- La oración del hombre y la oración de la Iglesia
- ¿Cómo es la «actualidad» de la Iglesia?
- La Revelación hecha por Jesucristo pone de relievelo que es la Historia de la Salvación
- La Iglesia, plenitud de Cristoque por el Espíritu actúa en la historia
- Finalidad y actividad de la Iglesia
- El Espíritu habita en la Iglesia y en ella ora
- La Iglesia, comunidad en oración
- La oración en la Iglesia, siempre eficaz
Discurso pronunciado el 29 de junio de 1976 en presencia de S. M. la Reina doña Sofía, en la Catedral Primada de Toledo, con motivo de la inauguración de la II Semana de Teología Espiritual. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, septiembre de 1976. Reproducido en el volumen Oración y vida cristiana,publicado por el Centro de Estudios de Teología Espiritual, Madrid 1977, 13-32.
La oración del hombre y la oración de la Iglesia #
También podríamos decir comunidad de los que creen o de los que aman y esperan… Pero ¿qué fe y qué amor y esperanza pueden darse en la Iglesia sino los que nacen de la contemplación y el coloquio con Dios?
Porque hablamos de la Iglesia, tal como ha sido instituida por Cristo, no de la humanidad, no del hombre considerado desde un punto de vista meramente filosófico. La humanidad y el hombre pueden orar, y de hecho oran, con esa oración natural de que hablaba el Papa precisamente hace unos días. Pero no podrán ser nunca Comunidad de los que oran. Esto sólo puede serlo la Iglesia Y es lo que voy a exponer en esta primera ponencia de nuestra II Semana de Teología Espiritual. Para congregar a sus hijos, que estaban dispersos –nos dice la Constitución LG n. 13– «envió Dios a su Hijo, a quien constituyó en heredero de todo (cf. Hb 1, 2), para que sea Maestro, Rey y Sacerdote de todos. Cabeza del pueblo nuevo y universal de los hijos de Dios. Para esto, finalmente, envió Dios al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, quien es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes el principio de asociación y unidad en la doctrina de los Apóstoles, en la mutua unión, en la fracción del pan y en las oraciones (cf. Act 2, 42)».
No podemos prescindir de esta clave, la presencia de Cristo y de su Espíritu en la Iglesia como vida interior de la misma y como fuerza que aglutina a sus miembros y les hace participar y nutrirse de esa vida. A partir de aquí es como podemos comprender que la Iglesia sea comunidad de los que oran.
Por eso son necesarias las reflexiones que voy a hacer, antes de llegar al punto central de mi exposición.
¿Cómo es la «actualidad» de la Iglesia? #
Para un filósofo de hoy, Xavier Zubiri, la acción histórica primaria consiste en «hacer un poder», en crear un modo de poder vivir que antes no existía. Este modo de vivir llega a ser formalmente histórico cuando se convierte en hábito de existencia para un grupo humano. «Actualidad» en esta misma línea es nuestra existencia cotidiana, nuestros hábitos, costumbres, valores, ciencias, descubrimientos, «los nuestros», los que hemos hecho posibles nosotros. Esta es la forma de entender la actualidad según la visión personalista del hombre y de la historia. Actualidad como conjunto de hábitos sociales de todo orden, políticos, científicos, técnicos, estimativos, etc. Pensadores del campo histórico analizan cuándo la vida y la cultura empiezan a ser «actuales», «nuestros», cuándo comienza lo que llamamos «nuestro tiempo», y buscan la respuesta en los campos concretos del hacer del hombre: filosofía, física, matemática, arquitectura, pintura, economía, literatura, técnica, medicina…
¿Cómo es la actualidad de la Iglesia de Cristo? Su actualidad está, por una parte, «fuera» de la historia, en el Espíritu de Dios que señorea la historia en un hoy eterno. «Resucitó de entre los muertos, subió a los cielos y allí está sentado a la diestra de Dios Padre Todopoderoso» rezamos en el Credo. La diestra de Dios, el Trono de Dios es el símbolo de la Majestad de Dios; allí recibido, en la soberanía de «Aquel que es», vive por siempre Jesucristo, Primogénito de toda criatura y Cabeza de la Iglesia. Por otra parte, está dentro de la historia, en la vida de cada hombre que hace «suya», «actual» en su sentido temporal, la vida nueva que la Iglesia ofrece siempre.
Todo nos ha sido revelado en Cristo, Señor de la historia. Cristo ayer, hoy y siempre. Nuestra actualidad cristiana está en hacer poder vivir en nosotros a Cristo. Vivid, pues, según Cristo Jesús, el Señor, tal como le habéis recibido, enraizados y edificados en Él; apoyados en la fe, tal como se os enseñó, rebosando en acción de gracias (Col 2,6). San Pablo, el predicador de la existencia cristiana, nos expone clarísimamente que al hacernos cristianos recibimos en nosotros una nueva manera de ser y, por tanto, de vivir. Esta tiene que adueñarse, aquí y ahora, en nuestra circunstancia concreta, en nuestra situación histórica, de cuanto somos: cuerpo, espíritu, profesión, actividades, cualidades diversas. Se tiene que adueñar para imprimir su sello propio y definitivo. Como el espíritu, la psique, informa la condición orgánica, así he de irme modelando por Cristo según su propia imagen. Por lo demás, sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman; de aquellos que han sido llamados según su designio. Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera Él el primogénito entre muchos hermanos(Rm 8, 28-29). Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor,nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos, conforme a la acción del Señor, que es Espíritu(2Cor 3, 18).
La actualidad de la Iglesia se expresa en la transformación concreta de la vida del hombre que se convierte a Cristo. «Nacida del amor del Padre Eterno, fundada en el tiempo por Cristo Redentor, reunida en el Espíritu Santo, la Iglesia tiene una finalidad escatológica y de salvación, que sólo en el siglo futuro podrá alcanzar plenamente. Está presente ya aquí en la tierra, formada por hombres, es decir, por miembros de la ciudad terrena, que tienen la vocación de formar en la propia historia del género humano la familia de los hijos de Dios, que ha de ir aumentando sin cesar hasta la venida del Señor. Unida ciertamente por razón de los bienes eternos y enriquecida con ellos, esta familia ha sido constituida y organizada por Cristo como sociedad en este mundo y está dotada de los medios adecuados propios de una unión visible y social. De esta forma, la Iglesia, entidad social visible y comunidad espiritual, avanza juntamente con toda la humanidad, experimenta la suerte terrena del mundo, y su razón de ser es actuar como fermento y como alma de la sociedad, que debe renovarse en Cristo y transformarse en familia de Dios»1.
Dios dispone de su Iglesia para hacerse presente: estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20); la ha tomado a su servicio en orden a actualizar su palabra salvífica en el mundo.
«Dios ha pronunciado esta Palabra de una vez para siempre, y ya nunca volverá a pronunciar una nueva palabra reveladora superior a ella; propiamente hablando, tampoco la repite, sino que la actualiza constantemente en la historia; pero sólo consigue su objeto cuando es aceptada en fe por la Iglesia –representada, en primer lugar, por los testigos del Resucitado–. Y sólo alcanza su presencia constante en la historia cuando la Iglesia reconoce, testifica, anuncia y vive esta fe. Es Dios mismo el que crea esta presencia audible y visible de su palabra reveladora en el mundo al hacer que llegue a la fe de la Iglesia y que esta fe aparezca de una manera perceptible en la historia. Es Dios mismo quien crea la Iglesia como presencia permanente de la revelación acontecida en Cristo. Esto equivale a decir que la Iglesia no es tan sólo el sujeto receptor de la revelación, sino que ella misma toma parte en la actualización de esa revelación. En efecto, la fe, la confesión, el testimonio, la predicación, la doctrina, los sacramentos, la vida cristiana, aunque causados y sostenidos por la gracia de Dios, son también siempre la actividad humana de la Iglesia. Así pues, Dios actualiza su palabra revelada, pronunciada de una vez para siempre en Cristo, haciendo suya, suscitando y dirigiendo la actividad de la Iglesia; no la actualiza al margen de la Iglesia, sino en la Iglesia y por la Iglesia»2.Evidentemente, la Iglesia no actualiza la revelación por su poder personal, su actividad no es un sustitutivo de la actividad de Dios, está puesta a su servicio. La revelación no es algo que sucede continuamente, sino algo que se hace presente continuamente. La Iglesia no espera ya ninguna revelación nueva superior a la revelación que tuvo lugar en Cristo.
La Revelación hecha por Jesucristo pone de relieve
lo que es la Historia de la Salvación #
Cristo está en el centro; todo cuanto le precede conduce a Él, lo que le sigue será su expansión. Cada hombre tiene que hacer suya, en su momento, en su historia personal, la redención; así será sal de la tierra y luz del mundo. Esta es la renovación que tenemos que realizar los cristianos. Esto es lo que realmente hará cambiar al mundo. Sólo por ella los hombres dejarán de verse como enemigos, actuarán todavía más que con justicia, con amor y misericordia, tendrán hambre y sed de justicia y de verdad, padecerán persecución por la justicia y darán los bienes de los que son administradores. A medida que el hombre realiza la exigencia del Sermón de la montaña surge un nuevo orden que excede a toda ética. Leamos el Sermón de la montaña… ¿Podemos pensar y obrar de esa manera que nos dice Cristo? ¿Dominar la violencia mediante la bondad? ¿Corresponder a la hostilidad con amor? ¿Hacer «nuestra justicia» a la luz de la caridad? ¿Ser renovados hasta tal punto por las exigencias de la buena nueva que no pongamos condiciones? Sólo la fe nos puede lanzar a vivirlo.
El día de Pentecostés despierta la conciencia cristiana de la historia. Cristo es introducido en los corazones, en la vida, por el Espíritu Santo; la fe es la única puerta que conduce a Dios. Las mismas personas que antes de Pentecostés se han escondido temerosamente, se presentan con una fuerza vigorosa y nueva: es el Espíritu del Señor que les hace proclamar con seguridad y valentía la resurrección de Cristo a riesgo de todo. Sepa con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús, a quien vosotros habéis crucificado (Act 2, 36). Es la existencia nueva, el hombre nuevo en el que brota por el Espíritu el amor, la comunidad de vida, la comunidad de todo lo bueno. Vivo, pero no, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20).
El cristiano tiene que insertar a Cristo en su vida diaria, en la acción cotidiana, en los encuentros con el prójimo, en la actitud ante la Providencia y el destino. Tiene que aplicar la visión divina del hombre y de su destino a las situaciones concretas particulares. En el Evangelio está la exposición del pensamiento de Dios sobre el hombre. No podemos hacer del hombre lo que queramos. Su dignidad, su valor, su destino, escapan a esa actualidad que nosotros construimos. No es creación del hombre, como piensan Marx y Sartre.
«Y ser cristiano es creer no sólo que esos acontecimientos divinos se han realizado ya, sino que vivimos en plena historia santa, que vivimos en un mundo donde Dios sigue actuando y que, según la hermosa fórmula del exégeta protestante Cullmann, los sacramentos son la continuación, en el tiempo de la Iglesia, de las grandes obras de Dios en el Antiguo y el Nuevo Testamento. Esta es la magnífica realidad que proclamamos. Lo único que decimos a marxistas y humanistas ateos es que dejan de percibir la dimensión más profunda de la existencia humana: lo que Dios realiza en el hombre; y lo que, finalmente, les reprochamos es que son superficiales, es decir, que en el hombre rozan sólo la superficie y no descienden a los abismos de la existencia. A medida que estudio más el marxismo, más me impresiona su carácter espantosamente superficial. Pueden encontrarse en él cosas de valor en el plano del mundo de las apariencias, en el plano de la dialéctica de la vida económica, por ejemplo; pero prescinde de lo que constituye el aspecto más esencial del hombre. Y por este motivo, cuando rechazamos el marxismo, tenemos clara conciencia de que lo que defendemos no es solamente a Dios, sino al hombre. El hombre en la plenitud de su dimensión, es decir, en su triple relación con el mundo, con los demás y con Dios. Por eso nunca traicionaremos la tarea de afirmar la dimensión divina de la existencia humana, porque esa dimensión nos parece constitutiva del único humanismo integral, el único que hace plena justicia a la dignidad de la naturaleza humana»3.
En Cristo se nos revela el fondo último de nuestro destino. El Hijo de Dios mismo vino a tomar nuestra humanidad para levantarla hasta el Padre y sumergirla en los abismos de su vida. De esto habla la fiesta del Corpus Christi que acabamos de celebrar: la alegría del hombre salvado y redimido que presiente la plenitud de la vida que participará en Cristo. ¡Qué amor debe haber en Dios hacia el hombre que así lo asume en el misterio que indicamos al decir en el Credo que Cristo está sentado a la diestra de Dios Padre! Realmente, sólo en Cristo se nos revela plenamente el misterio mismo de lo que somos.
«Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva. De donde se sigue que el mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo, ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo»4.
Cristo es el mismo en todos, pero en cada persona se expresa diversamente, de tal forma, que desarrolla la naturaleza propia de cada uno. La presencia de Cristo en el hombre constituye la interioridad cristiana, su presencia está en todos los que creen en Él y de ello resulta una comunidad de vida. Por esta vida surgida de Dios estamos emparentados, formamos la familia de los hijos de Dios entre los que Cristo está como el Primogénito entre muchos hermanos. Unión que es el fundamento moral del Sermón de la montaña y es oración en el Padre nuestro, expresión clara de la familia cristiana, el «nosotros» cristiano.
La Iglesia, plenitud de Cristo
que por el Espíritu actúa en la historia #
El Espíritu hace que el hombre se penetre de una verdad que por sí no sería capaz de comprender, que se despierte en él un modo de ver del que no sería capaz de otro modo, que sienta una proximidad a Dios a la que nunca podría llegar. ¿Qué eran los Once apóstoles antes del gran acontecimiento de Pentecostés? ¡Qué distinta es después su actuación! Hablan y se adelantan a todo precisamente en los días en que en Jerusalén pululan hombres de todas partes. El contenido de su mensaje es Cristo, y las gentes van sintiendo que hay algo nuevo y distinto en ellos. Antes estaban con Cristo, en torno a Él, iba delante de ellos; pero ahora está en ellos, viven de un «Aliento de vida» común. Son Iglesia.
Cristo eligió a los Doce, les confió su Reino, llama a Pedro fundamento de piedra en el que Él iba a edificar su Iglesia, dispone la Eucaristía como centro y misterio de vida y unión. Todo esto es la preparación, la base. En Pentecostés nace la Iglesia. «Consumada, pues, la obra que el Padre confió al Hijo en la tierra, fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés para que indeficientemente santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu»5.
«Esta no es una institución inventada y construida, sino un ser vivo; nacido de un acontecimiento que es a la vez divino y humano, el de Pentecostés. Vive a través del tiempo; llegando a ser, como llega a ser todo lo humano; transformándose, como se transforma todo lo histórico, en tiempo y destino; y, sin embargo, sigue siendo siempre la misma en esencia, y su contenido es Cristo. A partir de aquí se decide el modo como hemos de entenderla. Mientras veamos a la Iglesia sólo como una organización que sirve a fines determinados; como una autoridad que se opone a la libertad individual; como un acuerdo entre aquellos que tienen el mismo modo de ver y sentir en las cosas religiosas, no tenemos todavía la relación justa de ella. Sino que ella vive, y nuestra relación con ella debe ser también vida»6.
El Cristo místico del que está lleno el mensaje de San Pablo no se dirige sólo al interior del creyente aislado, se cierne sobre toda la humanidad. En esa interioridad participan y se comunican todos los que viven de la misma vida y el mismo Espíritu. «Todos los hombres son llamados a formar parte del Pueblo de Dios. Por lo cual este Pueblo, siendo uno y único, ha de abarcar el mundo entero y todos los tiempos, para cumplir los designios de Dios, que creó en el principio una sola naturaleza humana, y determinó congregar en un conjunto a todos sus hijos, que estaban dispersos. Para ello envió Dios a su Hijo, a quien constituyó heredero universal, para que fuera Maestro, Rey y Sacerdote nuestro, Cabeza del nuevo y universal pueblo de los hijos de Dios. Para ello, por fin, envió al Espíritu de su Hijo, Señor y Vivificador, que es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes principio de asociación y de unidad en la doctrina de los apóstoles y en la unión, en la fracción del pan y en la oración»7.
La Iglesia que surge el día de Pentecostés es una solidaridad viviente. Por este acontecimiento la raíz de la existencia humana ha sido captada por Cristo y los individuos son miembros de este todo que es independiente de ellos. Conocemos las dos metáforas de que se sirve San Pablo, la que habla del cuerpo y de los miembros y la que habla del templo. La potencia que conforma en ambos casos es el Espíritu Santo «Él es el Espíritu de la vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14; 7, 38-39), por quien vivifica el Padre a todos los muertos por el pecado hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rm 8, 10-11). Hace rejuvenecer a la Iglesia, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: ¡Ven! Y así se manifiesta toda la Iglesia como una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»8.
La Iglesia es la plenitud de Cristo, plenitud de gracia que obra en la historia, misterio de la unidad de Dios con su creación realizada por Jesucristo, en la que vive como el Camino, la Verdad y la Vida. Misterio de creación siempre nuevo y actual en cada hombre. Madre que engendra continuamente vida de Dios. Realidad histórica que se pone ante el hombre porque no está en un apartamiento místico, sino en el tiempo. Dichoso quien no se escandaliza de ella; quien la encuentra puede ver en ella lo eterno. Puede percibir en ella la irradiación del Cristo interior. La Iglesia es misterio de la fe, que sólo puede vivirse y captarse con amor.
Esta Iglesia es Iglesia en el mundo. Por eso su situación puede describirse con una fórmula muy expresiva, diciendo que está en el mundo, pero que no es del mundo. «La Iglesia –como dice Heinrich Schlier– está en medio del mundo –¿dónde habría de estar si no?–, es decir, en medio de la humanidad, que se desmorona hacia el pecado, el engaño y la muerte. Ha sido enviada al mundo en favor del mundo. Pero en su ser íntimo no comparte su mentalidad ni sus tendencias. Respecto a ellas es “extranjera”, por ello se ve atacada de manera creciente. En el Apocalipsis se nos presenta al mundo que se constituye en la anti-iglesia. Según San Pablo, el Hijo de la perdición se sienta en el templo de Dios, presentándose como si fuera Dios (2Tes 2, 4). También en la herejía que surge en el seno de la Iglesia, actúa de manera corruptora el espíritu del mundo. La Iglesia que está en el mundo, pero que no es del mundo, es esencialmente la Iglesia agobiada, perseguida y doliente. En este punto coinciden todos los escritores del Nuevo Testamento. La Iglesia, esbozada en el grupo de discípulos del Jesús terreno, participa de este destino. La Iglesia de Lucas y de Juan, de Pablo (Hb), de Pedro (1ª carta) y del Apocalipsis es en gran medida una Iglesia de mártires. En efecto, su Señor, cuyas huellas, sigue, es el Crucificado, y ella comparte su pasión, en la cual todavía falta algo. Por eso no debe “extrañarse” ante el dolor. Cuando éste sobreviene, no ocurre “nada extraño”. Pero en medio del dolor y las persecuciones es también una Iglesia “que tiene paz”. Nunca será liquidada por el mundo, sino que permanece hasta el fin»9.
Finalidad y actividad de la Iglesia #
La actividad de la Iglesia desemboca en el amor de Dios, que constituye, a su vez, el punto de partida y su plano de sustentación. La paz escatológica se hace ya realidad por medio de la Iglesia. Es despreciada, perseguida, pobre y humillada, pero la realización de su misión no depende de nada de lo que el mundo llama valores, riquezas y logros sociales. Sólo de la voluntad de Dios que ha de ser hecha por los que formamos la Iglesia. Dios no hace directamente su querer en el mundo, no da directamente su amor. Lo hizo y lo dio plenamente Cristo; y ahora somos cada uno de nosotros, miembros de su Iglesia, hijos suyos por Cristo, los que hemos de realizar su voluntad y comunicar su amor.
«La finalidad de la Iglesia no puede deducirse de sus apariencias exteriores. Es innegable que también desde esta perspectiva se pueden afirmar cosas muy positivas, y hasta habrá que hacerlo por amor a la veracidad histórica. En el decurso de los siglos, la Iglesia ha contribuido grandemente y de manera muy valiosa a la educación de la humanidad, a su cultura, a su formación moral y a la mitigación de sus necesidades corporales y espirituales. Pero todo esto es secundario y carece de sentido si no va vinculado a su finalidad histórico-salvífica. El sentido de la Iglesia no es constatable en una mera dimensión intramundana, no es un factor más en la evolución del mundo a partir de su propia realidad, sino que encuentra su fundamento en la presencia inmerecida e imprevisible –en este eón– de la gracia de Dios, cuya bondad y benignidad para los hombres ha aparecido corporalmente en Cristo como sabiduría divina y que, por medio de la Iglesia, desenmascara y revela como una insensatez a las potencias y a los poderes del mundo. La Iglesia, en efecto, vive del amor de Dios y para el amor de Dios; pero el amor no tiene otro sentido que la existencia en el altruismo de la entrega. De este modo, la Iglesia es insertada en el mysterium salutis, que es para el creyente una realidad insondable y motivo de contradicción. El sentido y la finalidad de la Iglesia resultan de su propia existencia, que es uno de los artículos de la confesión de fe y que, en virtud de su estructura confesional, es alabanza del Padre en el Hijo por el Espíritu Santo en la Iglesia»10.
Esta es la Iglesia de Cristo. Daño le hacen los que quieren reducir su eficacia a meras realizaciones sociales, los que le exigen ser juez en sus enfrentamientos, los que prescinden de su finalidad específica. Las soluciones a estos problemas corresponden a los técnicos del orden temporal. Si con hondura se busca el bien y la verdad de los hombres, sí que es la Iglesia la que ofrece una «vida nueva», en la que tangiblemente «por sus frutos se conocerán». Y daño le hacen los que la consideran como una realidad alejada, abstracta, etérea, cuyo mensaje y riqueza no «sirven» para la vida. La Iglesia es viva en sus miembros, y cada uno de ellos tiene que revelar a Cristo, tiene que crecer continuamente en ellos la libertad, la verdad, la apertura del corazón, la comprensión de la fraternidad de todos los hombres bajo el mismo Padre. No puede el cristiano exiliar del dominio de lo visible su vida de fe; necesariamente ha de dar frutos de buenas obras. Esa es la victoria que realmente puede vencer al mundo (cf. 1Jn 5, 4).
Ser miembro de la Iglesia, miembro vivo, significa no realizar ese repliegue, sino levantar, con el esfuerzo cotidiano, la realidad de Cristo, su obra, su fundación, frente a la realidad violenta del mundo. Hay un falso laicismo, una ruptura entre las actividades humanas de un lado y Dios de otro, que son destructores de la religión y del hombre. El que no vivamos lo que nos exige el Evangelio es otra cosa, pero la solución no está en evasiones, sino en el examen y conversión sincera de cada uno. Todo cristiano que vive realmente la vida de la Iglesia se transforma él, y como hemos visto, sus actuaciones contribuirán a la verdad, justicia y paz.
La Iglesia es la apertura del ser de Dios para el mundo; trae al mundo la salvación a través de su ministerio. El que llega a ella encuentra su misterioso mundo interior, que se manifiesta en la Eucaristía, en los Sacramentos, en los santos, en la verdad supra-histórica de sus dogmas. Si su corazón es «limpio» puede verla, oírla, palparla; si su corazón está dispuesto al auténtico amor, la descubrirá.
Se requiere disposición interior, claridad de mirada, corazón que ama justamente y no quiere sino la verdad. Ciertamente, ve sus luces y sombras, sus defectos e inconvenientes, la falta de espíritu, el afán de dominio, la superficialización, pero sabe que el ser así forma parte de su misterio. Cristo se expresa a Sí mismo en ella, entrando en el tiempo, en lo humano. El Cuerpo Místico de Cristo tiene esa mezcla de grandeza y miseria, de fuerza y debilidad, llevamos ese tesoro en vasos de barro, al incorporarnos a nosotros, cada uno con nuestra carga personal, a la extensión de su reino. Hay que percibir su palabra por encima de todo y surge la fe en ella, la esperanza en ella y el amor en ella.
«La Iglesia es cada uno de nosotros. Cada cual de nosotros revela a Cristo y cada cual le vela. Nunca debemos hablar de ella como si estuviera ahí fuera, y aquí nosotros. Como si nosotros –es decir, yo– pudiéramos considerarla y analizarla, enjuiciarla, establecer responsabilidades y defectos. Siempre debo incluirme a mí mismo en la imagen que me hago de ella; debo aplicarme a mí mismo el juicio que emita sobre ella. Entonces se harán diversos la imagen y el juicio, igual que cuando hablo de los defectos de alguien con quien estoy unido vitalmente. Diré lo que es verdad, y rechazaré lo que es incorrecto; pero todo ello permanecerá en la inclusión, en el amor. Sólo entonces penetraremos más hondamente en la esencia de esa misteriosa realidad que marcha por la historia desde hace ya dos mil años: amada como nunca ha sido amado nada en la tierra, pero también odiada y perseguida como nunca ha sufrido nadie el odio y la persecución»11.
El Espíritu habita en la Iglesia y en ella ora #
Llego al punto central hacia el que confluye toda mi exposición anterior: «El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fíeles como en un templo, y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos»12. La vida de la Iglesia es la vida de Dios, ésta es la que ella comunica por Cristo en el Espíritu Santo. Y la vida de Dios es esencialmente oración, amor, gozo, gratitud, deseo que se colma. Es comunicación porque Dios se expresa por el Verbo, que es su misma esencia y es así Padre e Hijo. Su Verbo se nutre del Amor, que también es su esencia, el Espíritu Santo. Y a su vez el Hijo le «contesta». Su respuesta es entrega total en el mismo Amor, en el mismo Espíritu.
Esta es la forma pura, absoluta, perfecta de contemplar y entregarse: comunión del Ser como comunión de Vida. Sí, Dios es comunicación, esencialmente oración, en su más profundo, radical y genuino sentido. Es la más sublime y profunda concepción y comprensión de la oración: «Como un fluir y refluir de vida, como silencio abismal y suprema acción. Como última realización y realidad del ser divino. Como la bienaventurada y amorosa armonía, en la que los tres son “Un” Dios, siendo cada uno de, por y para los otros dos»13.
Por eso la oración es la misma vida del cristiano, la raíz de su ser, el más profundo y constitutivo núcleo de su personalidad cristiana.
Tiene que ser consciente y abrirse a esa realidad, la única y gran realidad. Si la raíz que nutre la planta está sana y vigorosa, su savia vivificará toda la planta, pero si la raíz no tiene vida se secará. El Padre busca adoradores en espíritu y en verdad (Jn 4, 23). Somos los miembros de Jesucristo en el Espíritu y en Verdad; la propia Verdad y el Espíritu están en nosotros, son nuestra naturaleza divino-humana. Mientras vivimos en Cristo, como decíamos anteriormente, no ante Cristo, en torno a Cristo, tras Cristo, vivimos de un Aliento de Vida común, se verifica en nosotros la vida trinitaria; la divina oración es nuestra propia oración.
Pero todo ello no es algo que nos cae del cielo. Para conseguirlo tenemos que injertarnos –Yo soy la vid; vosotros los sarmientos (Jn 15, 5)–, tenemos que contemplar, conversar, comunicar, responder. Este pueblo se me ha allegado con su boca, y me ha honrado con sus labios, mientras que su corazón está lejos de Mí (Is 29, 13). La oración en el cristiano es el diálogo con Dios, comunión en el amor y en la palabra, expresión de su unión con Cristo y señal de que Dios le acepta como hijo. La hace en nombre de Cristo, en el amor del Espíritu Santo. Es glorificación del nombre del Padre y del nombre del Hijo, nuestro Redentor, y es entrega total por parte del hombre a Aquel de quien recibe todo.
La oración del cristiano, hijo de Dios, como la de Cristo, el Hijo de Dios, se funda en la certeza del amor del Padre y se expresa en alabanza, acción de gracias y petición. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama ¡Abba, Padre! (Gal 4, 6).
La esencia de la oración, dice Daniélou, es descubrir el esplendor de la Trinidad, que es el arquetipo de toda belleza y amor, ser conscientes de que la Trinidad habita en nosotros y nos reclama para el mismo intercambio de amor que Ella vive. «En la Trinidad se nos revelan las últimas profundidades de lo real, el misterio de la existencia. Ella constituye el principio y origen de la creación y de la redención; por otra parte, todas las cosas le son finalmente referidas en el misterio de la alabanza y de la adoración. Más aún, en definitiva. Ella es la que proporciona a todo su consistencia. Todo lo demás procede de Ella y a Ella tiende. En consecuencia, la conversión esencial es la conversión que nos hace pasar del mundo visible, que nos solicita desde el exterior, a ese mundo invisible, interior, que es a la vez soberanamente real, pues constituye el fondo último de toda realidad, y soberanamente santo y admirable, por ser fuente de toda beatitud y de toda alegría»14.
La expresión de esa comunidad íntima y personal con Dios y en Dios es la oración. Ciertamente, sólo el Espíritu ora como se debe, y Él viene en ayuda de nuestra debilidad; nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones, conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios (Rm 8, 26-27). Vivir en Cristo y no orar es un contrasentido. Orar y amar es una correlación exacta. No podemos vivir ignorando quiénes somos. «No es pequeña lástima y confusión que por nuestra culpa no nos entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos. ¿No sería gran ignorancia que preguntasen a uno quién es y no conociese, ni supiere quién fue su padre, ni su madre, ni de qué tierra? Pues si esto sería gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotros cuando no procuramos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en estos cuerpos y ansí a bulto, porque lo hemos oído y porque nos lo dice la fe, sabemos que tenemos almas; mas, qué bienes puede haber en esta alma o quién está dentro o su gran valor, pocas veces lo consideramos»15.
Es necesario entrar dentro de nosotros mismos, hacer callar nuestras ideas, egoísmos, exigencias, reivindicaciones, para que la Palabra de Dios, la Vida misma de Dios no quede sofocada como la semilla caída entre espinas y triturada por las preocupaciones del mundo y la seducción del poder y de las riquezas. Si los hombres oraran surgiría en su vida una fuerza transformadora, «no se extrañarían de tener que beber el cáliz de la amargura, del que todos tienen que beber la salvación de su existencia. Y entonces empezarían a hacer por sí mismos lo suyo, por Dios, y por su reino; en el testimonio, en la ayuda al prójimo (hay que buscar primero con el corazón, rezando, para que los ojos lo encuentren), en la ayuda a los lejanos (en las misiones), etcétera. Poco a poco barruntarían algo de la bienaventurada necesidad del amor, que tiene que gastarse en servicio y obediencia a los demás, hasta que se haya devorado y agotado a sí mismo; y entonces empezarían tal vez a entender poco a poco el Corazón del Señor, el misterio de su amor que brota del incomprensible centro, llamado corazón, de quien es el Verbo de Dios en la carne insondable, juez y salvador, existencia inútilmente transcurrida y, sin embargo, maravilloso centro de atracción de todas las cosas. Entonces se atreverían (todavía más despacio, casi con vergüenza y humildemente) a esperar que los sentimientos y aspiraciones del propio corazón, inclinado de suyo al mal, fueran un poco poseídos y configurados por el amor de ese Corazón que mueve el sol y las demás estrellas del mundo-tiempo. Tal vez se consagrarían a este amor con recogido corazón al principio de cada jornada, le consagrarían su vida y el don del nuevo día»16.
La Iglesia, comunidad en oración #
La Iglesia vive del amor, hijo de la unidad de la vida que anima a todos los miembros de la propia Iglesia. De él habla San Pablo en la primera carta a los Corintios a raíz de diferencias allí surgidas por causa de celos de carácter espiritual. Todo es obra de un único y mismo Espíritu. Hay diversos carismas, ministerios, operaciones, pero es el mismo amor de Dios que obra en todos (1Cor 12). Una sola fuerza que todo lo produce, el Espíritu Santo, y una sola figura que se manifiesta. Cristo. De ello surge la unidad de la Iglesia. En ella un don tiene la primacía: el Amor, que no tiene ninguna función especial, porque está en el centro y en la raíz del organismo creado por Dios, a disposición de todos para ser todo en todos. Por eso en la misma carta, San Pablo, y a continuación, en el capítulo 13, escribe el célebre elogio del amor. No se trata del amor de una persona a otra, sino de una fuerza unificadora que fluye de todos los miembros. Amar significa aquí ser Iglesia, formar parte de ella, dejarse penetrar de la corriente de vida que por ella fluye y transmitirla a otros. Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos unos a otros mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros. Y por encima de todo esto, revestíos del amor, que es vínculo de la perfección. Y que la paz de Cristo presida vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados formando un solo Cuerpo(Col 3, 12-15).
Pero este amor, como vínculo de la comunidad Iglesia, no puede darse si la Iglesia no es comunidad de los que oran. Ella, peregrina entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, necesita vigorizarse con la fuerza del Señor, descubrir y contemplar el misterio de Cristo, dar testimonio de Él, pregonar la gloria de Dios, el poder y la sabiduría de sus manos. Sólo ella sabe que el verdadero rostro de Dios se descubre en Cristo. Por el Espíritu que le anima, consigue elevarse y reconocer a Dios como Padre y Salvador. Por ese mismo Espíritu es capaz de dirigir expresa, voluntaria y libremente su oración de adoración y alabanza, de gratitud, de petición y de expiación. Manifiesta por el Espíritu que la mueve, las actitudes propias de la oración verdadera: veneración, devoción, confianza, perseverancia, abandono a la voluntad de Dios y plena conformidad con Él, para conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Sólo contemplando y orando se persuade la comunidad cristiana de que hay un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos (Ef 4, 4-6).
Este es el sentido de la Liturgia tal como nos la expresa el Concilio en la Constitución sobre la Sagrada Liturgia. Se propone acrecentar de día en día entre los fieles la vida cristiana, adaptar mejor a las necesidades de nuestro tiempo lo que está sujeto a cambio, promover todo lo que puede contribuir a la unión de los que creen en Cristo y fortalecer lo que invita a los hombres e incorporarse a la Iglesia. La Liturgia «contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida, y manifiesten a los demás, el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia. Es característico de la Iglesia ser, a la vez, humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina, y todo esto de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos»17.
La comunidad de la Iglesia eleva su espíritu para contestar con la adoración a la obra de Dios: y todo su ser tiende a la eterna y sublime contemplación de la vida de Dios. En realidad, siempre la Iglesia adora, tanto cuando alaba como cuando expresa su gratitud, cuando expone sus necesidades y peticiones y cuando expía suplicante.
Guardini, en su libro La preocupación por el hombre, en el tomo I de Verdad y orden, dedicado a «El principio de las cosas y el Espíritu de los salmos», nos muestra de una manera honda y bellísima cómo la Biblia ritmaba la existencia del hombre entre el trabajo y la adoración, con los seis días que le son dados para ejercer su señorío sobre el mundo, y el séptimo día, que es dado para reconocer la soberanía de Dios. En la paz del día del Señor la humanidad tiene que deponer su corona de rey de la creación y elevarse a la adoración y alabanza del Señor. En el misterio de su calma y silencio ha de hacerse visible Dios. De ahí la importancia del «Día del Señor», que celebra la Iglesia enseñando a los hombres cómo han de volver una y otra vez a poner en claro la ordenación básica de las cosas.
La Iglesia lucha contra el riesgo que corre la sociedad de faltarle mañana la adoración. «Eso no forma parte sólo de la existencia individual, sino de la civilización colectiva. Una ciudad en que solamente hubiera chimeneas de fábricas y en que hubieran desaparecido los campanarios de las iglesias sería un infierno. Podemos preguntarnos si hoy servir a la civilización no es tanto para un joven o una joven entrar en un convento o en un seminario como entrar en un laboratorio. Lo digo desde el simple punto de vista de la civilización de mañana y del servicio social. Porque, repetimos, sin la adoración, la sociedad humana se convierte en un mundo asfixiante. Y ésta es, sin duda alguna, la amenaza que pesa sobre el mundo de hoy»18.
El misterio de la Iglesia es una copia del misterio de Cristo, que vive siempre en ella. Su vida es la vida del Verbo de Dios, tiene que responder al Padre con la misma Palabra del Hijo: ¡He aquí que vengo a hacer, oh Dios, tu voluntad (Hb 10, 6). Si la esencia de Cristo es eterna oración: recibir y entregarse al Padre, ésta ha de ser la suya por Cristo en el Espíritu Santo.
Oigamos las palabras del Papa Pablo VI: «¿Qué hace la Iglesia?, ¿para qué sirve la Iglesia?, ¿cuál es su momento esencial?, ¿cuál es su manifestación característica?, ¿su actividad plena, que justifica y distingue su existencia? La respuesta brota de los mismos muros de la Basílica de San Pedro: oración. La Iglesia es una sociedad de oración. La Iglesia es una societas spiritus. La Iglesia es la humanidad, que ha encontrado por medio de Cristo único y sumo Sacerdote, el modo auténtico de orar, es decir, de hablar a Dios, de hablar con Dios, de hablar de Dios. La Iglesia es la familia de los adoradores del Padre en espíritu y en verdad»19.
La oración en la Iglesia, siempre eficaz #
Pienso que esta actitud orante de la Iglesia, con todo lo que la oración encierra –alabanza, glorificación, adoración, súplica, arrepentimiento, expiación– y en todas sus formas –litúrgica, comunitaria, privada– es lo único que sostiene el coloquio de la gratitud con Dios, indispensable para que no quede relegado al olvido por parte del hombre el don de la creación y el de la redención. Mientras se mantiene este puente de la gratitud, aunque sea imperfectamente, el plan divino sobre el hombre no se ve turbado nunca del todo y siguen fluyendo, de la bondad de Dios (que es su gloria) y de su misericordia amorosa, las gracias del amor y la esperanza. En realidad, es una hipótesis absurda la de imaginarnos que pudiera romperse y desaparecer del todo ese coloquio. Porque en el centro del mismo está ya para siempre Cristo glorioso en su condición de Verbo Encarnado, siempre vivo «para interceder por nosotros».
En Él está ya la humanidad que ora, la humanidad que Él asumió. Y su redención de los hombres, a los que quiso hacer hermanos, ha sido eficaz. Siempre habrá hermanos suyos, y ésta es la Comunidad-Iglesia, grande o pequeña, que oran con Él.
En virtud de esta oración –que alcanza su expresión plena en el sacrificio de la Misa– están salvados los canales por donde llegan el amor y la esperanza teologales, como frutos del Espíritu Santo, y la caridad evangélica, como exigencia insoslayable en la vida social de los cristianos. No se produce, pues, el espantoso abismo de la soledad, en el que quedaría hundido el hombre, como un auténtico monstruo, si al ofrecimiento de Dios, manifestado en la Encarnación redentora de su Hijo Divino, no hubiera respuesta.
Esta es la grandeza única de la oración de la Iglesia, grandeza de tal majestad y trascendencia que gracias a ella se está continuamente actualizando todo lo que constituye la específica condición que el pueblo cristiano tiene de familia de Dios.
En algunos casos, el coloquio llega a tal grado de intensidad en la respuesta de las almas, impelidas por la acción del Espíritu Santo, que se producen esas elevaciones místicas de las que Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz nos ofrecen ejemplos insuperables.
Pero no despreciemos el vuelo de las avecillas humildes. En la Iglesia, y movidos por el mismo Espíritu, gracias al cual todos pueden llamar a Dios ¡Abba, Padre!, millones de almas adoradoras y suplicantes están siempre manteniendo el mismo coloquio, iniciado, interrumpido mil veces, continuado con amor, recomenzado de nuevo. Brota del corazón de un joven, de un niño inocente, de una familia atribulada, de un enfermo próximo a la agonía, de un sacerdote que recita su oficio divino, de una comunidad de religiosas consagradas a Dios, de un monje que une su voz con la de sus hermanos en un coro inefable.
Ese coloquio se establece sin cesar en el interior del templo, en los caminos perdidos del campo y del mar, entre las estrellas del firmamento, que con el parpadeo de su luz iluminan la noche. En esta Iglesia Santa de Cristo no faltan nunca, nunca jamás, las voces de la alabanza y la glorificación, y basta un solo sacrificio de la Misa, celebrado en cualquier lugar de la tierra, a cualquier hora, por cualquier sacerdote, aun el más indigno, para que en un inmenso altar todos los suspiros de amor, y las lágrimas del arrepentimiento y la expiación, y las miradas de la gratitud, y los gestos profundos y conmovidos de la adoración, y los gritos acongojados que piden remedio para el dolor y la necesidad, sean incorporados a la gran comunidad de los que oran en unión con el divino orante, Jesús, nuestro Mediador ante el Padre.
No nos damos cuenta suficientemente de esa operación silenciosa que sin cesar se realiza en la Iglesia que, por Cristo, con Cristo y en Cristo, en la unidad del Espíritu Santo, tributa honor y gloria a Dios Omnipotente.
Con la Misa, la liturgia de las Horas, «la voz de la Esposa que habla al Esposo; más aún, la oración de Cristo, con su Cuerpo, al Padre»20.
«El Sumo Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales. Él mismo une a Sí a la comunidad entera de los hombres y la asocia al canto de este divino himno de alabanza. Y esta función sacerdotal se prolonga a través de la Iglesia, que sin cesar alaba al Señor e intercede por la salvación del mundo, no sólo celebrando la Eucaristía, sino también de otras maneras, principalmente recitando el Oficio Divino»21.
Una última reflexión. Sin la oración así entendida, como coloquio del hombre con Dios en la unidad de la Iglesia, las riquezas de la Redención, los sacramentos, los dones del Espíritu Santo, al comunicarse a los hombres caerían sobre ellos como un peso dignificante y glorificador de la humanidad, pero exterior a la misma. Serían como fuerzas desencadenadas por una máquina poderosa, pero extraña al hombre. No entrarían en juego las respuestas de la libertad y la dignidad humana, que comienzan siempre con el conocimiento, aunque sea parcial, y conducen a asumir una conciencia clara de lo que se nos ofrece, de quien lo ofrece (Dios), y de lo que somos nosotros, los que lo recibimos, pecadores, pero hijos de Dios, redimidos por Cristo.
Esta oración o coloquio con nuestro Padre, en todas sus formas, en cambio, nos hace movernos, presintiendo, conociendo o gozando con lo que ya somos o podemos ser. A los que somos viadores nos hace hablar el lenguaje de la esperanza, y a los que ya consiguieron la gloria les sumerge en la contemplación gozosa y exultante de la infinita belleza de Dios, fin último del hombre.
En virtud de esta comunicación activa de las potencias y actitudes de nuestra alma con Dios, en medio y en comunión con la Iglesia, y siempre por medio de Cristo en su Espíritu, nos hacemos beneficiarios de todo el rico caudal que fluye sin cesar por los cauces de la gran comunión. Lo diré –y termino– con las palabras sublimes de Paul Claudel:
«No disponemos ya solamente de nuestras propias fuerzas para amar, comprender y servir a Dios, sino de las de todos sus miembros a un tiempo, desde la Virgen bendita en lo más alto de los cielos hasta el pobre leproso africano que lleva una campanilla en la mano y se sirve de una boca medio podrida para balbucear las respuestas de la misa. Toda la creación visible e invisible, toda la historia, todo el pasado, todo el presente y todo el porvenir, toda la naturaleza, todo el tesoro de los santos multiplicado por la Gracia, todo esto está a nuestra disposición, todo esto es nuestra prolongación y nuestro magnífico instrumental. Todos los santos, todos los ángeles nos pertenecen. Podemos servirnos de la inteligencia de Santo Tomás, del brazo de San Miguel y del corazón de Juana de Arco y de Catalina de Sena y de todos esos recursos latentes que basta que los toquemos para que entren en ebullición. Cuanto se hace de bueno, de grande y de hermoso de un extremo al otro de la tierra, cuanta santidad hay en los hombres, es como si fuera obra nuestra. El heroísmo de los misioneros, la inspiración de los doctores, la generosidad de los mártires, el genio delos artistas, la oración inflamada de las clarisas y de las carmelitas, es como si fuésemos nosotros; ¡es nosotros! Del Norte al Sur, del Alfa a Omega, del Levante al Occidente, todo eso forma uno con nosotros; nosotros nos revestimos de todo esto y lo ponemos en marcha y todo ello en la operación orquestal que a un tiempo se no revela y nos anonada. Alimento, respiración, circulación, eliminación, apetencia, balance exquisito del debe y del haber, todo esto que en el cuerpo indivisoestá confiadoal pueblo cantor de las células, todoestoencuentra su equivalenteen el seno deesta inmensa circunscripción de la Cristiandad. Todo cuanto hay en nosotros, sin que apenas nos demos cuenta, la Iglesia lo traduce en vastos rasgos y lo pinta fuera de nosotros en, una escala de magnificencia. Nuestras pequeñas impulsiones ciegas son concordadas, repetidas, interpretadas y desarrolladas por inmensos movimientos estelares. Fuera de nosotros, a distancia astronómica, desciframos el texto escrito con caracteres microscópicos en lo más profundo de nuestro corazón»22.
1 GS 20.
2 Mysterium salutis,vol. I/2.°, Madrid 1969, 585-586.
3 Jean Daniélou,El escándalo de la verdad,Madrid 1962, 118-119.
4 GS 34.
5 LG 4.
6 Romano Guardini, Verdad y orden, Madrid 1960, 122-123.
7 LG 13.
8 LG 4.
9 Heinrich Schlier, en Mysterium salutis, IV/1º., Madrid 1973, 222.
10 Wolfgang Beinert, en Mysterium salutis, IV/1º., Madrid 1973, 319.
11 Romano Guardini, Verdad y orden, II, Madrid 1960, 135.
12 LG 4.
13 Franz M. Moschner, La oración cristiana,Madrid 1955, 21.
14 Jean Daniélou,La Trinidad y el misterio de la existencia,Madrid 1969, 11.
15 Santa Teresa deJesús. Moradas primeras,I,2.
16 K. Rahner,Escritos de teología, III, Madrid3 1968,243-244.
17 SC 2.
18 Jean Daniélou, El escándalo de la verdad, Madrid 1962. 209.
19 Pablo VI, homilía en la audiencia general, 22 de abril de 1970.
20 SC 84.
21 SC 83.
22 Paul Claudel interrogue le Cantique des cantiques,citado por H. de Lubac,Meditación sobre la Iglesia,Bilbao 1958, 231-232.