La Madre Dolores Domingo

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La Madre Dolores Domingo

Prólogo para la obra de la H. Dolores García Yagüe titulada «La valentía de la fe. M. Dolores Domingo», 1998.

Yo no sabía que la M. Dolores era así. Hablé varias veces con ella con cierto detenimiento, mucho más con sus hijas las Misioneras, y pude conocer el espíritu que alentaba en una y en otras, al gestionar con éxito la venida de una Comunidad de la Congregación a trabajar en Valladolid en unas barriadas de suburbios, conocidas con el nombre de “San Pedro Regalado” y “Barrio de España”.

La primera era una barriada nueva, que fue surgiendo en los años 50, merced al esfuerzo de los Hombres de A.C.; y la segunda, con nombre tan resonante como inadecuado, estaba formada por unas chabolas, donde toda miseria y deshumanización tenían su asiento.

Durante diez años viví intensamente todo cuanto allí se hizo para ayudar a solucionar los innumerables problemas existentes y hacer pasar de las tinieblas a la luz a hombres y mujeres, pequeños y mayores, que no habían conocido otra cosa que la degradación y la suciedad física y muchas veces moral, como consecuencia de su desamparo.

¿Qué hacían allí las Misioneras? Muchas cosas, porque eran incansables. Hablar con todos, sonreír a todos, entrar en todos los lugares, llevando auxilios alimenticios ocultos en la capa de su hábito, poner inyecciones, limpiar cuerpos y suelos, rezar cuando era posible, llorar también, que muchas veces las lágrimas, que se deslizan sobre un rostro demacrado y encuentran un beso de amor en el de aquel con quien se habla, son la mejor medicina para aliviar el dolor de los que sufren sin esperanza. Desde luego, todavía no se conocía el sida, ni circulaba la droga fuera de ciertos ambientes muy reducidos. Pero había hambre, mucha hambre, mucho frío en invierno, mucho calor en verano, y mucho miedo.

La M. Dolores había sabido infundir a sus hijas una gran fortaleza espiritual, una honda convicción de que lo que estaban llamadas a hacer tenía suma importancia en aquellos años. Ellas no pedían nada, no obligaban a nadie a rezar o a adoptar actitudes, que pudieran fomentar falsos sentimientos de una fingida religiosidad, para aprovecharse mejor de la previsible generosidad de las Misioneras. Por donde iban éstas, iban también el consuelo y la pacificación de los espíritus.

Aquella sonrisa incesante venía de muy lejos. Dolores era la cuarta hija de una familia numerosa de tierras de Zaragoza, admirablemente educada, perteneciente a los cuadros de la Acción Católica femenina, que no vaciló en entregarse a Dios, viviendo la mística del servicio a la Iglesia en medio del mundo.

Desde que se inició su juventud, fue constante en el examen de su vida con el afán de progresar más en la virtud y en la oblación de sí misma, ejerciendo sobre otras jóvenes una suave influencia espiritual, que reclamaba entrega, amor y sacrificio. Vivió algún tiempo en Zaragoza, donde se había trasladado su familia, y gozó de las ilusiones y alegrías que proporcionan la juventud, las honestas diversiones y el amor incipiente, que, como un brisa limpia y pura, acarició su frente sin llegar a abrirse camino.

El ambiente era ya preocupante en el orden social. Son los años de la República, de un anticlericalismo feroz: Zaragoza era una ciudad muy trabajada por los grupos anarquistas; las algaradas revolucionarias eran constantes; se vivía en una tensión de continuas amenazas, desde que años atrás había sido asesinado el Cardenal Soldevila. Hasta que por fin estalló el dolorosísimo conflicto, que durante tres años tuvo sometida a España al dolor inenarrable de una guerra fratricida.

Lolita Domingo tenía 23 años. Su alma vivía ya el ardor del fuego apostólico como catequista, como joven de A.C., como enfermera en un hospital de sangre durante la guerra, como infatigable luchadora contra tantos sufrimientos, que la guerra había dejado tras de sí. La ciudad de Zaragoza se mantuvo durante el conflicto muy cerca de la línea del frente; y en ella más que en otras se vivió con particular intensidad el noble afán patriótico y religioso, que aspiraba a lograr una España nueva, en que la paz y la justicia fuesen patrimonio común de los españoles.

Lolita fue una de aquellas espléndidas mujeres –¡tantas y tantas!–, que orientaron su vida en esta dirección. Pronto llegó a ver con claridad que para actuar con eficacia era necesaria la unión de personas y medios en una especie de Fundación, que permitiría trabajar a cuantos quisieran unirse para llevar el amor de Cristo a los barrios más pobres y humildes, con el testimonio de sus vidas consagradas y con una acción apostólica bien programada, que con los hechos más que con las palabras hiciera sentir el abrazo de la fraternidad cristiana a quienes tanto sufrían.

Con ella se trasladaron a Madrid un grupo muy numeroso de jóvenes de Zaragoza y, tras diversas vicisitudes y superadas ciertas crisis muy dolorosas, de las que se da cuenta en este libro, surgió en 1944 debidamente aprobada por el Obispado de Madrid la Asociación de Misioneras de Jesús, María y José. La Directora General fue Dolores Domingo. Once años más tarde, lo que ahora era una Pía Unión pasó a ser congregación religiosa de derecho diocesano, con la aprobación de Roma. La M. Dolores seguía siendo Superiora General.

Desde esta fecha hasta su muerte en agosto de 1984 la vida de la M. Dolores fue un precioso canto de alabanza a Dios nuestro Padre y un abrazo constante de amor a los pobres, los pobres de los suburbios en concreto, sin miedo ninguno a la indiferencia o a la hostilidad de los ambientes. Su tesoro fue la cruz, porque tuvo que sufrir mucho siempre, de dolores físicos y preocupaciones humanas.

La obra emprendida era muy difícil. Sus religiosas eran mujeres jóvenes, expuestas a toda clase de peligros, necesitadas de orientaciones claras y firmes. Los dramas humanos, que tenían que contemplar constantemente y tratar de remediar en lo posible, exigían de ellas una mezcla de intrepidez y de equilibrio solamente alcanzables mediante una espiritualidad muy fuerte y cultivada.

La M. Dolores se cultivó a sí misma siempre con su oración constante, con su confianza en Dios, con sus mortificaciones, con la consulta a sacerdotes y religiosos prudentes, con su fe y su obediencia a la Iglesia, leyendo y meditando las enseñanzas del Papa y de los obispos. Y así cultivada, vivía entregada, además de a tantos trabajos de viajes y fundaciones, a lo que su delicada conciencia le pedía para cuidar bien de sus hijas. A partir del Concilio Vaticano II brotó incontenible en la Iglesia española un movimiento reformista muy explicable, si se quiere ser benigno; y alocado, si se atiende al misterio de lo que es la Iglesia; muy horizontalista, si se quería ser “progre” y moderno; muy lamentable, en gran parte, por las consecuencias dolorosas que produjo.

Las Misioneras, por su juventud, por su contacto con los alejados de la Iglesia, por la tentación que podría hacerlas sucumbir a apostolados más radicales, estuvieron expuestas más que nadie a dejarse llevar por los nuevos hallazgos, aunque ellas mismas se perdieran. No fue así. Y en términos generales hemos de decir que la Congregación se mantuvo con toda dignidad fiel a sus compromisos, sin que las facilidades para desviarse sumieran a sus hijas en la perplejidad y la vacilación. Surgieron nuevas vocaciones y se multiplicaron las fundaciones en España, en África, en América. Hemos de reconocer que ello fue posible, en gran parte, gracias a la profundidad de espíritu y la capacidad de dirección de la M. Dolores, compatibles con su sencillez y su humilde, pero ardiente amor a Jesucristo.

No se puede olvidar tampoco la atención que prestaron a las Misioneras hombres ilustres de la Iglesia de Madrid, empezando por el Obispo Mons. Eijo y Garay, y sus colaboradores de Curia más cercanos, sobre todo de Mons. Bueno Monreal, que se prolongó durante los años en que fue Cardenal Arzobispo de Sevilla.

Aun así y después de que en 1967 la Congregación pasó a ser de derecho pontificio, no pudo librarse totalmente de los desórdenes de pensamiento y de actuación apostólica, como doloroso tributo que tuvo que pagar a los años atormentados del post-concilio. Ello hizo sufrir mucho a la M. Dolores, que, además, tuvo que padecer constantemente a lo largo de su vida enfermedades físicas, que se traducían en insomnios y jaquecas frecuentes.

En 1984 llegó al fin la llamada de Dios. Un cáncer implacable fue devorando su rostro y garganta en medio de atroces sufrimientos. Ella lo ofrecía todo a Dios y pedía a sus hijas que fueran fieles. En la fase última de su enfermedad ningún día dejó de celebrarse la misa en la capilla de la casa, para que ella pudiera seguirla. En la tarde del 21 de agosto, hacia las 8:20, mientras se celebraba el sacrificio eucarístico, la M. Dolores con su rostro tumefacto y medio deshecho, la que tanto había amado y sufrido, como otro Cristo que entregaba su espíritu al Padre, dejó de existir.

Al terminar mi reflexión para el prólogo, que me ha sido pedido, vuelvo a decir: Yo no sabía que la M. Dolores era así. Es decir, su encantadora sencillez y su humildad ocultaban las virtudes que poseía y no dejaban conocer fácilmente el inmenso bien que hizo en su vida y la grandeza de alma, con que Dios quiso adornarla. El lector de este precioso libro, lleno de testimonios elocuentes, sencillo también, pero admirablemente escrito y ordenado, podrá comprobarlo.

Noviembre de 1997