La Iglesia, Pueblo de Dios

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La Iglesia, Pueblo de Dios

Artículo publicado en la revista Nuestro Tiempo, núm. 133-134, julio-agosto 1965.

El Concilio ha puesto su mirada sobre la Iglesia, sobre su interioridad sagrada, y ha tratado de descubrir las riquezas internas de su ser. No quiere esto decir que no haya prestado atención a los aspectos visibles y externos de la Iglesia. En realidad, no se puede prescindir de estos aspectos exteriores cuando ellos son también parte de la esencia misma de la Iglesia. Lo que ha sucedido es que estos aspectos externos eran más conocidos, y ahora el Espíritu Santo ha hecho que nos fijemos más en el secreto de la simplicidad espléndida que en la Iglesia se encierra, por ser más necesario para la Iglesia hoy.

Ha precedido una labor –de muchos años– de teólogos y escrituristas, que han iluminado los caminos, y ahora la doctrina sana que ha podido recogerse de todos esos trabajos del pensamiento de la teología queda definitivamente sancionada por la Iglesia con la autoridad suprema con que ésta puede hacerlo en un Concilio universal.

El Concilio ha tratado de descubrir el aspecto entrañable, interno, vivo de este misterio de la Iglesia de Dios en su marcha por el mundo. Cuando un estudioso quiere hacer un examen de un hecho histórico, de una persona o de un hecho de la naturaleza, puede seguir dos caminos: describirlo en sus aspectos externos o buscar la línea interior que da unidad orgánica a todo aquello. El historiador de la Edad Media, por ejemplo, puede limitarse a describir los siglos en que esa Edad Media se ha realizado, las formas políticas predominantes, el pensamiento social de sus hombres, los frutos externos que produjeron. Pero alguien puede hacer este estudio buscando otra razón más profunda que descubra cuál fue la animación interna de este período histórico.

Puede venir un tercero que haga las dos cosas, y entonces el estudio es completo. Esto es lo que ha sucedido ahora con respecto a la labor del Concilio Vaticano I en relación con la Iglesia. Ya que había sido fijado de manera esplendorosa y suficientemente clara lo que es la Iglesia en su aspecto jerárquico, visible, externo, en el Vaticano I, ahora, sin dejar de prestar atención a esto –el capítulo tercero de la Constitución sobre la Iglesia, dedicado a la Jerarquía, lo demuestra–, el Concilio profundiza más y, trata de penetrar en esa unidad orgánica, en esa vida interna que da animación y unidad a todo este hecho grandioso que es la Iglesia de Cristo.

Los fieles católicos que tienen ese sentido de la fe de que habla también el Concilio, no hacen separaciones entre lo externo y lo interno. Me refiero a aquello externo que pertenece a la esencia de la Iglesia, como, por ejemplo, su organización jerárquica visible. Cuando tienen ese sentido de fe bien orientado y desarrollado saben –con más o menos cultura religiosa– unir los dos aspectos. Y de esta manera cumplen ellos también a su modo lo que el propio Concilio nos dice cuando afirma que en realidad no se pueden separar.

Hace unos días, me encontré con una viejecita de un humilde pueblo de mi diócesis de Astorga. Era una mujer enferma que se encontraba precisamente en una clínica. No hacen al caso las circunstancias que me llevaron allí. Esta mujer, ya vencida por la vida, no representa ninguna categoría humana interesante, según el modo humano de clasificar de interesante o no las cosas que nos encontramos. Esta mujer, cuando vio al Obispo allí, junto a ella, a pesar de que las circunstancias eran dolorosas, manifestó un gozo irreprimible y conmovedor. Con evidente exageración, que solamente puede ser perdonada en gracia a la delicia de esa ingenuidad de fe que estas mujeres tienen, llegaba a decir esta frase: «Ahora ya, pase lo que pase, yo estoy contenta, porque veo al Obispo y el Obispo es Dios». Aquí está la exageración por la que muestra su contento. No paró en esto, sino que siguió hablando, un poco más nerviosa quizá: pero yo atribuyo sus palabras, más que al nerviosismo, a la confianza que tienen estas gentes humildes de la Iglesia cuando han sido bien educadas desde la infancia y no les estorba ningún respeto humano. Esta mujer hablaba con el Obispo como con el Padre. Siguió manifestándose con toda confianza ante mí, y me vino a decir que lo que más le importaba era que ella y sus nietos –hablaba ya de ellos más que de sus hijos– vivieran en gracia de Dios. Y como quien no quiere la cosa, mezclando al mismo tiempo preguntas que hasta podrían parecer irrespetuosas –no lo eran, pero llegó incluso a preguntarme cuántos años tenía– siguió en su línea de pensamientos: me recitó en versos del Romancero las «Siete Palabras de Jesús en la Cruz» que había aprendido de niña. Hay que tener en cuenta que la Semana Santa acababa de pasar.

Ahí tenemos un ejemplo admirable. Esta mujer, cristiana, buena, bien educada, ve dos cosas: el Obispo –aspecto visible, jerárquico, externo de la Iglesia–, y la gracia de Dios –que es lo que le interesa para ella y para sus nietos–, el aspecto interno. Es decir, esa mujer había acertado. No pueden separarse estos dos elementos.

El Concilio, sin embargo, ha insistido, de una manera particular, en el que hace referencia a la vida interior de la Iglesia. ¿Y qué es lo que nos dice el Concilio al hacer este examen? Nos invita a reflexionar sobre el hecho de que lo que se encuentra en la Iglesia, en el fondo de ella, es al mismo Cristo.

Cristo está en el fondo de la comunidad de los fíeles, de los cuales Él mismo es alimento y vida en los Sacramentos de que se nutren, en la abnegación con que marchan adelante en su camino, en la expansión del Reino de Dios a la que contribuyen con su esfuerzo. Aquí está Cristo.

El Concilio nos hace ver cómo esta muchedumbre de creyentes viene avanzando desde hace mucho tiempo y continúa entre las pesadumbres del mundo y los consuelos de Dios, según frase de San Agustín. Esta es la Iglesia: ahí, en todo ese conjunto de fieles que creen, que obedecen, que aman, que sienten, que viven, que se fortalecen, que tienen luz, que avanzan, que esperan, que gozan, está Cristo. Cristo está en ellos, y, al estar en ellos, se ve a Cristo en la Iglesia. Van incorporándose a la Iglesia unos y otros, de diversas razas, de diversas épocas, y de este modo se va haciendo el Cristo total. Así, el Padre va salvando a la humanidad, por medio de esta Iglesia, dándonos a su Hijo Unigénito, en ella también, para que ella continúe ofreciéndonos ayuda con el Espíritu Santo, que nos conforta, que nos llena de luz, que nos da energía espiritual, imposible de calificar con palabras humanas, para vencer todas las pesadumbres de la vida.

Y de este modo, dice el Concilio en el capítulo primero de la Constitución dogmática, entre penumbras, la Iglesia avanza, como peregrino en el desierto hasta el día en que ya, desaparecidas las sombras, todo se vea con el máximo esplendor.

Pues bien, esa Iglesia en cuya entraña el Concilio ve el misterio de Cristo y de su vida divina, es llamada Pueblo de Dios. El Concilio llama Pueblo de Dios a la Iglesia, y en verdad que lo es. También emplea otras metáforas y más conocidas: Cuerpo Místico de Cristo, Viña del Señor, Arada de Dios, Agricultura de Dios. Pero insiste particularmente en esto: la Iglesia es Pueblo de Dios. No es una metáfora solamente, porque expresa una realidad vivísima. Los teólogos y escrituristas se han dedicado ya a hacer precisiones para ponderar cuál es la expresión que puede resultar más exacta. No nos pertenece a nosotros ahora entrar en esas discusiones que servirán –por supuesto– para lograr una luz más completa sobre la Iglesia, pero que son materia más bien apta para las clases de teología. Nosotros nos quedamos con esta expresión –Pueblo de Dios– que es la que pone de relieve de una manera más viva el Concilio y la que para nosotros encierra en este momento una cantidad mayor de enseñanzas.

Pueblo de Dios: supone, en primer lugar, por lo menos una elección por parte de Dios; en segundo lugar, una estructuración de los llamados y elegidos por Él con arreglo a unas líneas orgánicas especiales, marcadas por Él mismo; en tercer lugar, una misión de servicio que ese Pueblo tiene que desarrollar.

Supone, en primer lugar, una elección. En efecto, el Pueblo de Dios que forma hoy la Iglesia, está elegido por el Señor, como fue elegido el antiguo Pueblo de Dios, Israel. Fue un pueblo buscado, mirado con predilección, elegido por Dios mismo, que le llamó así: Pueblo suyo. Incluso le llamó ya entonces Iglesia. Israel es llamado Iglesia en el Antiguo Testamento, porque Iglesia quiere decir Asamblea de los llamados por convocación, por convocatoria especial de alguien que la hace, en este caso, el Señor.

Aquí rozamos ya con el misterio. ¿Por qué ha elegido Dios a un pueblo? Respetemos estos misterios de amor nuestra conciencia puede estar tranquila desde el momento en que se nos dice que son afectos a Dios en todo tiempo y lugar –así empieza el capítulo segundo sobre el Pueblo de Dios de la Constitución conciliar–, los que temen a Dios y practican la justicia. Dios conoce los caminos por los cuales los hombres, sean de la religión que sea, pueden cumplir la voluntad del Señor mediante la luz natural, y de esta manera obtener la gracia suficiente para salvarse. Esto establecido, no hay ninguna injusticia en el hecho de que Dios, que quiere la salvación de todos, elija de una manera especial a un Pueblo. Y así fue elegido Israel.

Pero Israel no cumplió las obligaciones derivadas de aquel pacto de amor que Dios había hecho con él. Y llegó un momento –así lo anunciaron los profetas– en que Dios decía, con voz que había de resonar hasta nosotros y que seguirá resonando: «Buscaré otro pueblo, me haré un nuevo pueblo, un nuevo pueblo de todas las gentes». Este nuevo Pueblo es el que más tarde describiría San Pedro en una de sus cartas para decir que se había cumplido aquella antigua promesa y aquella profecía del Señor, y que este Pueblo estaba formado en Cristo Jesús: es el Pueblo de los bautizados del Nuevo Testamento. Así como antiguamente Israel fue elegido por Dios como Pueblo, después, en una nueva y definitiva etapa de salvación, el elegido ha sido este nuevo Pueblo, ya sin fronteras de raza ni de lengua, el Pueblo de Dios que es la Iglesia que avanza por todos los caminos de la tierra. Nosotros somos también elegidos.

Pero supone más la frase «Pueblo de Dios». Supone también una estructuración de ese grupo de los convocados, conforme a unas líneas especiales marcadas por Dios. La palabra «pueblo» quiere decir multitud organizada, colectividad social. Adjudicada al tema que ahora estamos tratando, significa que Dios, al planear su historia de la salvación, se ha fijado en nosotros. No para salvarnos individualmente y en solitario a cada uno. Podía haberlo hecho así. No había ningún inconveniente para el Dios de poder infinito establecerlo así en cada momento de la vida y de la historia. Para Él la historia de los siglos es menos que para nosotros la historia de los segundos de nuestra vida. Podía haberse comunicado con cada hombre. Y recursos le hubieran sobrado al Señor para hacer que sobre cada alma humana hubieran aparecido en el momento oportuno las luces necesarias para que cada hombre hubiera comprendido lo que significaba de amor la llamada y lo que pedía también de obligación para su conciencia. Pero no lo ha hecho así. Nos ha convocado en muchedumbre. Nos ha pedido que nos unamos. Nos ha llamado a formar un pueblo.

Nos ha llamado a formar un pueblo, una unidad, en la obediencia a Cristo, con la fe en Él; en el amor a Cristo, por la entrega a Él; en la esperanza en las promesas de Cristo, por nuestra disponibilidad para la lucha apostólica en torno a Él. Nos ha pedido con este amor, esperanza y obediencia que vayamos todos confluyendo hacia Él. Lo de cada uno no cuenta más que para que cada uno sea objeto de salvación y para cooperar después con generosidad en nuestra respuesta. Pero todo lo tenemos recibido de Jesús. Y por eso nos encontramos en Cristo.

No cabe pensar en un hombre que busque su salvación trazándose él su propio camino. Todos los caminos llevan a Cristo, y allí nos encontramos todos los cristianos. Como cristianos, somos una sola cosa, porque todo cuanto tenemos lo recibimos de Jesús, en el cual estamos íntimamente unidos y convocados. La Iglesia asegura nuestra unión, asegura nuestra obediencia, marca los caminos exactos del amor, señala perfectamente las bases necesarias para sostener nuestra esperanza. La Iglesia continúa a Cristo. Y entonces se explica la profunda frase de San Agustín: «Cristo engendra a Cristo», es decir. Cristo, por medio de la Iglesia, hace que los cristianos vayamos siendo Cristo. Es imposible mayor unidad y mayor sentido social de colectividad y unión.

Y aquí creo que la reflexión es oportuna para una consideración un poco al margen de las precisiones dogmáticas que estoy haciendo. Es oportuna, porque enseguida nos permite ver algo que, cuando sucede, forzosamente tiene que llenarnos el alma de dolor. Dolor del espíritu, que es más cruel que los dolores del cuerpo. Me refiero a que, siendo esto así, no se explica lo absurdo de la división entre los hijos de la Iglesia. Ahora no me refiero a los cristianos separados. Me refiero exclusivamente a nosotros, los que estamos dentro de la Iglesia católica con todo el conjunto de verdades que creemos y de fuerzas que recibimos para colaborar en la edificación del Cristo total. Se comprende lo absurdo de estas divisiones y la crueldad inaudita que representan si podemos pensar un poco serenamente lo que significa el hecho de estar todos unidos en el mismo Jesús, en Cristo. Causa verdadera pena y dolor. ¿Por qué estas divisiones? Como decía el Papa hace unos días, en un discurso que manifiesta la agonía del espíritu por la que está pasando, ¿por qué entre los católicos nos hacemos la guerra, tantas veces, y despreciamos o minusvaloramos nuestros trabajos en servicio del Señor y no buscamos lo que nos une y no ponderamos nuestras excelencias y, solamente tenemos palabras de alabanza para los que están fuera? Es algo incomprensible, que no puede justificarse desde ningún punto de vista.

La Constitución dogmática sobre la Iglesia, cuando habla del Pueblo de Dios, al señalar las líneas que constituyen su grandeza, se expresa de esta manera: «Este pueblo mesiánico tiene por Cabeza a Cristo, que fue entregado por nuestros pecados y resucitó para nuestra salvación (Rm 4, 25), y al conseguir un nombre que está sobre todo nombre, reina gloriosamente en los cielos. Tiene por suerte la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo. Tiene como ley el mandato del amor, como el mismo Cristo nos amó (Cf. Jn 13, 24). Tiene, por último, como fin, el crecimiento del Reino de Dios, comenzado por el mismo Dios en la tierra, hasta que sea consumado por Él mismo al final de los tiempos, cuando se manifieste Cristo, nuestra vida (Cfr. Col 3, 4), y la misma criatura será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de los hijos de Dios (Rm 8, 21)»1.

Se comprende que tras esta afirmación en la que se describe el conjunto de atributos o condiciones bajo las que aparece el Pueblo de Dios avanzando en la historia, se inserte, a renglón seguido, la gran afirmación conciliar. No es nueva. Estaba ya dicha, y durante estos últimos años la hemos estado viviendo con más intensidad que antes. Aun así, si queremos ser leales con la verdad, hemos de reconocer que quedaba no poco silenciosamente refugiada en los libros de teología La gran afirmación conciliar se refiere al sacerdocio de los fieles. Cuando se dice que este Pueblo de Dios tiene por Cabeza a Cristo, y como suerte la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, y como ley suprema el amor con que Cristo nos amó, y como fin y propósito la dilatación del Reino de Dios, lo que se señala de este Pueblo es tan excelso y tan grande que para poder resumir todo el contenido vital del espíritu de ese Pueblo tenemos que desembocar en el reconocimiento del hecho más grandioso de nuestro espíritu cristiano, tal como la Revelación nos lo ha ofrecido y ahora la Constitución conciliar nos lo pone de relieve: este Pueblo es «consagrado como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo para que a través de todas las obras del hombre los cristianos ofrezcan sacrificios y anuncien las maravillas de quien nos llamó de las tinieblas a la luz admirable»2.

De esta manera, perseverando en la oración y alabanza a Dios, los cristianos se convierten en hostias vivas y gratas a Dios; dan testimonio de Cristo; dan razón a cuantos la necesitan de la esperanza que en ellos alienta para la vida eterna. De este modo, en cuatro rasgos vigorosos y profundos, el Concilio describe la esencia del ser sacerdotal del Pueblo de Dios compuesto por todos los bautizados y que tienen esas leyes que presiden la finalidad antes marcada, esa fundamentación que es la misma vida de la Iglesia.

Aquí tenemos que detenernos un poco. Yo encuentro en esta afirmación tan solemne del sacerdocio de los fieles, las fuentes abiertas de un torrente vivificador. La Constitución conciliar sobre la Iglesia, al hablar del sacerdocio de los fieles en el capítulo del Pueblo de Dios como participación del mismo sacerdocio de Cristo, afirma que los discípulos de Cristo se ofrecen como hostias vivas y gratas a Dios a través de las obras propias del hombre. Lo que quiere decir que es toda la vida la que tiene que estar como traspasada de ese sentido de ofrecimiento y de oblación. ¿Cómo es posible que el bautizado cumpla y realice esta misión sacerdotal? Ante todo, es preciso la clarificación y la precisión doctrinal.

No es lo mismo el sacerdocio de los fieles que el sacerdocio ministerial y jerárquico. Entre uno y otro no hay simplemente una diferencia gradual. Hay una diferencia esencial, aunque estén ordenados el uno para el otro. El sacerdocio ministerial, en virtud de la sagrada potestad, modera y rige al pueblo sacerdotal, efectúa el sacrificio eucarístico ofreciendo a Dios en nombre de todo el pueblo. Y los fieles no pueden hacer esto. Los fieles son dirigidos y moderados, y en virtud de su sacerdocio real asisten a esa oblación del sacrificio eucarístico y se ofrecen ellos con el mismo sacrificio; perseveran en la oración y en la alabanza; dan testimonio de Dios con su abnegación y con su caridad; practican las virtudes, y, sobre todo, ejercitan el sacerdocio al recibir los sacramentos.

¿Qué quiere decir esto? Las ideas que se contienen en estos simples pensamientos conciliares habrán de dar lugar a una literatura abundantísima que hemos de desear ardientemente. Será el mejor alimento espiritual con que se eduquen los hombres de las generaciones futuras dentro de la vida cristiana. Quiere decir que es por el Bautismo por el cual somos capaces de tener un destino en el orden sobrenatural aquí abajo, en la tierra. Sin el Bautismo nos faltaría esta marca, esta capacitación, esta puerta abierta para realizar tal destino. El Bautismo es como la llave que nos permite manejar cosas sagradas: manejarlas y asimilarlas, vivirlas nosotros y propagarlas después. Sin el Bautismo no podríamos, en rigor, movernos en ese campo de las realidades de la gracia; nos moveríamos en el orden de las virtudes morales, puramente éticas, como se han movido los hombres de todos los tiempos que han tenido un corazón recto. Pero el cristiano está llamado a otras cosas más altas. Estos dones de Dios, que son sus sacramentos y los ejemplos de su vida y de su Palabra santa, pertenecen todos ellos a un mundo que podríamos decir cerrado, aunque esté abierto por la continuidad del esfuerzo apostólico de la Iglesia y para todos los tiempos. Pero es cerrado en cuanto que pertenece a una categoría única que quiso Dios establecer al llamar a los hombres a la filiación divina, al adoptarlos Él como hijos suyos por medio de la gracia. Es el plano de lo sobrenatural que se eleva por encima totalmente del hombre natural. Y esas realidades son tan de Dios que no puede tocarlas nadie que no tenga las manos santas y ungidas.

El cristiano, por medio del Bautismo, ungido por el Espíritu Santo, se capacita para tocar él esas realidades. Por eso, en primer lugar, el mismo cristiano se ofrece como hostia viva y grata a Dios. Ya no se trata únicamente del obsequio que puede hacer una criatura al Creador, lo cual es también grato a los ojos de Dios. Ahora es más. Es hostia, es sacrificio acepto al Señor dentro de este orden sobrenatural. Sus obras todas, empapadas de este afán y como transfiguradas por la gracia de que el cristiano es portador, pueden ser un poco como el ara de un altar en el que el cristiano va ofreciendo continuamente un sacrificio al Señor. Son obras de hombre, no obras clericales. Son obras suyas, las del hombre del tiempo que sea, de manera que su familia, su trabajo, su enfermedad, pueden tener un sentido de ofrecimiento que está como impregnado de fuerza sobrenatural, si él lo hace en ofrecimiento consciente, como en acto de oblación purificadora, realizado con su ser en el estado de gracia propio de los bautizados.

Si no fuera por el Bautismo tampoco podría el cristiano presentarse un día a que se le ungiera la frente para darle la señal de estar todavía más obligado a la defensa de la fe. Cuando nos referimos a estas obligaciones que nos va marcando la vida sobrenatural, en realidad más bien tendríamos que decir que son privilegios y atributos que Dios concede al hijo de su Reino, al cristiano que ha recibido el don maravilloso de la unción: predica la fe, la defiende, la propaga más; sigue adelante y llega a la cumbre de la vida espiritual sobrenatural en este mundo. Este cristiano, por el Bautismo, está capacitado también para recibir la Eucaristía, y ahí es donde consuma su unidad en Cristo, y con Él la unidad de él mismo y de todos los que con él se unen al Señor.

El cristiano penitente, dolido de sus pecados, no solamente ha pecado en sí mismo y ha cometido una falta que significa el desorden en su relación personal con Dios, sino que todo pecado es también como una sustracción de un bien de la Iglesia. Todo pecado es una disminución de las fuerzas de la comunidad eclesial. Cuando un cristiano peca, la Iglesia se siente más débil. Y también por estar bautizado, al cristiano que se acerca al tribunal de la Penitencia, la Iglesia le perdona. El cristiano repara la ofensa que a la Iglesia había hecho. La Iglesia sigue acordándose del cristiano cuando le unge en su enfermedad. La Iglesia le confiere dones especiales cuando le llama con un sacramento social –el del Orden– para que rija la comunidad cristiana. La Iglesia bendice y unge la vida de los cristianos cuando se unen en santo matrimonio para continuar en la tierra la propagación del Reino de Dios. Es una razón profundísima la que alega el Concilio de Trento cuando explica por qué el matrimonio ha sido elevado a la condición de sacramento. Cristo, al unirse con su Iglesia, ha venido a restaurar el género humano en la unidad con Él. Y la manera más normal de lograr la propagación de su Reino, una vez que se ha introducido el Bautismo y la Redención, es la propagación de la vida cristiana. Los esposos cristianos, unidos en matrimonio-sacramento, son como una fuente ardiente que va propagando ese Reino de Dios, para el cual están destinados.

Todo el conjunto de operaciones y de acciones humanas en la vida personal de cada uno, en la vida social, en la vida familiar, puede quedar empapado con estas auras hermosas de oblación y ofrecimiento a Dios y de purificación de las cosas en relación con el uso de las mismas y con las personas con las que se convive. Todo ello es consecuencia de la afirmación del sacerdocio de los fieles.

El hombre de hoy, tantas veces víctima de las dictaduras de la política, de la economía o de la frivolidad –esta última la peor de todas– podría preguntarse para qué va a servir toda esta doctrina. Este hombre que se pregunta, con su espíritu alejado de las reflexiones que hacemos aquí, podrá encontrar una respuesta francamente esperanzadora. La doctrina del sacerdocio de los fieles puede servir para crear una mística nueva, de la que tan necesitados estamos todos. Pero no una mística desencarnada, porque se nos habla de ofrecer sacrificios a Dios a través de las obras del hombre; una mística movida por el amor y con un ideal misionero, porque el Pueblo de Dios, al que pertenece el cristiano, tiene como fin dilatar el Reino de Dios en el mundo.

Estamos todos muy necesitados de esta mística. No sólo ese hombre cansado y sin fe que anda por las calles de nuestras ciudades y aparece también por esos campos solitarios. Todos estamos necesitados de una mística: los cristianos, y no sólo el hombre alejado de Dios. También nosotros necesitamos de esa mística profunda y fuerte. Porque venimos padeciendo hace tiempo una crisis, en virtud de la cual nos hemos quedado con un moralismo sin unción casi, con una fe sin riesgos, cómoda, con un apostolado muy para andar por casa y para satisfacer nada más que alguna inquietud que con especial urgencia se levanta en determinadas ocasiones en nuestro espíritu. Pienso que cuando las generaciones de cristianos se eduquen en estos pensamientos desde niños, los mediten seriamente y vayan avanzando por la vida, y se den cuenta de que no se les pide que se separen de sus obras propias –porque ese sacerdocio de los fieles es a través de las obras del hombre como ha de realizarse–, cuando se den cuenta de esto, va a poder surgir, claramente calificada y desaparecidas las sombras que impiden muchas veces una piedad profunda, un sentido de la vida que consiste en el ofrecimiento y la oblación auténtica de todo a Dios nuestro Señor. El día en que logremos esto –y en la medida en que se logre en situaciones personales y sociales por capacidad que siempre existe de influir sobre la vida humana– tendremos asegurado un ideal espléndido del sentido de la vida, frente a la dispersión y a la angustia de nuestro tiempo.

Es cierto que tendremos que recordar muchas veces lo que meditamos en el libro de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio: cuál es nuestro origen y cuál es nuestro destino. Pero al meditar en nuestro destino no pensaremos ya únicamente en las postrimerías y en el sentido final de nuestra vida que va hacia Dios para encontrarse con Él. Tendremos, por el contrario, que pensar también en el sentido ascendente y progresivo de nuestra vida, que va realizando continuamente una oblación y un sacrificio, que va convirtiéndose en una hostia santa en virtud de la fuerza sacerdotal que anida dentro del espíritu. Por eso, esta doctrina servirá para dar luz y orientación a los que preguntan con aire escéptico: ¿Qué hace el Concilio en medio de los problemas de nuestro tiempo?

Esta doctrina sobre el Pueblo de Dios va a servir todavía para más. Cuando los cristianos –esa muchedumbre de hijos de la Iglesia– sintamos con fuerza que lo primero en que estamos unidos es en ser miembros del Pueblo de Dios, viviremos un especial sentido de servicio, ya que es secundaria en este sentido la otra consideración: la de que dentro del Pueblo de Dios hay unos que cumplen una función jerárquica y otros que no la tienen. Es muy importante y tiene una significación especial el que el Concilio haya puesto este capítulo segundo del Pueblo de Dios antes que los otros que hablan de la Jerarquía y del laicado. Con ello ha querido significar que en lo que estamos íntimamente unidos todos es en ese ideal de servicio.

Cuando sintamos todos la fuerza de este ideal se nos va a presentar una ocasión magnífica para que todos nosotros, los cristianos, seamos liberadores de los hombres no cristianos, de los no creyentes. Porque está comprobado que lo humano solo, los «humanismos» solos, dividen, por mucho que sean defendidos como ideales por los filósofos. Hay un germen dentro de todo humanismo que causa división cuando queda reducido a eso. Se deriva de la propia condición humana limitada Al querer realizar todas las aspiraciones que brotan del campo del humanismo, el hombre se encuentra con otros hombres, y ese encuentro se convierte en choque. La historia lo demuestra sin cesar. La superación de los humanismos, sin abolirlos, sin negarlos, sólo puede lograrse cuando el humanismo está empapado de un sentido trascendente que le da la fe. Esta unidad del cristiano es la que puede recubrir y amparar la otra unidad, la de los planos humanos en el orden que sea, sin peligro de profundas alteraciones. Y si preguntamos por qué, a pesar de todo, entre tantos países cristianos como ha habido, entre tantos cristianos que han dirigido la marcha de la civilización en estos siglos, sin embargo, aun siendo así, han sido precisamente estos países cristianos los que han dado más triste ejemplo de división y de guerra, la respuesta es fácil: es porque al obrar así han dejado de ser cristianos precisamente. Por eso, este sentido y este ideal que brota de las afirmaciones conciliares pueden tener unas consecuencias incalculables para el propio hombre como tal. Aquí se abre campo para apreciaciones hermosas sobre cómo incluso la materia puede ser dignificada y liberada tal como la Revelación nos lo dice, con palabras no fácilmente inteligibles: el continuo anhelar de la materia ansía la manifestación de los hijos de Dios, pues la materia está sujeta a la vanidad, no de grado, sino por razón de quien la sujeta, con la esperanza de que también será liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios.

Dejándose guiar por la fe y el amor de Dios en sus ocupaciones temporales, esa materia humana, sobre la que el hombre cristiano trabaja, adquiere otro significado y presta otros servicios. Una piedra puede ser consagrada y se convierte en el ara de un altar. Y no es necesario que la unción crismal caiga sobre todas las piedras de las fábricas o los libros de las bibliotecas o los laboratorios o el campo que trabaja el obrero, según su misión; no es necesario que esa unción crismal venga a caer allí para que todo tenga ya otro sentido. Basta con una unción crismal que brote del espíritu del que trabaja esa materia.

Además, esta doctrina conciliar podrá servir para trabajar en la unidad de todos los que profesan la fe en Jesucristo. Porque este Pueblo de Dios de que nos habla la Constitución conciliar, está compuesto principalmente por aquellos que hacen todo lo que Cristo ha señalado. Pero hay por ahí restos del Pueblo de Dios dispersos: algunas almas que en cierta manera pertenecen a él, y éstos están también llamados a la unidad. Son los cristianos no católicos. Y aun los no cristianos también están llamados a formar parte del Pueblo de Dios: los no cristianos que adoran, sin embargo, al único Dios creador, los que en el fondo de su corazón admiten y veneran y se complacen en reconocer el santo dominio de un Dios en el que creen y a quien buscan a tientas. El ideal de unidad y de servicio practicado ahora por nosotros de tal manera que vengamos a vivir plenamente esta categoría del Pueblo de Dios, será un ejemplo luminoso para ofrecer a los demás este sentido visible de la unidad a la cual Dios nos llama. Se comprende mejor, a la luz de la Constitución conciliar, el Decreto sobre el Ecumenismo y sobre los judíos. No se puede prescindir de hablar del pueblo precristiano, del pueblo que primeramente fue elegido por Dios, cuando se habla ahora del nuevo Pueblo de Dios. Porque allí, en el pueblo precristiano estaba el germen, allí estaban las promesas, que si no fueron cumplidas fue porque ellos las rechazaron. Era necesario clarificar todo esto y precisar lo que hubiera de censura y lo que hubiera de conducta laudable en toda la masa del pueblo de Israel que aparece siendo protagonista de la historia del Evangelio. El Concilio ha hablado de ello, y forzosamente tenía que hacerlo, cuando se considera lo que sobre la Iglesia nos dice: este pueblo empezó a existir hace tiempo, y todavía tiene por ahí grupos numerosos que, sin saber cómo, están llamando a la puerta. Hay que facilitarles los caminos de la unidad. A esto obedecen los Secretariados que está formando la Santa Sede para el diálogo, el diálogo auténtico y exacto, con objeto de buscar los puntos de contacto en la verdad en que podamos encontramos.

Y podrá servir esta doctrina del Pueblo de Dios para otra cosa: para dar un ideal a estas juventudes nuestras de ahora, que se preguntan o dicen amargamente que no creen en los ideales de sus padres. Los padres se encuentran aveces con este problema en sus hijos. Los jóvenes dicen, un pocomovidos por el ardor de su entusiasmo juvenil y otro poco por su ignorancia, que no quieren ideales pasados. No les han servido de nada. Pero hay que preguntarles en qué ideales van a creer o si es que no van a tener ninguno. Y si los ideales que van a tener se reducen a aspectos puramente humanos de la vida, están expuestos a que otra generación que les suceda les reproche a ellos lo mismo que ellos recriminan a sus padres. Son cristianos los jóvenes nuestros que hablan así, son hijos de la Iglesia, viven en nuestros hogares, se mueven en nuestros círculos, les hablamos en nuestros templos. Pero acaso les hemos presentado un cristianismo demasiado conformista, sin esa aspiración nobilísima que aparece en la idea del Pueblo de Dios al tener como fin la dilatación del Reino de Jesús en el mundo. No es que queramos convertirlos a todos en misioneros, sino que hace falte entender que el ideal misionero se puede realizar así: obrando cada uno en el campo en que tiene que obrar.

Es necesario que mediten mucho nuestras generaciones sobre todo esto. Y va a pesar sobre nosotros la responsabilidad de una catequesis abrumadora. Seremos nosotros los que tendremos que facilitar a la juventud este ideal. El capítulo del Pueblo de Dios nos habla de la fuerza misionera de la Iglesia. Es un pequeño germen que tiene que extenderse. No podemos contentamos con esos pensamientos que brotan a veces como pequeños rayos de luz frustrados en medio del torrente luminoso de las enseñanzas teológicas: pensamientos de algunos escritores que han hablado estos años de una Iglesia reducida a las catacumbas. La Iglesia es lumen gentium, como dice la Constitución conciliar. Y para ser luz de las gentes, de los pueblos y de los hombres, no se puede encerrar a la Iglesia a las catacumbas. La Iglesia tiene que expandirse. No con ansia triunfalista, sino con ansia de servicio. Y también para servir se necesita entusiasmo, mucho más cuando el servicio se hace en nombre del Amor. A estos jóvenes que han podido decir que la Iglesia parecía demasiado triunfalista y que tiene que buscar la autenticidad, habrá que contestarles: es cierto, pero la autenticidad no nos libra a ninguno de cumplir con esa misión que Cristo nos ha señalado, la de colocarnos al servicio de los demás.

Esta doctrina ha de servir para el acercamiento incluso de los no creyentes. Las ideologías marxistas están enamoradas de lo social. La sociedad es para ellos su ídolo. El mundo es ante todo eso: la sociedad; adoran lo social, pero hay un hecho social que se puede admitir sin peligro ninguno y que no mata la personalidad, sino que la libera: la colectividad del Pueblo de Dios. Se ha iniciado el diálogo también con los ateos. No hay por qué creer que estas ideas tendrán que aparecer muchas veces en la superficie de las conversaciones de la Iglesia y los que dicen no creer. Muchos de los que dicen no creer, sin embargo, en el fondo están ansiosos de tener una fe y una luz que les oriente. Y buscarán a tientas también ellos las manos que se les ofrezcan. Hemos de confiar en lo que pueda derivarse de estos diálogos.

Veo como en perspectiva de toda esta doctrina sobre el Pueblo de Dios la fuente de una espiritualidad en el orden ascético y práctico verdaderamente redentora. Nos va a traer ideas claras para nuestro pensamiento. Va a mover el afecto que necesita el espíritu humano en la marcha por la vida. No va a quedar reducido este espíritu a la contemplación de unos motivos sentimentales que pueden hacer gozar u olvidar los sufrimientos que se padezcan por una u otra razón. Esta espiritualidad admitirá ese sufrimiento también cuando se presente como parte del sacrificio, pues verá que la vida es eso: oblación, ofrecimiento al Señor.

Y aparecerá una generación cristiana libre de tanto confusionismo y de tanta desorientación, que sentirá el gozo y la alegría de ser cristiana, hijos de la Iglesia, miembros del Pueblo de Dios. Con sus manos sabrán defender a esa Iglesia y sabrán también construir el mundo de tal manera que con sus pasos vayan poco a poco ofreciendo lo que de ellos dependa de ese mundo a Dios nuestro Señor.

1 LG 9.

2 LG 10.