La fe en Jesucristo y en la Santísima Trinidad

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La fe en Jesucristo y en la Santísima Trinidad

Instrucción doctrinal, publicada en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, abril de 1972. La Declaración a que esta instrucción se refiere fue publicada el 21 de febrero de 1972, por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe.

Recientemente, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe ha hecho una declaración sobre los misterios del Hijo de Dios hecho hombre y el de la Santísima Trinidad, con el propósito de salvaguardar la fe tradicional de la Iglesia en los mismos y rechazar los errores que de nuevo están extendiéndose hoy sobre estos dogmas, pertenecientes a la esencia de la revelación. El citado documento lleva la aprobación expresa del Romano Pontífice.

Gravedad del problema #

Tiene este hecho una importancia extraordinaria, y reconocerlo así no es ceder a la tentación de una alarma injustificada, sino, por el contrario, ser conscientes de que, si se ponen en peligro estas verdades centrales del credo católico, las demás también quedarían destruidas. Ya hace dos años, en la Revista La Civilta Cattolica, número 121, apareció un artículo del P. Galot, titulado «Tentativi da una nuova Cristologia», en que exponía las nuevas teorías. No sólo no se han corregido tales desviaciones, sino que se propagan cada vez más en traducciones y resúmenes que llegan a todas partes, originando la más lamentable confusión, también en España. En algunas revistas, no religiosas, destinadas al gran público, han aparecido artículos sobre temas morales y dogmáticos, en que se vierten sin escrúpulo estas «liberadoras» enseñanzas.

Adhesión al Santo Padre y a la Congregación de la Fe #

Por lo cual, estimo que es un deber de mi misión episcopal manifestar públicamente mi adhesión firme y cordial, más aún, mi gratitud al Santo Padre por sus esfuerzos en defender el depósito de la fe y en confirmar a sus hermanos (Lc 22, 32), tal como lo viene haciendo incesantemente, y ahora con su expresa y personal aprobación del documento promulgado por la Congregación para la Doctrina de la Fe. Es absolutamente necesario aceptar y seguir las enseñanzas del Sucesor de Pedro. Las palabras del documento a que vengo refiriéndome son muy serias, cuando nos dicen textualmente: «La actitud de los Pastores de la Iglesia con respecto a las verdades que salvaguarda la presente Declaración, debe ser exigir al pueblo la unidad de la confesión de la fe, especialmente a aquellos que, por mandato recibido del Magisterio, enseñan las ciencias sagradas o predican la palabra de Dios» (n. 7).

La fe, intangible #

Ciertamente existe hoy, acrecentado después del Concilio Vaticano II, un fervoroso intento, por parte de muchos, de abrir nuevos caminos de evangelización para nuestro mundo. Pero no basta la intención que nos guía; es también indispensable la fidelidad a la doctrina revelada. Si ésta se deteriora o se oscurece, la evangelización es irrealizable, porque ya no seríamos portadores de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios, sino meros propagandistas, y no por mucho tiempo, de nuestras opiniones subjetivas. Nuestra fe debe mantenerse incontaminada y pura, sin añadir ni quitar nada a lo que la revelación nos ha transmitido, bajo la dirección del Magisterio de la Iglesia.

Da vergüenza comprobar la extrema debilidad intelectual y religiosa de quienes para renovar, lo único que hacen es destruir. ¿Dónde está la radical novedad del Evangelio sino en su propia identidad? Cambiar el contenido sustancial de la Revelación para hacerla más inteligible al mundo, manifiesta un complejo de petulancia o de cobardía que se vuelve contra los mismos que lo fomentan. Ni nuestros hermanos separados, ni el mundo alejado de Dios agradecen las claudicaciones en materia de fe.

Lenguaje e interpretación #

Se dice insistentemente que una cosa es el contenido de la fe y otra el lenguaje con que se expresa. Así es. Pero el lenguaje es el medio con que nos entendemos los hombres. Si es tan nuevo que obliga a entender lo que decimos de manera esencialmente distinta a como siempre lo ha presentado la Iglesia, ya no será nuevo sólo el lenguaje, sino también el contenido. Es necesario, sí, no escatimar esfuerzos para profundizar cada vez más los misterios revelados y explicarlos de forma adecuada, teniendo en cuenta la nueva forma de pensar de los hombres. «Pero al dedicarse –los teólogos– a la necesaria tarea de la investigación, hay que tener cuidado de no entender nunca esos arcanos misterios de forma distinta a como los «ha entendido y los entiende la Iglesia»» (n. 6).

Se dice también que las fórmulas tradicionales de expresión de la fe deben someterse a criterios hermenéuticos que los interpretan y que están condicionados por el modo de pensar de la época en que se pronunciaron, por lo cual no corresponden a la mentalidad del hombre de hoy. Seguramente se añadirá que la Declaración que comentamos ha omitido el trabajo de adecuarlas a tal mentalidad, al limitarse a repetirlas tal y como fueron pronunciadas en tiempos tan distantes de los nuestros.

A esto contestamos que es el Magisterio el único poseedor del oficio de interpretar auténticamente la Palabra de Dios escrita y tradicional (Const. Dei Verbum, 10). Precisamente lo que hace la reciente Declaración es determinar cómo ha de entender el hombre de hoy y el teólogo de hoy las fórmulas tradicionales con que se expresan las verdades a que se refieren. El mismo Santo Padre Pablo VI, en la introducción a su Profesión de Fe del año 1968, puso límites precisos a los intentos de la nueva hermenéutica. No se puede, en efecto, bajo el pretexto del contexto mental en que se dijo, llegar a la conclusión de que no sabemos nunca qué es lo que se dijo ayer o lo que se dice hoy. Si así fuera, la Revelación, en lugar de ser luz, nos introduciría en las tinieblas.

Dos misterios fundamentales #

La Declaración que estoy comentando versa sobre dos verdades dogmáticas tan fundamentales en nuestra fe católica y de tal modo «pertenecientes a su núcleo central que, si se abandonan, se adultera también el restante tesoro de la revelación» (n. 6). Una es el misterio del Hijo de Dios hecho hombre. Otra, el de la Santísima Trinidad.

  1. Consta por los datos de la Revelación que el Hijo de Dios se hizo hombre sin dejar de ser Dios. Jesús nos manifestó el misterio adorable de su Persona con palabras y con obras. Adoramos a Jesucristo precisamente porque es el Hijo de Dios. De Él, Dios y hombre, hemos recibido el don de la redención y de la gracia. Murió por nosotros y fue exaltado por Dios con una resurrección gloriosa.

La Iglesia nos ha ofrecido siempre este misterio, afirmándolo con lenguaje cada vez más explícito, y de él hemos aprendido que en Cristo hay dos naturalezas, divina una y humana otra, y una sola persona.

Se apartan de la fe católica los que no admiten como perteneciente a la Revelación este dato del Hijo de Dios hecho hombre, o los que niegan su subsistencia eterna, así como los que opinan que habría que abandonar la noción de la única persona de Jesucristo. Igualmente, se oponen a esta fe los que, por muchas alabanzas que tributen a Jesucristo, no le confiesan como Hijo de Dios y se limitan a afirmar que en Él se da la cita de la divinidad con el hombre en cuanto que Dios está presente de modo eminente en la persona humana de Jesús. Le exaltan como a un héroe humano que ha llegado a la cumbre de la unión religiosa con Dios, pero nada más.

  1. La fe en el misterio de la Santísima Trinidad no se apoya en una caprichosa elaboración teológica, sino en los datos que la Sagrada Escritura nos ofrece al hablamos del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en cuyo nombre deben ser regenerados los nuevos fieles para poder entrar en el Reino que Jesucristo estableció. El Magisterio de la Iglesia ha precisado que son tres las personas, pero una sola esencia; que el Padre no procede de ninguno, el Hijo del Padre solamente y el Espíritu Santo de ambos por igual, sin principio y sin fin (Conc. Lateranense IV). Así ha sido mantenida, predicada y cuidada la fe del pueblo católico en este misterio.

Se apartan de ella los que opinan que la Revelación nos deja «inciertos sobre la eternidad de la Trinidad, y especialmente sobre la existencia eterna del Espíritu Santo como persona, en Dios, distinta del Padre y del Hijo» (Declaración, n. 5). Y no tienen razón para calificar de abusivo este lenguaje como si la Revelación no nos hubiera dado a los creyentes cierto conocimiento de la vida íntima de Dios. La Trinidad se nos ha revelado, sí, en la economía de la salvación, especialmente en Cristo, pero no como un simple dato yuxtapuesto, sino como una vibración vital que permite entrever algo de la riqueza divina que nutre el misterio.

La fe de nuestros Padres #

No se trata, pues, de mantenemos cerrados al mundo, como si desconociéramos las exigencias del pensamiento moderno, sino únicamente de ser fieles a Dios en su revelación. La fe de la Iglesia no se improvisa ni cambia con el paso del tiempo. Los misterios del Hijo de Dios encamado y de la Santísima Trinidad constituyen la cumbre de la revelación cristiana y a la vez la dominan. Esta fe que hoy predica el Sucesor de Pedro es la misma que predicaron los Apóstoles. Nuestros padres –no los de la sangre, sino los de nuestro espíritu cristiano y católico– han sabido transmitírnosla íntegra. Hablaron en los Concilios, en sus Símbolos de fe, en sus predicaciones y catequesis. Para quien esto escribe no deja de ser grato poder referirse a los Concilios de Toledo. Precisamente en los Símbolos Toledanos IV, VI y XI, por no citar los más antiguos, aparecen afirmaciones claras que pueden contraponerse a los errores de la nueva Cristología que ahora se difunde. Incluso en el VI aparece una fórmula sumamente bella, según la cual Dios, por ser Uno y Trino, es un solo Dios, pero no un solitario, cuya infinita riqueza quede recluida en una soledad estéril, es decir, que algún conocimiento de la vida íntima de Dios se nos da en la Revelación.

Pido a todos los sacerdotes de la diócesis, ministros de la palabra de Dios, a los que enseñan en el seminario y demás centros docentes, a los que cuidan de la catequesis en sus diversos niveles, que ofrezcan a los fieles la sana doctrina con sumo cuidado, para no transmitirla errónea o incompleta.

El Papa no sólo ha aprobado esta Declaración. La ha comentado. Ha pedido a los fieles que se alegren de que estos dogmas se proclamen en su integridad, ha ponderado las consecuencias resolutivas y operantes que tienen para todo el conjunto de nuestra vida cristiana. Si los dogmas quedan vacíos de contenido, la religión se desvanece.

Pascua de Resurrección de 1972.