fe armoniza a nivel divino las diferencias y disparidades humanas, alumbra la hermandad entre los hombres y unifica las metas de nuestra existencia. Y todo ello porque, como nos dice el Apóstol: Sólo hay un cuerpo y un espíritu, como también una sola esperanza, la de vuestra vocación. Sólo un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos (Ef 4, 4-6).

Sea, pues, tan pujante nuestra vida de fe que jamás tenga sentido alguno entre nosotros aquel dolorido ruego de San Pablo: Os ruego, hermanos, por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que todos habléis igualmente, y no haya entre vosotros cismas, antes seáis concordes en el mismo pensar y en el mismo sentir(1Cor 1, 10).Por lo que haciendo mías las palabras de San Pablo a los fieles de Éfeso, aprovecharé nuevamente esta ocasión para exhortarosa andar de una manera digna de la vocación con que fuisteis llamados, con toda humildad, mansedumbre y longanimidad, soportándoos los unos a los otros con caridad, solícitos de conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz(Ef 4, 1-3).

Exhortación final #

Si miramos a nuestro alrededor, veremos que hoy están en crisis, de manera alarmante, dos necesarios pilares de nuestro cristianismo: el de la fe y el de la autoridad. No se tiene fe en la autoridad; no tiene autoridad la fe.

Por otra parte, nunca como en estos providenciales tiempos de reforma y construcción hemos estado tan necesitados de estas dos ayudas: pues sin la fe nada se puede edificar; y, sin la autoridad, todo termina por caer.

Y es que no se repara suficientemente en que ha sido el mismo Dios quien ha querido salvar al hombre por la obediencia de la fe en Jesucristo: en sus palabras, en su persona, en su misión. Ni se considera debidamente que es el mismo Jesucristo quien sigue ejerciendo su autoridad salvadora por intermedio de aquellos que visiblemente le representan.

Si fuera así, brillaría más en nosotros la antorcha de nuestra fe y correríamos con más diligencia a las fuentes de agua viva en busca de la gracia redentora y sería más exacta la imagen que de Cristo daríamos hoy al mundo y veríamos con más nitidez el rostro de Cristo en cada uno de los hombres, sin especie alguna de discriminación.

Si fuera así, viviríamos de la fe y sobre nuestros pasos se levantaría humilde y luminosa la figura bíblica del justo.

Al escribir esta carta pastoral he pretendido presentaros una breve síntesis doctrinal de materias que deben ser leídas, meditadas y predicadas. La Comisión nombrada para orientar nuestro trabajo común en el año de la fe irá ofreciendo a todos, durante los próximos meses, indicaciones y sugerencias provechosas. Seguidlas. Pero reflexionad antes y a la vez sobre lo contenido en estas páginas. Tenemos que vivir nuestra fe, pero también tenemos que pensarla y meditarla. A los sacerdotes, a los religiosos y religiosas, a todos los laicos hijos de la Iglesia Católica, os pido un esfuerzo serio de reflexión silenciosa. He captado en diversas ocasiones la profunda preocupación pastoral que llena vuestra alma, queridos sacerdotes, antes este problema de la fe tal como se nos plantea en nuestra archidiócesis de Barcelona. ¿Es que no vamos a ser capaces de unir nuestros espíritus, en la oración y en el trabajo apostólico, por encima de toda otra consideración, hasta encontrar los caminos y métodos más adecuados para la exposición de la fe y la educación de la misma en el alma de los que nos están encomendados? Espero que sí, porque confío en vuestro noble sentido de responsabilidad, en vuestra formación y en la generosa respuesta que dais constantemente a Dios.

No consintáis en exposiciones sobre la fe invertebradas, inconexas, meramente sociológicas o excesivamente problematizadas. San Pablo, en sus cartas, expuso la doctrina de la fe con todo rigor y densidad; con afirmaciones, no con dudas; señalando dogmas, no favoreciendo opiniones confusas. Y el mundo en que vivió era también un mundo alejado y lleno de problemas de toda índole.

No permitáis que nadie cause daño al Concilio y a la Iglesia con interpretaciones caprichosas e irreverentes, que reflejan muchas veces un positivo desprecio del magisterio del Papa y los obispos. Así se empieza, sí, pero no se sabe cómo se termina. Recientemente, el Santo Padre, en su alocución del 5 de julio, en que evocaba la pasada festividad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, pronunció estas palabras, cuya singular gravedad nadie puede poner en duda:

«Recordamos como ejemplo unas palabras significativas del mismo San Pedro, consciente de ser instrumento vivo, generador de la fe de los primeros cristianos. Así habla al primer Concilio de la Iglesia naciente: Varones hermanos: ya sabéis que Dios, desde los primeros tiempos, dispuso entre nosotros que los gentiles oyesen la palabra del Evangelio de mi boca y creyesen (Hch 15, 7). Mirad, el Apóstol es Maestro; no es simplemente el eco de la conciencia religiosa de la comunidad; no es la expresión de las opiniones de los fieles, como la voz que la precisa y acredita, como decían los modernistas (cf. Denz. Schoen., 3406 [2006]) y como todavía hoy osan afirmar algunos teólogos. La palabra del Apóstol es generadora de la fe; del mismo modo que trae el primer anuncio del Evangelio, así también defiende su sentido genuino, define su interpretación, orienta la aceptación de los fieles, denuncia las erróneas deformaciones.

Y San Pablo no es menos dogmático: Si alguno os predica otro evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema, es decir, condenado, maldito (Gal 1, 9). La verdad religiosa que se deriva de Cristo no se difunde entre los hombres de manera incontrolada e irresponsable; necesita de un canal exterior y social, exige un magisterio autorizado, y sólo con la ayuda de este servicio (la caridad en la verdad) conserva su unívoco significado divino y su valor salvífico. Sí, este sistema obliga, pero no se opone al ahondamiento, al estudio, a la meditación, a la aplicación vital de la verdad religiosa –que en esto más bien nos educa y estimula–; ni tampoco por sí obliga a la expresión verbal de dicha verdad religiosa –aunque las fórmulas dogmáticas están tan íntimamente ligadas a su contenido que todo cambio oculta o provoca una alteración del mismo contenido–; pero no consiente en lo que agrada a tantos hombres de hoy y de ayer: en un libre examen de la palabra divina, en una separación entre la Sagrada Escritura y la palabra hablada, viva, fiel y actual del magisterio eclesiástico, y, por ende, en una interpretación caprichosa. San Agustín advierte: “Vosotros, que en el Evangelio creéis en lo que os agrada y no en lo que os desagrada, creéis más bien a vosotros mismos que al Evangelio” (Contra Faustum, 17, 3; PL 42, 342). En este terreno, el Concilio nos ha enseñado bastante bien los principios, métodos, amplitud de miras consentida y el reconocimiento de los valores doctrinales y espirituales en las iglesias y comunidades cristianas separadas de nosotros (cf. LG 20, 23, etc.; UR 3, 11, 21, etc.). Haremos bien en conocerlas»26.

Esta es nuestra tarea común, y en esta marcha nos encontramos con la ayuda del Señor. Porque bueno es Dios para los que en Él esperan, para el alma que le busca (Lm 3, 25).

Por eso, mientras levantamos los brazos al cielo en demanda de la bendición de Dios todopoderoso, deseamos para todos y cada uno de nuestros hijos en el Señor el cumplimiento en sus corazones de aquellas exultantes palabras del Salmista: Salten de gozo y alégrense en Ti todos aquellos que te buscan (Sal 40, 17).

1 Pablo VI, exhortación Petrum et Paulum Apostolos,del 22 de febrero de 1967: cf. Ecclesia,1967, 295.

2 Ibíd.

3 Pío XII, encíclica Humani generis: DS 3875.

4 Ibíd.

5 Concilio Vaticano I, Const. De fide catholica, 2: DS 1786.

6 Concilio de Trento, Dec. de iustificatione, 8: DS 801.

7 Concilio Vaticano I, Const, de fide catholica, 3: DS 1789.

8 Vide nota 6.

9 Concilio Vaticano I,Const., de Ecclesia Christi,3: DS1826.

10 Pío XII, enc. Mystici Corporis I, 2.

11 Pablo VI, enc. Mysterium fidei, 4.

12 Ibíd.

13 Ibíd. 6.

14 Ibíd. 6.

15 Ibíd. 7.

16 Pablo VI, discurso de clausura del Concilio Vaticano II, 7 de diciembre de 1965.

17 Concilio Vaticano I, Const, de fide catholica,3: DS 1789.

18 Ibíd. 4: DS 1796.

19 Ibíd. 3: DS 1789.

20 Ibíd. 4: DS 1797.

21 Ibíd.3: DS 1789.

22 Ibíd. 3: DS 1794.

23 Ibíd. 3: DS 1791.

24 Pío XII, enc. Divino afflante Spiritu: AAS 35 (1943) 316. Cf. Concilio Vaticano II, Const. Dei Verbum, 13.

25 Concilio Vaticano I, Const. de fide catholica, 3: DS J789.

26 Pablo VI, homilía pronunciada el 5 de julio de 1968.Cf. Insegnamenti di Paolo VI, V, 1967, 821-822.