- ¿Qué dificultades tiene el hombre de hoy en relación con la fe que no haya tenido el hombre de ayer?
- El hecho científico, el método científico, la mente científica de los hombres de hoy, ¿son acaso impedimento para la fe? No. Distintas categorías de la ciencia y de la fe.
- ¿Qué es la fe? Noción bíblica y teológica de la fe. La fe, don de Dios, ¿por qué unos responden y aceptan este don y otros no?
- La fe cristiana, centrada en Jesucristo, el Señor, el Salvador. “Credo, Domine, adiuva incredulitatem meam”
- Los incrédulos. Por qué se atascan y se obstinan en su incredulidad. Influencia de lo moral sobre la fe.
- Los creyentes. Medios para purificar, fortalecer, vivir y propagar su fe, precisamente en el mundo de hoy.La alegoría de la fe. Los santos y la fe
Conferencia pronunciada en el ciclo organizado por la Asociación de Universitarias Españolas, en la parroquia de los Dolores, Madrid, 22 de marzo de 1979. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, mayo 1979.
No es preciso entretenerse en probar la oportunidad del tema. Todos tenemos conciencia de que en nuestra época el hombre tiene singulares formas de enfrentarse con la fe. Pues según las palabras del Vaticano II, «hoy el género humano se encuentra en una nueva era de su historia, caracterizada por la gradual expansión a nivel mundial, de cambios rápidos y profundos», cambios que «recaen sobre el hombre mismo, sobre sus juicios y deseos, individuales y colectivos; sobre su modo de pensar y reaccionar ante las cosas y los hombres. De ahí que podamos hablar hoy de una auténtica transformación social y cultural, que influye también en la vida religiosa» (GS 4).
¿Qué dificultades tiene el hombre de hoy en relación con la fe que no haya tenido el hombre de ayer? #
En relación con la fe, el hombre moderno experimenta algunas dificultades que, si no pueden llamarse estrictamente nuevas, están al menos peculiarmente agudizadas, matizadas y extendidas.
Tras enunciar algunas características del mundo de hoy y afirmar su incidencia en la vida religiosa, concluye el Concilio: «Crece de día en día el fenómeno de masas que prácticamente se desentienden de la religión: la negación de Dios o de la religión, o simplemente el prescindir de estos valores, no son ya, como en otros tiempos, un fenómeno infrecuente o individual, ya que hoy no es raro ver presentada esta actitud como exigencia del progreso científico y del nuevo humanismo. En muchas regiones, la negación de Dios no sólo se encuentra expresada en niveles filosóficos, sino que inspira ampliamente la literatura, las artes, la interpretación de las ciencias humanas y de la historia, la legislación civil: de ahí la perplejidad de muchos» (GS 7).
Para evitar la desmesurada extensión que exigiría el tratamiento adecuado del tema habremos de reducirnos a señalar esquemáticamente algunos datos característicos del hombre actual. Conscientes de que nos referimos ante todo al hombre de la civilización occidental. Pues sin duda existen regiones vastísimas para las que nuestras aserciones deberían matizarse diversamente y aun acaso mudarse por entero.
Tal vez nuestro pensamiento pudiera expresarse muy concisamente con esta frase del P. de Lubac: «Delirio de la ciencia, rebelión ontológica, reducción noética»1.
El hombre ha ido orillando e incluso desprestigiando la actitud contemplativa para asumir una postura utilitaria, dominadora. Se siente y se piensa transformador del universo. Y lo reduce todo al antropocentrismo. Su capacidad de influjo transformante se apoya, sobre todo, en la ciencia, y tiene por instrumento inmediato la técnica. Mas como la técnica opera en superficie, en lo verificable, el hombre se va habituando a lo somero, y pierde la potencia de vinculación y de comunicación personal. Por ello persigue lo inmediato en el tiempo y en el espacio. Y, en este segundo aspecto, logra la inmediatez gracias a la abundancia de medios de comunicación, que pueden transportarlo a él mismo a otros lugares, o bien traer la imagen de estos lugares hasta él.
Acostumbrado a manipularlo todo técnicamente, se acerca al hombre mismo con idéntico talante e intenta cambiar la personalidad humana misma, bien en el nivel físico, bien en el nivel estrictamente psicológico. Dueño de la naturaleza, acaba por sentirse señor de la misma ley natural moral, que desecha desdeñosamente. Familiarizado con las causas segundas, que maneja progresivamente a su antojo, termina por olvidar la existencia de una causa primera, que vive y actúa en otro nivel. Embargado en lo constatable por los sentidos, desmesuradamente vigorizados por el ejercicio y potenciados por los nuevos utensilios, pierde capacidad para todo ejercicio reflexivo no guiado por lo sensible. Sin tiempo ni energía para reflexionar sobre sí mismo, empachado de informaciones inasimilables, se incapacita para buscar el sentido del universo y de sí mismo. Hace ya tiempo, Gabriel Marcel titulaba uno de sus libros: Decadencia de la sabiduría. Pues efectivamente la figura del «sabio», del hombre que conoce el sentido de todo y es capaz de saborearlo y de tender a actuar según él, va desapareciendo, para dejar lugar al »insensato», al que piensa y obra sin sentido último, con la mente impregnada de eslóganes que no tiene ni tiempo ni ánimo para juzgar.
El utilitarismo dominante le induce a estimar lo visible y queda ciego para lo transcendente. Cultiva parcelas muy reducidas del conocimiento y de la actividad: se especializa buscando la eficacia. Mas desde sus limitados dominios se atreve a opinar sobre todo, con la misma suficiencia que se concede en su campo peculiar. Y observando, con razón, que, en tales espacios, nuestra época sobrepasa con mucho los adelantos de tiempos anteriores, aún muy cercanos, desprecia lo pasado, aun cuando se interese por ello.
Fácilmente advertimos en esta rápida e incompleta enumeración, que, si muchos factores son naturalmente plausibles, positivos y consiguientemente fáciles de elevar por la gracia, surgen como dominantes algunos otros de imposible elevación.
Una tendencia oculta, inconfesada y probablemente inconsciente para la mayoría, pero frecuentemente expresada por los creyentes, es el miedo a Dios. A sus posibles exigencias. Lo cual induce, por un mecanismo psicológico de defensa, a negarle o a ignorarle al menos. Acaso ello se deba a una errada presentación de la figura del Padre por parte de los hombres de fe.
Otra fuente de ateísmo es la desacralización. Que bien entendida pudiera incluso contribuir al progreso de la relación genuina con Dios. Mas falto de distinción precisa y adecuada entre las causas segundas, y lo que en otro sentido análogo hemos solido llamar causa primera, al comprender y dominar parcialmente los mecanismos de las leyes intramundanas, el hombre ha sentido «la inutilidad» de la hipótesis de Dios. Las discusiones sobre el tema indican sobradamente el confusionismo vigente en el tema. Pues no se trata en absoluto de la utilidad o necesidad de Dios, sino simplemente de si Dios existe y de si ha querido revelarse al hombre.
El hecho científico, el método científico, la mente científica de los hombres de hoy, ¿son acaso impedimento para la fe? No. Distintas categorías de la ciencia y de la fe. #
Por otra parte, la prevalencia de la ciencia en amplísimos sectores pone en primer término para muchos el llamado conflicto entre la fe y la ciencia. Conflicto inexistente, sin sentido, de causas meramente psicológicas, justificado con razonamientos sin valor. Pero como hemos señalado arriba, una característica del hombre de hoy es lo que la Biblia denomina «insensatez», la impotencia para recibir el sentido de las cosas. Y el insensato siempre ha negado a Dios (cf. Sal 13, 1; 52, 1).
Tres acusaciones dirige el hombre de ciencia al creyente: «Primero, el racionalista considera la aceptación del misterio divino como una capitulación de la razón frente a verdades inasequibles a priori y como una injustificable presunción del hombre. En segundo lugar, las verdades religiosas que se hacen pasar por eternas le parecen, por esto mismo, desproporcionadas en relación con el modo de proceder discursivo y temporal de la razón, que por su misma naturaleza es eternamente interrogativa. Finalmente, los dogmas cristianos, en cuanto mensaje que emana de un más allá del mundo humano, tropiezan con la innata tendencia de la razón a realizarse en la revelación del mundo al que ella pertenece»2.
Y, sin embargo, el conflicto entre la ciencia y la fe no sólo no se produce, sino que es imposible. Pues «la fe que la Iglesia propone como materia a creer significa conocer y saber, conocer y saber acerca de aquella vida y realidad que fueron descubiertas por la revelación de Dios en Cristo para nosotros, para nuestra propia inteligencia y salvación. También y precisamente aquí cabe afirmar que no puede darse un conflicto definitivamente insoluble entre fe y doctrina de la Iglesia, por un lado, y el saber de la razón y de las ciencias naturales, por otro»3. Fe y ciencia se mueven en niveles totalmente diversos. Pueden encontrarse un teólogo y un científico en la medida en que cada uno de ellos sale de su propia esfera. La ciencia estudia las criaturas a partir del nivel de lo creado y teniendo por norma la luz de la razón. Y si las observa atinadamente y no pasa de establecer las relaciones verificables racionalmente, y si estima sus soluciones hipotéticas como meramente tales, no puede chocar con la fe, cuyo conocimiento se refiere al nivel sobrenatural, y que contempla otras realidades , o contempla las mismas con otra luz, desde otro punto de vista. Sólo por una «mentalidad científica» que quiera proyectarse sobre lo científicamente inasequible, o por una mentalidad teológica que pretenda salirse de los límites de la teología, pueden originarse –y de hecho se han originado– confrontaciones conflictivas.
Tenemos aquí, aleccionados por la historia, la cuestión de la competencia de los diversos conocimientos. Cuestión de altísimo bordo, pero que en el marco restringido de una conferencia hemos de resignarnos a dejar señalada sin más.
¿Qué es la fe? Noción bíblica y teológica de la fe. La fe, don de Dios, ¿por qué unos responden y aceptan este don y otros no? #
Y pasando a fijarnos en el tema de la fe, comencemos por establecer la concepción legítima, partiendo de las expresiones de la Iglesia misma en tres Concilios. Veremos de paso la permanencia de la doctrina, pues cada uno cita al anterior.
Nos dice el Vaticano II: «Cuando Dios revela, hay que prestarle la obediencia de la fe (Rm 16, 26. Cfr. Rm 1, 5; 2Cor 10, 5-6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, prestando ‘a Dios el homenaje del entendimiento y de la voluntad’ y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él. Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que previene y ayuda, y los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da ‘a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad’. Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones» (DV 5).
Ya el Vaticano I había declarado: «Esta fe, que es el principio de la humana salvación, la Iglesia Católica profesa que es una virtud sobrenatural, por la que, con inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos ser verdadero lo que por Él ha sido revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede ni engañarse ni engañarnos» (Ses. III, capítulo 3, «De fide»). Y más abajo recalca uno de los aspectos capitales: «Mas porque sin la fe … es imposible agradar a Dios (Hb 11, 6) y llegar al consorcio de los hijos de Dios; de ahí que nadie obtuvo jamás la justificación sin ella, y nadie alcanzará la salvación eterna si no persevera re en ella hasta el fin (Mt 10, 22; 24, 13)» (ibíd.).
Y el Tridentino había enseñado esta misma doctrina: «Se dice que somos justificados por la fe, porque ‘la fe es el principio de la humana salvación’, el fundamento y raíz de toda justificación; sin ella es imposible agradar a Dios (Hb 11, 6) y llegar al consorcio de sus hijos» (Ses. VI, cap. 8).
Vemos que el Vaticano I emplea expresiones del Tridentino, así como el Vaticano II alude a ambos Concilios precedentes. De esta sucinta selección de textos, tomada de los últimos Concilios, concluimos ya a una noción exacta de la fe: virtud, energía, dinamismo espiritual, que eleva el entendimiento humano, capacitándolo para recibir la Verdad revelada por Dios mismo. Mas siendo el entendimiento una facultad de la persona, cuyo ejercicio ante lo no evidente implica además el ejercicio de la voluntad, la persona entera queda impulsada por tal dinamismo hacia un nivel sobrenatural, divino, a la unión personal con Dios, que revela y que es la Verdad misma.
Mas, como nos enseñan los Concilios, tal unión del hombre con Dios no puede realizarse sino por la iniciativa de las Personas divinas, en continua actuación. Por designio del Padre, que se realiza en Cristo, comunicándonos su Espíritu.
Así, la fe se nos presenta como dádiva divina, aspecto del don total, que es la participación de la vida divina misma. Pero aspecto radical, puesto que se llama «fundamento y raíz de toda justificación», y consiguientemente de absoluta necesidad para la salvación eterna.
La fe cristiana, centrada en Jesucristo, el Señor, el Salvador.
“Credo, Domine, adiuva incredulitatem meam” #
El acceso a la fe, como su progresivo perfeccionamiento bajo la acción del Espíritu, sólo tiene lugar en Cristo. Así nos lo dicen los mismos Concilios: «No descuidemos salvación tan grande, antes bien, mirando al autor y consumador de nuestra fe, Jesús, mantengamos inflexible la confesión de nuestra esperanza (Hb 12, 2; 10, 23)» (Vaticano I, Ses. III, cap. 3). Y más circunstanciada mente el Tridentino, que nos dice, por ejemplo: «De ahí que en la justificación misma, juntamente con la remisión de los pecados, recibe el hombre las siguientes cosas que se le infunden por Jesucristo, en quien es injertado: la fe, la esperanza y la caridad. Porque la fe, si no se le añaden la esperanza y la caridad, ni une perfectamente con Cristo, ni nos hace miembros vivos de su cuerpo» (Ses. VI, cap. 7).
Así, la fe es la raíz de la vida del miembro de Cristo, del sarmiento injertado en la Vid, que es Cristo mismo. Raíz que tiende por su propia naturaleza al desarrollo de la vida total de Cristo en el cristiano. Por ella es fe cristiana, participación de la vida de Cristo en nosotros, del modo de conocer de Jesucristo, el Hijo de Dios.
Si asegurados en su recta inteligencia pasamos a contemplar inmediatamente los textos de la Escritura, podemos ahondar y extender el conocimiento sabroso y operante acerca de la fe.
No podemos en tiempo tan escaso exponer los variados matices que aportan los diversos autores inspirados. Mas sin temor a pecar de inexactos nos atrevemos a proponer del modo siguiente la concepción de la fe que nos ofrece el Nuevo Testamento.
La fe es ante todo una relación personal con Cristo, el Hijo de Dios, Persona divina, que con el Padre espira al Espíritu Santo; Verbo encarnado que viene al mundo para salvarnos mediante su testimonio, su palabra, su humillación hasta la muerte en cruz, su resurrección y la comunicación de su Espíritu. Y que, por ser el Hijo de Dios hecho hombre, es constituido Cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. Por donde la relación personal con Jesucristo implica la relación con el Padre y con el Espíritu Santo, y de modo diverso con cada uno de todos los hombres.
La fe es la aceptación, la acogida de Jesús mismo. Creer es sinónimo de seguir, de dejarlo todo por Él, de amarle más que a los padres y a la esposa y a los hijos; de estar dispuesto a dar por Él la propia vida terrena, creyendo encontrar en Él la vida eterna. Es entrar en tal intimidad con Él, que Cristo está en mí y yo en Él; Él permanece en mí y yo en Él; recibo su palabra, guardo sus mandamientos, permanezco en su amor. Vivo su propia vida: Vivo, no yo, sino que vive en mí Cristo (Gal 2, 20). Todo ello a imagen y como consecuencia de la relación personal de Jesucristo con el Padre.
Mas de aquí brotan varias conclusiones. Quien recibe a Cristo, quien cree en Cristo, confía sin duda en Él, se fía de Él. De ahí que la fe incluya el dar crédito a sus palabras. Creer en (pisteuo eis Xriston: acusativo con eis) integra el creer a (con dativo). Y también integra el creer que es verdad lo que nos dice, aceptar la realidad del contenido de tales palabras. Por donde la fe, con carácter estrictamente personal, nos compromete ineludiblemente a la aceptación de una doctrina, de un contenido conceptual. Teniendo siempre en cuenta la advertencia de Santo Tomás: la fe no termina en los enunciados, sino en las realidades enunciadas. Que son, en primer término, personales. Cuando recitamos el Credo estamos afirmando no solamente que admitimos la existencia del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, no solamente que nos fiamos de ellos, sino más aún, que nos adherimos a ellos, que estamos dispuestos a dar la vida por ellos. Tal es, al menos, el sentido de las palabras.
Mas, por otra parte, el hombre puede poseer tal dinamismo de modo incipiente, muy imperfecto. Y dada la desarmonía de la personalidad humana, siempre en vías de formación, puede suceder, y de hecho sucede, que nuestra posesión de la fe, nuestro arraigo en ella, sea tan defectuoso que no alcance sino al mero asentimiento intelectual. Al creer, sin tocar apenas las realidades afirmadas y sin llegar a determinadas actitudes congruentes en los restantes niveles de la personalidad, el dinamismo existe, mas apenas funciona. No podemos negar que tal hombre tenga fe, pero se trata de una fe en estado inicial, inoperante, informe, sin caridad, sin adhesión total, insuficiente para la salvación, mientras no llegue el vigor necesario para la operación amorosa. Las energías malditas del egoísmo, fruto del pecado, inhiben el crecimiento de la fe.
La fe es pura donación divina: Nadie viene a Mí si no lo atrae el Padre que me envió, por esto he dicho que nadie puede venir a Mí si no le fuere concedido por mi Padre (Jn 6, 44. 66). No es impensable, y la experiencia parece probarlo, que en un momento determinado un hombre desee creer y todavía no pueda. Todavía, lo subrayo, porque si el deseo es sincero, es ya la gracia de Dios la que actúa, disponiéndole a recibir la fe infusa.
La fe cristiana es inmediatamente cristocéntrica, la relación se establece inmediatamente con Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Unigénito Hijo, el que está en el regazo del Padre, él es quien lo dio a conocer (Jn 1, 18). Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por Mí. Si me habéis conocido, también a mi Padre conoceréis; y ya desde ahora le conocéis y le habéis visto … Quien me ha visto a Mí ha visto al Padre (Jn 14, 6-7.9).
Así la fe es una intimidad, una participación de la vida de Jesucristo, y, por tanto, de la vida divina trinitaria, según El mismo nos revela: Como el Padre es fuente de vida y yo vivo por el Padre, también quien me come vivirá por Mí (Jn 6, 58).
Cristo viene a ascendernos de la mera e inevitable calidad de esclavos a la de amigos, según nos dice Él mismo, acentuando esta nota de comunicación. Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe qué hace su señor; mas a vosotros os he llamado amigos, pues todas las cosas que de mi Padre oí os las di a conocer (Jn 15, 15). Y consiguientemente se establece un mutuo conocimiento sabroso, experimental, a imagen del conocimiento que existe entre el Padre y el Hijo: Yo soy el buen Pastor y conozco las mías y las mías me conocen, como me conoce mi Padre y yo conozco a mi Padre, y doy mi vida por las ovejas (Jn 10, 14-15). De ahí que la fe se exprese necesariamente en profesión, en testimonio.
Finalmente, advertimos la enorme seriedad del asunto. La necesidad absoluta de la fe para la salvación. Aun para el desarrollo del hombre en plenitud de sus niveles naturales. No hay personalidad adulta sin fe. Recordemos el texto de San Marcos: Y les dijo: id al mundo y predicad el evangelio a toda la creación. El que creyere y fuere bautizado, se salvará; mas el que no creyere, será condenado (Mc 16, 15-16).
Pero es San Juan acaso quien nos habla más taxativamente de la necesidad de la fe. Siendo Cristo la Vida misma, la única fuente de vida, es evidente que quien le rechaza se condena a sí mismo. Nos dice el evangelista: Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Unigénito, a fin de que todo el que crea en El no perezca, sino alcance la vida eterna … Quien cree en Él no es juzgado; quien no cree, ya está juzgado, porque no creyó en el nombre del Unigénito Hijo de Dios. Este es el juicio: que la luz ha venido al mundo y amaron los hombres antes las tinieblas que la luz (Jn 3, 36). Si no creyereis que Yo soy, moriréis en vuestros pecados (Jn 8, 24). Quien me desecha y no recibe mis palabras ya tiene quien le juzgue. La palabra que hablé, ésa le juzgará en el último día (Jn 12, 47-48).
Inútil acumular textos reiterados tanto en el Evangelio como en las Epístolas. Y lo mismo en San Pablo. En suma, tal es la doctrina del Nuevo Testamento: Cristo es quien salva; quien le rechaza, no admitiendo la fe, no puede ser salvado.
Y aquí surge el enorme problema de la incredulidad. Multitud de personas no creen. De ellas, muchas no han recibido jamás predicación ni testimonio alguno del contenido de la fe. No tratamos de ellas, por más que planteen no pequeños problemas teológicos. Todos admitimos que pueden salvarse, pues no han rechazado a Cristo. La acogida se realizará de otro modo, supuesta la buena voluntad. Pero no sabemos con certeza cuál puede ser ese modo.
Mas encontramos muchedumbre de incrédulos, o que se afirman tales, en medio de nuestros propios ambientes. Y hemos de sostener la imposibilidad de salvación para aquel que rechaza el mensaje salvífico, propuesto de manera adecuada, suficiente para el que escucha.
Esta mera enunciación nos aconseja cautela a la hora de las estimaciones. Por supuesto que jamás podremos juzgar a ninguna persona singular en su intimidad última. Mas considerando el caso en sí, no tenemos más remedio que admitir que muchas veces nuestra presentación del mensaje cristiano, nuestro testimonio, han sido insuficientes. Que aun la persona de buena voluntad no podía, sin milagro, entenderlo.
Tan ininteligible como es nuestra lengua para un extranjero que la ignora, puede ser la expresión, según nuestra mentalidad humana, para un hombre de mentalidad forastera. Mas no siempre, ni siquiera generalmente, es éste el caso.
Predomina hoy cierta actitud mental, aparentemente optimista, honrosa para el hombre, en verdad pesimista y deshonrosa. No se acepta fácilmente la culpabilidad humana. Tampoco la posibilidad de elevación. En concreto, para tal estilo de pensamiento nadie –salvo acaso muy raras excepciones– habrá de condenarse, como nadie alcanzará la perfección de la santidad. Es la canonización de la mediocridad. La verdad, como hemos leído en los textos de San Juan, es exactamente lo contrario. Cada uno de los hombres es un pecador llamado al heroísmo de la santidad. Y vive en la tierra continuamente con el temor de la condenación eterna, con la esperanza de la santidad perfecta. Y ello depende de la posible opción, mantenida y renovada por Cristo o contra Cristo.
Sería inconcebible que Cristo no quisiera revelarse, ya en este mundo, a cada uno de los hombres. Inconcebible, porque Él ama a cada uno con «el amor mayor», el del amigo que da la vida por su amigo. Y para eso ha venido a este mundo, y ha fundado la Iglesia, para que mediante el testimonio de sus discípulos tengamos acceso en Él al Padre (cf. Ef 1, 3-23).
Cristo se nos comunica en su Iglesia con la colaboración de la comunidad universal, regida por el Espíritu, con la colaboración de uno u otro de sus miembros, de los católicos particulares, en cuanto miembros de la Iglesia.
Bien puede así entenderse que, si por culpa de los cristianos que se han negado a llevar tal testimonio, un hombre «de buena voluntad» no ha recibido la exposición conceptual, la expresión humana de la realidad divina, Cristo actúe de modo misterioso, «supra normal» digamos, ignoto para nosotros, para otorgarle la salvación. Respecto de tal eventualidad, los teólogos no han dejado de trabajar elaborando diversas teorías.
Mas quien rechaza la palabra propuesta, quien positivamente la desdeña, despreocupándose de conocerla, no alcanzamos a entender cómo pueda ser tenido por inculpable. Y en tal sentido el Vaticano II: «No pocas veces sucede que la conciencia yerra por ignorancia invencible, sin que por eso pierda su dignidad, lo cual no se puede decir cuando el hombre no se preocupa gran cosa por conocer la verdad y el bien, y la conciencia se pone así al borde de la ceguera por la costumbre del pecado» (GS 16).
Pues no podemos salir de este dilema: o el hombre es culpable de rechazar la gracia de la fe, o Dios no quiere darse a conocer. Mas lo segundo es impensable, supuesta la revelación de su amor, de su misericordia sobre el mundo: Quien amó tanto al mundo que entregó por él a la muerte a su Hijo Unigénito, ¿cómo no concederá la gracia interior que nos haga conocerle? Quien ni a su propio Hijo perdonó, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con Él todas las cosas? (Rm 8, 32). Y ¿cómo entre ellas no nos dará la fe?
Este moderno fenómeno del ateísmo de masas nos confronta así con el misterio de la iniquidad. ¿Hemos de extrañamos ante un mundo que rechaza a Cristo, quienes acaso desde niños hemos meditado las frases inspiradas que expresan el horror del pecado, la malicia del mundo positus in maligno (1Jn 5, 19), que sabemos que mientras dure este mundo han de crecer juntos el trigo y la cizaña? (Mt 13, 24-30, 36-43).
Tal vez en otras épocas rigiera un pensamiento despiadado, presto a condenar como culpable toda incredulidad, presto a achacar a la maldad moral, y más determinadamente a la inmoralidad del cuerpo, no ya la repulsa de Cristo, sino la mera ausencia de fe. Acaso en algunos se mantenga vigente tal concepción excesivamente rigorista, falsa, sin más. Pero no es lo ordinario en nuestros días. Viceversa, la tendencia actual consiste en excusar siempre, en estimar siempre inculpable al incrédulo, en suponerle buena voluntad y en culpar en todo caso a los creyentes.
Los incrédulos. Por qué se atascan y se obstinan en su incredulidad. Influencia de lo moral sobre la fe. #
Estimamos precisas las siguientes matizaciones, incompletas, por supuesto, por la necesidad de una exposición tan rápida.
a) Muchos no han recibido jamás una proposición subjetivamente suficiente del contenido de la fe; ni siquiera indicios bastantes para tomarla razonablemente en consideración, pese a su buena voluntad. No tendrán, desde luego, fe explícita. Pero están exentos de culpa, plantean solamente un problema teológico para explicar el modo de su salvación, el sentido en que pueda afirmarse que alcanzan las condiciones de la fe en Cristo, precisa para la salvación. En estos casos, la culpabilidad, próxima o remota, carga sobre los creyentes, que no han sido capaces de atestiguar su fe. Pensemos en las inmensas masas paganas de China o de la India.
b) Muchos van paulatinamente acercándose a Dios, fieles a gracias actuales, interiores y externas. Detectaremos en ellos esa «buena voluntad» que tan generosamente atribuimos hoy a todos, con soberano optimismo, y acaso con no parva soberbia humana. Debemos ayudarles en su camino. Y un día alcanzarán el sublime conocimiento del Señor.
c) Pero en no pocos casos el motivo de la incredulidad, y mucho más si hemos de partir de la apostasía, si se trata de alguien que «ha perdido realmente la fe», es ciertamente la perversidad moral. Solamente que en buena mayoría de personas tal perversión no se sitúa radicalmente en los pecados llamados de la carne, ni siquiera en las injusticias, sino inmediatamente en la soberbia.
La historia tiene su continuidad. No fueron sobre todo las prostitutas –tipos del lujurioso–, ni tampoco los publicanos –tipo de lo que hoy se llamaría injusto, opresor, o al menos colaboracionista con el injusto–, quienes rechazaron a Jesús. Fueron los fariseos y saduceos, ni ricos ni lujuriosos en cuanto tales, sino simplemente autosuficientes … Es la autosuficiencia y la autofinalización lo que constituye el pecado. Y todo pecado participa de ellas. También la lujuria y la codicia y la injusticia; pero tales actitudes se dan en su estado puro, por decirlo así, en lo que llamamos soberbia.
Solamente sería importante notar: la soberbia actualmente presenta con frecuencia un matiz especial, genérico. Muchos se enorgullecen más de ser hombres que de ser tal persona. Se glorían de su calidad de hombres, sin más. Así se expresa San Juan muchas veces, poniendo en boca de Jesús la razón de la repulsa de sus palabras. Los hombres no le creen porque no son de Dios, porque son hijos del diablo, porque aman la gloria de los hombres, porque sus obras son malas, porque son hijos de las tinieblas y aborrecen la luz.
Demos lo debido a las deficiencias de los creyentes. Arrepintámonos de ellas, hagamos penitencia. Sintámonos responsables. Más todavía, hemos de reconocer que cada hombre tiene gracia divina para superar el posible escándalo de nuestros pecados. Y que jamás la Iglesia se ha presentado como la congregación de los inocentes. Minuto tras minuto, en impresionante y grandiosa procesión, los sacerdotes del mundo entero subimos al altar, en nombre de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, a realizar el sublime sacrificio en nombre del Señor. Y no habrá minuto del día en que alguno de estos sacerdotes, momentos antes de consagrar el Cuerpo y la Sangre de Cristo, haciendo presente el sacrificio por el perdón de los pecados, no proclame ante los fieles y con ellos que ha pecado mucho, de pensamiento, palabra, obra y omisión, por su culpa, por su culpa, por su gran culpa…
Que podemos hacer nuestras las palabras con que Claudio Tresmontant remata su obra Los problemas del ateísmo: Tras de analizar las diversas motivaciones detectables, por las que los hombres han atacado las doctrinas teístas, y aceptar la culpabilidad de los teístas, escribe: «El cristianismo no sólo ha sido combatido por los que luchan en favor del pobre y del oprimido, por la justicia, contra la opresión del hombre por el hombre. Ha sido odiado y atacado también, como ya hemos visto, por los que reprochaban al cristianismo el haber introducido en el mundo el fermento revolucionario, la lucha de clases, la rebelión de las clases oprimidas contra la casta de los privilegiados … El judaísmo y el cristianismo han sido odiados por los revolucionarios, pero también por los teóricos de la aristocracia, del superhombre y del racismo».
Esta uniformidad del materialismo e idealismo absolutos en detestar la teología hebraica, esta uniformidad de los revolucionarios y de los teóricos de la aristocracia de casta en el odio hacia el judaísmo y el cristianismo, debe conducimos a planteamos el problema de las motivaciones de semejante odio y aborrecimiento, que se justifican por argumentos racionales contradictorios… Independientemente de los malentendidos, contrasentidos, crímenes, imposturas y errores, existe una oposición cerrada al cristianismo de tipo espiritual, que se apoya en una preferencia de signo contrario al cristianismo. En este terreno, nuestro estudio difícilmente avanza. Quizá los psicólogos puedan damos algunas luces… Quizá habrá que ir más lejos, hasta llegar al terreno de las opciones secretas y libres. La teología más clásica enseña que el asentimiento a la verdad del cristianismo, que se llama fe, es un asentimiento de la inteligencia, un asentimiento racional, fundado en razón. Pero enseña también que este asentimiento es libre. No es, no puede ser forzado. La verdad no se funda en la violencia. La historia del ateísmo parece confirmar la tesis.
Los hombres rechazaron a Cristo, y rechazaron a los apóstoles. ¿Fue culpable Cristo?, ¿fueron culpables los apóstoles?
Los creyentes. Medios para purificar, fortalecer, vivir y propagar su fe, precisamente en el mundo de hoy.
La alegoría de la fe. Los santos y la fe #
Ahora bien: y nosotros, hombres de fe, ¿qué mensaje divino encontramos en esta espantosa situación actual? ¿Qué invitación divina escuchamos en la permisión de este avance del misterio de la iniquidad? Contrastado, sin duda, por el progreso, superior, pero oculto, del paso de la gracia. Pues creemos que la frase de San Pablo indica una norma del actuar divino: donde abunda el pecado sobreabunda la gracia.
En primer lugar, muchas de las acusaciones de los incrédulos, muchas de sus actitudes, muchas de sus motivaciones, reales o alegadas, para mantenerse como incrédulos, pueden descubrimos la necesidad de purificar nuestra fe. No, claro, la fe en sí misma, sino nuestra postura de creyentes católicos.
Purificar, ante todo, la postura en sí misma. –Casi universalmente, hasta que el cristianismo alcanza un levantado nivel espiritual, y en cierto sentido, mientras vive en la tierra, afirma su creencia no simplemente por la autoridad divina, por su conocimiento de Cristo, sino también por otras motivaciones carnales, que nada tienen que ver con la fe. Las objeciones escuchadas han de llevarnos a una tarea de purificación para discernir lo real de lo irreal, lo puro de lo impuro, lo espiritual de lo carnal. Modos de ser, influjos ambientales, tendencias afectivas, temores e inseguridades pueden apegarnos a la fe. Podemos creer en parte por tales causas. Y todas ellas han de desvanecerse para que la fe quede pura. Es algo que han entendido perfectamente los místicos de todas las edades.
Purificar la expresión de nuestra fe, su contenido. –La expresión interior y la exterior. La expresión que se ofrece a nuestra propia conciencia, y la exposición que hacemos a los demás. Pues frecuentemente confundimos lo cierto con lo probable o dudoso, o simplemente equivocado; los razonamientos verdaderos con los falsos. Nos atenemos a formulaciones o realizaciones periclitadas, por pereza; o viceversa, nos asimos al primer cambio que se nos ofrece por espíritu de novedad.
Purificar las actitudes consiguientes de la fe. –Distinguir lo que realmente procede de ella, de los principios revelados, del conocimiento y la experiencia de Cristo, de lo que constituye una consecuencia falsa, o una postura forastera a la fe, que yo mantengo a la vez que creo. Un vistazo inteligente a la historia nos informa de cuán frecuentemente se ha querido legitimar como evangélica cualquier opción científica, cultural, política, económica, dimanante de nuestro entendimiento humano, o, lo que es peor, de nuestro egoísmo. El católico que pretende vivir según el Evangelio, tal como le exige el dinamismo totalizante de su fe, debe reconocer que no pocas veces intenta justificar con la palabra divina las propias tendencias de codicia, afecto, agresividad, seguridad, dominio … Y también en estos campos las acusaciones y aun el ejemplo de los incrédulos nos brindan ocasión de examen. Y hemos de implorar la gracia de acudir al Evangelio para que la palabra de Dios nos ilumine, nos vivifique, nos purifique y nos juzgue. Y no con el recóndito deseo de encontrar las justificaciones de nuestras propias ideas y tendencias. ¡Cuántas veces, en lugar de dejarnos transformar por la Palabra de Dios, la pervertimos en provecho de nuestro egoísmo, con grave escándalo de quienes nos contemplan o escuchan! ¡Cuántas veces nos detenemos a revolver interiormente la frase que «nos gusta», que nos conmueve, que nos dice algo a la sensibilidad, en lugar de paramos despaciosamente en aquella otra que, por chocar con mi criterio o mi propensión sensible, habría de transformarme!
Pero hay más: frente al fenómeno de la incredulidad creciente, el cristiano ha de tener una actitud de caridad intensa, que se ejercita con esperanza. El celo, el deseo confiado hasta la audacia de que el incrédulo vea, y crea, de que el ambiente de incredulidad se convierta en ambiente de fe. No es utopía alguna: para eso hemos sido convertidos nosotros, para ir a predicar y hacer discípulos del Señor.
Y teniendo en cuenta verdades ya aludidas, podemos concluir resumidamente: puesto que sólo la gracia interior, la atracción del Padre, convierte al hombre, ¿cómo colaboramos con Cristo para que se nos conceda esa gracia interior, esa acción del Espíritu?
a) Por la intercesión. –Jesucristo nos asegura que recibiremos cuanto pidamos en su nombre (Jn 14, 13-14; 15, 7; 16, 23-24. 26-27). Y el mismo Juan nos asegura en su primera epístola: Y ésta es la segura confianza que tenemos en Él: que si alguna cosa pidiéramos, según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en cuanto le pidiéremos, sabemos que alcanzamos las peticione s que le hemos pedido. Si uno viene a su hermano cometiendo un pecado no de muerte, pedirá y Dios les dará la vida a los que pecan no para la muerte. Hay pecado para la muerte, no digo que se ruegue por él (1Jn 5, 14-16).
Es claro que pecado para la muerte no es todo pecado mortal, puesto que por nuestra oración Dios devolverá la vida a aquel por quien rogamos. Es decir: estaba en pecado mortal según nuestra terminología actual. Por tanto, es cierto que muchas veces nuestras oraciones por la conversión del prójimo son eficaces. Mas lo que San Juan llama pecado para la muerte ha de entenderse de algún pecado especialmente grave: la obstinación, el endurecimiento, según unos; la apostasía, según otros.
Sea como sea, puede aplicarse aquí, incluso respecto de esos pecados –por los que nos prohíbe pedir perdón– el siguiente comentario de Flick-Alszeghy, en su obra El Evangelio de la gracia (número 46): «En esa situación es preciso que Dios actúe de modo extraordinario, a fin de quebrar la libre resistencia del pecador. Por tratarse de un milagro, comparable a la resurrección de un muerto, la oración ordinaria de los fieles no entraña, según Santo Tomás, la promesa de esta conversión, sino únicamente la intercesión de quienes poseen ante Dios méritos abundantes … Así explica el sentir cristiano los grandes éxitos apostólicos del Cura de Ars».
En suma: el endurecimiento de muchas personas, sus apostasías de la Iglesia constituyen una invitación a la santidad heroica, que nos coloque en el nivel de la intercesión de frutos «milagrosos».
b) Por el merecimiento. –Es doctrina común de los teólogos, con ancha base en la Escritura, que el creyente en gracia, en proporción a la caridad que ejercita, alcanza para los demás gracias abundantes con sus obras.
c) Por la expiación. –Cristo nos ha redimido empleando el sufrimiento como uno de los instrumentos capitales. Según se expresa San Pablo: Se anonadó a Sí mismo, tomando forma de esclavo, hecho semejante a los hombres; y en su condición exterior, presentándose como hombre, se abatió a Sí mismo, hecho obediente hasta la muerte de cruz (Fil 2, 7-8). Es decir: se humilló, se entregó voluntariamente al sufrimiento hasta la muerte.
Detrás de no pocos textos del Nuevo Testamento resuena el viejo texto de Isaías, familiar para los primeros cristianos como profecía de la redención de Jesucristo: Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. El soportó el castigo que nos trae la paz y con sus cardenales hemos sido curados. Todos nosotros como ovejas erramos; cada uno marchó por su camino, y Yahveh descargó sobre Él la culpa de todos nosotros. Fue oprimido y Él se humilló y no abrió la boca … Por nuestras rebeldías fue entregado a la muerte … Plugo a Yahveh quebrantarlo con dolencias. Por sus desdichas justificará mi siervo a muchos y las culpas de ellos Él las soportará. Él llevó el pecado de muchos e intercedió por los rebeldes (ls 53, 5-12).
Nosotros hemos de hacer presente esta expiación de Cristo por los Sacramentos, desde luego, pero también tomando sobre nosotros los sufrimientos morales y físicos, inevitables o libremente elegidos. Tomando los dolores que los culpables se merecen, expiando los pecados que apartan de ellos las gracias eficaces de Dios. Así podrán entrar de nuevo bajo la operación redentora de Jesús.
d) Por el testimonio. –Tal es la misión que todo cristiano recibe de Cristo: ser testigo. Mas ante todo en su sentido más hondo: en cuanto al ser. Ser testigo es conocer inmediatamente, por experiencia. No simplemente haber oído decir. Ni siquiera haber visto de lejos. Sino haber estado en el acontecimiento, haber tomado parte en él. Y mejor aún: estar tomando parte. Testigo de Cristo es quien experimenta actualmente a Cristo; quien experimenta su operación continua sobre sí mismo, y, por consiguiente, la sabe reconocer en torno. Quien vive esa vida de Cristo de que hablábamos al comienzo. Un estilo de la vida que incluye necesariamente la intimidad consciente con el Espíritu Santo. Cuando viniere el Paráclito, que Yo os enviaré de cabe el Padre, el Espíritu de Verdad que procede del Padre, él dará testimonio de Mí. Y vosotros también seréis testigos, los que estáis conmigo desde el principio (Jn 15, 26-27).
Iluminados por el Espíritu tendremos el conocimiento experimental amoroso de Cristo presente por la fe en nuestros corazones, presente entre nosotros hasta la consumación de los siglos. Y el conocimiento de las Personas divinas, cuyo templo es la humanidad del Señor, y que, por tanto, se nos manifiestan en ella, y consiguientemente en nosotros mismos, miembros del Señor. Y la participación del conocimiento de los planes divinos, y del hombre mismo, en la medida que sea preciso para la eficacia de nuestro testimonio. Y la fortaleza que es don del Espíritu, necesaria para afrontar la enemistad del mundo en cuanto es enemigo de Cristo, incrédulo, y necesitado de conversión. Y que nos capacita para escoger los medios audacísimos necesarios para dar un testimonio incisivo, como el de los santos.
No es el problema de hoy, pese a todo, la malicia del ambiente, sino la mediocridad de los cristianos, de los apóstoles. Hemos de presentar nuestra fe conforme a las exigencias reales del mundo actual, hablar a los hombres de modo inteligible a su mentalidad, y no según la nuestra, pero siempre conscientes de que se trata de la inteligibilidad del misterio. Y aun los mejores razonamientos, los más expresivos en sí y mejor expuestos, mejor adaptados al oyente, no son todavía lo convincente en la práctica. Es el testimonio sin más, el testimonio del testigo genuino: en una palabra, del santo.
Concluimos con las palabras del P. de Lubac, en su presentación de una obra científica de teología: al comienzo de los cuatro volúmenes, en cinco tomos, de El ateísmo contemporáneo, obra colectiva en que abundan los sabios análisis y los profundos y prolijos razonamientos de especialistas, el P. de Lubac remata su presentación con estas frases: «El Evangelio se difundió por la fuerza del Espíritu que animaba a los fieles de Cristo. La fuerza de ese mismo Espíritu puede difundirlo hoy también. Es antes que nada a nuestras infidelidades, o, al menos, a nuestra falta de confianza, a lo que debemos atribuir los retrocesos. Ahora bien: en todas las épocas y en todas las situaciones, Dios suscita entre los hombres testigos de su presencia. Entonces, contra toda esperanza, se renueva la maravilla: la fe aflora en el fondo de un corazón. A través de uno de sus testigos, el hombre, una vez más, ha reconocido a su Dios».
1 Idea y lucha del hombre, en la obra colectiva Fe y entendimiento del mundo.
2 A. Vergote, Análisis psicológico del ateísmo, en la obra colectiva El ateísmo contemporáneo I, 1, Madrid 1974, 241.
3 H. Fries, art. Fe, en Sacramentum mundi, Barcelona 1973.