La lección de los mártires

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La lección de los mártires

Prólogo de la obra «Mártires de 1936», del P. Antonio de Lugo, 1977.

He aquí un pequeño libro, escrito para mantener vivo un recuerdo, que merece el respeto de todos.

El autor, Fr. Antonio de Lugo, monje jerónimo, nos presenta hechos de muerte y de vida correspondientes a aquella Guerra nuestra, que tanto tuvo de cruzada y de simple guerra civil, de explosión enfurecida y de anhelo vivísimo de una España mejor.

Muchos de los que murieron son mártires de su fe, sin que empleemos esta palabra en el sentido teológico y canónico oficial, que tiene. Olvidarlos sería tanto como una injuria a ellos, una condenación de nosotros mismos. Y obrar así por cobardía o por miedo a hablar de su muerte ante las exigencias de la reconciliación nacional, sería todavía mayor ofensa. Porque los que se reconcilian lo hacen dándose la mano que tienen, no otra. Mutilada o completa, vieja o joven, con estas o aquellas señales, son las manos las que hay que estrechar, sin desfigurarlas con vergonzantes gestos, ni ocultarlas con guantes rebuscados. Hemos de reconciliarnos tal como somos y como hemos sido, con lo que tuvimos y con lo que perdimos, buscando entre todos, un futuro mejor.

Si nosotros nos olvidamos de los que murieron por Dios y por España, la historia nos pedirá cuentas y nos acusará de ultraje a su memoria.

Ellos, los que murieron en las circunstancias que evoca el autor, son los primeros reconciliados y reconciliadores. Perdonaron y pidieron perdón. Ofrecieron sus vidas para que nunca más se repitiera la tragedia que los llevó hasta la muerte, y con el deseo de que quedaran para siempre eliminadas las causas, que dieron lugar al conflicto.

El recuerdo de aquellos mártires es eso, recuerdo y lección. El Padre Lugo no pretende otra cosa al presentarnos en estas páginas la narración de aquellos hechos. La tarea de los políticos, de los educadores, de los sacerdotes, de todos los padres de familia es construir una España sin odios ni rechazos. Tan difícil como lograrlo, así es de hermoso intentarlo siempre.

Los que murieron interceden ante Dios por nosotros y por todos. Y los que estuvieron unidos a ellos por los lazos de la sangre, de la amistad, o de las afinidades de pensamiento y de conducta, han perdonado también, porque saben que, si no lo hicieran, sus mártires amados se lo reprobarían.

Aquella sangre y este recuerdo deben servir para que, madurados por el sufrimiento y el amor, nos respetemos tal como somos y luchemos sin violencia por la defensa de esa fe, de la que ellos dieron testimonio, y por el engrandecimiento de nuestra Patria española. Otros lucharán también por otra fe y con otras aportaciones, que les dicte su amor a España. Estas divergencias, cuando son lícitas, cooperan al mismo fin. Pero una cosa hay a la que no podemos ser nunca indiferentes los que creemos en Cristo y en su Iglesia: es el valor del sentido cristiano de la vida en los individuos y en los pueblos. Los mártires, de quienes aquí se habla, fortalecen con su ejemplo esta convicción.

Febrero 1977