Prólogo para la obra «Por las sendas de la caridad de Jesús», preparada por JFM, 1984.
Hacía falta este libro, no obstante las diversas biografías que se han publicado sobre la M. Maravillas de Jesús. Necesitábamos ante todo verla a ella tal como era, no sólo tal como la han descrito los que la conocieron y la amaron, en cuyas obras se nota el esfuerzo hecho para reconstruir su figura, precisamente para no faltar a la verdad.
Aquí es más fácil todo. Se ve a la Carmelita Descalza en su convento con sus hermanas y sus hijas, en su oración y sus trabajos, en sus deseos más íntimos y en sus manifestaciones externas, aconsejando y dirigiendo, ofreciendo a Dios y a la Iglesia todo cuanto tenía, amando siempre, impulsada por la fuerza de una caridad inextinguible, que fue el secreto de su vida.
En este libro, si alguna vez se habla de las fundaciones de la M. Maravillas o de las delicadas atenciones de índole social para con el prójimo, a que la movía su amor a todos, es como de pasada, con lo cual el lector no se aparta de la contemplación del paisaje que se le quiere ofrecer: la rica interioridad de aquella alma privilegiada.
Esto es precisamente lo que buscábamos muchos. Queríamos saber cómo era la M. Maravillas en el normal y diario desarrollo de su existencia, en sus motivaciones interiores, en su fe y su piedad, en lo que daba y lo que pedía a sus hijas, en la salud y en la enfermedad, en sus preocupaciones, cuando las tuvo, y en su total y serena entrega a la voluntad de Dios.
Pues bien, en este libro vemos a la M. Maravillas hablar y actuar tal como era, o por decir mejor, la vemos sentir y vivir. Quien ha escrito este libro ha podido tener a la mano el abundantísimo epistolario de la Madre, a la que conoció y trató personalmente, y ha recogido de viva voz los testimonios de muchas religiosas que igualmente vivieron con ella.
El lector se ve envuelto poco a poco, casi sin darse cuenta, en la atmósfera vital de la biografiada, y percibe sus pensamientos y deseos, sus afanes y sus luchas, su ternura y su decisión, su desprendimiento y su capacidad de entrega, su claridad de juicio y su humildad, su seriedad de propósitos y su disponibilidad a las llamadas de Dios según iban manifestándose.
Lo que brilla en la vida de la M. Maravillas es una preciosa armonía entre su modo de pensar y su norma de actuar, entre el propósito inicial y el desarrollo posterior en su existencia de monja carmelita descalza. Da la impresión de que en ella no hay nada forzado ni yuxtapuesto, sino que todo es fruto de un inmenso amor a Dios y al misterio de su voluntad divina, que se va manifestando cada día un poco más en su existencia. No hay altibajos ni vacilaciones. Todo es una marcha continuada y progresiva hacia metas más altas en su oblación llena de amor a Dios, a la Iglesia y al Carmelo. Lo cual no quiere decir que no hay en ella un esfuerzo –¡cuántas veces heroico!– para conseguir ese ritmo inalterado en su vida de unión con Jesucristo, con “su Cristo”, como ella decía. Era sincera cuando hablaba de lo lejos que estaba de vivir plenamente lo que Dios quería de ella, de que tenía que volver a empezar, de que carecía de valor alguno lo que había hecho o dado al Señor hasta entonces. Precisamente porque amaba tanto a Dios, advertía con creciente delicadeza la propia pequeñez, que la hacía sentirse siempre descontenta de sí misma. Era humilde y sólo la humildad permite verse pequeños y pobres a los verdaderamente grandes de espíritu y de corazón.
A través de los diversos capítulos de este libro se ve la grandeza de aquella Carmelita, que sin buscar jamás su satisfacción personal, simplemente dejándose llevar por lo que su afán de mayor perfección le dictaba, y siempre tras muchas consultas a quienes podían ayudarla con la luz de sus consejos, realizó una labor fecundísima en el Carmelo, que ha tenido provechosas consecuencias de toda índole.
Ella no hizo discursos ni publicó instrucciones. Pero puso su inteligencia preclara y las grandes dotes de su voluntad recta y enérgica al servicio del ideal que llenó su vida: fidelidad a Dios, a la Iglesia, al Carmelo, a santa Teresa.
Fundó nuevos conventos, orientó a muchas jóvenes en su vocación, derramó su caridad por todas partes, no se arredró ante ninguna dificultad, hizo compatibles en sus comunidades el rigor de la penitencia con la alegría de la oblación generosa, discurrió medios diversos y seguros para fortalecer la vida espiritual de las monjas, las atendió solícita en sus enfermedades y necesidades materiales, y sobre todo supo crear un estilo de vida profundamente teresiano, que hizo de los conventos de la Asociación de Santa Teresa de Jesús, aprobada por la Santa Sede, palomarcicos del siglo XX, que en nada desmerecieron de los que Teresa de Jesús había erigido en su tiempo.
De este modo, la M. Maravillas acertó, anticipándose en mucho, a llevar a la práctica lo que el Concilio Vaticano II pidió a las órdenes y congregaciones religiosas, y ayudó a vivir a sus hijas y hermanas las rectas orientaciones, que, en aplicación de los decretos conciliares, fueron apareciendo posteriormente.
Cuando estimó que en el ejercicio de la libertad que la Iglesia concede a sus hijos, debía manifestar su sentir respecto a determinadas disposiciones o sugerencias, lo hizo con dignidad y abiertamente a quien correspondía, siempre dispuesta a aceptar lo que la legítima autoridad quisiera al fin señalar. Y precisamente por su confianza en la Santa Sede y por la experiencia única que tenía, de lo que la vida religiosa estaba pidiendo en nuestro tiempo, oró y suplicó que se tuvieran en cuenta determinados aspectos de la misma y se permitiese entender la fidelidad a santa Teresa, expresada en normas y reglamentaciones de la propia santa, que seguían dando hoy tantos frutos como dieron ayer.
La M. Maravillas no se opuso jamás ni a los decretos del Concilio, ni a lo que se ha llamado después el espíritu conciliar rectamente entendido. Las grandes aspiraciones del Concilio en relación con la vida religiosa las asimiló profundamente y las vivió con toda decisión. Se negó, eso sí, –y ¡qué bien hizo!– a admitir como voluntad de la Iglesia del Vaticano II esa algarabía insufrible de juicios y criterios insensatos, que en los años posconciliares, derribando puertas y muros de monasterios y conventos, ha caído como un vendaval sobre las comunidades religiosas.
Diez años han pasado desde la muerte de la M. Maravillas de Jesús. Su fama de santidad sigue creciendo y se extiende por toda la Iglesia. Muchas religiosas, no sólo carmelitas descalzas, vuelven a ella sus ojos, buscando el ejemplo de vida, que ella nos dejó, la fuerza que necesitan para seguir adelante en su camino de consagración plena a Dios y de amor vivísimo a la Iglesia.
Creo que cuantos lean este libro, sea cual sea su estado de vida, van a sentir dentro de sí esa misma fuerza, que ayuda a captar y sentir el misterio de Dios, que llama a las puertas del corazón de cada uno.
Toledo, 15 de agosto de 1984.
Fiesta de la Virgen María a los cielos.