Conferencia cuaresmal a jóvenes en la iglesia de los jesuitas de Toledo el 16 de Marzo de 1972
Estas noches, queridos jóvenes, nos encontrábamos aquí, unidos por el vínculo de la palabra que yo predicaba y que vosotros habéis acogido con devoción y con respeto. Y también unidos con el vínculo de la oración, esas breves plegarias que recitábamos, una breve oración a la Santísima Virgen, algún canto de alabanza; y siempre manifestando nuestra fe y nuestros buenos propósitos. Esta noche nos une a todos un vínculo distinto. Estamos aquí reunidos en torno al altar. Yo voy a celebrar el Santo Sacrificio de la Misa, en el que vais a participar todos. Y quedaremos sumergidos en él, en virtud de esa fe, que nos hace confesar lo que es el Sacrificio redentor de Cristo. Nos ofrecemos juntamente con Él y así, con esa oblación que nace del interior de nuestra conciencia, somos cristianos, cristianos de verdad, consecuentes con todo aquello que nuestra fe nos señala.
Estas noches yo os miraba con esperanza; hoy puedo contemplaros con gozo. No es un gozo superfluo y vano; no puedo yo estar pendiente de esa clase de satisfacciones personales. El gozo mío es espiritual, pastoral, religioso, sacerdotal; es el gozo de la fe. El hecho de que una porción numerosa de jóvenes de Toledo hayáis venido aquí durante estas noches, y ahora también queráis encontraros aquí, para recibir esta última palabra que os pronuncio y para uniros en el sacrificio de la Misa y recibir la Sagrada Eucaristía, fortalece mi propia conciencia. Y en este sentido sirve para que yo tenga el gozo de un deber cumplido y la alegría de ver que se puede contar con vosotros para todo aquello que signifique nobles empresas en el servicio del Reino de Dios.
Pero debemos seguir reflexionando. Os decía una de estas noches que es un deber constante el pensar en Jesucristo, el de estimar en todo su valor las palabras que Él nos dirige, el hacer que nuestra vida vaya centrándose cada vez más, según la diversidad del propio estado y condición, en torno al misterio de Jesús.
Nos ha sido leída la parábola del hijo pródigo, página insuperable del Evangelio de San Lucas. Probablemente esta página y la del Sermón de la Montaña sean las que, a lo largo de los siglos, han despertado en todos los lectores del Evangelio mayor admiración y mayor sentido de respeto y de amor a la figura de Jesucristo. Aun literalmente, es una página tan bella, que se ha llegado a decir que ninguna mente humana ha podido describir un proceso tan profundo de lo que es el hombre, en su vida y en su relación con Dios, con menos palabras y más expresivas.
Jesús busca y acoge al pecador #
No puedo comentarlas detenidamente, pero os ruego que en el silencio de vuestro propio hogar esta noche, o mañana, o un día de estos cualquiera, toméis ese libro de los santos Evangelios y meditéis serenamente esta enseñanza de Jesucristo. Os lo pido con la esperanza de que me vais a atender; hacedlo así.
Ved en primer lugar, la ocasión de esta parábola. Dice el evangelista San Lucas. En aquel tiempo se acercaban a Jesús los publícanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los letrados murmuraban entre ellos diciendo: Este acoge a los pecadores y come con ellos (Lc 15, 1-2). Con ocasión de esta frase de reproche que le hacían los escribas y fariseos, es cuando Jesús pronuncia la parábola del hijo pródigo. De manera que éste es el primer dato que hemos de tener en cuenta. Se nos dice que Jesús permitía que se le acercasen a Él los publícanos y los pecadores, para escucharle. O se acercaban a Él, o Él mismo los buscaba. Y es que ésta era su misión, no para condescender con el pecado, sino para perdonar al pecador. Haríamos muy mal en interpretar esta actitud de Jesús, como si hubiese en Él una debilidad complaciente con lo que es el desorden moral del corazón humano. Esto nunca se da en Jesucristo. Porque Él ha venido a salvar y a redimir y tiene que buscar a los que necesitan redención, a acoger con amor inmenso a los que le buscan. Solamente hay una clase de pecadores, respecto a la cual Cristo terminará por permanecer alejado, y son: los obstinados en su propio pecado; aquellos que, a ejemplo de Judas, no reaccionan nunca ante las invitaciones del Señor y se endurecen en su conciencia y permanecen así, con ese endurecimiento y esa obstinación, en la maldad de su propio pecado.
Todo el que tenga un leve deseo de acercarse a Jesús, será recibido por Él. Esta es la grandeza de la Redención: su universalismo, su profundidad. Para Dios no hay más que hombres necesitados de redención. Y Él ha venido al mundo a buscarlos. El secreto del Evangelio está ahí, y no podremos entender nada, si no pensamos ante todo en esto: Jesús que nace en Belén, que vive su vida privada y pública, y después que predica el Evangelio del amor, que muere y resucita por nosotros, nos tiene las puertas abiertas para siempre.
Pero el hombre interpreta mal a Dios muchas veces. Y aquí tenéis un ejemplo de mala interpretación; después aparecerá algún otro. Estos fariseos, que eran más pecadores que los demás, se quejan de que Jesús recibe a aquellos que le buscan. ¿Cómo no les va a acoger? ¿Y cómo no va a comer con ellos? Llegará un día en que Él mismo se dará como comida para los pecadores arrepentidos. Ahora les acoge, todavía en el pecado, para devolverles, después de su acogimiento, purificados y libres, con la libertad de los santos, con la libertad de los discípulos que de verdad creen en Él.
Y para proclamar de una vez para siempre cuál era el sentido de su misión, en este punto concreto del acogimiento del pecador, es para lo que pronunció esta parábola conmovedora: la del hijo pródigo. Leedla vosotros; yo no puedo comentarla con detenimiento. Pero fijémonos simplemente en algunos rasgos: una familia, no aparece la madre, solamente está el padre con sus dos hijos; y el más pequeño le dice un día a su padre: Dame la parte que me toca de la herencia, de aquello que yo he de recibir (Lc 15, 12). Y el padre se la dio.
El uso y el abuso de los bienes #
Es decir, nos encontramos aquí con el clásico ejemplo del hombre, joven o mayor, que reclama sus derechos. Suponemos que este joven tenía auténtico derecho a recibir la parte de esa herencia. La cuestión no está en reclamar los derechos, sino en usar bien de ellos. Y es aquí donde tantas veces aparece el drama de la vida. Porque todo hombre reclama el derecho a poseer los bienes que le corresponden: el derecho a la libertad, el derecho al amor, el derecho al trabajo, el derecho a influir en el orden social, el derecho a ser respetado en la expresión de sus sentimientos y de sus ideas. Son derechos humanos. La cuestión está en cómo usamos de ellos. Este joven del Evangelio los usó mal: una vez que los tuvo en su mano, recogidas todas sus cosas, se marchó a un país lejano, malgastó todo viviendo disolutamente; lo deshizo todo. He ahí la cuestión. Y esto es un examen para el hombre de todos los tiempos y de todas las edades.
Que quede muy claro ante vosotros, jóvenes. El Evangelio de Cristo no se opone nunca a los derechos humanos de los hombres en el orden individual, familiar, social, económico, político. Lo que el Evangelio pide es que se empleen esa libertad, ese amor, esos bienes, esas facultades, las que sean, el cuerpo y el alma de una persona, que se empleen tal como Dios quiere que sean empleados. Hay un orden objetivo que está marcado por la propia naturaleza humana y por la ley divina. Cuando nos salimos de ahí, las cosas van mal necesariamente.
Y éste es el caso de aquel joven. El hecho de que fuera el hijo menor y no fuera el mayor, para mí no quiere decir nada, respecto a que particularmente en la edad juvenil pueden darse mayores despropósitos que en la edad adulta. Por desgracia, estos desórdenes morales acompañan al hombre, cualquiera que sea la fecha de su edad y de su calendario. Lo mismo aparecen en ancianos que en adultos o que en jóvenes; la irresponsabilidad del egoísmo es un vicio y un pecado que nace del corazón humano. Una clase de pecados y desórdenes se dan más en una edad que en otra, pero somos todos ante Dios hijos pequeños, que reclamamos muchas veces nuestros derechos para usar mal de ellos.
He ahí el problema y la cuestión grave que se presentan a un hombre que trata de examinar su conciencia ante Dios.
El proceso interior del retorno #
¿Y qué ocurrió después? Lo de siempre. Este muchacho, una vez que ha consumido todo lo que recibió, se encuentra sometido a las mayores privaciones. Vive en un país lejano, no tiene amigos, se encuentra solo, –¡pobre del que se encuentra solo en la vida!–, y en esa soledad, sin embargo, es donde va a encontrar el retorno a Dios. No por lo que la soledad tiene o es en sí, sino porque en este caso sirvió para facilitarle la reflexión. Un poco más de silencio en nuestra vida alocada de hoy lo necesitamos todos. Vivimos sometidos a un vértigo incesante que nos impide reflexionar; lecturas continuadas, imágenes incesantes a través de los medios de comunicación, conversaciones repetidas, viajes. Hoy todo el mundo opina de todo; todos saben de todo. Sigue siendo válida, cada vez más, la frase de aquel novelista Palacio Valdés, cuando en su libro Testamento literario dice que hoy un alumno de cuarto curso de bachillerato sabe más que los siete sabios de Grecia. Cree ese joven que sabe más, pero qué poco digiere con tanto hablar y con tanto leer.
Necesitamos, un poco más, de soledad reflexiva, de silencio interior, para que el alma encuentre las raíces de su propio destino. Esto es lo que aquí logró este muchacho, en medio de aquellas carencias, en que se encontraba, privado de todo.
Tras el silencio y la reflexión, el propósito, el noble propósito que hace a un hombre ponerse en camino de redención. Volveré a mi casa en la cual los jornaleros de mi padre están mejor que yo estoy ahora; y diré: he pecado contra el cielo y contra ti (Lc 15, 18). Daos cuenta de esta frase del Evangelio, buscada explícitamente por nuestro Señor Jesucristo. Este joven, en su reflexión y más tarde en la confesión que hace, cuando de hecho llega a encontrarse con su padre, manifiesta dos clases de desorden, o mejor dicho, un desorden que va contra los dos puntos de referencia a los que tiene que mirar todo hombre y más en esa situación en que él se encuentra. No dice: “he pecado contra el cielo” únicamente; dice he pecado contra el cielo y contra ti.
Atención a los padres; porque hay un pecado también contra los padres. No solamente es la falta de respeto, es también la falta de amor, de atención, de aceptación de lo que es el misterio de la vida. Cuando se habla hoy de la independencia juvenil, de la libertad tan solicitada y proclamada, de las diversas maneras de pensar según las generaciones, de la autonomía de la conciencia, no hacemos más que quedarnos en la superficie. Porque todo eso está bien, y no ha habido nunca época alguna de la historia humana, en la que un hombre joven no haya querido llegar a ser dueño de sus destinos. Hoy se expresa esto de una manera más multitudinaria y con más fuerza, pero responde a un anhelo permanente del corazón del hombre.
Ahora bien, todo eso es compatible con el respeto y el amor a los padres y, en cambio, no lo es con el desprecio a los padres, con la repulsa de lo que ellos son y representan para nosotros. No es sólo una generación y otra; no es sólo que el padre y la madre merezcan ser respetados, porque son ellos los que en el hogar han engendrado a sus hijos y les han dado la vida, no. Aquí hay un misterio, es el misterio de la vida que Dios transmite por medio de ellos; y por eso, hay algo de sagrado en los padres. Podrán ser más listos o más torpes; más cultos o ignorantes; más generosos o menos desprendidos. Aceptad sus defectos y limitaciones y pedid que un día acepten las vuestras los que os han de suceder, igual que vosotros queréis aceptar las de vuestros padres. Pero aún aceptándolas y deseando que se corrijan, aceptad ese santo misterio que hay en los padres, que traen sus hijos al mundo, que los educan con amor, que trabajan por ellos y que les ofrecen todo lo que ellos pueden ofrecer. No seáis crueles con ellos, amadlos; tienen derecho a ser amados. No se peca únicamente contra Dios, se puede pecar, y se peca, también contra ellos.
El sacramento del perdón #
Y por fin, este joven, madurado ya su propósito en el silencio de su reflexión, arrepentido de lo que había hecho, actúa. Es la lección para el cristiano que vuelve al buen camino. No basta sentir dentro un deseo de retorno. No es suficiente decir: “yo no puedo seguir así”. No basta reconocer que hay un desorden moral en nuestra vida y juzgarlo tal como es con sinceridad. Esto es un paso, pero no es suficiente. Hay que dar otro paso, hay que ponerse en camino, hay que llegar a lo que estas noches llamábamos encuentro personal con Jesucristo; en la oración, en la plegaria fervorosa, en el examen de lo que Él nos dice para nuestra propia salvación, en la aceptación humilde de los medios que a través de la Iglesia nos ofrece, aunque sean medios que a veces nos molestan, concretamente el sacramento de la Penitencia, para recibir el perdón de nuestros pecados. Por un lado, este sacramento, en la exigencia que tiene de perdón de los pecados que hemos cometido, nos molesta, sofoca el orgullo de la naturalezahumana; por otro lado, aun psicológicamente hablando, nos da paz, porque el hombre necesita muchas veces abrir su alma, con todo lo que tiene dentro, simplemente para la confidencia. Aun en el orden humano, tiene ese doble contraste: molestia, por un lado; y satisfacción, por otro. Pero el sacramento de la penitencia no puede ser considerado así, dentro de esos límites; hay otro aspecto en él, que es ése: el de la misericordia de Dios que baja en busca del hombre.
Acordaos de la ocasión de la parábola: los pecadores se acercaban a Él. Y es Cristo el que pide que nos acerquemos a Él. ¡Ojalá los sacerdotes sepamos cumplir siempre bien, con rectitud, con misericordia auténtica, con perdón que ayuda, con palabras que iluminan! ¡Ojalá sepamos ayudar a todo el que se acerca a nosotros!
No temáis nunca el sacramento de la Penitencia; el hombre que os recibe es tan pecador como vosotros y no tiene derecho a inculparos de nada; simplemente tiene la obligación de escucharos y de si os ve arrepentidos, daros en nombre de Jesucristo el abrazo del perdón y del amor. Os dirá una palabra santificadora, os ayudará con una exhortación que trate de prevenir futuros peligros, insistirá para que os apartéis de las ocasiones que os han llevado hasta ahí; y todo eso debe hacerlo con respeto, con delicadeza suma, con cariño hacia el hombre arrepentido que llega hasta él, buscando no lo que él puede ofrecer, sino lo que Jesucristo está dispuesto a dar.
¿Por qué aborrecer el sacramento de la Penitencia? ¿Por qué huir de él? ¿Por qué hablar contra él, si es eso? No hagáis caso de teorías falsas, que están introduciéndose hoy, como en tantos aspectos de la religión, como consecuencia de este vendaval que ha venido azotando el rostro de la religión de Cristo en estos años. Todo se les vuelve a algunos, disquisiciones, problematismos, análisis psicológicos, reflexiones históricas y todo esto es rizar el rizo. Es más sencillo lo que se vive en el sacramento del perdón: el pecador se conoce pecador, busca a Cristo, le va a decir “he pecado, vengo a buscar el perdón”. Y dice qué clase de pecado ha cometido y se encuentra con las palabras perdonadoras del Señor.
El padre anciano, imagen de Dios #
Hay, por último, en la parábola un detalle, al que ya implícitamente me estoy refiriendo, pero que Jesucristo quiso ponerlo de relieve de una manera expresa, y por lo mismo deseo insistir sobre él, siquiera dos minutos. Es la presencia del padre, este anciano que se quedó en casa, viendo marchar a su hijo hacia ese horizonte de las noches azules y de los cielos llenos de sonrisas. Él se quedaba allí con su experiencia y con su tribulación, pero siguió; y cuando de lejos vio venir a su hijo –éste es el detalle importante que Jesús quiere subrayar en la parábola, como para indicar que salía a esperarle, que le buscaba con los ojos– cuando desde lejos vio venir a su hijo, corrió y se abrazó a él sin decirle una palabra de reproche. Esta imagen del padre anciano esperando a su hijo es la imagen de Dios.
El hijo le dice, he pecado contra el cielo y contra ti, y el padre ya no quiere que insista nada en eso. La alegría que desborda su corazón interrumpe la confesión del hijo y llama a todos los criados y ordena que se prepare el festín. Ha recuperado a su hijo perdido. Es su mayor alegría. Que le traigan el traje más precioso y el anillo de la familia y las sandalias mejores y que se mate el ternero bien cebado para celebrar con los amigos un banquete, en el cual todos manifestaremos la alegría de haber recobrado al hijo que se perdió.
Este es Dios, éste es Jesucristo, éste es el Evangelio, hijos, ésta es la santa religión. ¿Veis? No condescendencia con el pecado, no; amor, simplemente amor; que es lo que necesita el hombre en este mundo.
Nada más. Yo os pido una cosa, muchachos y muchachas, sea cual sea vuestra vida, inocente o pecadora: buscad a Dios, poneos en el buen camino, formulad un serio propósito de que siempre que os ocurra una desviación, por el pecado que sea, os levantaréis para volver al Señor. Sed jornaleros en la casa del padre, nada os faltará, aunque tendréis que trabajar. Jornaleros en la casa de Dios, es decir, cristianos conscientes y responsables, amantes del Evangelio, deseosos de cumplir con el doble precepto: el amor a Dios y al prójimo, con el afán nobilísimo de construir un mundo nuevo, que nunca será tan nuevo que deje de ser viejo, porque lo es. No desengañados ni escépticos, simplemente conscientes y serenos, sabiendo bien que es compatible todo lo que hagáis por mejorar las condiciones humanas en que vivís y en la sociedad en que os encontráis, todo ello es compatible, repito, con la santa religión de Cristo, con la piedad personal, con el propósito cumplido de orar, de cumplir los mandamientos de Dios y de la Iglesia. Triste disociación a la que estamos llegando hoy, por virtud de la cual muchos creen que, para poder contribuir al mejoramiento temporal de la sociedad, hay que abandonar la religión, la casa del padre. No es ése el camino. Por ahí se va a la ruina personal y colectiva, de la que sólo puede salirse recordando la casa abandonada y el rostro del Padre que nos espera. Si os alejáis, volved de nuevo, a la casa del Padre. Hay muchos arrepentimientos silenciosos, hay muchos gestos de amor invisibles, hay continuamente, hoy como ayer, seguidores de Cristo, que llevan su cruz, bien conscientes de que le acompañan a Él en un camino de sufrimiento y de gloria.
Sed, jóvenes, así. Buscad asociaciones donde pueda ser formada y fortalecida vuestra vida espiritual, y con ello por delante, derramad alegría por donde vayáis. Respetad a vuestros mayores, respetad el orden social, amad a la autoridad, contribuid con vuestra reflexión y vuestra crítica sana a que todo se haga mejor, pero no destruyáis nada. Los vendavales y los huracanes son muy fuertes, tan fuertes que arrasan todo cuanto encuentran a su paso. La brisa suave parece que no tiene fuerza y, sin embargo, es la que hace que nuestros campos y los horizontes de la naturaleza se vean suavemente refrescados por esa caricia mansa y purificadora que nos permite respirar y gozar. Vale más la constancia del esfuerzo de cada día que un grito hoy, en un momento dado, o un gesto explosivo de ira y de enojo, que parece que va a transformar el mundo y después no sirve más que para acumular ruinas.
Que Jesucristo sea siempre vuestro amigo, vuestro jefe, vuestro Maestro Divino.
Vamos ahora a celebrar la Eucaristía; empezamos con el ofertorio, rezaremos las palabras sagradas del canon, levantaré en mis manos la Hostia Santa, para que sea adorada, os la ofreceré para que sea recibida por quienes quieran acercarse a ella. Que Él sea vuestro alimento, el Pan de vuestra vida, la luz de vuestros pensamientos, la fuerza para todos vuestros amores.
La familia cristiana
en la Iglesia de hoy
Sobre la situación y la misión de la familia cristiana en la Iglesia de hoy versó el ciclo de conferencias de Cuaresma que dio, para hombres y matrimonios, del 20 al 24 de marzo de 1972, el Cardenal Primado y Arzobispo de Toledo, don Marcelo González Martín, en la iglesia de San Ildefonso, de la Compañía de Jesús en Toledo. Se reproduce en esta edición por primera vez el texto completo, recogido en cinta magnetofónica, de las cuatro conferencias y de la homilía expuesta el viernes 24, antigua festividad de la Virgen de los Dolores.