La Iglesia vive del Evangelio

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La Iglesia vive del Evangelio

Prólogo para la obra de Juan Ordóñez Márquez titulada «El Evangelio en la vida de la Iglesia», Vol. I. Ciclo de Adviento y Pentecostés, Toledo 1989.

“Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré” (Jn 14, 13). “No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y un fruto que permanezca; de modo que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dará… y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama, porque me habéis querido a mí y habéis creído que salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo; ahora dejo el mundo y voy al Padre” (Jn 16, 23-26).

En la Revelación cristiana, en el misterio personal y mediador de Cristo y en la misión y el dinamismo original de su Iglesia, pocas cosas hay tan fundamentales y trascendentes como la auténtica oración evangélica. En la oración consciente es cuando el hombre se abre humilde y receptivamente a la unión y al diálogo con Dios, asumiendo así “la razón más alta de su dignidad personal”1. Por la experiencia de la oración auténtica el creyente se va adentrando en el conocimiento interno de Cristo, “vigorosamente fortalecido por la acción de su Espíritu” y con una misteriosa conciencia de sentir que Cristo habita en su corazón (cf. Ef 3, 16-17). Nada puede existir tan esencial para alcanzar la conciencia responsable de pertenencia y comunión personal con la Iglesia, comunidad orante y Cuerpo Místico de Cristo, como el llegar a participar y a sintonizar coherentemente con la propia Iglesia, experimentando y actualizando permanentemente en el mundo la misteriosa mediación de Cristo “siempre vivo para interceder por los hombres” (Hb 7, 25)2.

“Orar significa entrar en el misterio de la comunión con Dios, que se revela al alma en la riqueza de su amor infinito; significa entrar en el Corazón de Jesús para comprender sus sentimientos; significa también participar de alguna manera sobre esta tierra, en el misterio, la contemplación transfiguradora de Dios, que se hará visible más allá del tiempo en la eternidad… En la oración, el Espíritu de Dios nos conduce hacia el conocimiento de nuestra más profunda verdad interior y nos revela nuestra pertenencia al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia”3.

Oración en nombre de Cristo #

Como actitud humana, la oración tiene también sus riesgos, sus limitaciones, y sus sucedáneos o caricaturas. Ni toda praxis de oración es realmente oración, ni toda oración real es automáticamente oración cristiana. Desde el convencionalismo irresponsable de una plegaria mecánica o teatral de un ateo o un ególatra, hasta la experiencia profunda de comunión con Cristo orante ante el Padre, que puede alcanzar quien realmente se deja “conducir por el Espíritu de Cristo” (cf. Rm 8, 14; 16, 26), hay toda una gama de actitudes o de irresponsabilidades humanas, tan difíciles de catalogar como las propias conciencias, intenciones o sentimientos del ser racional o irracional de los hombres. Y en cuanto a la oración cristiana, tanto la experiencia como los datos objetivos de la revelación evangélica avalan un doble criterio de discernimiento y valoración: que no es posible la oración realmente cristiana sin la garantía insustituible de Cristo Mediador entre el Padre y los hombres; y que no es posible la existencia responsable y conscientemente cristiana sin una experiencia viva y personal, siquiera sea elemental, de Cristo, que sólo es posible por la oración.

Según la expresión realista y clásica de san Agustín, la oración es cristiana, cuando es el propio Jesucristo, Hijo de Dios, “el que ora por nosotros, ora en nosotros y al mismo tiempo es invocado por nosotros. Ora por nosotros como nuestro Sacerdote; ora en nosotros como Cabeza nuestra; recibe nuestra oración como nuestro Dios”4.

Cristo, que es al mismo tiempo la cercanía reveladora de Dios al hombre y el mayor dato comunicativo que el Padre ha podido hacernos, es a su vez la garantía definitiva, el camino exacto y el mediador integral, que hace posible el acercamiento filial, la unión vital y el diálogo comunicativo del hombre con Dios, Uno y Trino. Tales son las raíces de la oración cristiana en su dimensión ascendente y descendente.

Por una iniciativa de autocomunicación gratuita divina, “tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea tenga vida eterna” (Jn 3, 16). La autorrevelación comunicativa divina llega en Él a su plenitud: “En estos últimos tiempos nos ha hablado Dios por medio del Hijo, a quien instituyó heredero de todo” (Hb 1, 2). El Enmanuel, Dios-entre-los-hombres (cf. Jn 1, 14; Mt 1, 23; Is 7, 14), “que estaba con el Padre y que se nos manifestó… para que estemos en comunión con el Padre y con su Hijo” (1Jn 1, 2-3), encarna para el hombre el designio gratuito de toda vocación e identidad cristiana: el hombre “predestinado a reproducir la imagen del Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29). “Camino, verdad y vida… nadie va al Padre sino por él… El que le ha visto a Él, ha visto al Padre” (cf. Jn 14, 6.9).

La fuerza de su mediación ascendente y salvífica es infalible: “El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó por nuestros pecados, ¿cómo no nos dará graciosamente con Él todas las cosas?” (Rm 8, 32). Tal era la lógica profunda y la conciencia exacta con que el propio Jesús proclamaba en el Cenáculo el testamento infalible de su Mediación permanente: “Todo lo que pidáis en mi nombre yo lo haré” (Jn 14, 13); “yo os aseguro: lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dará” (Jn 16, 23).

Desde lo más entrañable de su experiencia y vida orante, Juan Pablo II ha podido formular la más exacta exégesis de esta promesa testamentaria de la oración cristiana: “Jesús es nuestra oración. Sea este el primer pensamiento de fe, cuando queremos orar. Al hacerse hombre, el Verbo de Dios ha asumido nuestra humanidad para llevarla a Dios Padre, como criatura nueva capaz de dialogar con Él, de contemplarlo, de vivir con Dios una comunión sobrenatural de vida por medio de la gracia. La unión con el Padre, que Jesús manifiesta en su oración, es un signo para nosotros. Jesús nos asocia a su oración. Él es el modelo fundamental y la fuente del don de la oración, en la que Él como Cabeza envuelve a toda la Iglesia. Jesús continúa en nosotros el don de su oración, como pidiéndonos prestada nuestra mente, nuestro corazón y nuestros labios, a fin de que en el tiempo de los hombres continúe sobre la tierra la oración que Él comenzó al encarnarse y prosigue eternamente con su misma humanidad en el cielo”5.

Por ello, la Iglesia vive fundamentalmente de la oración “en nombre de Jesucristo”. Ella “sabe que una de sus tareas fundamentales está en comunicar al mundo su experiencia de oración… La Iglesia vive en la plegaria su vocación de convertirse en guía de cada una de las personas humanas, que ante el misterio de Dios se da cuenta de que está necesitada de iluminación y de apoyo, descubriéndose pobre y humilde, pero también sinceramente fascinada por el deseo de encontrarse con Dios para hablar con Él”6.

Oración de la Iglesia por Cristo al Padre #

La oración cristiana alcanza su máxima intensidad y eficacia salvífica o santificadora en el misterio integrador del Cuerpo Místico de Cristo. Es decir, como expresión y dinamismo de la Vida espiritual del propio Cristo-Cabeza, comunicada, participada y desarrollada en la comunión de sus miembros “como un pueblo reunido y orante en la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”7.

Es la Liturgia, que, siendo al mismo tiempo acción cultual, pedagogía sacramental y eficacia santificadora, verifica en la Iglesia la obra de la redención y “contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida y manifiesten a los demás el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia”8.

Por la Liturgia la Iglesia, en sus comunidades orantes, en, con y por Cristo, proclama, celebra y vivifica la eficacia de los misterios de la fe, evidencia conscientemente su esperanza y actualiza la comunión de amor de Dios trino a participar por los hombres y entre los hombres. Por ello la Liturgia es objetivamente y ante todo la misma vida espiritual de la Iglesia de Cristo en el mundo. Con diáfana precisión lo expresaba así Pablo VI: “El ritmo de la liturgia, o diversidad de períodos que se suceden en la vida espiritual de la Iglesia, nos educa para la oración y para la celebración de los ritos sagrados, que alimentan y expresan nuestra relación religiosa con Dios y el sentido comunitario de la Iglesia misma; asocia al desarrollo de un gran designio… teológico y moral, que se verifica en el tiempo… y que todos los años vuelve a celebrar con una conciencia nueva de su original actualidad y su inagotable profundidad; nos ofrece la posibilidad de participar… en la misteriosa renovación real de la historia perenne del diálogo inefable entre Dios y el mundo,… diálogo entre Cristo redentor y el hombre redimido”9.

En la medida en que cada miembro concreto de la Iglesia, el hombre creyente en Cristo en comunión vital con Él, alcanza a tener capacidad personal y coherencia responsable con esta misteriosa vida espiritual de la Iglesia, va asumiendo y desarrollando vitalmente su propia identidad cristiana, su madurez sobrenatural y su capacidad testifical y evangelizadora ante el mundo.

Al margen de esta “participación”, ni la mera concentración mental religiosa, ni la idea vaga y subjetiva sobre Dios, ni la reflexión personal sobre la Palabra de Dios o los textos bíblicos, alcanzarían la categoría real de oración cristiana; como tampoco será oración cristiana el mero análisis con finalidad modélica o moralizadora de un texto evangélico, aun verificado con intención sincera de perfeccionamiento personal o de “compromiso” testifical. Cosas estas que frecuentemente, bajo el nombre de oración mental o de meditación evangélica, se llegan a confundir con la verdadera oración cristiana e incluso se las presenta como “espiritualidad bíblica o litúrgica”. Sucedáneos de la oración cristiana, que ya fomentaba en su tiempo el pelagianismo histórico.

La actitud personal y la conciencia comunitaria del hombre comienzan a tener naturaleza y dimensiones reales de oración cristiana, cuando desde la conciencia humilde de la propia indigencia y de la necesidad de la gracia, el orante encarna la vivencia personal de la fe, esperanza y caridad dimanantes de la Revelación y de la acción salvífica de Cristo. Lo que a su vez acusa una conciencia siquiera sea subyacente de la Paternidad amorosa de Dios y de la moción interior del Espíritu de Cristo (cf. Gal 4, 4-7; Rm 8, 9.14).

Todo lo cual sería psicológicamente imposible sin una elemental conciencia personal de diálogo; y por lo mismo intransferible e insustituible desde el núcleo central de la persona humana. Para que haya oración realmente cristiana es imprescindible el cristiano orante; sea aquélla personal, comunitaria o litúrgica, mental u oral, pública o privada. Ni el método, ni las formas o expresiones oracionales, ni la propia interioridad reflexiva o sentimental de un sujeto carente de conciencia dialogante y de apertura receptiva o disponible a la relación interpersonal con Dios vivo, uno y trino, podrán jamás suplir o sustituir la naturaleza de la oración cristiana.

A esta actitud orante personal, la oración litúrgica añade la garantía profunda de la mediación directa de Cristo actuando misteriosamente en su Cuerpo Místico, la Iglesia, y actualizada en, con y por los miembros “que oran reunidos en Nombre de Cristo” (cf. Mt 18, 20; 20, 28). Pero sería aberrante suponer oración litúrgica o participación personal o comunitaria en ella, si ni siquiera existe actitud personal de orante cristiano.

Oración personal y espiritualidad litúrgica #

Aunque “la liturgia es la cumbre, a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo fuente de donde dimana toda su fuerza…; y de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios”10, la participación en la sagrada liturgia no abarca toda la vida espiritual de la Iglesia. En efecto, el cristiano, llamado a orar en común, debe no obstante entrar también en su cuarto para orar al Padre en secreto (cf. Mc 6, 6); más aún, debe orar sin tregua, según enseña el Apóstol (cf. 1Ts 5, 17). Y el mismo Apóstol nos exhorta a llevar siempre la mortificación de Jesús en nuestro cuerpo, para que también su vida se manifieste en nuestra carne mortal (cf. 2Cor 4, 10-11)11.

La peculiar urgencia de esta línea de renovación integral del cristiano y de la Iglesia orantes, trazada por el Concilio Vaticano II, y que un “panliturgismo” formalista o antipastoral parece haber ignorado o menospreciado en el posconcilio, está en el origen e intención de la presente obra: El Evangelio en la vida de la Iglesia. Oración y vida litúrgica.

No se intenta ofrecer un “nuevo libro de meditación” según la terminología tradicional y hoy casi olvidada. Por más que aun eso nadie honestamente haya logrado todavía demostrar que hoy ya no es necesario.

Tampoco se trata de suplantar de algún modo o de suplir por el cultivo de la vida interior y la oración personal la insustituible participación personal y comunitaria en la vida litúrgica y en la oración permanente de la Iglesia.

Y aun en el orden práctico, tampoco cabe esperar que se recojan en sus páginas cada día todos los contenidos oracionales y la colosal riqueza litúrgica, bíblica, sacramental y santificadora, que ofrece la espiritualidad de la Iglesia, proclamando, celebrando y desplegando en su acción litúrgica cotidiana el misterio y la Mediación santificadora de Jesucristo al alcance de los fieles. Humana y teológicamente ello sería absolutamente imposible en un “prontuario” de vida práctica de oración cristiana y litúrgica.

Simplemente se trata de ofrecer, en sintonía con la misma vida espiritual de la Iglesia desplegada en la liturgia, un abanico de vivencias, sentimientos, verdades y urgencias evangélicas acordes con el latido profundo de la Iglesia en su celebración cotidiana del inagotable tesoro del Corazón de Cristo (cf. Ef 3, 8), “que excede todo conocimiento” (Ef 3, 19).

Sabido es que la oración cristiana no está en los libros; ni siquiera en los textos oficiales de la oración litúrgica. La oración cristiana no es posible más que en el corazón orante del cristiano. Mucho menos está en la metodología, que se insinúe o se desarrolle en un prontuario o guion para la oración personal o colectiva. “Qué es la oración, se aprende orando. El que conoce la dicha de orar, sabe también que en esta experiencia hay algo de inefable, y que el único modo de captar su riqueza es vivirla”12.

De la misma Liturgia de la Palabra, en que cotidianamente enmarca la Iglesia su profundo encuentro personal y dialogante, contemplativo y santificador, con Cristo en su plenitud permanente de la Eucaristía, se ha elegido simplemente el tesoro central del texto evangélico; “Testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne, nuestro Salvador”13, pero al cual “debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues a Dios hablamos cuando oramos, y a Dios escuchamos cuando leemos su palabras”14. Realmente “la verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre que trasmite dicha Revelación, resplandece en Cristo, Mediador y plenitud de toda la Revelación”15.

El método #

Tratar de sintonizar la oración personal con el profundo cristocentrismo vital, con que la Iglesia actualiza litúrgica y sacramentalmente la Palabra de Dios y el Cuerpo de Cristo16 en la celebración eucarística de cada día, mientras desentraña a través del Año Litúrgico los contenidos salvíficos y santificadores de la Historia de la Salvación, es sin duda el empeño prioritario de una obra, que, como la presente, no intenta sino contrastar cada día en un clima de oración personal la identidad del cristiano con Cristo según la semblanza evangélica y la realidad eucarística con que a diario lo siente latir en su propio corazón su esposa la Iglesia. El texto evangélico es la clave insustituible para este cometido en la liturgia cotidiana.

La metodología exegética con que esta obra trata de ayudar a saborear personalmente este encuentro evangélico y eucarístico con Cristo vivo, es algo secundario. Pero se ha intentado que sea seriamente realista como impulso profundo para la oración responsable del cristiano.

Frente a una metodología psicológicamente utilitarista para el sociologismo activista y pastoralmente más propensa a fomentar unilateralmente la orto praxis en la formación de la conciencia cristiana –el método de “revisión de vida” mediante la encuesta–, el temple del verdadero creyente y su tensión dispositiva orante en Cristo, por Cristo y con Cristo, parece que debe situarse más directamente en la “metodología de la fe”.

Como lo hace casi visceralmente desde su profunda vida interior y su condición de intrépido testigo del misterio de Cristo ante el hombre de nuestro tiempo, Juan Pablo II: revelación…, realidad…, responsabilidad.

El verdadero creyente, en tensión de diálogo receptivo ante Dios y en disponibilidad para el conocimiento experimental de Cristo y para la moción reveladora de su Espíritu, deberá situarse inicialmente la revelación objetiva: el designio salvífico de Dios, con sus contenidos, verdades y criterios revelados. íntegramente asumidos con todo su realismo y sus dimensiones salvíficas trascendentes, iniciativa divina; Cristo mismo, como garantía y clave reveladora; Iglesia, como aval de autenticidad y marco sacramental de salvación. Es intencionalmente lo que, tras la lectura del texto evangélico, aporta el primer apartado de cada meditación. En él, el relato evangélico o las palabras de Cristo se contrastan y aclaran con los datos de la propia Escritura neotestamentaria, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia.

En un segundo momento, y partiendo de esta actitud fundamentalmente receptiva, se afronta la realidad humana: histórica, cristiana o aún no cristiana; acorde o en disonancia real con el designio salvífico de Dios. De esta forma se trata de detectar y valorar el contraste objetivo entre el plan divino de la salvación y la situación efectiva del hombre. Del propio cristiano orante y del entorno humano en que se encuentra inmerso; y que es preciso iluminar y redimir para Cristo. Esta visión de la realidad no aporta simplemente –como puede ocurrir en la encuesta sociológica o religiosa– una mera visión de la realidad a interpretar o a afrontar activísticamente. Sino que aparece ya iluminada y condicionada radicalmente desde la fe: El designio divino, prevalente sobre los postulados sociológicos, humanistas o relativistas de los hombres; la garantía sociológica de Cristo, al margen de los redencionismos o los irenismos humanos; la misión sobrenatural de la Iglesia y del propio cristiano responsable, más allá de las esperanzas inmanentes o conformistas de la humanidad.

Es innegable que semejante posición, además de hacer conciencia profunda de la urgencia y finalidad evangélica de la misma oración, constituye una vivencia responsable y coherente de la fe y de la propia identidad cristiana por encima de cualquier criteriología sociológica. Y es capaz de poner al creyente frente a una auténtica responsabilidad cristiana, abierta, o al menos indigente, ante la acción de la gracia, la necesidad de conversación humilde y operante, y la urgencia de autenticidad testifical en la propia conducta cristiana.

En este caso, bueno será insistir en que, si bien la metodología ni es la oración misma, ni la puede suplantar o sustituir, al menos puede provocarla, sostenerla y orientarla adecuadamente. Es lo que se intenta desde estas páginas.

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Creo que el presente libro del Dr. Ordóñez, fruto de su intensa vida de oración, como sacerdote de Cristo, y de sus estudios de teología espiritual, bíblica y dogmática, será un instrumento valiosísimo para ayudar eficazmente a quienes lo utilicen, a la tarea más excelsa del espíritu humano: orar, hablar con Dios, adorarle, ofrecerle el obsequio de su alabanza, unirse con Cristo para conocer, amar y practicar la voluntad del Padre.

Deseo vivamente que el libro llegue a manos de tantos y tantos hijos de la Iglesia de hoy, sacerdotes, comunidades religiosas y seglares, que quieren encontrar en la liturgia y en la palabra del Señor, que la nutre y alimenta, la luz y el fuego que las almas orantes necesitan para contemplar y actuar.

1 Gaudium et spes 19.

2 Sacrosanctum Concilium 7.

3 Juan Pablo II, Alocución del 22 de noviembre de 1984, 2-3.

4 San Agustín, Comentario sobre el salmo 85, 1: CCL 39,1176.

5 Juan Pablo II, Alocución citada en la nota 5, n.4. Véase también Pío XII, Mediator Dei: AAS 39 (1947) 573.

6 Ibíd., n. 3.

7 Lumen Gentium 4. Cf. San Cipriano, De oratione dominica 23: PL 4,553; San Agustín, Sermones 7, 20, 33: PL 38, 463ss.

8 Sacrosanctum Concilium 2. Cf. Pío XII, Mediator Dei: AAS 39, 530ss.

9 Pablo VI, Alocución general del 27 de febrero de 1974: Enseñanzas al Pueblo de Dios, Edit. Vatic. 1975, p. 31-32. Cf. Alocución del 20 de julio de 1966: Ecclesia 26 (1966), n. 1, 303, p. 7.

10 Sacrosanctum Concilium 10.

11 Ibíd., 11.

12 Juan Pablo II, Alocución citada del 22 de noviembre de 1984, 2.

13 Dei Verbum 18.

14 Ibíd., 25. Cf. San Ambrosio, De officiis ministrorum 1, 20, 88: PL 16, 50.

15 Ibíd., 2. Cf. Mt 11, 27; Jn 1, 14.17; 14, 6; 17, 1-3; 2Cor 3, 16; 4, 6; Ef 1, 3-14.

16 Ibíd., 21.