Prólogo para la obra de Rafael Palmero Ramos, titulada «Ecclesia Mater en san Agustín. Teología de la imagen en los escritos antidonatistas», Madrid 1970.
La lectura atenta de este trabajo de investigación teológica y proyección pastoral del doctor Palmero Ramos me sugiere una reflexión, que no por evidente es superflua y muchos menos retórica: San Agustín amaba a la Iglesia. La amaba con toda su alma ardiente, ya no apasionada. A lo largo de su vida tan rica fue quedando en su corazón solamente el ardor y la llama, centrados ambos sobre lo que había venido a ser objeto único de su amor y su existencia: La Iglesia de Cristo. Hay teólogos que escriben de Dios y su misterio como podrían hacerlo sobre cualquier cuestión científica: con el rigor del analista, sí, pero también con su opaca frialdad. No así los Padres de la Iglesia, y san Agustín es uno de los más esclarecidos y fecundos que ésta tiene.
Son eso, Padres, y se advierte que cuando hablan o escriben de ella, lo hacen con la fuerza generadora del amor.
La controversia con los donatistas fue la ocasión que sirvió a san Agustín para exponer, en múltiples textos, que el autor ha estudiado profundamente en esta tesis doctoral, los conceptos sobre la Iglesia madre, que brotaban de su espíritu contemplativo y orante, a pesar de su actividad pastoral y no obstante la violenta y enconada polémica. Mas creo yo que, aunque la secta de Donato no hubiera existido, al gran aliento vital de san Agustín le hubiera sido suficiente la habitual meditación sobre la Iglesia, a que le llevaba su alma, para ofrecernos el don de su pensamiento y su sentir sobre un misterio tan atractivo y tan rico. San Agustín amaba, vuelvo a decir, amaba a la humanidad, y a la Iglesia en ella encarnada. Y este amor le hacía dirigir su mirada incesantemente, tratando de desvelarlo, hacia ese oculto secreto de las relaciones de Dios con el mundo de los hombres, manchado con el pecado, puro con la virginidad de la fe, asumido en la unión de amor y elevado a la fecundidad creadora y sacramental de la gracia vivida en el seno de la Iglesia.
¡Qué perspectiva tan fascinante, por lo que tiene de humana y de divina, esa de una Iglesia pecadora, virgen, esposa y, finalmente madre! El autor se siente contagiado irreprimiblemente, y al exponer y comentar los textos agustinianos, no oculta el leve temblor afectivo que el análisis despierta, si bien tenga que moderarlo con la regla serena del método a que su trabajo está lógicamente sometido. Pero lo que importa es la síntesis, y ella está lograda perfectamente. En esa teología de la imagen, como él subtitula su trabajo, late con auténtica vida la realidad honda de la Ecclesia-salus, contaminada y pura, pecadora y fiel, intacta y comprometida, espiritual y, sin embargo, nunca evadida, puesto que llega a ser madre.
Las conclusiones de este trabajo, tanto las de carácter teológico como las de índole pastoral, no pueden ser más actuales ni más capaces de suscitar nuevas y siempre fecundas reflexiones para el momento que precisamente ahora vive la Iglesia. Armonía entre carisma e institución; realidad única de la societas sanctorum y la communio sacramentorum, que no se excluyen; eclesiología conectada íntimamente con la historia de la salvación; valor real de la imagen utilizada, como extraída de la entraña misma del ser eclesial… y, desde el punto de vista pastoral, el acertado planteamiento de la actuación ministerial de los pastores en su colaboración con la acción santificadora del Espíritu Santo, y la visión de una Iglesia siempre abierta para facilitar el acercamiento de los que permanecen alejados.. . constituyen un patrimonio excelso de la herencia agustiniana que el autor ha sabido poner de relieve con preciosa sobriedad.
Leyendo este trabajo, inevitablemente nuestro pensamiento se dirige a la constitución Lumen Gentium del Concilio Vaticano II. En la Basílica donde esta constitución fue discutida, y finalmente aprobada, estuvo presente también san Agustín. ¡Cuánta sangre del Obispo de Hipona corre por las venas de este maravilloso documento del concilio! Los que tuvimos el honor y la dicha de tomar parte en él no podemos olvidarlo. También el autor lo tiene presente. Él sabe muy bien que no sólo los padres conciliares, sino también los grandes teólogos que más colaboraron en el estudio y redacción de este documento, a algunos de los cuales cita reiteradamente, deben a la inspiración de san Agustín, y concretamente a los textos que él maneja, algunas de las mejores páginas que nuestro siglo ha ofrecido como obsequio a la teología de la Iglesia.
Creo, en fin, que este estudio puede ser inmensamente provechoso a los alumnos de nuestras Facultades teológicas, e incluso a los seglares cultos que se interesan por el tema de la Iglesia. Hay en él rigor científico, lúcida exposición, acertada síntesis, noble y elevado estilo. Despierta el deseo de conocer y amar más y más no solo al inmortal Doctor Africano, cuyas luces doctrinales parece que no están destinadas a conocer ningún ocaso, sino también, lo que es más importante, a la Iglesia que él tanto amó. San Agustín es tan fecundo y tan rico, que las audacias de los más atrevidos no llegan a alcanzarle en su carrera de intuiciones y análisis geniales, con la ventaja para ellos de que, si se decidieran a correr tomándole como guía, los atrevimientos no serían nunca vanas y frecuentemente irrespetuosas piruetas sobre el misterio de la Iglesia, sino avances auténticamente luminosos, puesto que sus audacias nacerían del amor, que ni se busca a sí mismo ni hiere jamás a la Esposa de Cristo.
Felicito cordialmente al autor, con quien me unen vínculos de vida sacerdotal muy estrechos, por el brillante trabajo elaborado. Me fue muy grato asistir a la defensa de esta tesis en la Universidad Gregoriana. No lo es menos escribir ahora estas palabras de presentación como obsequio, bien poco valioso, que trata de corresponder a la generosa ayuda que él me ha prestado y me presta, ahora en Barcelona y antes como profesor de teología en el Seminario de Astorga, tarea que yo le encomendé con esperanza que nunca fue defraudada.
Barcelona, Pascua de Resurrección, abril de 1970.