La ley de la muñeca, comentario al evangelio del XXX domingo del Tiempo Ordinario.

View Categories

La ley de la muñeca, comentario al evangelio del XXX domingo del Tiempo Ordinario.

Comentario al evangelio del XXX domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 30 de octubre de 1994.

Se acercaban ya los días de la Pasión y muerte de Jesús. Sólo Él conocía su destino próximo, la muerte “voluntariamente aceptada”. Y subió a Jerusalén como quien tiene prisa por ofrecer las últimas enseñanzas, aun sabiendo que daría lugar al enojo y la irritación de muchos de sus oyentes. Se presentía ya el final del drama, que venía preparándose.

Un escriba, un hombre de recta conciencia, a pesar de pertenecer al gran gremio de los que merecieron la dura repulsa de Jesús, al ver lo bien que había respondido a los que estaban preguntándole sobre otras cuestiones, se acercó a Él y dijo: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Jesús respondió: El primero es “Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. El segundo es este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.

El escriba alabó la respuesta y fue repitiendo una por una las palabras de Jesús, como quien se complace en lo que va diciendo y se recrea en rumiarlo y saborearlo para sí mismo.

Es uno de los pasajes del Evangelio, en que un hombre de limpio corazón, aunque sin ninguna relación con Jesús, se rinde ante el Maestro, acogiendo con gozo su enseñanza. Que, por otra parte, es la de la ley antigua, la de Moisés, libre ya de aquellas redundancias de expresión, que aparecen en el Deuteronomio, cuando se dice que hay que llevar esa ley en la memoria y hablar de ella, acostado y levantado, en casa y yendo de camino, atada a la muñeca como un signo, grabada en la frente como una señal, puesta en las jambas de tu casa y en los portales.

Jesús añadiría algo más, cuando expusiera en la noche última de su vida, cuál era su mandamiento, y reclamaría todas las riquezas del corazón para derramarlas por los cauces de un amor sin límites incluso a los enemigos, en un estilo más simple y sencillo, sin imágenes, que quizá eran necesarias para dirigirse a un pueblo olvidadizo y duro de cerviz.

El hecho es que aquí se nos presenta por parte de Jesús, como ley que viene dada, ley suprema, el amor a Dios, realidad cumbre de nuestra vida, frente a todas las torpezas y miserias de nuestra existencia cotidiana. Amor a Dios y amor al prójimo. No se confunden, ni se mezclan los dos amores. Pero no puede vivir el uno sin el otro. En el cristianismo vemos a Jesús muriendo en la cruz por los hombres, pero también podemos contemplarle retirándose por la noche a orar y alabar a su Padre Dios en la soledad de los desiertos. Sin este doble amor todo es mediocre, egoísta e incluso rastrero; con él, en el mundo germina y se desarrolla la buena semilla, que es fecunda siempre y extiende ampliamente sus raíces.

El amor a Dios, junto con el amor al hombre y al mundo, no impide el progreso, pero sí que los hombres tengan como único afán enriquecerse y explotar a los demás. Cuando este doble amor ilumina la vida y se convierte en norma para nuestra existencia, cambia totalmente el paisaje, porque cambia también la mirada con que nuestros ojos lo contemplan.

Será así por siempre y para siempre. Las grandes potencias económicas y los insaciables poseedores de las riquezas y placeres de la tierra se morirán de sed, sed del espíritu, porque no aman, cuando podían vivir del agua que riega toda la tierra. Cuando falta ese amor, lo suplen amores pequeños, torpes, luces de candilejas, fogonazos que ciegan, en lugar del sereno resplandor de una conciencia limpia y pura.

El escriba preguntó a Jesús y obtuvo respuesta. Lo que no podía sospechar es que Aquel que le respondía, diciéndole “no estás lejos del Reino de Dios”, era el sacerdote que permanece para siempre y tiene el sacerdocio que no pasa; de ahí que pueda salvar definitivamente a los que por medio de Él se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor, es decir, para hacer posible que permanezca el doble amor de la ley en las justas proporciones en que debe existir.