Conferencias cuaresmales para adultos, Iglesia de los jesuitas, Toledo, 25 de Marzo de 1952
Voy a hablaros hoy, queridos diocesanos, de la Iglesia como institución y como misterio de salvación. Y a este propósito la pregunta previa es ineludible. ¿Qué es la Iglesia de Jesucristo?
Henos aquí un grupo, no pequeño, de hijos de la Iglesia, hombres y mujeres bautizados en ella, herederos de una fe, pero no simplemente depositarios de la misma. Esta fe, recibida por los caminos que, dentro de una sociedad católica normal, suele tener abiertos la Providencia, nos ha llegado por medio del bautismo. Y ya adultos hemos ido haciéndola cada vez más consciente dentro de nosotros mismos. Crecimos en una familia católica, hemos recibido una educación religiosa en conformidad con la doctrina de la Iglesia y, poco a poco, hemos ido avanzando en la vida, y ésta con sus exigencias nos ha hecho ponernos muchas veces en situación de contrastar la sinceridad de nuestra fe. Hemos visto a nuestro alrededor, quizá en nosotros mismos, la enfermedad, el dolor; hemos experimentado alegrías, esperanzas; sabemos lo que es el pecado, también conocemos lo que es la virtud y los medios para recobrarla cuando la hemos perdido. Hemos, tal vez, dudado en cuestiones religiosas; seguimos sin ver con claridad en algunas de ellas, pero tenemos una fe y somos responsables de ella y queremos vivirla.
Y aquí, en este momento, nos encontramos dentro de una iglesia a la que acudimos para escuchar la palabra que yo os predico, para reflexionar todos juntos y para cantar alguna oración, con lo cual nuestro espíritu se pone más en contacto con Dios.
Y está bien que nos reunamos dentro del templo. Porque una de las manifestaciones arbitrarias y muy inconsistentes que hoy se hacen es la que pretende prescindir un poco de los templos, invocándose para ello la frase que el Señor dijo a la samaritana: Llega la hora en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad (Jn 4, 23). Pues claro que tenía que ser así. El Señor vino a darnos la religión de la vida, no la religión de las prescripciones mosaicas del Antiguo Testamento; nos daba la vida y teníamos, por consiguiente, que recibirla o rechazarla, y el que la recibe dentro tiene que vivirla en espíritu y en verdad. Pero lo que el Señor no dijo es que para eso eran innecesarios los templos materiales; siguen siendo necesarios. Lo importante es que cuantos vienen al templo material lleven dentro el templo espiritual. Y allá en su interior adoren al Padre en espíritu y verdad, y cuando entran en una iglesia como lugar sagrado, cuando se postran ante la Sagrada Eucaristía y cuando rezan ante un imagen de la Santísima Virgen o de los santos, a quienes buscan como intercesores, lo hagan como expresión exterior de una vida interior, a solas o en unión con otros. Es lo que hacen los padres de familia con sus hijos, los grupos homogéneos o toda una comunidad cristiana, como en este caso, la de una ciudad determinada, a la cual se la invita a venir a la Iglesia para esto.
Vosotros, como digo, tenéis ya experiencia clara de lo que es la Iglesia, habéis recibido sus sacramentos, habéis orado con su oración, habéis siempre escuchado la palabra que ella predica y avanzáis hacia vuestro destino, hacia la realización de vuestro destino religioso dentro de esta Iglesia.
Los tres momentos espirituales suscitados por el Vaticano II #
Y para situarnos una vez más en el punto de partida de todo lo que está sucediendo actualmente, en medio de esta crisis que confunde a tantos, voy a leeros unas palabras del Papa Pablo VI, pronunciadas al final del Concilio, en las cuales parece como que adivina todo lo que iba a suceder después. Me refiero al discurso que pronunció el 18 de noviembre de 1965, cuando se promulgaron la Constitución sobre la Revelación y el Decreto sobre el apostolado seglar.
En un pasaje del discurso pronunció estas palabras: “Nos parece que es muy importante que nos demos cuenta de cuál debe ser nuestra actitud de ánimo en el período posconciliar. La celebración del Concilio ha suscitado, a nuestro juicio, tres diferentes momentos espirituales. El primero fue el del entusiasmo. Era justo que fuera así: estupor, alegría, esperanza, un sueño casi mesiánico, acogieron el anuncio de la esperada y, sin embargo, inesperada convocación; una brisa de primavera pasó al comienzo sobre todos los ánimos. Siguió un segundo momento: el del efectivo desarrollo del Concilio, que se caracterizó por la problematicidad; ese aspecto de la problemática era lógico que acompañase al trabajo conciliar, que fue, como vosotros sabéis, inmenso trabajo que pudo realizarse gracias, especialmente, a los miembros de las Comisiones y Subcomisiones… Pero en algunos sectores de la opinión pública, todo se convirtió en discutido y discutible, todo apareció difícil y complejo; se pretendió someter todo a la crítica y a la impaciencia de las novedades. Aparecieron inquietudes, corrientes, temores, audacias, arbitrariedades; todo se hizo dudoso, incluso los cánones de la verdad y de la autoridad, hasta que comenzó a hacerse oír suave, meditada, solemne, la voz del Concilio”1.
¡Qué época aquella, mientras se estaba celebrando el Concilio! Los que vivíamos en Roma y recibíamos continuamente las informaciones que llegaban, no sólo de la prensa del mundo entero, sino de los boletines que editaban los grupos más diversos, de los libros y folletos que se imprimían, de las referencias sobre luchas dentro del Concilio que no existían, comprobábamos cómo se producía la deformación con que tales informaciones presentaban la figura de tal cardenal, de tal obispo, de este episcopado, de aquel otro. Todo quedó sometido a la insaciable voracidad de la opinión pública. ¡Tan interesante como hubiera sido ofrecerlo todo como alimento sereno para la reflexión! Pero no fue así. Un fatal y pernicioso prurito movió a algunos a utilizar todo lo que el Concilio iba elaborando, para lanzarse sobre ello ferozmente, para presentarlo ante el pueblo pura y simplemente como manifestaciones banderizas, tendencias ideológicas, triunfadores y derrotados. Es decir, se trituraba el misterio de la Iglesia, se le convertía en triste comentario, para que sirviera, en las tertulias más inverosímiles, como objeto de todas las deliberaciones.
El Papa Juan XXIII abrió las puertas del Concilio con una intención santa, precisamente lo que se buscaba: el diálogo con el mundo moderno. Pero con qué poco respeto, por parte incluso de ciertos hijos de la Iglesia, se acogió aquella muestra de benevolencia. “En este último tramo del Concilio… viene el tercer momento, el de los propósitos –dice el Papa Pablo VI–, el de la aceptación y la ejecución de los decretos conciliares. Y este es el momento para el que cada uno debe disponer su propio espíritu. La discusión acaba; empieza la comprensión”2. Esto dijo el Papa. Pero yo ahora pregunto: ¿de verdad ha acabado la discusión? “A la acción del arado que remueve la tierra, sucede el cultivo ordenado y positivo. La Iglesia se reorganiza con las nuevas normas que el Concilio ha dado. La fidelidad la caracteriza; una novedad la califica”. ¿Qué novedad? Sobre la base de la fidelidad que el Papa proclama, ¿qué es lo nuevo que va a haber? Él lo señala con estas palabras: “Una conciencia acrecentada de la comunidad eclesial, de su maravillosa trabazón, de la mayor caridad que debe unir, activar, santificar, la comunión jerárquica de la Iglesia”. Esta es la novedad. Es decir, va a empezar en la Iglesia algo nuevo, una mayor conciencia eclesial por parte de todos; éste sería el gran fruto del Concilio y puede seguir siéndolo si no lo frustramos con nuestras intemperancias.
Hacer que todo el Pueblo de Dios sienta vivamente que es Iglesia y, por lo mismo, en su interioridad esté escuchando siempre el eco de una voz que le dice: “mueve el mundo en conformidad con el Evangelio, tienes una misión”. Todos: sacerdotes, religiosos, laicos. Lograr esto, en contraposición a la pasividad inerte que existía en buena parte de la Iglesia, sería el fruto más espléndido que podríamos conseguir. “Una maravillosa trabazón, dentro de todo el Pueblo de Dios”, conciencia eclesial, trabazón. Pablo VI está empezando, con esta imagen, a indicar que la Iglesia no es una masa amorfa, que están los hijos unidos, trabados, forman un tejido. Concretará más: mayor caridad que debe unirnos a todos. La caridad alta, la caridad como don del Espíritu Santo, la caridad que al obispo, al sacerdote, a los fieles, les haga sentir un sagrado respeto ante todo lo que de Dios hemos recibido, y ante el hombre; una caridad que nos haga ser pacientes, humildes; una caridad que nos mantenga intrépidos en nuestro apostolado, aceptando todas las fatigas que hayamos de soportar; una caridad que ponga a Dios en el centro de todos nuestros trabajos. Y todavía concreta más: “esta caridad debe unir, activar, santificar la comunión jerárquica de la Iglesia”. Pueblo orgánicamente constituido, en el cual todos tenemos responsabilidades y todos nos unimos dentro de una Jerarquía, puesta por Dios para que ese Pueblo se salve.
“Este es el periodo del verdadero aggiornamento preconizado por nuestro predecesor, de venerada memoria, Juan XXIII, el cual no quería ciertamente atribuir a esta programática palabra el significado que alguno intenta darle, como si ella consistiera en “relativizar” según el espíritu del mundo todas las cosas de la Iglesia: dogmas, leyes, estructuras, tradiciones, siendo así que estuvo en él –en Juan XXIII– tan vivo y firme el sentido de la estabilidad doctrinal y estructural de la Iglesia que lo constituyó en eje de su pensamiento y de su obra. Aggiornamento querrá decir de ahora en adelante, para nosotros, sabia penetración del espíritu del Concilio que hemos celebrado y aplicación fiel de sus normas feliz y santamente emanadas”3.
Yo pediría a todos los que tienen una misión hoy en la Iglesia, que estas palabras, pronunciadas así por el Vicario de Cristo en un momento importantísimo, cuando el Concilio estaba a punto de terminar, quedaran escritas en el corazón y el pensamiento de cada uno. Porque se vería entonces si, manteniendo la fidelidad y el respeto a estas palabras, podían acometerse, podían realizarse tantos atropellos como hoy se están realizando. Veríamos entonces si se podía hablar de los dogmas de nuestra religión, buscando enseguida, con respecto a ellos, lo último que haya dicho el teólogo o el teorizante más absurdo. Veríamos entonces si se podía, en nombre de estas palabras, despreciar las tradiciones santas de la piedad de la Iglesia. Veríamos también si por “aggiornamento” se puede entender el salto en el vacío, una modernización que tire abajo todo lo que tenemos, sin construir nada más que estas aspiraciones individuales, a las que dan forma este grupo o aquel otro, conforme a sus propios deseos y caprichos, inventándose su liturgia, sus catecismos, predicando una religión que se dice que es el amor y la justicia, y empieza hablando de odios contra estos o contra aquellos. Veríamos, por último, si es posible, a la vista de estas palabras de Pablo VI, tener el concepto de Iglesia que tienen algunos hoy. Y si estas palabras del Papa no nos sirven, ¿por qué nos van a servir las de cualquier teólogo o las de mi voluntad arbitraria?
Insisto: mi pensamiento, ya expresado anoche, sobre el que vuelvo a invitaros a que reflexionéis hoy, es éste: hemos olvidado, como consecuencia de este vértigo en que estamos moviéndonos sin cesar, la doctrina del Concilio.
Por eso han dicho ya algunos obispos, por ejemplo el Arzobispo de París, entre otros, que había quienes estaban queriendo vivir del Vaticano III; y claro, es absurdo querer vivir del Vaticano III si no se ha vivido el Vaticano II. Es una forma de decir que algunos se han saltado todo y que han prescindido de toda norma y de toda institución. Y así es como se crea una imagen deformada de la Iglesia. Y terminan por hacer de la Iglesia algo molesto, antipático, inadaptado al mundo moderno; los perfiles más visibles de la Iglesia les resultan odiosos, aborrecibles, no son más que juridicismos paralizantes, impiden el avance del hombre en el reino libre del espíritu. Frases, frases, retórica vacía.
Vamos a dejarnos de retóricas y vamos a pensar, con fidelidad a Jesucristo, en lo que es nuestra Iglesia Santa.
La Iglesia que Cristo instituyó #
Mi primera reflexión es la siguiente: ni siquiera hablaríamos de la Iglesia si no fuera por lo que Jesús, nuestro Salvador, nos ha querido decir y revelar. Esta palabra –Iglesia– aparece alguna vez en los libros del Antiguo Testamento como un concepto muy impreciso. Su realidad está prefigurada en el hecho de que Israel es el pueblo escogido por Dios, convocado por Él, eclesializado diríamos, al cual ha llamado para confiarle unas promesas, las cuales se cumplirán en la plenitud de los tiempos, cuando venga el Hijo de Dios, nacido de María.
Ahora bien, de la Iglesia propiamente dicha, tal como entendemos hoy su realidad, no hablaríamos, ni siquiera podríamos hablar, si no fuera por lo que nos ha revelado nuestro Señor Jesucristo. Es Él quien un día reúne a sus Apóstoles y les hace una pregunta:¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Y respondieron ellos: unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas. Y les dice Jesús: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Tomando la palabra Simón Pedro, le dice: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo. Y Jesús respondiendo le dijo: Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te lo ha revelado eso la carne y sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Y yo te daré las llaves del reino de los cielos. Y todo lo que atares sobre la tierra, será también desatado sobre los cielos(Mt 16, 13-19).
Cristo habla de una Iglesia que Él va a instituir, y la va a fundar sobre esa piedra; y a él, a Pedro, le dará un poder que llega hasta el reino de los cielos. Y cuando muerto y resucitado, antes de subir al cielo, quiere darles las últimas palabras con que concretará su misión, es otra vez a Pedro a quien le llama para preguntarle: ¿Me amas más que éstos? Apacienta mis corderos. Y segunda vez y tercera vez: ¿Me amas más que éstos? Señor, Tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. Apacienta mis ovejas (Jn 21, 15-17).
Acaba de confiarle ya lo que le prometió en Cafarnaúm. Él será la piedra, él será el Primado y con él los Apóstoles. Id por todo el mundo y enseñad cuanto yo os he mandado (Mt 28, 19-20). O bien, como dice San Marcos: Id y predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y se bautizare será salvo; el que no, será condenado (Mc 16, 15-16).
Y empezaron los Apóstoles. Recibieron el Espíritu Santo el día de Pentecostés, tal como el Señor se lo había prometido. Y después de recibir el Espíritu Santo empieza la Iglesia a ponerse en movimiento. La Iglesia santa y humilde. La Iglesia que trae al mundo la misma misión que Jesucristo. Tiene que enseñar sus mismas palabras, tiene que predicar la misma doctrina, tiene que ofrecer los mismos medios de salvación que Jesucristo instituyó. No tiene otra misión la Iglesia más que esa: salvar al hombre y salvarle en nombre de nuestro Señor Jesucristo.
Ved lo que nos dice el libro de los Hechos de los Apóstoles cuando, recibido el Espíritu Santo, Pedro empieza a actuar como Cabeza del Colegio Apostólico y pronuncia su primer discurso:Hijos de Israel, escuchadme ahora. A Jesús de Nazaret, hombre autorizado por Dios a vuestros ojos con los milagros y prodigios que Dios, por medio de Él, ha hecho entre vosotros, a este Jesús, dejado a vuestro arbitrio por una orden expresa de la voluntad de Dios, vosotros le habéis hecho morir, clavándole en la cruz por mano de los impíos. Pero Dios le ha resucitado, librándole de los dolores y ataduras de la muerte, siendo como era imposible quedar Él preso por ella en tal lugar… Persuádase, pues, ciertamente toda la casa de Israel, que Dios ha constituido Señor y Cristo a este mismo Jesús, al cual vosotros habéis crucificado(Hch 2, 22-24.32).
Es la primera predicación de Pedro. Fijaos, sus palabras están llenas, simplemente, del pensamiento y de la reflexión sobre Cristo Jesús muerto y resucitado. Y se dirige él, el pobre ignorante de ayer, a toda la casa de Israel. Habla así, con esta solemnidad magisterial, desde el primer instante. ¿Y qué ocurre? Oído este discurso, se compungieron de corazón y dicen a Pedro y a los demás Apóstoles: Pues, hermanos, ¿qué es lo que debemos hacer? Y Pedro respondió: haced penitencia y que sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo (Hch 2, 37-38).
Ya está aquí, en una síntesis apretada de palabras preciosas, todo el misterio de la Iglesia. Haced penitencia, esto es, convertid vuestro corazón. ¿No le había presentado así el Bautista a las turbas? Y ahora Pedro dice lo mismo: haced penitencia, sed bautizados –el Bautismo para recibir la gracia santificante– en el nombre de Cristo, para remisión de los pecados, hombre nuevo, purificación interior, y recibiréis el don del Espíritu Santo. He ahí el Pueblo de Dios, aquel que está escuchando estas palabras. He ahí la Jerarquía; he ahí la comunión eclesial; he ahí la caridad que une, que activa, que santifica. He ahí la conciencia clara del deber con el que todos van a empezar a vivir su nueva vida en el mundo.
Lo que el Papa decía en el discurso a que me he referido antes, al señalar los frutos del Concilio en la etapa posconciliar, lo estamos viendo aquí. Todavía no hay templos, todavía no hay una liturgia regulada, todavía no hay unos medios normales dentro de la comunidad social. No son más que eso, las primeras manifestaciones de una fe que busca, desde el primer momento, ser comunitaria, pero no anárquica; una fe que busca mover el corazón, pero no puramente sentimental. Penitencia, remisión de los pecados. Una fe movida por el Espíritu Santo –recibiréis el Espíritu Santo–, pero encaminada a dar testimonio a toda la casa de Israel, de la que van a venir persecuciones. Una fe trabada, fuerte, unida entre todos los que participan de ella, predicada con fidelidad a una palabra que no se puede inventar, que no se puede trastocar, que no se puede delimitar, que no se puede rectificar.
Es la misma Palabra de Cristo la que ellos tienen que predicar. Id por todo el mundo y enseñad cuanto yo os he mandado. Fijaos cómo termina este episodio, tal como nos lo narra San Lucas en el capítulo segundo del libro de los Hechos de los Apóstoles. Sigue Pedro diciendo:porque la promesa de salvación es para vosotros y para vuestros hijos y–universalismo de la Iglesia desde el primer instante–para todos los que ahora están lejos de la salud, para cuantos llamare a Sí el Señor Dios nuestro. Otras muchísimas razones alegó y les amonestaba diciendo: Poneos a salvo entre esta generación perversa. Aquellos que recibieron su doctrina fueron bautizados y se añadieron en aquel día a la Iglesia cerca de tres mil personas(Hch 2, 39-41).Dato que presenta San Lucas en este libro, que es la primera historia que se ha escrito de la religión cristiana, una vez que Cristo salió de este mundo.
La Iglesia es, en toda época, la Iglesia de Cristo #
Pues bien, hijos, ésta es la misión que hemos aceptado. Para ser fieles a ella. Y si no fuéramos fieles, mejor era no aceptarla o abandonarla. Fidelidad estricta a la Palabra del Señor, a los sacramentos que Él instituyó, al propósito y fin de la Iglesia. El que creyere y se bautizare, será salvo; el que no, se condenará. Es decir, salvación.
La Iglesia, repito, es la misma en Toledo, en Lyon, en Barcelona o en Berlín. Las singularidades temporales no la afectan en lo que tiene de institución como tal, de institución divina. El papado, por ejemplo, pertenece a lo constitutivo de la Iglesia. ¿Qué más da Pablo VI, León XIII, Benedicto XV…, el que sea? Cardenales, obispos y sacerdotes, siglo XX o siglo XIV. Siempre, en todas partes, en cualquier segmento de la historia humana, la Iglesia es siempre la de Cristo. El secreto del corazón de los hombres que integran la Iglesia en cada época, Dios lo juzga; pero la acción santificadora de la Iglesia permanece también ahí, con sus pruebas y con las realizaciones que ha dejado.
Quiero decir que, prescindiendo de singularidades y testimonios puramente humanos, que nos mueven a inclinar nuestra simpatía, mayor o menor, en relación con uno u otro aspecto de la vida de la Iglesia, todo me da igual con tal que sea la Iglesia de Jesucristo que sigue predicando su Palabra.
Hemos de juzgar las épocas de la historia con los criterios de la época. Hoy se dice: ha pasado ya, y gracias a Dios, la época constantiniana. Muy bien, pues que pase. Pero de ahí a despreciarla hay un paso que no se puede dar. En aquella época los hombres entendieron que servían así al Señor y cumplieron su misión. Hoy, en un mundo secularizado en gran parte, tenemos que abrir otros caminos y utilizar otros procedimientos, pero con la misma confesión de nuestra fe, con la misma palabra salvadora.
Hoy no irán los obispos, con sus mitras y sus cruces, en unión con los conquistadores de América a abrir un nuevo continente para el dominio de un país europeo y para el Evangelio y la libertad. Pero el Papa Pablo VI irá a la ONU y hablará del hombre; porque el sucesor de Pedro es experto en humanidad y en sabiduría de lo alto, y tiene veinte siglos tras de sí. En realidad, hace mucho tiempo que ese viaje estaba preparándose, porque empezó con el mismo Jesucristo.
Quiero decir que sería empequeñecernos el que la religión de Cristo la juzgáramos a través de estas formulaciones externas, cambiantes, que los siglos, la historia, las limitaciones de los hombres van presentando.
No es eso lo que yo tengo que ver en la religión de Jesucristo. Por ella, y de ella, ha dado testimonio luchando una Santa Juana de Arco; también ha dado testimonio de ella una Isabel la Católica. A ella se ha entregado una Santa Teresa de Jesús; y también se ha entregado a ella, por ejemplo, un San Juan Bosco en la edad moderna. ¿Qué más da el momento? Lo importante es vivir en todo momento de ese núcleo central de la Iglesia, de ese misterio de Jesús, de esa fuerza divina que tienen sus palabras. Y en esto es en lo que la Iglesia es misterio de salvación. Luego los hombres cooperamos a ella, más o menos torpemente, en la realización concreta y en la utilización de los medios que podemos tener a nuestro alcance. Pero hemos de mantener una fidelidad estricta para que la doctrina que predicamos sea la del Señor, para que los medios que ofrecemos sean los que Él estableció y para que la finalidad de la Iglesia siga siendo así, limpia y pura, libre de toda contaminación.
Hoy vemos mucho más claro que antes que la alianza exagerada entre los poderes políticos y los religiosos es perniciosa. Debemos evitar esas alianzas sin incurrir en ninguna beligerancia hostil de unos contra otros. Pero si antaño no lo veían así y así servían a Cristo, con tal que el núcleo principal y sustantivo de la doctrina y de los medios se mantuviera, hemos de respetar, aunque no podamos compartir, los procedimientos que entonces se usaban. Bien seguros de que puede llegar otra época histórica, tardando más o menos tiempo, en que los que nos sucedan no compartirán los métodos nuestros. Porque así es la marcha de los hombres a través de las culturas y civilizaciones diversas.
Por esto duele, y duele en el alma, que se esté gastando tanto tiempo, tanta literatura, tantos libros, tantas horas y esfuerzos en coloquios y reflexiones interminables, para buscar el perfil de la Iglesia, la estructura conveniente, el suprimir esto, el quitar aquello, mejor sería así, hemos de dar testimonio de esta manera o de la otra. En la periferia nos estamos quedando en todo eso. En la periferia. Porque es cierto que todo eso puede condicionar e influir en la presentación del mensaje cristiano, pero no hasta el punto de que absorba el noventa por ciento de nuestras energías. Este noventa por ciento del tiempo, de la salud, del espíritu del Papa, de los obispos, de los sacerdotes, debe estar absorbido por otra cosa: por la fe y el amor a Jesucristo, vivo en nosotros, por la meditación de su palabra, continuamente, en privado y reunidos en nuestras iglesias, por la oración, por el testimonio vivo de nuestras obras en la relación con el prójimo; sin reducir esta dimensión del prójimo a la categoría exclusiva de los amigos, con quienes nos es grato tratar. El prójimo es el mundo, son los hombres todos, con sus miserias y desgracias y con sus esperanzas y sus gozos.
Este tiempo nuestro debe consumirse en el intento noble de decir a los hombres, cada uno de nosotros, todos, según la misión que nos corresponde: mirad esta religión santa de la que vivimos, nos habla del hermano, nos habla del mundo, nos habla del destino terrestre, pero nos habla de Dios, nos habla de nuestra salvación eterna, de que no perdamos el camino. Cristo ha venido al mundo no solamente para trazarnos aquí una meta que hayamos de conquistar, mientras somos ciudadanos de la ciudad terrestre en España o en Francia. Para eso no hacía falta que viniera Jesús, el Hijo de Dios. Cristo ha señalado al hombre otro destino mucho más alto y trascendente. Y la Iglesia tiene ahora como misión la de continuar la misma misión que Jesucristo estableció. ¿Y cuál es ésta?
Reino de los cielos inaugurado en el tiempo #
Ahora os respondo con palabras del Concilio Vaticano II, puesto que es de ahí de donde tenemos que hacer brotar la nueva espiritualidad de la cual hemos de alimentarnos. En la Constitución dogmática sobre la Iglesia se habla de la misión y el cometido del Hijo: “Vino el Hijo enviado por el Padre, quien nos eligió en Él antes de la creación del mundo y nos predestinó a ser hijos adoptivos, porque se complació en restaurar en Él todas las cosas. Así pues, Cristo, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio y con su obediencia realizó la redención’’ (LG 3).
Inaugura en la tierra el reino de los cielos. ¿Qué es este reino de los cielos inaugurado aquí?
La Iglesia nos revela su misterio. ¿Cómo? Con su palabra y su vida. Y con su obediencia realiza la redención. Nos manifiesta el plan de Dios. Desde la creación piensa en el hombre y le ama. Piensa en él y quiere elevarlo a la condición de hijo suyo. Y todo por iniciativa de Dios, no nuestra.
“La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en misterio, por el poder de Dios crece visiblemente en el mundo. Este comienzo y crecimiento están simbolizados en la sangre y en el agua que manaron del costado abierto de Cristo crucificado y están profetizados en las palabras de Cristo acerca de su muerte en la cruz: Yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré a todos a Mí (Jn 12, 32). La obra de nuestra redención se efectúa cuantas veces se celebra en el altar el sacrificio de la cruz, por medio del cual Cristo, que es nuestra Pascua, ha sido inmolado (1Cor 5, 7). Y, al mismo tiempo, la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo, está representada y se realiza por el sacramento del pan eucarístico. Todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos” (LG 3).
Es decir:
- 1º la iniciativa de Dios creador sobre el mundo y sobre el hombre.
- 2º determinación de esa voluntad divina, el envío de su Hijo para que nosotros seamos elevados a la condición de hijos adoptivos y herederos del cielo.
- 3º redención que hace Jesucristo, rescatándonos del pecado.
- 4º permanencia de Cristo en el reino que inaugura, que es esta Iglesia que avanza en la historia.
- 5º Iglesia que crece visiblemente, porque cuando yo esté en la cruz, todo lo atraeré hacia Mí.
- 6º Iglesia que permanece en su sacrificio renovado en la Misa, en el altar.
- 7º no sólo la Eucaristía como sacrificio, sino la Eucaristía como sacramento, signo de unidad, dice el Concilio. Eucaristía en el sagrario, adoración de esa Eucaristía, acudir a esa presencia viva buscando la fuerza que nos da su compañía, la compañía que Dios quiere ofrecernos en este mundo. Y, por último,
- 8º llamamiento universal: todos los hombres están llamados a esta unión con Cristo.
¿Y los demás? ¿Y los seguidores de las demás religiones? ¿Y todos aquellos a quienes Cristo no ha sido predicado? No os alteréis, hijos, no. Dios creador de todos, Dios Padre de todos, Dios ofrece a todos los hombres los medios para que cada uno pueda alcanzar su destino. No me altera esa problemática que nace de la situación de las diversas religiones, cuando atiendo al corazón del hombre, dotado de buena voluntad y capaz de recibir también los auxilios necesarios, por caminos invisibles que Dios puede trazarse, para que en cualquier religión pueda cada uno alcanzar el destino que merece. Dios cumplirá amorosamente con ellos. Pero dentro de este programa universal de acción sobre el hombre, Dios ha querido enviar a su Hijo y lo ha enviado y aquí está, y su Evangelio ha sido predicado, más o menos, en tales o cuales lugares de la tierra. Es una nueva riqueza que recibimos. El recibirla no significa que yo vaya a enorgullecerme, como si perteneciera a una casta distinta; significa que yo me haré más humilde, recibiendo un don más precioso y solicitaré con mi oración y con mi trabajo apostólico que este don vaya extendiéndose a todos los hombres, bien seguro de que el Señor tiene otros caminos, desconocidos para nosotros, pero abiertos por la misericordia infinita de Dios, para llegar a todos y a cada uno de los hombres.
Pero si, dentro de esos caminos, en uno de ellos, el que empezó en Israel, ha querido que aparezca la estrella de Belén y Cristo con su luz llega hasta nosotros, yo no despreciaré las luces que tengan los demás, pero no cambiaré la mía por ninguna. No creo sea yo un privilegiado, sino porque tengo que ser más agradecido y estoy más obligado que los otros. Y Cristo con su Iglesia Santa merecerá mi adoración, mi obediencia, mi sacrificio y mi fe; merecerá también mi esfuerzo misionero y apostólico, para ir extendiendo este misterio, en lo que de mí dependa, hacia otras partes de la tierra.
Por consiguiente, que los problemas sean iluminados dentro de lo que la fe nos enseña, pero que no sean mayores de lo que son, convirtiéndolos en una problemática que nos devore. Dejemos el plan de Dios en sus manos y caminemos con humildad por los caminos de la fe.
Yo, cuando pienso en un concepto de Iglesia como éste que acabo de trazar, y veo a los cristianos que se esfuerzan por vivirlo, digo: ahora venga todo lo demás; partiendo de aquí, venga todo lo que queda. Venga la preocupación por el mundo, venga el anhelo de que la justicia se realice, venga todo cuanto tiene que venir en el orden político y social. Somos hermanos los unos de los otros y tenemos que crear un mundo mejor, como cristianos. Pero empecemos por vivir nuestra fe, porque si no empezamos por aquí, al actuar como cristianos los que tenemos que actuar, somos infieles, estamos trocando las cosas y establecemos una desproporción nociva. Y se nos pasan la vida y las predicaciones y la administración de los sacramentos y las reuniones y los estudios de reflexión sobre la Iglesia, se nos pasan en consideraciones socio-políticas, en encuestas sociológicas, en reuniones que no acaban nunca, en examinar y vuelta a examinar los mismos problemas. ¡Y mientras tanto, el riquísimo e inefable misterio de Dios y de su Hijo se nos escapa de las manos! ¡Y es tan poco el tiempo que tiene un hombre en la tierra! ¡Se nos pasa tan pronto esta vida, para aprovecharla en toda su intensidad y en todos sus dones! ¡Necesitamos tanto nuestro poco tiempo, si somos consecuentes con lo que significa este misterio de Dios, para pensar en él! Por eso el cardenal Daniélou decía el otro día: “Yo no creo en el ateísmo”. ¿Quién va a creer? No puede existir, ya que Dios es lo que lleva el hombre más clavado en su corazón.
Se comprende la actitud de un Unamuno, por ejemplo, atormentado toda su vida por el problema religioso. Esa es la preocupación que define al hombre humanamente culto. No entro a juzgarle en su postura religiosa, pero reveló la profundidad de su cultura en su sincera preocupación por Dios.
¿De qué nos sirve esta pobre vida nuestra? Treinta o cuarenta años, menos casi siempre, de plenitud, con una preparación larga: niñez, adolescencia, juventud, en que se mezcla la alegría con la inconsciencia; después la realización de una familia o el destino profesional, y en cuanto uno se da cuenta desaparece todo y entra ya por el camino de la ancianidad. ¿Y éste es el destino que nos espera?, ¿la soledad de un cementerio, sin más? ¿Para esto hemos venido al mundo? Si yo tengo, frente a este escepticismo y esta posible congoja, la luz de Cristo que me predica su Palabra, que me ofrece el ejemplo de su vida, de sus milagros, de su muerte y resurrección, ¿cómo no me voy a asir a Él y decirle: Señor mío, creo en Ti Señor, pero aumenta mi fe?
1 Pablo VI, discurso del 18 de noviembre de 1965: en Concilio Vaticano II8, BAC 252, Madrid 1975, 1105.
2 lbíd.
3 Ibíd.