Trabajo publicado en el volumen Juan Pablo II en España, Madrid, 1983, 321-335, que editó la Conferencia Episcopal Española tras la visita del Papa a España en octubre-noviembre de 1982.
Juan Pablo II ha vuelto a Roma contento de su visita pastoral a España. Nos lo decía a los cardenales españoles pocos días después de su regreso, cuando nos invitó a que cenáramos con él para recordar y comentar el reciente viaje. Era el suyo un gozo sereno y reflexivo, como el de quien ha experimentado una honda alegría espiritual y ha descubierto motivos para la esperanza que anima su corazón, de la cual también él necesita para el ministerio al que vive entregado.
¿Qué había visto en esta Iglesia de España, o en ese pueblo español que le había seguido y aclamado tan fervorosamente? Hablo de Iglesia y de pueblo español, consciente de que no son términos convertibles, pero sí en gran parte coincidentes por lo que se refiere al caso. Meses atrás, cuando una periodista española, en otro de sus viajes pastorales, le preguntó sobre el ya muy próximo a España y le expuso su temor de que no saliese bien, en el sentido de que surgieran dificultades en cuanto a la respuesta del pueblo, dijo alguna palabra que disipaba todo temor y añadió con decisión: “Lo veremos en octubre”.
Y, en efecto, fue el 31 de octubre, con cierto retraso sobre el calendario previsto, cuando empezó a verlo, o mejor, cuando empezamos a verlo todos.
Una fe no extinguida #
Esto es lo primero que hay que anotar. Lo que ha sucedido no puede ser fruto de la improvisación ni del entusiasmo pasajero y fugaz. Ya antes de la llegada del Papa a España, durante los meses inmediatos que precedieron al mismo, fue creciendo el interés de innumerables grupos y personas, no sólo en los lugares que habían de ser visitados, sino en todas las diócesis y parroquias de España. Se hablaba del acontecimiento inminente como de algo que nos afectaba profundamente a todos, y se recibían ofrecimientos de espontánea colaboración por parte de sacerdotes, comunidades religiosas y fieles dispuestos a toda generosidad y sacrificio.
Durante los días de la visita, las muchedumbres se han acercado a él no sólo para verle, sino para escucharle. Han rezado y cantado con él, han comentado sus enseñanzas y hasta han confesado sus pecados y recibido la sagrada Eucaristía como en los días de unos ejercicios espirituales o de una misión popular. Así, millones y millones de personas. Otros se incorporaban más silenciosamente a la gran comunidad participante, desde el propio hogar, pendientes de la radio o la televisión. Y era unánime el comentario de unos y otros al expresar el gozo que sentían por el carácter profundamente religioso de las predicaciones, gestos y actitudes del Papa. No era el personaje excepcional lo que les impresionaba, ni la grandiosa belleza de los actos que iban celebrándose, ni la variedad tan rica de los programas establecidos. Sin que todo esto dejara de influir, lo que despertaba el interés de los más y causaba auténtico gozo a todo un pueblo era el mensaje religioso que predicaba, perfectamente inteligible en la mayoría de las ocasiones. Era lo que decía, mucho más que cómo lo decía o a quiénes lo decía. Una de las anécdotas mejores que pueden contarse quizá sea la de una viejecita de la Residencia de Ancianos de las Hermanitas de los Pobres, de Talavera de la Reina. “¡Cuánto bien nos ha hecho!”, decía esta mujer. Y añadió: “¡Claro, como tiene a Dios consigo, nos daba lo mejor que se puede dar en este mundo, las palabras de Dios!”. Era la sabiduría de los sencillos de corazón la que hablaba por boca de aquella pobre anciana.
El hecho, globalmente considerado, sólo tiene una explicación en la fe católica de una gran parte de nuestro pueblo, que no sólo no se ha extinguido, sino que tenía necesidad de manifestarse como lo ha hecho, por muchas y muy graves razones, amparándose con gozo en la seguridad que daba a la grey el Pastor supremo con su doctrina tan limpiamente católica, y atraído por la fuerza de sus exhortaciones a una vida cristiana pura y abnegada, sean cuales sean nuestros pecados y debilidades.
En España ha habido una inmensa hoguera de fe durante siglos, que muchos creían para siempre apagada. Pero, como había podido preverse, de haber reflexionado con más lucidez, esa hoguera había sido demasiado intensa y duradera, y de ella quedaba un gran rescoldo bajo aparentes cenizas. Ha bastado soplar sobre ese rescoldo para que el fuego se reanime impetuosamente.
La herencia y las raíces #
Resulta impresionante advertir la cantidad de veces que el Papa ha aludido durante el viaje a la realidad esplendorosa de una fuerte historia de fe cristiana y católica en España. No pretendo hacer una enumeración exhaustiva. Pero no deja de ser emocionante su sincera confesión en el mismo saludo, apenas llegado al aeropuerto de Barajas: “Vengo atraído por una historia admirable de fidelidad a la Iglesia y de servicio a la misma, escrita en empresas apostólicas y en tantas grandes figuras que renovaron esa Iglesia, fortalecieron su fe, la defendieron en momentos difíciles y le dieron nuevos hijos en enteros continentes. En efecto, gracias sobre todo a esa sin par actividad evangelizadora, la porción más numerosa de la Iglesia de Cristo habla hoy y reza a Dios en español” (1-4)*. Es una historia de catolicidad fuertemente impregnada de piedad mariana, como recordaba en Zaragoza, donde, por ello, quiso hacer suya la denominación de España como “tierra de María” (31-1). Es una historia vigorosamente misionera, según lo reconocía en Javier (30-1), y fecunda en familias religiosas cuyos fundadores nacieron en España, como subrayaba en Loyola (29-1). Es una historia brillante también en el quehacer teológico, ya que de Salamanca partió en el siglo XVI un movimiento de “renovación de toda la teología católica” (9-1).
*Esta notación arábiga hace referencia a la numeración interna que se ha dado a cada uno de los discursos del Papa en el volumen publicado por la Conferencia Episcopal Española, Juan Pablo II en España, 1983).
Pero no se trata de meras evocaciones del pasado. Las alusiones al presente testifican que esa realidad de fe perdura en gran medida. Juan Pablo II señala que “un aspecto característico de la evangelización en España es su profunda vinculación a la figura de María”, pero para añadir: “¡Y cuántos cristianos viven hoy también su comunión de fe eclesial sostenidos por la devoción a María, hecha así columna de esa fe y guía segura hacia la salvación!” (31-3). Paralela es igualmente la alabanza tributada a la devoción eucarística de tantos y tantos en numerosos rincones de España (4-1).
Las cifras de los “actuales 23.000 misioneros y misioneras operantes en todas las latitudes” (30-1), o “de los alrededor de 95.000 miembros del mundo religioso español, a los que se unen los de los diversos institutos seculares de raíz hispana” (29-1), de los “23.000 sacerdotes diocesanos y 1.700 seminaristas mayores de España”, a los “que habría que añadir los 10.500 sacerdotes religiosos y 1.300 seminaristas” (40-1); o de “las casi 13.000 religiosas y 2.000 sacerdotes y religiosos que prestan su labor en el campo de asistencia sanitaria, sobre todo en los sectores más desatendidos de enfermos mentales, crónicos, desahuciados, minusválidos y ancianos” (32-3); o el reconocimiento de que “casi una tercera parte de los monasterios contemplativos del mundo” está en España (42-3), son síntomas de la vitalidad actual. Como también lo es comprobar que “en esa Iglesia de España son numerosos los movimientos de espiritualidad familiar” (15-4) o la existencia de numerosos y varios grupos de apostolado laical “como signo de la vitalidad y fecundidad de la fe de esta tierra de España” (25-9). También el Papa valora que “el número y nivel de las facultades teológicas de España, juntamente con la calidad de sus publicaciones, garantizan a la teología española un lugar muy digno en la teología católica actual” (9-6).
Hay mucha realidad positiva, fruto y herencia de una larga historia y, a la vez, eslabón y punto de partida de esa misma historia que debe ser continuada. Ello implica una actitud compleja; es necesario que España “sepa recoger los grandes valores de su herencia católica y afrontar valientemente los retos del futuro” (31-6). El Papa se había hecho la pregunta angustiosa: “La juventud de un país rico de fe, de inteligencia, de heroísmo, de arte, de valores humanos, de grandes empresas humanas y religiosas, ¿querrá vivir el presente abierta a la esperanza cristiana y con responsable visión de futuro?”. Pero él mismo afirma que ha sido, sobre todo, el contacto directo con la realidad española lo que le ha dado la respuesta: “Lo que he visto en tantos de vosotros en estos días y vuestra presencia y actitud esta tarde” (23-1).
Tenía que ser así: “Una Iglesia que es capaz de ofrecer al mundo una historia como la vuestra y la canonización –en el mismo día– de hijos tan singulares y universales como Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola y Francisco Javier (con otros tantos, antes y después) no ha podido agotar su riqueza espiritual y eclesial” (2-8)1. Están puestas todas las premisas para que la continuidad –que será, sin duda, creadora– se verifique. El Papa llega a formulaciones extraordinariamente vigorosas que pueden fundamentar esa esperanza, como cuando, en el último día de su viaje, dice solemnemente que la “fe cristiana y católica” constituye “la identidad del pueblo español” (44-4). Si la fe católica está tan íntimamente trabada con nuestra historia y, a través de ella, con nuestro mismo ser, no hay motivo alguno para el desaliento.
La fe a que siempre y ahora somos llamados #
Esta fe tan fuertemente enraizada en nuestro pueblo es, ante todo, un sí a Jesucristo2. Él es la Palabra hecha carne (cf. Jn 1, 14). “Porque en darnos (Dios Padre) como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar”3. Este Cristo, Verbo encarnado, aceptado por la fe, es el testigo veraz (Ap 1, 5), que da testimonio de lo que ha visto (cf. Jn 3, 11). Por ello es claro que el sí al testigo tiene que extenderse en su sí a los contenidos testificados por él4. Esta doble dimensión de la fe está especialmente subrayada por el Papa en su discurso a los teólogos en Salamanca, cuando considera la fe “tanto en su opción radicalmente libre de adhesión personal a Cristo cuanto en su asentimiento al contenido de la revelación cristiana” (9-2).
Por otra parte, a este Cristo lo encontramos en la Iglesia (26-4). Ella es presencia permanente de Cristo en la historia (21-4). “No se puede creer en Cristo sin creer en la Iglesia, Cuerpo de Cristo” (9-5), la cual es siempre la esposa de Cristo y “garantía absoluta de la verdad de la fe” (26-5).
Consecuentemente, la fidelidad a Cristo exige e implica “fidelidad al Magisterio de la Iglesia”, “respeto a la voz de la jerarquía, criterio y guía inmediatos en la fe” (36-3). Esta actitud, fundamental para todo católico, es también vinculante para el teólogo, que “es ante todo y radicalmente un creyente” que no puede olvidar en su trabajo teológico su fe eclesial, cuyo intérprete auténtico es el magisterio de la Iglesia (9-5)5. El “soy hija de la Iglesia” de Santa Teresa es resumen y cifra de toda una actitud que tiene que ser inculcada y vivida (6-9). En efecto, la Iglesia es madre, y “una madre debe ser amada” (36-3).
Por su parte, el obispo ha de ser, ante todo, pregonero de la fe (2-5). “El pueblo de Dios tiene necesidad de obispos bien conscientes de esa misión y asiduos en ella. Los creyentes, para progresar en su fe; los que dudan o se desorientan, para encontrar firmeza y seguridad; los que quizá se alejaron, para volver a vivir su adhesión al Señor” (2-5).
Ulteriormente, el Papa exhorta a la coherencia entre la fe y la vida. «La fe sin obras está muerta (cf. St 2, 26). Aspiremos a la fe que actúa por la caridad (Gal 5,6)”. Nos impulsa así a una fe “fecunda y operante” (31-6).
Contenidos de la fe que el Papa subraya #
Una lectura atenta de los discursos del Santo Padre en su viaje descubre acentos e insistencias muy concretas. Así, la presencia real de Cristo en la Eucaristía “no sólo durante la celebración del Santo Sacrificio, sino mientras subsisten las especies sacramentales” (4-3), es eco de su preocupación, ya expresada en su encíclica programática, de que la piedad eucarística considere este misterio en toda la plenitud de su riqueza, por la que “es al mismo tiempo Sacramento-Sacrificio, Sacramento-Comunión, Sacramento-Presencia” frente a una tendencia difusa a concentrar el culto a la Eucaristía, de un modo prácticamente exclusivo, en la sola celebración6. La conexión entre comunión eucarística y confesión sacramental, de la que habló en el discurso a la Adoración Nocturna (4-4), procede igualmente de la encíclica Redemptor hominis7, como también la defensa, hecha en esa misma encíclica, de la confesión individual como derecho del alma y derecho de Cristo al diálogo y al encuentro personal para el perdón8, resuena en el encargo a los obispos españoles de que se apliquen correctamente “las normas referentes a las absoluciones colectivas, evitando abusos que puedan introducirse” (2-6).
Los lazos reales de comunión entre los fieles de la Iglesia peregrinante con los de la Iglesia triunfante, en la espera y la esperanza de la resurrección; la certeza de que para los justos “el tiempo de la prueba ha terminado, dejando el puesto al tiempo de la recompensa”, a la vez que el convencimiento de que hay que rogar por los difuntos, “a fin de que cualquier eventual residuo de debilidad humana, que todavía pudiera retrasar su encuentro feliz con Dios, sea definitivamente borrado” (10-1), son afirmaciones que constituyen una apretada síntesis de la doctrina escatológica del Concilio Vaticano II9.
La realidad sacramental del matrimonio cristiano y sus propiedades enraizadas, por lo demás, antecedentemente en el proyecto original de Dios, en su estructura natural (15-2), así como también los principios fundamentales de moral matrimonial (15-2), coinciden con las enseñanzas de la exhortación apostólica Familiaris consortio. Por cierto, en torno a esta temática es sumamente interesante que el Santo Padre indicara en su discurso a la Conferencia Episcopal que “no pueden los cristianos dejar a un lado su fe a la hora de colaborar en la construcción de la ciudad temporal” (2-5). El principio se presta a múltiples aplicaciones concretas; alguna de ellas fue explicitada de modo muy vigoroso por el mismo Juan Pablo II durante su viaje a Irlanda10.
Con respecto a la virginidad de María, el Santo Padre ha insistido, en primer lugar, en la necesidad de tomar en sentido realístico el dogma de la concepción virginal; en este punto, el Santo Padre hace suyos los actos de Magisterio episcopal de obispos españoles, y especialmente de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, que fueron necesarios “para iluminar la fe de los católicos españoles de hoy” (31-3)11; es bien conocido que todo ello fue necesario por algún escrito lamentable que sobre este tema publicó algún teólogo español12. Pero el Papa urge ulteriormente a que se mantenga la fe en la virginidad de María en toda su amplitud: la “siempre Virgen”, como se expresan los Credos de San Epifanio en el siglo IV13 y Pablo VI en el siglo XX14, o la Virgen “antes del parto, en el parto y perpetuamente después del parto”, según la conocida fórmula ternaria de Paulo IV15.
Sería interesante recoger la bella síntesis, que hizo el Papa en Valencia, de “las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia acerca del sacerdocio, inspiradas en la revelación, recogidas, por así decir, de los labios de Dios”. Con ello, Juan Pablo II pretende “disipar cualquier duda acerca de la identidad sacerdotal” (38-3).
Nuestra actitud #
En el discurso pronunciado en el acto mariano nacional en Zaragoza, Juan Pablo II no sólo afirma la necesidad de que España “sepa recoger los grandes valores de su herencia católica y afrontar valientemente los retos del futuro” (31-6); creo que en las palabras iniciales de su oración a la Virgen del Pilar –oración que cierra aquel discurso– se enuncia una doble actitud: gratitud a Dios por la riqueza de esa herencia y acto de entrega de España en las manos de María para que proteja nuestro futuro (31-7). Poseer una gran herencia es motivo de gratitud a Dios y de alegría por lo mucho que se ha recibido. Pero implica, a la vez, una grave responsabilidad. No podemos permitirnos la ligereza de disipar y dilapidar el rico caudal que ha llegado a nuestras manos. Hay que conservarlo y transmitirlo a los que nos sigan. Pero quizá no sea inútil recordar que en el Evangelio la actitud de conservar la herencia recibida es declarada insuficiente.
Las parábolas paralelas de los talentos o las minas son elocuentes (cf. Mt 25, 14-30 y Lc 19, 11-28). Se premia a quien, habiendo recibido cinco talentos, los devuelve duplicados (Mt 25, 20). Pero se castiga como a criado indigno y perezoso, no ya a quien dilapida la herencia –lo cual sería, sin duda, mucho más grave–, sino simplemente al que no la hace fructificar (cf. Mt 25, 24-30; Lc 19, 20-26). A éste, aun lo que tiene le será quitado (Lc 19, 26). La clave radica en la formulación que Lucas (19, 13) da al encargo del Señor: Negociad mientras vuelvo. En estas palabras, aplicadas a nuestra situación española, se encierra todo un programa pastoral positivo y esperanzador, que hemos de poner en práctica con diligencia.
Porque nuestra fe está amenazada #
Y no hay contradicción con lo que he dicho anteriormente. La proclamación de su fe por parte de tantos españoles ha sido fuerte y clamorosa; la manifestación, rica de entusiasmo; la adhesión al Papa, cordial y calurosa. Pero esa fe, en nombre de la cual hemos actuado durante los días de su visita a España, se encuentra seriamente amenazada. El rescoldo puede ir apagándose lentamente, hasta que un día el soplo de quien desea encender la llama no pueda lograrlo. Por supuesto que en porciones minoritarias y grupos reducidos del pueblo se mantendrán el rescoldo y la llama. Pero –¡por el amor de Dios!– no podemos limitar anticipadamente los motivos de nuestra satisfacción religiosa a la existencia, sin duda duradera, de unos grupos más o menos numerosos que confiesen su fe.
Por dos razones. La primera, porque la fe de Cristo no es para unos pequeños grupos, sino para el pueblo, para la gran familia de Dios, para cuantos más mejor, para todos los que la necesitan, que son, eso, todos. Ya sé que a esto lo llaman algunos, catolicismo sociológico, pero es injusto llamarlo así, porque la palabra lleva una connotación reductiva que quita especificidad y rebaja cualidades. Hablo sencillamente de la religiosidad del pueblo de Israel de todos los tiempos, duro y versátil, pecador y débil, idólatra y tornadizo; pero, al fin y al cabo, Pueblo de Dios. Y si la Iglesia, que es el nuevo Israel, ha de extenderse por todo el mundo, ¿por qué no ha de extenderse también, dentro del mundo, a cuantos más mejor dentro de cada tribu o nación? El que sea después más o menos consecuente, es otro problema distinto.
La segunda razón de mi rechazo a esa resignada reducción de una gran familia católica a pequeños grupos, es porque me parece una traición y un cobarde abandono de la grey, cuando de hecho esa grey numerosa ha existido y existe. Y éste es el caso de España. Si tuviéramos que empezar ahora desde cero, como empezaron los Apóstoles o esos siete varones apostólicos a los que se refería el Papa en Barajas, comprendo que nos contentásemos con los pequeños grupos, con los cuales habría que comenzar para seguir avanzando.
Pero es que hace muchos siglos emprendimos la marcha y, a lo largo del camino recorrido, el pueblo de que hablo, no especialmente elegido –dejémoslo–, sino sencillamente llamado e integrado en la gran comunidad creyente, ha dado muchos testimonios de sentido cristiano de la vida; muchos, colectivos unos e individuales otros, y de cuando en cuando ha sido capaz de realizar grandes empresas, como la evangelización de América, o ha producido santos como Teresa de Jesús, la mujer insigne que ha sido la ocasión de que el Papa viniera a España. Y en el siglo XIX o en el XX, que todavía no ha finalizado, la fe de los españoles ha seguido siendo fecunda en obras y nunca despreciable, aunque siempre perfectible.
En innumerables hombres y mujeres de España, de los que se han movilizado y sufrido graves molestias para ver al Papa, había como un destello de fe limpia y purísima –mezclada, eso sí, con otras adherencias– que les hacía pensar que aquel a quien buscaban era el Papa, el Vicario de Jesucristo, de quien siglos de amor y de luchas dolorosas venían hablándoles en los mil idiomas distintos de la historia de ese pueblo, el del arte y la literatura, el de la piedad y la teología, el del recuerdo familiar y el monumento de su ciudad natal, el de los sacramentos o las oraciones que aprendieron en la infancia. Esto basta para no despreciarlo, sin que a la vez dejemos de reconocer que hay que trabajar incesantemente para que siempre sea más fiel al Evangelio.
Pues bien, la fe de ese pueblo, de este pueblo nuestro, está amenazada por las transformaciones sociales tan aceleradas; por la agresividad de las culturas nuevas; por la irrupción de todos los atrevimientos con los que se confunde tan frecuentemente la libertad; por la autosuficiencia del hombre de hoy; por el nuevo gregarismo al que da lugar la masificación de ideologías, informaciones y tendencias en que todos se creen capaces de adoctrinar a todos, y se permiten pasar de todo sin que nadie se lo reproche; por las idolatrías del sexo, del poder inmediato o del dinero, tan esclavizadoramente atractivas, aunque sean tan suciamente miserables; por la inmersión vertiginosa y alocada en ese anti-Jordán de la civilización actual tan encomiada, a la que pertenecemos, que se contenta con ofrecer el plato de lentejas, cuando tan ricas viandas podría presentar en el banquete de la cultura y de la vida si fuera capaz de encontrarse a sí misma (46). Todo este vendaval está sacudiendo con fuerza la conciencia colectiva de los españoles para una mejor convivencia cívica y social, pero que incurre a la vez en toda clase de abdicaciones. No nos engañemos. Hubo muchos, muchísimos jóvenes a quienes lo del Bernabéu no les interesó para nada.
Sucede, además, otra cosa que algunos se empeñan en negar con evidente obstinación. Durante los últimos años, en el interior mismo de la Iglesia, en España y en otros países, se han producido muy fuertes crisis, y todo ha quedado resentido y sumido en un gran desconcierto que forzosamente debilita la fe. No se trata del inevitable combate que ésta ha de sufrir para madurar en las noches oscuras de la existencia. Ha sido más bien el asalto casi frenético a todo lo que constituye el alimento normal del cristianismo católico: la doctrina, la norma moral, la disciplina a que obligan la caridad y la comunión eclesial, la interpretación de la Sagrada Escritura, la autoridad del Papa, la vida sobrenatural sin la que la Iglesia no es más que un club o un sindicato, todo ha sido víctima de una agresión feroz, aunque a veces inconsciente y en algunos casos con intención recta. Decir que ello se debía a inadaptación para asumir la novedad del Concilio, a falta de preparación de los españoles, al contraste con las situaciones sociopolíticas anteriores, son ganas de tocar el violón. Lo que digo, referido a España, sucedía exactamente igual en otros países europeos y americanos, donde también han sufrido y están sufriendo las consecuencias de esas crisis. Los Papas del Concilio y posconcilio, como el que lo convocó, Juan XXIII, han advertido reiterada, dolorida, solemnemente a veces, que no era éste el camino, y apenas ha habido una cuestión dogmática, moral o disciplinar importante sobre la que no hayan hablado señalando la desviación producida y el rumbo exacto que se debía seguir. Pero no se les ha ofrecido el obsequio pleno de una aceptación generosa y perseverante de sus advertencias.
El resultado ha sido enormemente doloroso. Porque el pueblo, sumido en el desconcierto de las contradicciones que palpaba, preguntaba qué tenía que admitir para seguir siendo católico, y no ha encontrado la respuesta adecuada, esa respuesta a la que tiene derecho. Veía que se decía una cosa y se permitía otra. Y dentro de ese pueblo había muchos, muchísimos sacerdotes que preguntaban también, y muchos miembros de las comunidades religiosas, y muchos laicos que querían ser sencillamente fieles, no de derechas ni de izquierdas en su adscripción eclesial, cosa que con muy buen gusto les parecía ridículo y sin sentido. Esto es catastrófico para el mantenimiento gozoso de la fe, y hace que muchos, con el alma agobiada por las incertidumbres provocadas o consentidas, terminen por abandonar sus creencias, o por dudar de ellas, o por dejar de ajustar su práctica moral y ascética a principios cuya consistencia era considerada dudosa.
¿No estará aquí una de las más poderosas razones del gozo con que el pueblo ha escuchado a Juan Pablo II? En sus palabras vieron claras afirmaciones y certezas, no ambigüedades ni silencios permisivos; vieron y escucharon las respuestas que necesitaban.
Ese pueblo no se había opuesto a las renovaciones conciliares. Salvo muy pequeños grupos, que igualmente se han dado en otros países y con más virulencia que en España, los españoles aceptaron con docilidad encomiable lo nuevo que para ellos aparecía en tres aspectos de la vida cristiana en que hubiera sido más explicable la resistencia, a saber: la liturgia, la libertad religiosa y el ecumenismo. El pueblo no se ha opuesto a ninguno de estos grandes hitos conciliares cuando se le ha explicado bien en qué consistía el cambio de disciplina o de actitud. Lo aceptó con tranquilidad, fiándose de la Iglesia, a quien sigue viendo como madre y maestra. Por eso ha reaccionado así ante lo que Juan Pablo II ha predicado y ante su ejemplo de luminosa coherencia.
Una llamada a tiempo #
La visita del Papa, con ser tan intensa y de tanta autoridad, no cambia de la noche a la mañana la naturaleza y las condiciones de la vida de fe en un país determinado. Puede ser una confirmación, y lo ha sido, o un estímulo para seguir adelante, y lo será sin duda. Puede ser también una luz que ilumine los nuevos caminos que hay que recorrer: ¡ojalá lo sea!
Tenemos todavía un pueblo que, en gran parte, profesa y se goza en profesar la fe católica. Pero esa fe está amenazada, y el Papa no viene a España cada año, ni tiene por qué hacerlo. La responsabilidad de mantener y vivificar esa fe la asumimos ahora nosotros, los pastores y la grey, pero principalmente los pastores.
El Papa ha subrayado como nota característica de los que profesan esa fe, la estimación de la interioridad: adoración, oración y súplica, sacrificio y aceptación de la cruz, esperanza, incorporación y fidelidad a Jesucristo. Esto es más importante que recrearnos en una historia respetable y gloriosa, o poner los ojos en blanco ante un futuro que no sabemos cómo va a ser. Si no se quiere un catolicismo sociológico, habría que trabajar por conseguir una Iglesia orante y colgada de la cruz, que a eso nos lleva la Eucaristía, de la cual vive la Iglesia. De lo contrario, tan sociológica es una masa inerte que se mueve bajo la presión de los impulsos sociales como una agrupación que obedece a la moda impuesta por unos cuantos que quizá desde lejos mueven los hilos de la trama.
Con sólo esto no se mantiene la fe de un pueblo ni ésta es lo que debe ser, tal como nos la pidió el Señor, es decir, personal y comunitaria, mística y social, anclada en lo eterno y proyectada hacia la historia, atenta al cielo que se espera y a la tierra que hay que transformar; en una palabra, fecunda y rica en obras, en las obras que la vida pide incesantemente a los creyentes, según tiempo y lugar. Así es. Aquí han de intervenir los teólogos, los predicadores, los catequistas, los apóstoles seglares, las familias, los periodistas, los hombres del pensamiento y la cultura, los empresarios y los trabajadores. Y, claro está, los obispos y los sacerdotes, y los educadores de la fe, los religiosos y religiosas. ¡Cuántas fuerzas convergentes! ¿Por qué dilapidarlas? Y será inevitable la dilapidación si sigue la anarquía en lugar de la coherencia, el afán de modernidad como criterio supremo en lugar del empeño mucho más difícil y heroico de la fidelidad. Todos, todos pueden ser creadores, pero con tal de que a la vez sean fieles.
De lo contrario, el teólogo o el predicador de la fe que se dejen fascinar por lo que piden los hombres de hoy, con deterioro de la verdad de siempre, serán sustituidos pronto por otros que intentarán complacer a los hombres que vengan después, porque lo de los anteriores ya no sirve.
No me he propuesto hacer ningún programa pastoral. Trato únicamente de ponderar la importancia que tiene para la fe de los españoles, de la que estoy hablando, todo lo que se encierra en la palabra más repetida por el Papa durante su visita a España: fidelidad, que es distinta de la fe, pero sin la cual ésta no puede perdurar.
La llamada ha sido hecha a tiempo, repito. La fe de los españoles de hoy, de los españoles como pueblo católico reconocido y apreciado como tal por el Sumo Pontífice, además de la tradición en que reclina su cabeza para auscultar los latidos vigorosos de sus santos, sus mártires, sus evangelizadores –sois muy ricos en santos, nos decía el Papa esa noche a los cardenales–, además de cuanto ha hecho y vivido por Cristo, que es mucho, necesita que se ofrezca a las generaciones actuales, que ya empiezan a estar cansadas de la vanidad de las cosas, una liturgia sencilla y bella, con la riqueza del misterio y la inteligibilidad del signo; una predicación muy sólida en que la elevación proclamada y explicada del hombre a la realidad de hijo de Dios, que es el resumen de las palabras de Jesús, tire hacia arriba para que se vea claramente lo indispensable que es un orden moral basado en el doble amor a Dios y a los hermanos; no un moralismo ramplón y repetitivo que se traba torpemente entre los pies de los que corren por los caminos de la libertad, tantas veces falsa, pero irreprimible en su salida hacia la meta a que desean llegar una y otra vez; una catequesis constante a los jóvenes, a las familias, a los ancianos, junto a la que con más facilidad se viene ofreciendo a los niños y adolescentes; una catequesis que no sea nunca para menores de edad cuando la edad ha dejado de ser menor; una valoración de la práctica sacramental que hunda sus raíces en la teología de la gracia y la misericordia de Dios, hoy tan preterida como consecuencia del neo-pelagianismo ambiental, pero tan querida al Apóstol Pablo, que no se cansó de hablar de este prodigio a los pobres ignorantes de sus comunidades, a quienes invitaba sin más a ser hombres nuevos; una clara denuncia del pecado, de todos los pecados, no sólo del pecado social, que es tan fácil de hacer por lo que tiene de acusación a los demás o de disculpa propia, sino de esa miseria oscura y reptante de la condición humana de cada uno que una voz desconocida hizo descubrir a Agustín, al abrir el libro sagrado, que el pecador era él, él mismo, con los pecados que siempre han apartado al hombre de Dios; y una decidida, y casi violenta –digo casi porque no debe llegar a serlo– preocupación por las injusticias del orden económico y político entre los hombres, y ya también entre las naciones y los continentes, puesto que la manifestación del egoísmo ha roto todas las escalas y medidas.
También está el diálogo con la cultura y la ciencia. Los últimos Papas lo han iniciado. Juan Pablo II lo ha seguido y ha escrito algún nuevo capítulo en España. ¡Qué reto para los teólogos de Salamanca y de todas las Salamancas que existen y que pueden surgir en nuestra patria española! Nadie dejará de mirar con profunda simpatía a estos eclesiásticos –porque normalmente serán ellos los que han de asumir la tarea tan compleja y difícil–, si en ellos sigue dándose la humildad de los antiguos, junto a su esfuerzo creador, no la petulancia corrosiva y criticona, ni la amarga displicencia frente a la misión salvadora e integradora de un Magisterio que tiene el deber de guiarles y acompañarles en la marcha, precisamente porque ha de atender a la vez a todo el Pueblo de Dios, a los que creen y a los que ayudan a creer, y no todos pueden avanzar tan rápidamente a la vez, ni deben equivocarse al mismo tiempo.
La contribución de los laicos #
Para el mantenimiento, el desarrollo y la aplicación a la vida de la fe de un pueblo, en el sentido en que estoy hablando de la del pueblo español, es indispensable la colaboración del laicado. No sólo una cooperación receptiva que invita a conservar la tradición y a profesar con la práctica religiosa o con la adhesión no negada la fe del bautismo, sino eminentemente activa, comprometida y generosa. Los movimientos de Acción Católica y de otras formas de apostolado seglar lograron despertar esta conciencia, al menos parcialmente, en ciertos momentos del siglo en que vivimos.
Pero ha sido el Concilio Vaticano II el que ha proclamado definitivamente, con la solemnidad de su doctrina sobre la Iglesia y sobre los derechos y obligaciones de los fieles, hijos de esa Iglesia, la dignidad del laicado y en qué medida la vitalidad y expansión de la fe dependen de su colaboración. La familia y la sociedad civil –las dos instituciones sin las cuales el hombre en la tierra no es más que fuerza sin rumbo y sin destino– serán cristianas o no, según lo sean los miembros que las integran. La jerarquía de la Iglesia poco puede hacer en esos campos, como no sea adoctrinar, exhortar y ofrecer el auxilio de la gracia de Dios por medio de la palabra y los sacramentos. Son los laicos los que han de acometer la tarea de transformar el mundo, y normalmente lo harán desde la propia familia, pero desembocando naturalmente en los compromisos de acción extra-familiar a que les lleva su condición de miembros de la sociedad civil.
Son los legisladores que legislan, los pensadores que orientan, los docentes que enseñan e iluminan, los escritores que difunden la luz, no ya en cuanto protagonistas del hecho cultural en sí mismo, sino en cuanto agentes y coadyuvantes de un determinado sistema de vida pública que se traduce en leyes, instituciones y programas.
Los gobernantes, hoy más que nunca, se hacen acompañar de numerosos equipos de tecnócratas, no sólo para la política económica y social, sino para la cultura, la información, la propaganda y la imagen, e incluso para la anulación del adversario. Tecnócratas e inspiradores de la acción, es decir, ideólogos o estrategas de lo que llaman la filosofía subyacente en un programa de gobierno. Y esto ocurre lo mismo en las dictaduras que en las democracias.
Nadie dejará de ver la trascendencia de lo que se haga en estos campos del pensamiento y de la actividad política para favorecer o impedir el desarrollo de condicionamientos que influyen en la vida de la fe de un pueblo, supuesto que esa fe no puede limitarse al ámbito de la conciencia privada, sino que, por su naturaleza, ha de interesarse por la presencia o la ausencia de Dios en la vida social, por la moralidad pública, por la distribución del bienestar y la riqueza, etcétera.
Este es el amplísimo horizonte que se abre a los seglares que profesan la fe católica, de la que no ha renegado el pueblo español en una gran parte. El tema es de suma importancia y se necesita un trabajo organizado y muy serio para recobrar las energías perdidas. Hay muchos hombres y mujeres, también jóvenes, que esperan ser llamados a participar en una militancia fervorosa y optimista, llena de confianza en la Iglesia a la que aman, que no es ni debe ser exclusivamente clerical, sino la gran familia de Dios. El centro de la necesaria unidad, que excluya las divisiones, aunque no suprima las legítimas diferencias, será –con los obispos– el Papa, que hoy ya no es un ser inaccesible y lejano, sino el Pastor supremo que viaja, pregunta, conoce y habla sin cesar, como lo ha hecho en España.
Los seglares españoles se sentían durante su visita confortados y movidos a una acción más coherente con su fe. No así aquellos eclesiásticos y laicos que confunden la necesidad de una adecuada revisión y juicio crítico con la actitud quejumbrosa y amargada de esa especie de generación intraeclesial del 98, para lo que todo es superficial, rutinario e iletrado: desconocen la sabiduría y hondura de los corazones sencillos y les sobra decoración e intelectualismo.
El Papa ha llamado a los seglares católicos a que se manifiesten sin miedo y sin rubor y a que actúen en la vida pública con toda decisión al servicio de la fe (25-6)16.
Es muy importante, dada la actitud generalizada en los Estados de hoy de no admitir como norma para legislar más que lo que los partidos políticos mayoritarios imponen con sus votos, hacer un esfuerzo de clarificación del pensamiento y la conducta de los católicos para que sepan luchar con denuedo y valentía en la defensa de los principios religiosos y morales, sin los cuales la dignidad humana es inevitablemente ofendida. No pueden abdicar de su fe a la hora de pronunciarse en las campañas políticas y en los parlamentos sobre cuestiones en que se debate un concepto cristiano de la vida, de cuya regulación depende el mantenimiento del mismo o su progresiva desaparición. Decir, como se ha dicho recientemente en España, que una persona determinada no necesita de la protección de la ley civil para mantener la rectitud de su conciencia, no justifica la aplicación de ese criterio a la vida pública de la nación. Lo que prueba demasiado no prueba nada. El pueblo sí que necesita de esa protección, y la necesitará siempre.
Y con independencia de que el pueblo la necesite o no, según sea el grado y la calidad de su preparación, está el deber objetivo de un Estado, como gestor del bien común, de respetar las ordenaciones fundamentales que están por encima de la libre voluntad de los hombres. Si alguien ha de tener esto presente, más que nadie, es el político que, profesando la fe católica, actúa en la vida pública.
Pocos días después de su visita a España, el Papa Juan Pablo II, hablando a la Unión de Juristas Católicos Italianos, ha dicho estas palabras: “El Estado no puede ser neutral ante los valores humanos ni limitarse a reasumir determinísticamente las diversas tendencias de una sociedad, aunque ésta sea pluralista. El hombre es, ante todo, una realidad espiritual que necesita encontrar un significado a la vida. Un Estado neutral ante dichos valores, está destinado a la disolución. El Estado no es ciertamente la fuente de la moralidad, pero tampoco la síntesis totalitaria y arbitraria de los componentes sociales, sino la institución organizada que garantiza y tutela los derechos de la persona humana, integrando su ejercicio en la armonía del bien común. Por eso, el Estado no puede presentarse simplemente como entidad que reflexiona y reasume las diferentes tendencias del conjunto civil, sino que tendrá necesariamente que sacar a la luz con examen crítico y defender los legítimos intereses, en los cuales y con los cuales el hombre se perfecciona y se expresa, formulando leyes que le lleven a ello. Porque el hombre no es sólo un ser físico temporal, necesitado de alimento, casa y trabajo, sino, ante todo, una realidad espiritual que tiene indudables exigencias de verdad, de amor, de gozo, de seguridad, de serenidad, de justificación del vivir. Tales significados son esenciales para el hombre, por lo que la sociedad no sólo por obediencia a la ley divina, natural, positiva, sino por su misma supervivencia, en cuanto comunidad de personas, tiene que tutelar e incrementar los valores citados”17.
Termino esta reflexión de urgencia, aunque habrá que volver a ella, pues creo que ningún obispo de España, en lo que le quede de vida, podrá dejar de tener presente lo que ha significado la visita del Papa y de prestar una doble y profunda atención: al Papa, por lo que ha dicho y hecho en nuestra patria, y al pueblo, por la respuesta que ha dado y el gozo y la hondura con que espontáneamente ha sabido darla. No se pueden minimizar estas cosas si creemos en el Espíritu que anima a la Iglesia de Cristo.
La fe de los españoles está viva y sigue siendo operante en el corazón y en la voluntad de innumerables hombres y mujeres que no quieren perder ni quieren permitir que se les arranque esa fe que para ellos es la razón última de su existencia. ¿Seremos capaces, a partir de ahora, de estimularles a ser cada vez mejores, sin menospreciar los riquísimos valores de una herencia, que no es patrimonio de ningún grupo o tendencia, sino legado de los que nos han precedido en esa fe con tanto sacrificio y a veces con tanto esplendor? Y, sobre todo, es el fruto de las entrañas de la Iglesia Santa y Madre que ha estado presente siglo tras siglo hasta en el último y más pobre rincón de nuestros valles y montañas. No ha sido solamente el catolicismo oficial de reyes y gobernantes desde la conversión de Recaredo, ni solamente la Iglesia rica y dominante mezclada con los poderes de la tierra, como lo estuvo aquí y en tantos otros lugares que no son España. Ha sido también la Iglesia de la palabra y los sacramentos, de la oración y las costumbres limpias, de los matrimonios y las familias cristianas, del consuelo y de la paz en medio de tantas luchas, y a pesar de las equivocaciones y errores cometidos. Ha sido la Iglesia de la expansión misionera y evangelizadora, que causa irreprimible admiración a quien la contempla.
Durante el Sínodo de 1974, en que se trató el tema de la evangelización en el mundo contemporáneo, hablaron los obispos americanos, mientras los españoles callábamos discretamente, de cómo, tras muchas experiencias pastorales menos afortunadas en estos últimos años, había que seguir dando la primacía, en cuanto a las acciones más eficaces para evangelizar y seguir manteniendo al pueblo en la fe, a los tres grandes amores y devociones que los misioneros españoles habían sabido inculcar a los naturales de sus pueblos: la Virgen María, Cristo crucificado y la sagrada Eucaristía. Amores que vivimos también hoy, igual que los vivieron ayer.
Habrá que huir de toda retórica ampulosa y gloriosista, pero también del tedio y el permisivismo que hoy nos paraliza.
El Papa ha recordado nuestra historia, no simplemente para evocarla, sino para agradecerla y empujarnos a seguir viviéndola conforme a las exigencias del tiempo presente: que eso tienen el cristianismo y la fe católica, una capacidad casi misteriosa para asumir y redimir todo lo que la vida y la historia van ofreciendo en cada edad y cada época. No es extraño, porque lo que está siempre en juego es el hombre, y al hombre de todos los tiempos es al que ha venido a buscar Jesucristo.
Muchas mentes preclaras, entre los hombres más cultos del mundo contemporáneo, hablan de que no está lejana la época en que los valores religiosos van a renacer vigorosamente en la humanidad.
Sea cual sea el fundamento real de estos presagios, lo cierto es, por lo que a nosotros se refiere, que los españoles, como pueblo, no hemos perdido la fe recibida y cultivada, ni tenemos por qué perderla, como si con ello pudiéramos ganar algo mejor. No sería modernidad, sino retroceso. En nombre de esa fe, y por lo que nos ha dicho el Papa, tendremos, sin duda, mucho que corregir y perfeccionar. Pero hemos de hacerlo a la luz de su mensaje, con el que ha querido “ayudar a que la Iglesia en España continúe, con renovado vigor, su insustituible tarea de construcción en la fe, siguiendo los caminos marcados por Teresa de Jesús, por tantos otros santos españoles y por el Concilio Vaticano II”18.
1 El Papa señala la beatificación de Sor Ángela de la Cruz, que habría de tener lugar en Sevilla, como síntoma de continuidad de una historia de santidad en España.
2 “El acto de fe se concentra, según el santo (Juan de la Cruz), en Jesucristo”. Discurso durante el acto de homenaje a San Juan de la Cruz, en Segovia.
3 San Juan de la Cruz,Subida del Monte Carmelo2, 22, 3,citado por Juan Pablo II,Discurso durante el acto de homenaje a San Juan de la Cruz, en Segovia.
4 Cf. Santo Tomás, 2-2 q. 11 a.1 c.
5 Concilio Vaticano II, Const. dogmática Dei Verbum, núm. 10.
6 Encíclica Redemptor hominis, núm, 20.
7 Ibíd.
8 Ibíd.
9 Véase Const. dogmática Lumen gentium 48s.
10 “Verdad es que la estabilidad y la santidad del matrimonio han sido amenazadas por nuevas ideas y por las aspiraciones de algunos. El divorcio, sean cuales fueren las razones por las que es introducido, es inevitablemente cada vez más fácil de conseguir, y gradualmente tiende a ser aceptado como algo normal en la vida. La misma posibilidad del divorcio en la esfera de la legislación civil dificulta la estabilidad y permanencia del matrimonio. Ojalá continúe siempre Irlanda dando testimonio ante el mundo moderno de su tradicional empeño por la santidad e indisolubilidad del vínculo matrimonial. Ojalá los irlandeses mantengan siempre el matrimonio a través de un compromiso personal y de una positiva acción social y legal” (Homilía en la Misa para el Pueblo de Dios, en Limerik [1 de octubre de 1979], núm. 5, en Heraldo de la paz. Irlanda-ONU- Estados Unidos [BAC minor 57, Madrid, 1979], 149s.).
11 Véase Nota de la Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe sobre la concepción virginal de Jesús: Ecclesia núm. 1.880, 8 de abril de 1978, 15. La nota lleva fecha de 1 de abril.
12 M. Card. González Martín, Homilía pronunciada en la Santa Catedral Primada con motivo de la fiesta del Eximio Patrono de la Ciudad y Archidiócesis (23-1-78): Boletín Oficial de la Archidiócesis de Toledo (febrero 1978). (Este documento ha sido incorporado al volumen III de la presente serie, titulado En el corazón de la Iglesia, Toledo, 1987, 368-374.)
13 DS 44.
14 Credo del Pueblo de Dios, núm. 14.
15 DS 1880. Juan Pablo II, en la Alocución en el acto mariano nacional de Zaragoza, aduce sucesivamente los testimonios de San Epifanio, Paulo IV y Pablo VI como expresión de la fe en este misterio, “que habéis de mantener siempre en toda su amplitud”.
16 Véase también eldiscurso a los obispos de la provincia eclesiástica de Toledo en su visita «ad limina”,en marzo de 1982.
17 Del periódico Ya, 5 de diciembre de 1982, 25.
18 Palabras del Papa escritas en Roma después de su visita. Véase número extraordinario de L’Osservatore Romano, diciembre 1982.