La Iglesia de hoy ante la idea de una Europa unida

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La Iglesia de hoy ante la idea de una Europa unida

Disertación leída en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, el 26 de febrero de 1985. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, mayo 1985.

Hace unas semanas recibía yo una carta de un Obispo alemán, de la Diócesis de Paderborn, en Westfalia. En ella me decía: «Para Pentecostés irá a Toledo un grupo de sacerdotes. Irán presididos por Mons. Winter, que es el delegado del Movimiento Católico de Trabajadores en nuestra diócesis. Cada año organiza un viaje de estudios al extranjero para familiarizar a los sacerdotes con la situación de la Iglesia y de los trabajadores en el país correspondiente. De este modo fomenta el espíritu europeo en los sacerdotes. Espera, a través de éstos, inculcar mejor y más intensamente este espíritu europeo en las parroquias. Los valores religiosos y culturales tienen que ser el fundamento especialísimo para la futura Europa. Si los políticos apenas hacen referencia a este fundamento, por el contrario, más bien lo olvidan cada vez más, entonces caminamos todos hacia una Europa unida, sí, política y económicamente; pero no vertebrada por un mismo lazo espiritual y religioso».

Ofrezco a ustedes este pequeño dato porque ilustra muy bien lo que deseo exponer.

La idea y el deseo de una Europa unida está ya en la calle, como aspiración hondamente sentida por muchos, y como realidad iniciada ya y precariamente lograda entre algunas naciones del continente, que han empezado a ponerse en marcha en medio de grandes dificultades.

También está en la calle, es decir, a la vista de todos y clamorosamente subrayada por las continuas tensiones de que nos habla a diario la prensa mundial, la triste realidad contraria: la de una Europa dividida entre el Este y el Oeste, y, con diferencias notables, en muchos aspectos, entre el Norte y el Sur.

Es imposible, dada la conciencia que tiene la Iglesia de su misión, y dada su historia europea, que permaneciera indiferente ante estos deseos y estas realidades. Al fin y al cabo, fue un hijo de la Iglesia, que vivió en los siglos V y VI, quien con toda justicia ha sido declarado por Pablo VI padre de Europa: San Benito de Nursia.

Fue Pío XII el primer Papa que habló del tema con toda su autoridad de Pontífice de la Iglesia universal. El 11 de noviembre de 1948, cuando los países europeos empezaban a resurgir de entre los escombros de la guerra última, se dirigió al Segundo Congreso Internacional de la Unión Europea de Federalistas, y dijo: «Que el establecimiento de una Unión Europea ofrece serias dificultades, nadie lo duda. Sin embargo, no hay tiempo que perder. Si se espera que esta unión alcance su fin, si se quiere que sirva eficazmente a la causa de la libertad y de la concordia europeas, a la causa de la paz económica y política entre continentes, ya es hora de que se haga. Algunos preguntan, incluso, si ya no es demasiado tarde».

Con sus mensajes de Navidad y su relación tan intensa con las instituciones, organismos y personas de la época, contribuyó poderosamente a que se empezara a lograr la realización del ideal sentido.

Pablo VI, motor del Concilio Vaticano II, con una visión y actuación política –en el sentido noble de la palabra– más acentuada que sus predecesores, fomentó incansablemente cuanto pudiera ayudar a conseguir el propósito, y de ello hay testimonios abundantísimos.

Un año antes de su muerte –en 1977–, en la fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, se reunieron en Roma catorce presidentes de Conferencias Episcopales Europeas. Al final de sus trabajos hicieron la siguiente declaración:

Una palabra sobre Europa #

«Casi dos mil años después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, la humanidad se encuentra situada ante una tarea difícil. Sufre fuertes tensiones y crisis de toda clase en el plano espiritual, político y económico. Pero al mismo tiempo vemos dibujarse nuevas posibilidades de un porvenir más feliz y lleno de esperanza. Para realizar estas posibilidades hacemos esta llamada a todos los hombres de buena voluntad, entre ellos a los cristianos de Europa.

La misión histórica de Europa #

El cristianismo es una de las fuerzas que han dado forma a Europa, a su desarrollo y a su cultura. Del Evangelio, predicado incansablemente por la Iglesia a lo largo de los siglos, han recibido los pueblos de este continente los lazos que les unen a Dios y la concepción que tienen del hombre. El cristianismo es el que ha formado lo más profundo del alma de estos pueblos (Pío XII, 15 de marzo de 1953).

Los apóstoles San Pedro y San Pablo trajeron el mensaje de Cristo desde el Asia Menor hasta Roma. Lo mismo que Europa es inconcebible sin el apostolado de ellos, no lo es menos sin la acción misionera de sus grandes santos: Benito, Columbano, Remigio, Bonifacio, Cirilo, Metodio, Anscario, Adalberto y Willibrordo. Siguiendo su ejemplo, los pueblos de Europa, a pesar de sus muchos fallos y debilidades en el curso de la historia, han propagado en el mundo el mensaje de Cristo.

Hoy Europa está dividida políticamente y desgarrada en el aspecto religioso y en su concepción del universo. Está eclipsada por fuerzas políticas más poderosas. Pero los hombres en Europa se han dado cuenta de que no son únicamente los administradores de su pasado, sino que pueden ser los artífices de su futuro común. Desean también, juntamente con los hombres de África, de América, de Asia, de Australia y Oceanía, de los que han recibido mucho, cooperar al desarrollo del mundo y al futuro espiritual y moral de la humanidad.

Partiendo del mensaje de Pablo VI, Si quieres la paz, defiende la vida, somos llamados a comprometernos en favor de la gloria de Dios, de la paz, de la justicia, de los derechos fundamentales y de la fraternidad entre los hombres.

Voluntad de unión #

El horror de la última guerra ha despertado un deseo de paz profundo y ardiente, ha sacudido verdaderamente a la humanidad, a fin de intentarlo todo para dar realmente la paz al mundo. La aspiración a vivir una más amplia sociedad liberal y democrática crece de una manera general.

Aunque muchos desconfíen de que los pueblos europeos sean capaces de hacer esta unidad, la cooperación en los dominios de la política, de la economía y de la cultura, así como la migración interna europea que crece visiblemente, han permitido ya realizar considerables progresos hacia la reconciliación y la paz; no parece utópico, por tanto, que los países europeos se agrupen un di a de manera duradera: Cuanto más estrechamente se unan, más fácilmente podrán ayudar a superar tensiones en otras partes del mundo. En el equilibrio precario del terror entre las potencias mundiales y los bloques, Europa podrá jugar un papel estabilizador y pacificador. Podría entonces intervenir también con mayor probabilidad de éxito en favor de un desarme general y equilibrado, y, de esta manera, en favor de una reducción de las sumas exorbitantes que necesita hoy el armamento.

Sólo es posible superar las dificultades en que nos encontramos, y realizar plenamente las posibilidades de futuro, si las naciones abandonan su profundo egoísmo, así como una mentalidad de soberanía superada ya por los desarrollos políticos y económicos mundiales para buscar, junto con otras naciones, una solución aceptable. Quien supere los antagonismos y se disponga a cooperar con otros sirve a la paz; el esfuerzo hecho para unir a Europa es, por tanto, renunciar a toda pretensión de tutela sobre los demás, salvaguardar la igualdad de derechos de los diferentes países y respetar la identidad histórica de las naciones.

Para los pueblos europeos esto significa poner fin al odio y a la hostilidad y estar decididos a hacer en común lo necesario. Los Papas han alentado a los hombres de Estado comprometidos en la construcción de una Europa unida, a progresar en este camino frecuentemente arduo, y han exhortado a todos los cristianos a no abandonar sus esfuerzos para proseguir con confianza y desinterés la obra comenzada.

Derechos y deberes fundamentales #

Para cooperar a una mejor orden mundial, los cristianos de Europa deben, en primer lugar, ponerse al servicio de los demás.

Conociendo el origen divino y el destino del hombre, y por ello, su personalidad y su unicidad, los cristianos están particularmente obligados a comprometerse en favor del derecho a la vida, en favor de la verdad y la justicia, del amor y de la libertad, aun allí donde los derechos superpoderosos del Estado y de la sociedad los dificultan. No debemos cansarnos de llamar la atención sobre el peligro de que los hombres sean planificados o sometidos a dependencias más fuertes aún, a consecuencia de una nivelación general (cf. Gaudium et spes 29). A este propósito no se trata de esforzarse por conseguir lo que sea técnicamente posible, como tampoco lo que ofrece una mayor ganancia, sino de alcanzar aquello de lo que hemos de responder ante Dios y ante las generaciones futuras.

«La tradición cristiana pertenece esencialmente a Europa. Aun entre los hombres que no comparten nuestra creencia, aun allí donde la fe está oprimida o apagada, las huellas humanas del Evangelio continúan existiendo y constituyen definitivamente un patrimonio común que nosotros debemos hacer fructificar en interés del individuo» (Pablo VI, 26 de enero de 1977).

No es en sus derechos en lo primero que debería pensar un cristiano, sino en sus obligaciones dentro de la comunidad, que exigen de él que se comprometa en favor de un orden más justo de la sociedad (cf. Gaudium et spes 30), y esto no solamente con palabras, sino con la acción al servicio del prójimo. El cristiano sabe que solamente puede alcanzar su verdadero objetivo si está dispuesto a servir y a sacrificarse y si se carga con la Cruz de Cristo para seguir el ejemplo del Señor. El Evangelio exige que prestemos nuestra voz, ante todo, a aquellos prójimos que son demasiado débiles para hacerse oír. Es preciso ayudarles sin herir su dignidad humana.

Las injusticias sociales deben ser eliminadas. Debemos estar dispuestos a compartir con los otros más generosamente que en el pasado. Obrar en cristiano significa renunciar a la codicia y al hambre de poder, estar a favor de los demás de manera desinteresada y sin esperar recompensa. Vivir en cristiano significa vivir de tal manera que todos los demás puedan vivir también.

El hombre en la comunidad #

Lo mismo que los miembros de una familia no pueden vivir juntos sin refrenar su egoísmo, sin renunciar a sus reivindicaciones, aun justificadas, y sin prestarse ayuda mutuamente, los pueblos no podrán llegar a una comunidad de iguales en derechos sin renunciar a reivindicaciones y sin hacer sacrificios. El mensaje de Cristo nos impone velar sobre nuestro prójimo, aun sobre el que debe vivir y trabajar lejos de su país; exige de nosotros la solidaridad con los débiles, los oprimidos, los minusválidos y los apátridas. El Evangelio no sólo es válido en el área de la vida personal, sino que nos impone una corresponsabilidad en la marcha del mundo.

Algunos pueblos de Europa gozan desde hace tres décadas de la libertad y viven una seguridad relativa, aunque amenazada; una parte de ellos tiene, además una visible prosperidad.

Por el contrario, numerosos pueblos de la tierra viven aún hoy bajo el sometimiento a la fuerza y a la arbitrariedad, y en la pobreza material. En comunidad con todos los que profesan su fe en el Evangelio de Cristo, nosotros estamos obligados a trabajar contra la opresión, el hambre y la miseria, donde quiera que se presenten, y a aliviar los sufrimientos y la angustia de los hombres, realizando un orden social más justo, tanto para Europa como para el mundo.

La ayuda al desarrollo a escala europea no debe ser una limosna, sino una asistencia fraternal. Debe ser procurada sistemáticamente por la vía de la cooperación en igualdad de derechos; no debe limitarse a una ayuda material, de lo contrario negaría lo esencial de lo que Europa debe ofrecer: la transmisión de los valores fundamentales, fundados y enraizados en la fe cristiana (cf. Mater et Magistra 176), sin los cuales no son posibles una paz duradera y una verdadera comunidad fraterna de iguales entre los pueblos.

La pregunta planteada por el Santo Padre sobre si «Europa no puede, a través de servicios universales, recuperar y reforzar su voluntad de vivir, su potencia creadora y la nobleza de su alma» (Pablo VI, 26 de enero de 1977), y su llamada exhortando a Europa a «crear instituciones que le permitan hacer servicios particularmente eficaces a toda la familia humana», son para nosotros una misión y una obligación.

La audacia del riesgo #

Los progresos extraordinarios realizados en el campo de las ciencias naturales y en la técnica incitan a algunos a creer erróneamente que la voluntad humana es el imperativo del universo.

Apartándose de Dios, Señor y Creador, la humanidad ha desembocado en la ruina, en la guerra y en la violencia. Muchos hombres, también en nuestros países, han sucumbido al materialismo. El desarraigo religioso, a pesar de un bienestar creciente, hace que se propaguen el conformismo, la depresión y el miedo.

Seria falta el limitamos a tomar nota de esta situación, lamentándola. Sabemos qué sentido y qué plenitud puede dar a nuestra vida el Mensaje de Cristo. La proclamación del amor y de la gracia de Dios libera y pacifica no sólo a los individuos, sino también a la comunidad humana. Esa proclamación será indispensable para que Europa consiga un desarrollo más feliz y un porvenir más prometedor. Renovando y profundizando nuestra fe, contribuiremos a dar «su alma» (Pablo VI, 18 de octubre de 1975) a la comunidad naciente de los pueblos.

«Grandes obstáculos se oponen aún a la unión de nuestro continente. Sólo podrán ser vencidos, y las tareas que se plantean a Europa sólo podrán ser realizadas, si nosotros cristianos asumimos nuestra tarea: «el riesgo razonable» (Pío XII, 24 de diciembre de 19 53), y nos comprometemos de palabra y de obra en favor de Europa».

Tras esta declaración, se constituyó en marzo de 1980, ya de manera oficial, con la aprobación e impulso de la Santa Sede, la Comisión de los Episcopados de la Comunidad Europea (COMECE), a la que ha seguido con carácter más amplio el Consejo de Conferencias Episcopales Europeas (CC EE), que no se limita a los Episcopados de la Comunidad de los Diez, sino que comprende a los de toda Europa, y mantiene relación con otro organismo conocido con el nombre de KEK, en el que se integran Comunidades e Iglesias ortodoxas, vetero-Católicas, Anglicanas y otras procedentes de la Reforma.

El citado organismo –CC EE– celebra Simposios de Obispos Europeos casi todos los años, y de ellos han tenido particular importancia el de 1980, con motivo de una peregrinación de Obispos a Subiaco para conmemorar el XV Centenario del Nacimiento de San Benito; y el de 1982 en Roma.

Para octubre de este año está anunciado y convocado un nuevo Simposio en Roma.

Cómo trabajan estos organismos #

La COMECE se ha fijado un triple objetivo:

a) Información a todos los Obispos europeos sobre las cuestiones tratadas por la Comunidad que tengan una dimensión humana y social más acusada. Lo hace mediante un boletín de noticias Europa día a día (SIPECA), que publica ocho números al año, y una revista titulada Objetivo-Europa.

b) Reflexión sobre problemas europeos que desbordan ampliamente el mero aspecto económico. Es sabido que, desde la elección del Parlamento Europeo por sufragio universal en 1979, la Asamblea trata de todas las cuestiones, aun a riesgo de que a veces se critique su competencia. Problemas de derechos humanos, de cultura, de seguridad, etc., que, aunque no figuran en el Tratado de Roma, tienen siempre repercusiones económicas. Pero son también cuestiones ineludiblemente éticas. La COMECE quiere ser un vínculo, entre otros, y en colaboración con ellos, donde puedan reflexionar profundamente responsables políticos, funcionarios y teólogos.

c) Contactos y reuniones con parlamentarios y responsables de instituciones europeas, que se realizan de diversos modos en la Nunciatura de Bruselas y en la Delegación de la Santa Sede en Estrasburgo. Con todo lo cual se pretende hacer que arraigue la idea de que la Comunidad Europea no puede contentarse con ser una comunidad económica. «Es preciso tender, decían en su declaración con motivo de las últimas elecciones al Parlamento Europeo, a una Europa de hombres y pueblos. Mientras haya hombres y mujeres considerados solamente por su ‘haber’ y sin encontrarse en verdad, no existirá la Comunidad. Europa necesita un nuevo aliento, un alma, una fe».

Hasta aquí, todo cuanto vengo diciendo podría ser estimado como un cierto acompañamiento de la Iglesia al esfuerzo de los políticos y estadistas por ir logrando una Europa más unida. Ya por sí misma esta actitud es importante. Aparte de que no hemos de olvidar que no se ha limitado la Iglesia a acompañar, sino que, desde el principio de los trabajos en pro de la unidad, ha estado presente, impulsándolos y dándoles su aliento (pontificado de Pío XII).

Mas lo que verdaderamente puede ser valorado como aportación específica de la Iglesia de hoy a este noble empeño de ir logrando una unión cada vez más estrecha de los pueblos europeos, es otra cosa.

La Iglesia está hoy promoviendo en el interior de sí misma una dinámica de evangelización de Europa que tiende a crear y fortalecer por su propia naturaleza lazos de unión en los espíritus, convencida de que ha de hacerlo así, no sólo como servicio al Evangelio, sino tambiér1 de que, en la medida que pueda lograrlo, contribuirá con más eficacia que ninguna otra institución a la unión anhelada. En este sentido, debo subrayar las siguientes referencias:

1ª. Impulso decidido del actual Pontífice Juan Pablo II. Está moviendo a los Obispos y a las Ordenes Religiosas con mucha más energía que hasta ahora lo han hecho sus predecesores, hacia este objetivo: Europa cristiana. Aparte de sus visitas apostólicas y sus frecuentes apelaciones en esta dirección, cito como de singular importancia cuatro documentos: el Discurso sobre Evangelización de Europa a los participantes en el V Simposio del Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas, en octubre de 1982; la homilía en la Misa de clausura del mismo; el Discurso en el acto europeísta en Santiago de Compostela, en noviembre del mismo año; y el pronunciado en el Katholikentag de Viena en noviembre de 1983. No puedo resumirlos. Son importantísimos, como toma de posición para una nueva etapa en la Iglesia.

2ª. El Consejo Pontificio para el ecumenismo. Nunca nos hemos acercado tanto los cristianos de diversas confesiones como en estos veinte años últimos, después de haber vivido tan separados durante siglos. Esto dará frutos cuando la Providencia de Dios quiera. Ya los está dando, sobre todo entre los anglicanos y los católicos.

3ª. Relación con las Iglesias de los países del Este. En estas naciones, la Iglesia es considerada como un huésped incómodo, tanto o más que la presencia del poder norteamericano. Lo que sucede es que no es un huésped, sino un hecho religioso y cultural de muy difícil desarraigo. Hungría, Rumanía, Checoslovaquia, Yugoslavia (aunque se mueva en otra órbita), y por supuesto Polonia, con su singularidad excepcional, están ahí portadoras y depositarias de fermentos cristianos y aun de comunidades creyentes muy vivas, que son una denuncia permanente contra todo lo que tiende a dividir las conciencias y las almas.

En estas Iglesias está produciéndose un fenómeno del mayor interés. Llega cada vez más información y comunicación a Roma de lo que hacen y sienten; llaman al corazón de los cristianos de la Europa libre; son conscientes del valor unificador del sufrimiento y la persecución; crece en ellas la confortadora impresión de que no están solas, gracias, sobre todo, al Papa eslavo, que sólo diez días después del comienzo de su Pontificado dijo estas palabras: «Ya no hay Iglesia del silencio; ella habla por la voz del Papa». Los cristianos del Este están trabajando por la unidad de Europa, en cuanto que no sólo se observa, sino que consta positivamente por lo que nos dicen sus Obispos, que dentro de la opresión en que viven no alimentan revanchismos, no están educando a sus hijos para el desquite o el odio, sino que se esfuerzan por mantener, en medio de la situación en que viven, la confianza en que con su sufrimiento y fidelidad son invencibles. Se oponen a la exacerbación de los nacionalismos y practican lo que se está llamando ya el ecumenismo de la cruz, seguros de que las fronteras se abrirán, de que los «gerontólogos del marxismo cesarán de combatirlos, faltos de combatientes». Ellos, en cambio, seguirán. Y por aquí está conduciendo el Papa actual la heroica lucha. Las armas que utilizan no son más que espirituales. No predican la guerra santa, ni la violencia. Esta resistencia activa, pero pacífica, es la de la Polonia actual, cuya fuerza moral se mide por el extraordinario martirio de sí misma que representa, para todo un pueblo ardoroso y acostumbrado a luchar con las armas en la mano, oponerse no a un adversario político, sino a la tentación de la violencia.

Los que critican al Papa por el doble lenguaje que utiliza –dicen–, apaciguador en Iberoamérica y vibrantemente testimonial en Polonia, no se dan cuenta de la enorme diferencia que existe. En los países americanos hay incluso sacerdotes que han querido tomar las armas para la revolución. En Polonia, la Iglesia se opone a la violencia y no quiere que el país se vea inundado por una efusión de sangre, de consecuencias incalculables también para la unidad de Europa.

4ª. Operatividad apostólica e instrumentos de acción en la nueva tarea de reevangelización de Europa. Me fijo exclusivamente en lo que podríamos llamar la columna vertebral de la estructura eclesiástica europea, en torno a la cual se integra y se mueve el amplísimo organismo eclesial. Hay en Europa 709 Archidiócesis, Diócesis o Administraciones Apostólicas, desde Italia, que cuenta con 278, seguida de Francia con 97 y España con 68, hasta las naciones que sólo tienen una, Dinamarca, Letonia 1 Finlandia, Gibraltar, Islandia, Luxemburgo, Mónaco, Suecia y Ucrania.

Pues bien, a todas estas circunscripciones está llegando el nuevo «élan» que se respira, y de todas ellas está saliendo ya el latido de una respuesta que participa en la misma preocupación y los mismos anhelos. Los Obispos europeos viven ya -vivimos- hondamente persuadidos de que lo que se hace o deja de hacerse en Europa, afecta a la fe cristiana; y de que esta fe no puede contemplar con indiferencia, a la que pudiera dar pie un espiritualismo falso, el proceso de unificación o unidad en que Europa está embarcada. Aun cuando haya llegado a ser un continente de misión, no se puede olvidar que –como dijo el Cardenal Koenig– «dos mil años de historia cristiana han marcado el rostro de Europa».

A nuestros despachos episcopales, a las reuniones de nuestras Conferencias, están llegando continuamente, desde Roma, o desde otros organismos de los que he hablado, documentos de reflexión, sugerencias de posibles iniciativas, recomendaciones y planes de trabajo, que señalan y abren cauces de actuación apostólica de ámbito europeo común; relación con las altas instancias políticas de los Gobiernos o de los organismos internacionales; diálogo con los no creyentes; atención de las Iglesias a los problemas culturales y avances científicos de nuestro tiempo; consultas e informaciones de unas Conferencias a otras; participación de los Obispos de unos países en las reuniones de los de otros; reuniones de sacerdotes de diversas áreas lingüísticas; impulso a las Ordenes y Congregaciones Religiosas a que se internacionalicen más y más; promoción de contactos institucionalizados u ocasionales entre los laicos en relación con sus responsabilidades propias de los diversos medios sociológicos en que trabajan, para poder asegurar una presencia de la Iglesia; atención particular a los trabajadores emigrantes en Europa con respeto a sus diferencias culturales, raciales, religiosas y económicas; particular atención al fenómeno del turismo y el de las peregrinaciones a santuarios de carácter nacional e internacional: envío de seminaristas a realizar estudios teológicos en otros países; trabajo incesante en las tareas del ecumenismo, etcétera.

Creo que en asunto tan complejo como éste del proceso para una mayor unidad de Europa y de lo que la Iglesia puede hacer en este sentido, hay que huir de toda simplificación y de cualquier actitud de entusiasmo ilusorio y vano. Incluso un plazo de cincuenta años es corto –a mi juicio– para que se consigan los resultados apetecidos en cuanto a esa Europa «de los hombres y los pueblos», como se ha dicho, que no se opone a la realidad de las patrias, sino a los nacionalismos perturbadores. Pero dentro de ese plazo, los que nos sucedan han de ver progresos muy notables, a no ser que la locura de algunos haga pulsar el botón de las explosiones nucleares o simplemente de una guerra convencional.

La colaboración de la Iglesia para lograr esto va a ser de suma importancia. Primero, por el prestigio del Pontificado. Segundo, porque no tiene ya nada de ese poder temporal que tantas veces lo hizo sucumbir en tiempos pasados bajo el peso de las alianzas o las simpatías suscitadas por una mayor o menor afinidad. Tercero, porque las tensiones internas, teológicas y pastorales, serán superadas. Cuarto, muy importante, porque el movimiento ecuménico tendente a la unidad de los cristianos es imparable. Quinto, porque la Iglesia no busca ni siquiera hegemonía espiritual, sino que aun viviendo por la acción del Espíritu Santo la irrenunciable actitud de que es la verdadera Iglesia de Cristo, no niega la parte de verdad que las otras Iglesias poseen, y quiere, en unión con ellas, seguir orando y reflexionando juntas hasta que la plena luz se haga, lo cual es radicalmente distinto del talante con que se ha movido hasta el Concilio Vaticano II. Sexto, porque la acción apostólica del Papa actual, mucho más continental y universal que la de ningún otro, desde hace muchos siglos –es el que ha declarado a San Cirilo, eslavo, junto con San Benito, latino, Patrono de Europa igual que él segundo–, va a traer –está trayendo ya– consecuencias muy positivas en el ámbito de la evangelización de Europa. Séptimo, porque, en una palabra, a la Iglesia de hoy la acompaña únicamente una idea, la del honor de Dios conforme al Símbolo de la fe, y la del servicio al hombre; y lo que busca es que Europa entre por el camino, no de los nacionalismos orgullosos, sino por el del servicio a los hombres de nuestro tiempo.

He dicho que pueden conseguirse progresos notables dentro de esa etapa que he señalado y en virtud de las razones que indico. Pero no me atrevo a decir más. Porque sobre la conciencia histórica de Europa, de la Europa que era cristiana, gravita el peso atroz de muchos odios y muchos conflictos que hacen pensar que el cristianismo ha servido de muy poco en el pasado –yo creo que no, que hay que buscar otras explicaciones a la frecuente explosión de los odios– y esto hace que millones de europeos, entre los que abundan los hombres cultos, no sientan el menor entusiasmo por ésa que llaman ellos «utopía de la nueva evangelización». Esta es la realidad. Como también lo es el hecho doloroso de la increencia y la vida cristiana desnaturalizada y reducida a un deísmo vago y descomprometido en tantos y tantos países europeos (Cfr. Encuesta en doce países europeos sobre valores vigentes).

Aun así, la esperanza radica en que la acción de la Iglesia hoy, libre de tantas ataduras de otros tiempos, va a insistir en algo que sintoniza como exigencia evangélica con las grandes aspiraciones sociales del hombre de hoy: derechos humanos a escala mundial, libertad, dignidad del hombre, sentido del trabajo, mejor participación de todos en los bienes de la cultura y la producción económica, ordenamiento político más justo; en una palabra, la idea del servicio, en que tanto insistía un ensayista ilustre de cuyo nacimiento en Verona, se celebra este año el centenario, Romano Guardini. En su libro Preocupación por el hombre, en las páginas dedicadas al tema de Europa, insiste en esta perspectiva: la idea de servicio frente a la idea de poder.

Permítaseme una última reflexión sobre este aspecto.

Un ideal de servicio #

No hay nada auténticamente humano que no halle eco en el corazón de la Iglesia de Cristo. La Iglesia está al servicio de la humanidad y todos los problemas de su historia son sus propios problemas. De la reflexión que sobre sí misma hizo en el Vaticano II surge el deseo de exponer cómo entiende su presencia y acción en el mundo actual. Ante sus ojos está la familia humana con todo el conjunto de realidades entre las que está viviendo. Y aquí está una de ellas: la idea de una Europa unida. ¿Por qué una Europa unida? ¿Para qué una Europa unida?

Pensamos en Europa como en uno de los continentes de peso e importancia en el mundo. No concebimos que se pueda hacer nada a escala mundial sin contar con Europa. Aliado de los grandes colosos que se han despertado más recientemente, como América, Asia, África, ¿qué significa Europa?

Y pensamos en la población de Europa, tanto en el número de sus habitantes como en las naciones que la integran, en sus hombres profesionales, políticos, técnicos, científicos. En lo que ha ido aportando a la industria, a los sistemas económicos, a la ciencia y a la técnica. Los hilos que tejen más de inmediato la política del mundo. Son importantes estos factores. Pero en seguida nos viene la gran población de esos enormes continentes, sus grandes extensiones de espacio sin aprovechar, sus riquezas naturales, su integración en el ritmo actual y, en casos concretos, superándolo (técnica japonesa, norteamericana…) ¿La vieja Europa tiene algún logro que aportar? ¿Algo que pueda ofrecer como más específicamente suyo por su historia, por su acervo cultural, por su pensamiento gestado ya desde Grecia, por la experiencia de su propia evolución? ¿Algo que las demás partes del mundo no podrían realizarlo con tan íntima propiedad?

No es problema la investigación científica, que hoy progresa sin cesar. En la técnica, evidentemente, ocurre lo mismo. La ciencia y la técnica dan lugar a un poder del hombre sobre la naturaleza y sobre el mismo hombre, en cuanto a su conocimiento, que aumenta a ritmo acelerado. Ya Francisco Bacón en 1620 afirmaba que la ciencia del hombre era la medida de su potencia (Novum Organum, 3er aforismo, Edit. Porrúa, p. 37). Eso significa un progreso hacia una independencia cada vez mayor, y también una conexión con el mundo cada vez mayor, como se pone de manifiesto en conferencias internacionales, congresos, programas en común, etc. Ciencia y técnica han dado y seguirán dando un poder al hombre sobre la naturaleza, sobre sí mismo, que aumenta vertiginosamente. Han surgido fuentes de energía, abundancia de bienes y socorros para la vida que también aumentan este poder. Progreso cada vez mayor en todos los campos científico-técnicos.

Los judeocristianos, apoyándonos en el Génesis (1,26), vemos que el hombre ha de ejercer su dominio sobre el mundo. El crecimiento de poder representaría –tendría que representar– un progreso hacia una más completa realización del hombre.

Pero aquí está el problema. Un problema hondo. ¿Basta la fórmula aumento de poder, como igual a aumento de realización del hombre? ¿Crece el poder y en la misma medida la «humanidad» del hombre? ¿En qué relación está el crecimiento de poder con la humanidad del hombre? ¿Se puede aumentar el poder sin reflexión, sin ver las consecuencias, permaneciendo «hombre» el hombre en sentido pleno? En este punto hay que considerar lo que llamamos daños culturales, daños que sufren el cuerpo y el espíritu por los extravíos y desmesura de la evolución de las culturas. Con conocimiento de causa podemos hablar de culturas «no humanas», que no enriquecen el ser auténtico del hombre. El hombre tiene como tarea de su propia vocación desarrollar su libertad en la forma de historia y de cultura; pero no puede erigir arbitrariamente su propio mundo. Ni arbitraria, ni egoísta, ni orgullosamente. Sino completar el mundo según un orden, una armonía, un bien; es decir, según la voluntad divina, como mundo de la libertad humana.

¿Dónde está el límite de ese poder más allá del cual la carga aplasta al portador? Es la pregunta que Romano Guardini se hace constantemente en su libro Preocupación por el hombre, al reflexionar sobre la cultura como obra y riesgo; el hombre incompleto, el poder, la libertad, el servicio al prójimo en peligro; Europa, realidad y tarea. El hombre debe conocer y asumir la medida total de su responsabilidad. Y para esto tiene que volver a encontrar la verdadera relación con las personas, con las cosas, con las exigencias de su intimidad, con Dios.

Si el crecimiento del poder avanza con excesiva rapidez y la «humanidad» del hombre no crece en la misma medida, ¿no llevará esto a un poder de destrucción? Muchos pensadores europeos han repetido lo que dice ya Sófocles en el coro de «Antígona»: que el hombre lleva en sí la posibilidad de algo trágico. Nos damos más cuenta de la fuerza del poder cuando destruye. Ya hemos vivido y vivimos acontecimientos así. En el comienzo, las nuevas realidades, por ejemplo, de la energía atómica, nuclear, están como sin forma, sin configurar, sin aplicaciones; luego se hacen eficaces de manera concreta. Y estarán en función de las primacías del hombre, en función de aquello en lo cual quiera imponer su poder y dominio. Hoy la imagen de nuestro mundo es la del hombre que tiene un potencial enorme y puede destruirse a sí mismo.

El poder de los hombres tiene en la mano las energías del mundo, en el más amplio sentido de la palabra. Se ha abierto paso a lo macroscópico y a lo microscópico. Pero, como decía antes, lo que nos da la más clara y cruda conciencia de su poder es su posibilidad de destruir y dañar: manipulación de los medios de comunicación; manipulación genética; posibilidad de cambiar en un hombre, contra su voluntad, su modo de percibir el mundo y percibir se a sí mismo; cambiar las medidas y leyes del bien y del mal, los puntos de apoyo que tiene en sí mismo como persona. El poder es un fenómeno que estremecía a los hombres de la antigüedad. En mi discurso de entrada en la Academia, recordé la cita de Sófocles en Antígona: «Mucho hay de inquietante, pero nada más inquietante que el hombre».

La pregunta que se hace también Guardini, en el libro citado, es: ¿Quién está llamado a plantear este problema y llevarlo hacia su solución? Su contestación es: Europa, de modo especial. Ciertamente, nuestra historia de más de tres mil años no se ha producido de un salto. Ya tenemos una larga tradición de pensadores. La pregunta por el hombre se hizo ya acuciante en Kant. De las cuatro cuestiones en que Kant veía resolverse la Filosofía: ¿qué podemos saber? (metafísica), ¿qué debemos hacer? (moral), ¿qué nos es dable esperar? (religión), ¿qué es el hombre? (antropología), ésta es la fundamental. La autognosis es uno de los objetivos fundamentales del pensar de Europa. «En todos los conflictos entre las diferentes escuelas filosóficas, este objetivo ha permanecido invariable e inconmovible: probó ser el punto arquimédico, el centro fijo e inmutable de todo pensamiento» (Cassirer, Antropología filosófica, p. 15, 1945). Sí, tanto pensadores como médicos han tenido siempre implícita o explícitamente formulada una idea del hombre.

Ya hemos tenido tiempo en nuestra historia, maestra de la vida, de perder las falsas ilusiones. La verdadera Europa, la Europa que piensa, es ajena a optimismos absolutos. Sus valores están vivos todavía, y es posible percibir lo que está en juego. Ha visto hundirse muchas cosas irrestaurables. De todo ello han surgido filosofías que pueden comprender el riesgo y la tragedia de la existencia humana. Europa tiene la tarea de la crítica del poder, porque está acostumbrada a la preocupación por el hombre; es consciente del poder del hombre, de su destino y misión, y ha de reflexionar adónde le llevará. Europa ha dado a luz las ideas fundamentales del pensamiento sobre el hombre. La revolución francesa sacó a la luz la idea de la libertad. A Europa le corresponde, en su preocupación por la humanidad, llevarla de la «libertad de» a la «libertad para» la realización del hombre.

Hay una forma de ejercer la libertad que nos enseñó Jesucristo: la del servicio. Ese servicio es propio de la fuerza del hombre que se siente responsable de la vida. De todo lo que se llama vida: trabajo, familia, pueblo, cultura, ordenación de la patria, lo internacional. Todo este servicio por grandeza y superioridad del poder, que quiere que se enderecen las cosas de la tierra y que toma este servicio como una misión. Y una misión divina de la que se le exigirá cuentas, como en la parábola de los talentos. En esta forma de ejercicio del poder hay la sencilla objetividad de la vida cotidiana del hombre en sus diferentes cargos y profesiones. Reconocer esto y lograrlo puede ser la tarea de esta Europa que tanto ha sufrido y ha hecho sufrir, y que tanto esplendor vacío ha asumido. Es una utopía ética que puede ser previa a una realidad.

Esta Europa unida con estas inquietudes no existe. Estoy hablando, como dice Guardini, de una Europa que es, sí, algo político, económico, técnico, pero sobre todo una «disposición real de ánimo». Para que esta Europa llegue a ser, hace falta que cada una de sus naciones vuelva a pensar su historia de otro modo, y a comprender su pasado y sus proyectos con referencia a la constitución de una Europa unida con una gran forma vital, no sólo con lazos económicos, técnicos, científicos. Forma vital configurada por las realidades fundamentales que le permitirán el paso a la libertad y no el hundimiento en la servidumbre común.