Artículo publicado en la revista Catolicismo, el día del DOMUND, octubre de 1963.
Nos lamentamos frecuentemente de las humanas adherencias con que la Iglesia se ve obligada a caminar por el mundo mientras en el mundo esté. Pero yo me pregunto si a nuestros ojos de hombres hubiera sido posible contemplar el bellísimo rostro que ella tiene, de no haber sido precisamente por esa carga humana que lleva consigo, cuyo peso, a la vez, nos entristece.
Una Iglesia de ángeles no habría tenido que soportar miserias, pero tampoco habría ofrecido a la contemplación humana el paisaje único de su misericordia y de su amor.
Evangelización es una palabra que no existe en el lenguaje del cielo, donde todo es puro o purificado. Se refiere y se aplica exclusivamente a este mundo nuestro, espléndido por su origen, como nacido de las manos de Dios Creador, pero torpemente manchado en su evolución y posterior desarrollo. La Iglesia ha tenido como misión, desde el primer momento de su existencia, predicar la buena nueva y bautizar a ese mundo, el de los hombres y sus obras humanas, y lo ha hecho, siendo ella divina, encarnándose en los hombres también para facilitar a todos la luz de que es portadora. Ahí radica el secreto de su grandeza y su debilidad. No podemos olvidar que fue a la vista de un niño impotente y desvalido cuando se pronunció aquella frase conmovedora que ha dado lugar a tantas meditaciones y ha hecho surgir en el corazón humano tantas y tan heroicas respuestas: Lumen ad revelationem gentium (Lc 2, 32).
Con la debilidad y el temblor propio de las manos de un niño, que eso somos los hombres aun en estado de adultos, la Iglesia, sostenida y encarnada en estructuras humanas, ha seguido ofreciendo la luz. Por eso a veces ha aparecido ésta oscilante y como en agonía. Pero su resplandor no se ha apagado nunca del todo.
Conocía muy bien Jesucristo, en el momento de instituirla como sociedad visible en la tierra y confiarla a nuestro cuidado, lo que seríamos capaces de hacer con su herencia. Sin duda, la mutilaríamos y llegaríamos a exponerla a innumerables frustraciones, pero al prometernos su asistencia –Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos (Mt 28, 20)– dejaba a salvo y garantizaba para siempre la incolumidad de la belleza divina de que Él la había dotado. En su hermoso rostro brillarían siempre, además de otros fulgores, el del universalismo y el de la santidad, no sólo para propio embellecimiento, sino para el de los hombres que participasen de su riqueza. Y aquí viene la paradoja. La Iglesia estaría sostenida y encarnada en los hombres, que con su torpeza la manchan y la afean, pero iban a ser ellos también los que, en el orden de las cosas visibles, ofrecieran la luz y la belleza que, aun siendo de Cristo, a ellos les habían sido entregadas para su difusión continua. Así iba a aparecer siempre la Iglesia con esa mezcla asombrosa que tiene de imperfecciones humanas y resplandores divinos, en lo cual consiste gran parte de su misterio. Humanos como son los llamados a incorporarse a ella, encontrarían más fácil el acceso al ver que eran los propios hombres los encargados de ofrecer los dones de Dios y de su Hijo, el Redentor. Todo brotaría de Cristo, pero como si brotase de nosotros mismos. Hechos al individualismo egoísta y al pecado, los hombres –en los que se encarna la Iglesia– se presentarían hablando y viviendo el universalismo y la santidad. Este lenguaje no les correspondía por vocación de su naturaleza, tan dada a la dispersión y el desorden, sino que lo recibían de la Iglesia misma, es decir, del Espíritu que la acompañará siempre en cumplimiento de la promesa hecha por Jesús, antes de volver al Padre.
¿No consistirá en esto, precisamente, la gran aventura de la Iglesia? Parece como si Jesucristo hubiera querido buscarse una compensación. A los fallos, por Él previstos, que se producirían como consecuencia de la estructura humana de la Iglesia, sucederían, en un turno de éxitos felices, los logros maravillosos que nunca han faltado.
La Iglesia, es cierto, había de verse, con frecuencia en el correr del tiempo, inculpada de los excesos y debilidades de los hombres; pero los hombres, gracias a la Iglesia, podrían también presentarse ante la humanidad necesitada de redención como poseedores de santidad, de amor, de libertad auténtica, de anhelo evangelizador y misionero, forma suprema de la caridad. De ella lo recibirían para ofrecerlo a los demás, los llamados a incorporarse, que son todos, absolutamente todos los que están fuera. Sólo así ha sido posible a nuestros ojos humanos contemplar la epopeya de veinte siglos en que la vida de los hombres no ha sido sólo odio y lascivia, rebeldía y egoísmo, desesperanza y tinieblas; ha sido también abnegación y sacrificio generoso, fraternidad auténtica, pureza y amor, salvación de los demás. Lo ha sido gracias a la Iglesia, que, injertada en el tronco de la comunidad, ha hecho posible que brotasen frutos tan ricos como el que los hombres se empeñasen por amor en hacer santos a los hombres.
Cuando esto se anhela y se vive a escala universal, estamos en presencia del fenómeno de la evangelización misionera, que es, en definitiva, propagación de la santidad y la unidad.
Los Apóstoles, en el concilio de Jerusalén, movidos por el Espíritu Santo, abren las puertas de la Iglesia a la humanidad entera, sin exigir como condición previa el rito de la circuncisión. Con tal determinación no fueron ellos los que obsequiaron a la Iglesia adoptando una actitud que favoreciera su propagación por el mundo. Al contrario, lo que hicieron fue rendirse con humilde y fiel obediencia a lo que la Iglesia misma les pedía por exigencia de su naturaleza.
Siempre ha sido así desde entonces. Ellos, sin conocer la geografía ni detenerse a hacer estadísticas, se repartieron el mundo para predicar la Buena Nueva. Esto es lo asombroso: la naturalidad biológica –diríamos– con que se lanzan a una tarea evangélica, universalista y mundial, como quien no puede, ni debe, ni tiene que hacer otra cosa. Muertos ellos, en la historia sucesiva de la Iglesia irán surgiendo, con la misma espontánea naturalidad de aparición y crecimiento, los innumerables movimientos, instituciones, grupos y personas que, nacidos dentro de la Iglesia, se dedicarán a propagar el Evangelio como quien no puede hacer otra cosa. Serán los obispos de las cristiandades primitivas, los monjes, las órdenes religiosas, las diócesis, o incluso las naciones cristianas. Serán también los héroes individuales y aislados, de gigantesca personalidad, que aparecerán siempre arrebatados por el impulso de su fervor recorriendo mares y continentes con la cruz de Cristo en la mano. Al obrar así, no hacen otra cosa que rendirse también ellos, con la misma fe y humilde obediencia en lo que la Iglesia les pide.
Esta aventura constante, y muchas veces silenciosa, de la Iglesia y de sus hijos es lo que hace de ella una institución incomparable. En las grandes crisis que ha atravesado el mundo, ha ido quedando a salvo siempre, para orgullo y esperanza de la humanidad, esa misteriosa acción salvadora del hombre en favor del hombre, que se llama evangelización, sublime por su desinterés, su elevación y su pureza. ¿Qué pueden significar junto a ella, con ser tan grandes sus beneficios, las transformaciones industriales o las conquistas de la técnica? Algo se esconde siempre detrás de estos avances en el reino de la materia que nos hace sentir miedo al desencadenamiento de posteriores egoísmos. El mundo no es capaz de aventuras generosas continuadas. Cuando se decide a hacer una carretera que facilita la comunicación a los nativos de un país subdesarrollado, piensa enseguida en plantaciones de caucho o en el tratamiento del uranio para provecho propio. El amor, a escala universal, no es conocido en sus dominios. Tiene que ser siempre la Iglesia, a pesar de las imperfecciones de sus hijos, la que salga a escena sacando de sus reservas inagotables las energías espirituales que restauran y nos hacen confiar en que el amor no se ha extinguido. Será San Bonifacio o San Patricio, será San Francisco Javier o el padre Foucauld, será el cardenal Lavigerie o Juan XXIII, serán los institutos de misiones extranjeras o los sacerdotes belgas, franceses o españoles que, hoy como ayer, siguen respondiendo a la llamada y se lanzan a vivir el universalismo del amor sin otra aspiración que la de ser testigos del Evangelio del Señor. Y lejos de que la hermosa aventura haya terminado, crece tanto en nuevos impulsos que ya lo estamos viendo: en un mundo que tiene que vanagloriarse de un pacto precario de suspensión de pruebas nucleares, pero en el que hay que seguir hablando hasta el cansancio del Este y el Oeste, la Iglesia comunica a sus hijos fuerza vital suficiente para que, en lugar de un documento como la Rerum Ecclesiae o la Fidei donum, aparezca la Encíclica Pacem in terris, que es como un grito misionero en favor no ya de los países de misión, sino de todo el mundo, y en lugar de un instituto de misiones, al estilo de los que aparecieron en el siglo XIX, se convoca un Concilio Ecuménico, en que los 2.500 obispos de la tierra tratan de ponerse en estado de misión permanente. El amor no se cansa nunca cuando quien lo mueve es Cristo.