Conferencia pronunciada el Miércoles de Ceniza, 28 de febrero de 1968.
He aceptado con sincera satisfacción de mi alma la invitación del Excmo. Cabildo de la Catedral a hacerme cargo de estas predicaciones cuaresmales. En realidad, no hubiera sido necesario este ruego, consciente como soy de que una de las principales obligaciones del obispo es predicar la palabra de Dios. Ojalá pudiera llegar a todas las parroquias y a todas las iglesias de la Diócesis; pero esto supera las posibilidades humanas, que limitan siempre la actuación en el propio ministerio. Al menos puedo hacerlo en la Catedral, en esta querida Catedral de Barcelona que, no solamente de derecho sino de hecho, debe llegar a ser el primer templo de la Diócesis en cuanto a la perfección de sus celebraciones litúrgicas, en cuanto a los servicios espirituales a los fieles, en cuanto al culto solemne y público a Dios nuestro Señor, que han de darle los canónigos y beneficiados que aquí rezan el Oficio Divino y en fin, en todo aquello que constituye hoy una aspiración entrañablemente querida por la Iglesia de Dios para el perfeccionamiento de la vida religiosa. Por eso he agradecido mucho esta invitación del Cabildo catedralicio, corporación eclesiástica llena de dignidad y merecedora del máximo respeto, cuya ayuda ha de ser preciosa para esta renovación que la Iglesia va buscando hoy en todo.
Ya apareció la palabra que hoy conmueve y turba los espíritus de tantas gentes, “renovación”. Pronunciémosla con humildad, sin intenciones agresivas y reivindicatorias, que supondrían, si así se hiciera, una triste ignorancia respecto al noble abolengo de esta palabra, e incluso más: significaría también una injuria a la Iglesia. ¿Qué es lo que hay que renovar hoy en la Iglesia de Dios? La respuesta a esta pregunta nos la va a dar el mismo nuestro Señor Jesucristo, y es una respuesta tan radical, tan profunda y tan llena de compromisos que no podrá ser superada nunca, ni siquiera por ninguna declaración conciliar.
Tiempo cuaresmal: Renovación necesaria #
Yo desearía empezar estas reflexiones cuaresmales que voy a haceraquí en vuestra presencia, y también en la presencia invisible detantos y tantos a los que puede llegar mi humilde voz a través de los medios de comunicación social, particularmente a través de Radio Nacional de España; desearía –digo– que esta reflexión primera y todas las que a lo largo de la Cuaresma he de hacer, sirvieran para hablaros de la fe, de esta fe cristiana que es todo en nuestra vida, es la fuente de nuestra alegría, es la fortaleza para vivir, es lo que mueve dentro de nosotros la esperanza, es lo que sostiene el edificio de la caridad social, es lo que puede unirnos fraternal y gozosamente, es lo que puede darnos paz, cordialidad, íntimo sentido de unión del que estamos siempre y constantemente necesitados.
Vivimos el Año de la fe; yo no pronuncio esta frase simplemente por hacer un obsequio a la circunstancia externa en que fue promulgado dicho Año. ¡No, no quiero que quede en una frase! Al decir vivimos el Año de la fe quiero decir, sencillamente: queremos vivir las consecuencias de nuestra fe, y éstas deben manifestarse no sólo un año ni un día, sino siempre, mientras dure nuestra vida. El hecho de que el santo Padre haya querido que este año, de manera particular, nuestras reflexiones vayan por ahí, no significa sino que hemos de acentuar la meditación de las verdades de nuestra fe y los santos propósitos que deben guiarnos en nuestra vida cristiana. ¡Ojalá en esta Cuaresma que vamos a celebrar en nuestra Diócesis de Barcelona contribuyese a esta renovación que vamos buscando y que no podrá tener nunca un sentido auténticamente orientador si no empieza por hacernos vivir hondamente las exigencias de esta fe cristiana! Empecemos, pues, por declarar qué renovación es la que la Iglesia necesita, y vamos a pedir la aclaración al mismo nuestro Señor Jesucristo.
Abro el evangelio de San Juan, capítulo 3: aquél en que el Señor instruye a Nicodemo. En él leemos lo siguiente: Había un hombre de la secta de los fariseos llamado Nicodemo, varón principal entre los judíos, el cual fue de noche a Jesús y le dijo: Maestro, nosotros conocemos que eres un Maestro enviado de Dios, porque ninguno puede hacer los milagros que Tú haces a no tener a Dios consigo. Respondió Jesús: Pues en verdad, en verdad te digo que quien no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios. Le dice Nicodemo: ¿Cómo puede nacer un hombre siendo viejo?, ¿puede acaso volver al seno de su madre para renacer? En verdad, en verdad te digo –respondió Jesús– que quien no renaciere del agua y del Espíritu Santo, no puede entrar en el reino de Dios. Lo que ha nacido de la carne, carne es; mas lo que ha nacido del espíritu, es espíritu. Por tanto, no extrañes que te haya dicho: os es preciso nacer otra vez (Jn 3, 1-10).
He aquí la respuesta que nos da nuestro Señor Jesucristo: nacer otra vez; no nos olvidemos de ella cuando hablemos de renovación en la Iglesia. En el cristiano y en cada momento de la vida del cristiano o de la Iglesia, es preciso nacer otra vez; no hay fórmula posible que señale con más claridad las profundas exigencias que lleva consigo la renovación cristiana. De esta frase de Jesucristo se desprende al menos la siguiente resolución:
- Para poder entrar en el reino de Dios, para vivir de acuerdo con lo que el reino de Dios pide de nosotros es necesario, primero: una transformación radical de cada uno de nosotros, tan radical y tan seria, que equivale a algo así como pasar de la nada a la vida, porque a eso es a lo que equivale el nacer: pasar de la no existencia a vivir; transformación profunda.
- Segundo: equivale también a un comportamiento personal de cada uno de nosotros, no simplemente a un deseo de acogerse a la colectividad; el diálogo de Jesucristo con Nicodemo es un diálogo individual, personal; ciertamente que Él no busca sólo a Nicodemo, se lo dice a él para que después lo oigan todos aquellos a los cuales ha de llegar la voz del Evangelio, pero es a esa persona que le visita de noche a la cual le dice esto: que es necesario nacer otra vez, él, él mismo, y así cada uno.
- Tercero: esta renovación que aquí proclama Jesucristo mediante un nacimiento nuevo significa un proceso que se va perfeccionando a lo largo de la vida. Nacer en el reino de Dios no consiste únicamente en un minuto histórico en el cual se entra y ya se ha logrado todo; se nace del agua y del Espíritu Santo, del bautismo, pero la acción del Espíritu Santo que ha de recibir el cristiano comporta unas exigencias que no se agotan nunca, se trata de ir asimilando poco a poco, a lo largo de toda una vida, esas exigencias de la acción del Espíritu Santo sobre el alma que ha querido recibirle: paz interior, gozo de la fe, amor a Dios, esperanza, sentido del perdón, magnanimidad del alma, es decir, un proceso continuo de las virtudes que el Espíritu Santo quiere que nazcan y se desarrollen en nuestra alma; es un nacimiento que empieza un día, pero que no se acaba mientras vivimos en este mundo.
Y yo pregunto, a la luz de estas reflexiones, si cabe una renovación mayor en la vida, para la Iglesia y para cada cristiano, que ésta que nos señala Jesucristo en el santo Evangelio. He aquí por qué no es suficiente hablar hoy de renovación de estructuras pastorales, de renovación en el diálogo de la Iglesia con el mundo, de renovación en cuanto a la actitud espiritual ecumenista, de renovación en cuanto a nuestras preocupaciones por dar testimonio colectivo; esto es necesario, y ahí tenemos también que renovarnos, pero hay que buscar la renovación mucho más profunda. Lo contrario sería escamotear las exigencias del Evangelio y contentarnos todos con una fácil apelación a esa renovación de los demás, sin que cada uno busque con sinceridad honda la renovación propia que ha de realizar dentro de sí. Y sólo por este camino puede conseguirse la gran renovación que la Iglesia busca.
Ciertamente, creo que es necesario insistir hoy en estas ideas, precisamente como consecuencia de tantas manifestaciones que surgen sin cesar, pronunciadas por parte de unos y de otros, cuando se toca el tema de la renovación, y cada cual está poniendo el acento, más que en lo que es necesario, en aquello que a él le interesa o le gusta, sin querer reflexionar sobre estas bases íntimas, bellas, profundas, de una transformación radical y permanente anunciada por Jesucristo como una exigencia imprescindible para pertenecer a su reino. Pienso, además, que el Concilio también quiere eso, y que escamotearíamos del mismo modo la verdad conciliar si no tuviéramos en cuenta esta exigencia fundamental. Permitidme que, para dar fundamento a mis palabras, os lea aquí otras más autorizadas, las del propio Juan XXIII, que pronunció en el discurso de apertura del Concilio.
Decía él así: “Lo que principalmente atañe al Concilio Ecuménico es esto, que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz; tal doctrina comprende al hombre entero, compuesto de alma y cuerpo, al cual, como peregrino que es sobre la tierra, le enseña que debe mirar hacia el cielo; esto demuestra que se debe ordenar nuestra vida mortal de modo que cumpliendo nuestros deberes de ciudadanos de la tierra y del cielo consigamos el fin establecido por Dios, lo cual quiere decir que todos los hombres, particularmente considerados o reunidos en sociedad, tienen el deber de tender sin tregua durante toda su vida a conseguir los bienes celestiales y a usar, llevados de este solo fin, los bienes terrenos sin que el empleo de los mismos comprometa la felicidad eterna. Ha dicho el Señor: Buscad primero el reino de Dios y su justicia. Esta palabra, primero, expresa la dirección en la que deben moverse nuestros pensamientos y nuestras fuerzas, pero no han de olvidarse las palabras de este precepto del Señor: y todo lo demás se os dará por añadidura. En realidad ha habido siempre en la Iglesia, y hay todavía, quienes buscando con todas sus energías la práctica de la perfección evangélica, rinden una gran utilidad a la sociedad; de hecho, de sus ejemplos de vida constantemente practicados y de sus iniciativas de caridad adquiere vigor e incremento cuanto de más alto y más noble hay en la sociedad humana; pero a fin de que esta doctrina alcance los múltiples campos de la actividad humana referentes al individuo, a la familia, a la sociedad, es necesario, ante todo, que la Iglesia no se separe del patrimonio sagrado de la verdad recibida de los Padres; al mismo tiempo, tiene que mirar al presente considerando las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo moderno que han abierto nuevas rutas al apostolado católico. Por esta razón la Iglesia no ha permanecido indiferente ante el avance admirable de los descubrimientos del progreso humano y ha sabido estimarlos debidamente; mas auxiliando estos desarrollos, no deja de advertir a los hombres para que por encima de las cosas visibles vuelvan los ojos a Dios, fuente de toda sabiduría y de toda belleza; y no olviden ellos a quien les dijo: poblad la tierra y dominadla, el gravísimo precepto: alabarás al Señor tu Dios y a Él solo servirás, con objeto de evitar que la atracción fascinadora de las cosas visibles impida el verdadero progreso”1.
Estas palabras, pronunciadas por el Papa que anunció el Concilio, han sido después en múltiples ocasiones repetidas de una o de otra forma por el Papa que rige hoy los destinos de la Iglesia. Con ellas se nos dice muy claramente que se busca una renovación, sí, que es necesaria, que todos debemos contribuir a lograrla, pero que no hay renovación posible si se pierde de vista este destino último del hombre, esta necesidad de atender a su último fin, esta grave obligación en que se encuentra de no dejarse fascinar por las cosas visibles.
La Cuaresma en la vida del cristiano #
Yo temo mucho que cuando se habla de renovación en este sentido reivindicatorio, agresivo, vuelvo a decir, polémico, en que unos nos echamos a los otros las culpas de lo que pasa, no demos ni un paso adelante, y, sin darnos cuenta o conscientemente, lo cual sería mucho más lamentable, estemos creando un obstáculo a la acción del espíritu de Dios sobre las almas; renovación, sí, en todos los niveles y en todas las esferas de la vida de la Iglesia, pero que empiece por esta renovación de la conciencia de cada uno que mira a Dios nuestro Señor, que ama a la Iglesia, que cree en la vida eterna, que busca realizar dentro de sí mismo, ante todo y sobre todo, antes que exigírselo a los demás, las nobles consecuencias que se derivan de la fe que profesa. Pues bien, hermanos míos: a esto puede venir y viene de hecho este año la santa Cuaresma, éste es el sentido cristiano de la Cuaresma, y por eso nos disponemos a celebrarla. Yo pido vuestra ayuda, sacerdotes de Dios, religiosos y religiosas, hombres y mujeres que creéis en vuestra fe, os pido vuestra ayuda para que en la medida en que a cada uno nos sea posible hagamos que en Barcelona se viva un poco más intensamente este año el sentido cristiano de la Cuaresma.
Esta institución es muy antigua. De un modo o de otro viene desde los primerísimos tiempos del cristianismo; ya en el siglo IV aparece perfectamente fijado el período cuaresmal; no se trata de introducirnos en el reino de las sombras, por el contrario, la Cuaresma puede darnos una alegría profunda, la Cuaresma nos invita a dar un paso práctico en el ejercicio de nuestra fe, en esa fe que es fundamento de nuestra renovación a la cual hemos de apelar constantemente. Es, en primer lugar, la Cuaresma una pedagogía; en segundo lugar, una acumulación enriquecedora de gracias y auxilios divinos; por último, un camino de seguridad y de certeza.
La Cuaresma, como pedagogía #
En primer lugar, una pedagogía. Los ritos cuaresmales, empezando por el de hoy, la imposición de la ceniza en nuestra frente, las oraciones que recitamos y que la Iglesia nos invita a recitar, individual o comunitariamente, las súplicas del perdón dirigidas a Dios a lo largo de estos cuarenta días, los ayunos y abstinencias a que se nos invita, todo ello constituye una acción conjunta de palabras, de efectos, de dulces invitaciones, de actitudes confiadas, de ruegos llenos de esperanza, tales y tan vivos, que el alma cristiana se fortalece y siente dentro de sí como el rumor de una fecundidad nueva.
Cuando el cristiano se pone en contacto con la Iglesia de Dios en este período cuaresmal y se deja llevar con docilidad espiritual por esta acción pedagógica, que se combina tan sabiamente sobre él, va poco a poco sintiendo el oxígeno de una nueva atmósfera en que su alma respira el clima del acercamiento de Dios y, ¡estamos tan necesitados de respirar este clima! ¡Oh hermanos, todos aquellos a quienes puede llegar mi voz! Vosotros, que estáis tan fatigados, no sólo por el ruido de vuestros propios problemas, sino también por los que os crea el conjunto de las relaciones humanas con las cuales tenéis que vivir; vosotros, habitantes de las grandes ciudades en las cuales parece que no hay tiempo más que para este vértigo enloquecedor que nos lleva hora tras hora en busca de lo más elemental e indispensable para vivir, para alimentarse o para divertirse olvidados de Dios, estáis necesitados de silencio para el diálogo con Dios. Atended a esa necesidad, sed médicos de vosotros mismos mientras tenéis tiempo. No os solucionará nadie el problema espiritual que lleváis dentro cada uno de vosotros, si no aceptáis las lecciones de esta divina pedagogía de la Iglesia que os llama, no para oprimiros sino para elevaros a una altura insospechada, pero constantemente apetecida. Escuchad la voz de Dios en esta Cuaresma, dejad que se apaguen otros ruidos entorpecedores, los cuales tantas veces sofocan el anhelo del espíritu, este suspiro interior de conversión hacia Dios que todo hombre noble siente dentro de su alma.
Como acumulación de gracias a Dios #
Es también la Cuaresma, en segundo lugar, una acumulación enriquecedora de gracias de Dios, porque a través de sus días, con los ejemplos que podemos darnos unos a otros, con las oraciones más frecuentes y prolongadas, con los ayunos y vigilias, con la mortificación de nuestros sentidos, vamos mereciendo gracias actuales, auxilios de Dios, cada uno de los cuales trabaja sobre nuestra alma y la dispone más fácil y más suavemente para la recepción de la gracia santificadora. A lo largo de todo este tiempo, la Iglesia es como un banco espiritual que abre sus ventanillas y ofrece todos sus tesoros a sus hijos; cuando les invita a la penitencia, no lo hace para complacerse en los rostros compungidos, no, sino que desde el primer momento invita a la alegría. En el evangelio de hoy se nos dice que cuando ayunemos no nos pongamos tristes como los hipócritas (Mt 6, 16). No; es una clarísima invitación de parte del Señor a que comprendamos el sentido cristiano de la penitencia y de la Cuaresma que es fuente de gozo. El Señor viene a decirnos: “aquí, por este camino del arrepentimiento y de la contrición del corazón, lo que se consigue es siempre una amplificación siempre progresiva y ascendente. Mostraos alegres, no tratéis de que los hombres os compadezcan si ayunáis, no tienen que compadeceros; al contrario, envidiaros porque vais acercándoos a esas cosas invisibles que yo he venido a predicaros; entráis en el reino de Dios, al obrar así, estáis realizando la gran renovación, estáis naciendo de nuevo como Yo dije a Nicodemo, estáis renaciendo del agua y del Espíritu. El agua ya fue derramada sobre vuestra cabeza el día que recibisteis el bautismo; también el Espíritu se os infundió, pero ese Espíritu que Yo he venido a traeros tiene una riqueza inagotable, y la estáis vosotros explotando a vuestro favor y a favor de toda la Iglesia, de la cual sois miembros, en la medida en que cooperáis con vuestra buena disposición, mortificando los apetitos torcidos, sofocando las tendencias malas, purificándoos, en una palabra”. Por eso esta Cuaresma es una fuente de alegría, alegría que nace en nuestra conciencia, de las gracias de Dios que pueden venirnos si nos mostramos fieles a su llamada.
Camino de seguridad, de certeza #
En tercer lugar, la Cuaresma es también un camino de seguridad y de certeza. Hoy hablan muchos, seguramente con buena intención y buen deseo, pero no siempre con acierto, respecto a los caminos que tenemos que seguir para lograr esta renovación. Pues bien, aquí, por este camino de la Cuaresma, no fallamos; podemos estar muy seguros, porque tenemos un ejemplo visible y concreto, el de Cristo nuestro Señor en su cuaresma: Él fue el que dio ejemplo de oración, Él fue el que se retiró al desierto, Él fue el que ayunó, Él fue el que contempló al Padre. Cuando nosotros, invitados por la Iglesia, organizamos esto, no estamos siguiendo un consejo falible en el que pueda haber riesgo de equivocarnos; podemos decir: hago lo que hizo Cristo, y Cristo para mí es la verdad y la luz, y como Él quiero orar, y como Él quiero ayunar, y como Él quiero vivir retirado; retirado aunque tenga que estar sumergido en este ruido vertiginoso de la gran ciudad; y como Él quiero contemplar al Padre. Camino de seguridad, camino de certeza, la Iglesia no se equivoca cuando nos marca a todos la necesidad de seguir este camino. Hace pocos días el papa Pablo VI lo recordaba con bellísimas palabras en su alocución del día 25, el domingo pasado, a la hora del Ángelus.
Decía así: “Es un período propicio para nuestra formación religiosa y moral y no debemos creer que la Cuaresma sea una disciplina superada, anacrónica. Las formas cambian, pero los criterios que inspiran esta riquísima pedagogía espiritual siguen estando más de actualidad que nunca… Se trata –siguió diciendo– de reafirmar en cada uno de nosotros el primado de lo espiritual en un tiempo de materialismo y de decadencia religiosa; se trata de recuperar con la templanza voluntaria el dominio de sí mismo, tan comprometido en un tiempo de exaltación del bienestar, de la diversión y del placer. Se trata de dar a nuestra vida una actitud más cristiana con la práctica voluntaria de obras buenas, especialmente para con los hermanos más necesitados”, en el orden espiritual y en el orden corporal; limosna que comparte sacrificios, y ejemplo vivo de fecundidad espiritual que enriquezca a los que están pobres. “Se trata –sigue diciendo– de buscar nuevamente a Cristo, su palabra, su gracia y su encuentro vital.”
“Que no pase en vano para nosotros –concluyó– esta época de salvación que es la primavera de las almas, y rogando a la Virgen, os deseamos que esa primavera sea para todos vosotros creciente y fervorosa”2.
De la mano del Señor, caminando hacia la Pascua #
¿Quién habla, pues, de que es anacrónico e inactual el mensaje cristiano que nos invita a practicar la penitencia y mortificar nuestros sentidos, dominar nuestras pasiones? Tengo la seguridad gozosa, vosotros la compartís también por la experiencia de tantas ocasiones felices en vuestra vida religiosa en que habéis comprobado lo mismo, tengo la seguridad gozosa de que siguiendo todos por este camino, nos encontraremos al final con una alegría renovada, fecundante, capaz de llenar las mejores exigencias de nuestra alma de hombres y de cristianos. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8), dijo Cristo en el sermón de las Bienaventuranzas; los limpios de corazón, los de corazón puro, los que tratan de librarse de toda mancha de pecado, los que oran, se mortifican y dominan sus pasiones para subir y para ascender más a lo invisible, esos terminarán viendo lo invisible, terminarán viendo a Dios aun en esta vida, no con los ojos del cuerpo, pero sí con esa otra mirada misteriosa, pero penetrante, que tiene el alma pura, o contrita y arrepentida, si ha pecado, cuando se da cuenta de lo que significa la grandeza de Dios, cree en Él y le ama. La Cuaresma en su sentido cristiano viene a darnos este gozo y esta alegría que terminará por permitirnos ver a Dios, nos invita a la oración y, con una oración más intensa que de costumbre, vamos logrando la ascensión de nuestro espíritu para esta hora de la gran conversión o del final de nuestra vida, la gran conversión que hay que hacer en cada momento en que tratamos de ser fieles a Dios, conversión que la antigua liturgia de la Iglesia quería que se celebrara de una manera particular al final de la Cuaresma. Aunque ahora no se celebren estos actos de la misma forma que antaño, sin embargo, también al final de la Cuaresma es la hora de la gran conversión cuando contemplamos a Cristo crucificado. Y cuando después gozamos con Él, resucitado, habiendo orado con Él, ahora durante este tiempo cuaresmal, nosotros podemos decir también al final de la Cuaresma como Él dijo en la cruz: Todo está cumplido (Jn 19, 30); y cuando un cristiano puede decir eso sin jactancia de sí mismo, siente dentro de su alma un gozo indefinible, el gozo de sentirse en unión con Dios. Cuando ahora durante la Cuaresma mortificamos nuestros sentidos y hacemos ayunos y abstinencias y nos sacrificamos para dar mejores ejemplos, y nos privamos de placeres, incluso lícitos y permitidos, cuando ahora hacemos esto, significa que caminamos con Cristo hacia Jerusalén, porque Él nos invitó en su Evangelio. He aquí que el Hijo del Hombre sube a Jerusalén; subimos ya; allí será escarnecido, insultado, abofeteado, crucificado, y después resucitará (Mt 20, 17-19).
Nosotros también subimos a Jerusalén para resucitar con Él; la Cuaresma es muerte que da vida; nos prepara a vivir mejor la gran resurrección del cuerpo místico de Cristo, del que cada uno de nosotros es miembro suyo. Por eso os invito a que os dispongáis a recorrer este camino con la alegría propia del que tiene fe en Cristo, el Señor que nos busca, que quiere amarnos, que nos redime, que no quiere que nosotros vivamos como sumergidos en la tristeza y el olvido, sino por el contrario, gozándonos con las manifestaciones de su amor. Os invito a caminar de la mano de Cristo hacia la Pascua.
Ved el contraste: los Apóstoles, cuando Cristo les invitó a subir a Jerusalén anunciándoles la pasión y muerte que se venía venir, no comprendieron nada, y el propio Pedro trató de disuadir al Señor de que hiciera eso; llegaron los momentos de la pasión y huyeron despavoridos. Pero observad ahora el otro plano, el segundo término del cuadro: ha resucitado Jesucristo, y en aquella dulce escena de la aparición a los discípulos de Emaús, vemos cómo estos dos hombres que iban entristecidos pensando en lo que había sucedido, pero obsesionados con el recuerdo de Jesús que les había prometido resucitar, cuando por fin reconocen que era Él al partir el pan, se llena de alegría su corazón y sienten el gozo inefable de haberse puesto en contacto con ese Dios al que amaban, con ese Cristo a quien ya veían ahora resucitado. No eran los mismos ciertamente, pero sí que representan a los mismos. Los primeros representan a los cristianos de todos los tiempos que sufren, y que a veces huyen despavoridos frente a las nobles exigencias de la vida cristiana. No huyamos, no; lo que nos espera al final es el Señor que se nos aparece y que parte el pan de la Eucaristía, el pan del perdón, el pan de la paz de la vida cristiana, el pan de la fe que Él mismo aumenta en nosotros; es éste el que nos espera, y cada uno de nosotros, penitentes cuaresmales hoy, podemos ser mañana peregrinos hacia Emaús que contemplaremos al Señor.
Esto no es retórica, hermanos míos. Os hablo así con el entusiasmo del que tiene fe, porque quiero comunicaros a vosotros la alegría que yo siento; sí, alegría, no obstante las dificultades que padecemos, alegría y gozo en medio de estas tormentas que agitan los espíritus, alegría y esperanza, a pesar de estas formas, agresivas a veces, en que se habla del Concilio, pidiendo la renovación a los demás sin exigírsela a sí mismo. Yo tengo alegría interior, aunque sufra; esa alegría interior no me la arrebata nadie; es la alegría de Cristo, de sentir a Cristo, de creer en Él, de pensar que está aquí para dársenos, y que sólo en Él se encuentra la paz interior que el hombre y la sociedad de hoy necesitan; tengo alegría también porque pienso que hay muchos y creo que sois vosotros y todos aquellos a quienes me estoy dirigiendo; todos, ¡ojalá fuesen todos!, muchos, al menos, los que se darán cuenta de que en esta hora solemne de renovación de la Iglesia hay que empezar a nacer de nuevo, y aceptan este nacimiento y se comprometen a seguir los pasos del Señor, y quieren de verdad dar ejemplo de auténtica renovación cristiana, cumpliendo lo que Cristo nos pide para sentir ahora la fortaleza grande del que cree en el Señor y le sigue, y sentir después el gozo más grande de sentir a Cristo resucitado.
Bienaventurados los limpios de corazón, sentido cristiano de la Cuaresma, renovación necesaria, de la mano de Cristo hacia la Pascua. Vamos a disponernos a recorrer así el camino; yo os pido vuestra ayuda, desde hoy os pido que hagáis lo posible para que muchos amigos, hermanos, familiares vuestros, oigan la palabra de Dios, en este templo, o en otros, en que se predique; que oigan la palabra del Señor, que dispongan su espíritu y le hagan propicio y fácil para que esas gracias del cielo entren por las puertas de su alma. Os pido esa ayuda, cuento con ella, veréis cómo, cuando lleguemos, con la gracia de Dios, al final de la Cuaresma, aquí, en esta misma Catedral, podremos sentir, todos juntos también, la inmensa alegría de haber contribuido con nuestra acción, con nuestra oración, con nuestras penitencias a un embellecimiento y a una purificación mayor de la Iglesia de Dios.
1 Juan XXIII, Discurso en la sesión de apertura del Concilio Vaticano II, 11 de octubre de 1962; AAS 54 [1962] 790-791.
2 Pablo VI, Alocución del Ángelus, domingo 25 de febrero de 1968: IP VI, 1968, 1076.