Conferencia pronunciada en la Academia de Doctores. Madrid. el 23 de febrero de 1978. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, abril 1978.
Agradezco mucho las palabras con que me honra el señor Presidente, debidas a su gentileza más que a mis merecimientos.
Todavía son más de agradecer si se tiene en cuenta que ha venido aquí sin haberse repuesto de la enfermedad que viene padeciendo, de la que deseo se restablezca pronto y totalmente.
Aunque tales palabras, repito; no sean por mí justamente merecidas, siempre es grato verse asistido por tan claras manifestaciones de bondad.
Tengo la conciencia, y siento la responsabilidad, de que siempre que se me llama, al igual que en esta ocasión, es como a Pastor de la Iglesia de Cristo, y por eso me presento contento y confiado entre vosotros, sabiendo que llevo un tesoro en vaso de barro.
El tema que he elegido: La pérdida de lo sagrado: una sociedad a la deriva, me surgió espontáneamente en la simple lectura cotidiana de la prensa, el mismo día en que tuve que fijar la fecha para mi intervención. Es algo que ya, en la edad en que me encuentro, puedo decir que es una constante en mi reflexión. Lo he expresado de distintas formas, surge continuamente en mis intervenciones pastorales, en los diálogos más íntimos y personales y en los escritos y homilías más diversos.
El Arzobispo católico de Londres, Cardenal Hume, hablaba hace unos días en el Sínodo Anglicano, invitado a tomar parte en uno de esos contactos esperanzadores que las diversas confesiones vienen teniendo, y se refirió a la necesidad de prestar atención a cuatro grandes problemas de la sociedad inglesa de hoy:
- el de la dignidad humana tan quebrantada;
- el de la segregación racial;
- el de la pornografía, que esta deshaciendo a la juventud y a la familia; y
- el de los gastos para armamento, que impiden el normal desarrollo de la economía de bienestar.
Es decir, que en una sociedad como la británica, que ha alcanzado las cotas más altas del progreso político, científico y económico, se oye cada vez con más frecuencia la voz de las conciencias lúcidas que avisan de los grandes peligros que amenazan. Cuando parece que todo está al alcance de la mano para lograr la plena expansión del humanismo, otra vez como al principio, en los tiempos de la caverna. La dignidad humana invocada, pero no poseída; rechazada la integración de los grupos sociales por motivos de color o de sangre, como en los tiempos del nazismo; las normas morales, vaciadas de toda exigencia por la invasión implacable de la pornografía; la familia, destrozada por los divorcios y el crimen del aborto; las garantías del bienestar, destruidas por los gastos que ocasiona la carrera de armamentos.
¿Qué ocurre, pues? ¿No es ya demasiado tiempo el que ha pasado, de ensayos y de proclamaciones anunciadoras de un futuro feliz? ¿Por qué cuando deberían estar próximos al goce de las grandes y definitivas conquistas, más bien presienten, temerosos y humillados, que algo esencial está fallando? A estos interrogantes, prescindiendo ya de la referencia a la sociedad inglesa, trato de contestar con las reflexiones que me dispongo a hacer.
Presencia y necesidad de lo sagrado #
La primera pregunta que me hago es: ¿Qué es «lo sagrado»? ¿Dónde está realmente «lo sagrado» en la vida? Y no pienso en la expresión manifiesta y concreta de lo sagrado en hechos o actuaciones de tipo religioso. Quiero buscar la raíz de «lo sagrado» en la existencia. Tiene que existir algo que al menos, a solas, en la verdad de nuestra conciencia, sin alienaciones de poder, dinero, placeres, sistemas, egoísmos, nos haga decir: esto es sagrado; esto es intangible; esto es el eje en tomo al cual todo se debe ordenar, ésta es la raíz que hace ver la necesidad de cambiar, porque nos hemos adulterado; esto es estimulo para mayores y mejores logros; esto exige mi esfuerzo y mi vida; no puedo mancharlo sin que me sienta culpable de lesionar algo fundamental para la existencia; no puedo supeditarlo a mi ambición; no está a merced de mis intereses o circunstancias históricas, políticas o sociales; esto exige la expresión más honrada de mi respeto.
Y «esto sagrado» tiene que ser algo que, siendo radicalmente verdadero, objetivo, existencial, fuerza y vinculación para todo, tenga expresión en nuestras vidas, nuestras acciones y configuraciones; algo que se intuye, se ve, se escucha, se siente, se sirve y se convierte en manifestación de la vida interior de todos los que son lo suficientemente libres para experimentarlo y no reprimirlo.
«Lo sagrado», para ser tal, tiene que pertenecer a la realidad básica de nuestra existencia. Zubiri, en su conocido libro Naturaleza, historia y Dios, ve en la religación el fenómeno primario en el que se actualiza nuestra existencia. «La religión no es una ‘propiedad’ ni una ‘necesidad’; es algo distinto y superior: una dimensión formal del ‘ser’ personal humano. Religión, en cuanto tal, no es un simple sentimiento, ni un nudo conocimiento, ni un acto de obediencia, ni un incremento para la acción, sino actualización del ser religado del hombre. En la religión no sentimos previamente una ayuda para obrar, sino un fundamento para ser. Por esto, su ‘ultimación’ o expresión suprema es el ‘culto’, en el más amplio e integral sentido del vocablo, no como conjunto de ritos, sino como actualización de aquel ‘reconocer’ o acatar. Y así como el estar abiertos a las cosas nos descubre, en éste su estar abierto, que ‘hay’ cosas, así también el estar religado nos descubre que ‘hay’ lo que religa, lo que constituye la raíz fundamental de la existencia»1.
Esto es la raíz de «lo sagrado»: Dios y su creación, la Verdad y su manifestación, la Vida y su fuerza. En el principio era ya el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Por Él fueron hechas todas las cosas: y sin Él no se ha hecho cosa alguna de cuantas han sido hechas. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres: y esta luz resplandece en medio de las tinieblas … El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1, 1-9).
Lo «sagrado» es algo «primario», «elemental»; pertenece a la realidad básica de nuestra existencia. Tomado con seriedad es aquello ante lo cual las personas bien nacidas tienen que inclinarse de modo distinto a como lo hacen ante lo que es solamente terrenal. Experimentamos su presencia de diversos modos. En la inmensidad de los espacios, en el silencio de las noches estrelladas, en la paz de la vida retirada que describen nuestros clásicos, se eleva algo que es diferente de todo lo que se puede decir partiendo de las cosas. Es algo especial, solemne, eterno. Algo misterioso y extraño, pero determinado y familiar. Se hace presente en el ser del mundo, pero viene de otra parte que del mundo. Por eso se le ha llamado «lo Otro», frente a todo lo conocido. Es lo numinoso, lo divino.
Se hace también presente en el acontecer de la vida individual y de la Historia. Se intuye que algo está allí, diverso del mismo acontecer y por encima de él. La misma impresión puede provenir del mundo interior, al sentir la incondicionalidad del deber en conflictos morales. Se percibe algo que tiene una validez eterna. Otras veces se tiene la conciencia súbita de una presencia extraña, inexplicable, pero que toca lo más íntimo. García Morente tuvo esa sensación, que le invadió de repente y con un poder trastornador sobre su existencia. Claro que en él fue más fuerte, pues no fue sólo la presencia de lo sagrado, sino la de «el Dios personal», pronunciando el nombre de su criatura a la que ha hecho «hija».
«Todo eso es impresión de ‘otro’, de lo no terrenal, de lo sagrado, de lo numinoso: experiencia religiosa. Por lo general, se presenta en las realidades de la existencia: en personas, cosas, hechos determinados. Pero siempre de tal modo que aquello a lo que se alude es diverso de aquello en que aparece: es ajeno, incomprensible y, sin embargo, íntimamente familiar. Tiene altura, es temible, está lleno de bendición, es dichoso. Rechaza y atrae. Está apartado e inalcanzable, pero también cercano, más cercano que todo lo demás. Ninguna regla prescribe cómo tiene que ser y aparecer; pero siempre es eso mismo. A ello responde en nuestro interior algo diverso que a cualquier otra llamada. La impresión que responde se distingue de las restantes impresiones del mismo modo como su objeto se distingue de los objetos del mundo inmediato. El hombre sabe que toma parte en ello con lo más íntimo y lo más definitivo suyo. Tomando parte de un modo especial: con algo en él que es de índole análoga a lo que se manifiesta ahí. Con un anhelo que sólo encuentra cumplimiento en eso santo; ese cumplimiento que designamos con la palabra ‘salvación’. Se distingue de todos los restantes logros: los que proporcionan alimento, o la propiedad, o el prestigio social, o el amor, o el conocimiento, o la belleza. Es el único cumplimiento definitivo, el que decide el sentido último de la existencia, y que sólo puede hallarse en el valor religioso: una identidad de expresión que muestra que se trata de un fenómeno primario»2.
La experiencia de lo sagrado #
No voy a analizar la experiencia de lo sagrado a lo largo de la historia. Me interesa su evidencia. Es algo real, poderoso, esencial, lleno de valor y sentido. Su exigencia se percibe de modo inmediato; cabe resistirse a ella, pero no eliminarla. Forma con sus contenidos uno de los factores básicos de la vida. Influye en toda la existencia humana como lo demuestra la historia de las civilizaciones. La captación del misterio de lo sagrado no es algo a lo que nos abrimos, sino algo «en» lo que estamos, y sólo veremos en absoluto el mundo «en este misterio». La falta de lo religioso en la cultura es el resultado artificial de un acto humano empobrecido.
La fuerza de la experiencia de lo sagrado en el hombre va desde la energía que arrebata y transforma la vida entera hasta el hálito más fugitivo. En la mayor parte de los casos sólo tiene manifestaciones débiles. En ocasiones desaparece casi por completo. Pero otras veces se muestra con gran fuerza, y alcanza niveles altísimos en el hombre que se abre a lo religioso.
La pureza es también diversa: aparece con toda su autenticidad o mezclada con sentimientos estéticos, eróticos, subjetivos … Es que, ante la experiencia de lo sagrado, como ante todo, los hombres tenemos respuestas distintas: se la puede acoger y ejercitar y entonces crece con su propia vida y se hace fuerte y rica. El hombre percibe sus exigencias y las cumple en lo posible. La experiencia se va haciendo más pura y más seria en su exigencia moral; la vida entera queda determinada por ella.
Pero se la puede descuidar, ignorar y llegar a tener la impresión de que se la ha eliminado. Se la puede temer, obstaculizar, desviar y degradar. Se la puede entregar a la inteligencia, hacer de ella una filosofía y disolverla en el escepticismo. Se la puede usar estéticamente y dejarla resbalar a la falta de compromiso de la fantasía. ¡Cuánto se logra destruir si se pretende hacerlo!
Ciertamente, en todo contacto con lo sagrado hay una exigencia. Lo sagrado toca la conciencia y la requiere no con poder coactivo, sino con la fuerza de su sentido y su valor. Exige que se supere lo que lo contradiga, que se purifique la vida de acuerdo con ella; ilumina la moralidad de las acciones concretas y diarias; opone límites a las exigencias del ambiente y a los impulsos de las propias tendencias. Gracias a ella se siente la profundidad interior, que no se puede definir, pero en la que resuena lo ·que se debe hacer o dejar de hacer. Si el hombre no sigue la llamada, puede debilitarse y casi perder la experiencia, conservando sólo la sensación de haberse empobrecido; y se pretende silenciarla en el escepticismo o cayendo en la esclavitud de técnicas biologistas y materialistas.
Por ser lo religioso una energía vital central, elemento básico de la existencia humana –hemos dicho anteriormente–, todos los motivos, fuerzas y pensamientos reciben de ella una peculiar intensificación, tanto para el bien como para el mal. Lo sagrado puede enlazarse con el egoísmo, la violencia. la injusticia. la perversión. Esta posibilidad va unida, evidentemente, a todas las acciones vitales del hombre. No hay valor que no entre en problematicidad: deformaciones de la verdad, abusos de la ciencia, arte, política. Pero, por el punto de vista del tema elegido, yo me he querido centrar en lo que significa originariamente, sin deformaciones.
La experiencia de lo sagrado es «un encuentro» en el sentido pleno de esta palabra. En este encuentro, el hombre entero está ante y en una realidad, tanto en sentido objetivo como subjetivo: vida individual, acciones y obras, relaciones con los demás y con las cosas, conexión con hechos y acontecimientos; toda «una existencia». Por ella tienen lugar actos y procesos que se designan con los conceptos: conversión, abandono del mundo y subordinación a una guía religiosa, transformación, nuevo nacimiento. El transcurso de esta experiencia depende de la entera actitud de quien la recibe; de que la tome o la desprecie; de que se esfuerce por ella o la abandone; de que cumpla las exigencias que plantea o que las tome sólo como cosa de momento, a lo que no corresponde un significado serio que determine su vida.
Hay espíritus que revelan mediocridad en su incapacidad para percibir lo sagrado. El peligro está en la reducción, que es empobrecimiento. Lo propio de la inteligencia es distinguir; lo honrado es reconocer los órdenes de su heterogeneidad. Pascal, por tener espíritu de geometría, sabia que con ello no se agotan las realidades de la persona. Hacer del hombre una parte de la naturaleza humana es el primer error, así como diluir la historia humana en la historia natural. Cuando se ha analizado todo, queda el «no sé que», el «casi nada», que es precisamente todo. El error consiste en olvidarse que ese «casi nada» es todo.
La generalidad de los teólogos reconoce la existencia de lo que se llama .Jo sagrado «creacional» u «original», que es «la verdad del hombre como misterio de comunión con Dios en los demás». Yo lo llamo la dimensión religiosa constitutiva del hombre en cuanto que, como criatura, depende de Dios para ser. La religión es la libre ratificación de esta relación original. Esta relación penetra la totalidad de la vida humana. En este sentido cabe decir que no hay nada profano, si lo profano consiste en aislar un campo que sea ajeno a Dios. Lo dice textualmente la Gaudium et Spes: «Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y sólo puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador» (GS 19). «Pertenece a la constitución del hombre el estar en relación con Dios y reconocer esta relación; y en este sentido, lo sagrado es constitutivo del hombre»3.
Lo sagrado no es meramente dimensión interior de la vida; semejante concepción es contraria a la naturaleza humana. El conjunto de la existencia, la vida y la obra del hombre están en función de la dignidad de la persona humana. Y ¿qué es esta dignidad de la persona humana sino ‘»lo sagrado», la imagen y semejanza de Dios en él? «La actividad humana, así como procede del hombre, así también se ordena al hombre. Pues éste, en su acción, no sólo transforma las cosas y la sociedad, sino que se perfecciona a sí mismo. Aprende mucho, cultiva sus facultades, se supera y se trasciende. Tal superación, rectamente entendida, es más importante que las riquezas exteriores que puedan acumularse. El hombre vale más por lo que es que por lo que tiene. Asimismo, cuanto llevan a cabo los hombres para lograr más justicia, mayor fraternidad y un más humano planteamiento en los problemas sociales vale más que los progresos técnicos. Pues dichos progresos pueden ofrecer, como si dijéramos, el material para la promoción humana, pero por sí solos no pueden llevarla a cabo. Por tanto, ésta es la norma de la actividad humana: que, de acuerdo con los designios y voluntad divinos, sea conforme al auténtico bien del género humano y permita al hombre, como individuo y como miembro de la sociedad, cultivar y realizar íntegramente su plena vocación» (GS 35).
Lo sagrado y la revelación cristiana #
La paradoja está en admitir algo que nos rebasa, lo sagrado en el mundo y en la vida del hombre, pero no un Dios que interviene en la existencia humana. Y, sin embargo, esto es lo cristiano: admitirlo. Dios habló a Abraham, a Moisés, liberó al pueblo judío, se encarnó en el seno de María, resucitó de entre los muertos a la humanidad con que se había unido y se halla presente en medio de nosotros en la Eucaristía. La revelación cristiana no es una explicación entre otras explicaciones que el hombre ha podido dar al enigma de su existencia, a la experiencia de lo sagrado. No es la proyección de sus aspiraciones personales al amparo de una fantasía que le devuelve su imagen agrandada. Por el contrario, nos revela a nosotros mismos lo que no sabíamos que éramos. Quiénes somos, sólo lo sabremos a la luz de Aquel que nos ha dado el ser. Pascal tiene razón al decir: Fuera de Jesucristo no sabemos qué es la muerte, ni qué es la vida, ni qué es Dios, ni qué somos nosotros mismos.
La verdadera concepción bíblica del hombre, y concretamente la cristiana, no responde a la idea de dos polos opuestos. Por el contrario, hace ver al hombre en una magnífica unidad: Plugo al Padre poner en Él la plenitud de todo ser: reconciliar por Él todas las cosas consigo, restableciendo la paz entre cielo y tierra, por medio de la sangre que derramó en la cruz (Col 1, 19-20).
Si existe oposición no es en el plano de la realidad, sino en el de la deformación. No estamos divididos entre el hombre y Dios, el progreso y Dios, sino entre la glorificación de Dios, por un lado, y la idolatría del hombre, por otro: poder, dinero, ambición, soberbia, lujuria …; idolatría del hombre que todo lo corrompe y pervierte. Por eso no puede haber unidad entre la idolatría y el servicio de Dios. Hay que escoger. En la verdadera concepción cristiana sí que se logra la unidad. Podemos delimitar la concepción cristiana en tres dimensiones esenciales:
Señorío del hombre sobre el mundo #
Es evidente este señorío desde el primer capítulo del Génesis, cuando, creado el primer Adán, Dios conduce ante él a todos los animales para que les dé nombre y así expresar su dominio, y luego lo sitúa en un jardín para cultivarlo y que todo esté a su servicio. No se puede olvidar que el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios. En los primeros capítulos del Génesis se hace un inventario de las riquezas del mundo, para que, tras descubrir sus posibilidades energéticas, las ponga al servicio del desarrollo de su persona. Pasaríamos por toda la historia de Israel hasta llegar a la plenitud de la revelación en la que Dios se hace hombre y le da así el poder no ya sólo sobre el mundo, sino de llegar a ser hijos de Dios. Él mismo se constituye en Primogénito de los hombres. De su plenitud hemos participado todos y recibido gracia sobre gracia. Os he llamado amigos, no siervos, porque os he hecho saber cuantas cosas oí de mi Padre (Jn 15, 15). El cristiano no puede abandonar el mundo, tiene que reconocer que está llamado a «guardarlo y cultivarlo».
Las criaturas todas están aguardando con grande ansia la manifestación de los hijos de Dios. Porque se ven sujetas a la vanidad no de grado, sino por causa de aquel que les puso tal sujeción; con la esperanza de que serán también ellas mismas libertadas de esa servidumbre a la corrupción, para participar de la libertad y gloria de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta ahora todas las criaturas están suspirando por dicho día, y como en dolores de parto (Rm 8, 19-22). La conciencia realmente cristiana sabe que el mundo le está propuesto como tarea y deber, entregado a su responsabilidad; sabe que tiene que salvar la obra de Dios, salvarla de que el poder del hombre caiga en manos de la soberbia y la locura y destruya la vida. Tanto más cuanto que cada vez se hace más evidente en qué enorme peligro se pone el mundo por el titanismo de nuestro tiempo. La posesión del mundo, la posibilidad de configurarlo conforme a la propia voluntad, siempre se ha visto a la vez como tarea y como tentación a la soberbia; pero permanecía bajo el resguardo de ordenaciones que el hombre no era capaz de suprimir. Su actividad consistía en que trabajaba en sus ocasiones inmediatas con las fuerzas inmediatas de su ser, sin ser capaz de penetrar en sus elementos básicos. Pero eso es precisamente lo que ha ocurrido ahora. La ciencia y la técnica están en condiciones de apoderarse de la sustancia del mundo. Los efectos que pueden producir son tan grandes que en lo sucesivo es cuestión de la mismísima existencia humana.
Se ha hablado de un descuido del cristiano, pero esa palabra no basta. Debemos comprender que se trata de una culpa real. El cristiano ha abandonado el mundo por completo a sí mismo; y esto quiere decir, a su vez, al descreimiento y a su voluntad de dominio. Pero el hombre incrédulo no está en condiciones de administrar rectamente el mundo. La lógica de la evolución del poder, en lo científico-técnico y en lo político, le arrastra a una zona de peligro, donde se hace posible la caída. «Ni de la ciencia ni de la técnica mismas surgen fuerzas que sean capaces de mantener en orden su propio poder. Pero tampoco surgen de una ética autónoma del individuo, ni de una soberana sabiduría del Estado»4.
Las posibilidades realmente salvadoras residen en la conciencia del hombre, que está ligado con Dios de modo vivo. La fe o el descreimiento –he repetido en varias ocasiones– se convierten en factor decisivo de la historia. La palabra de Cristo es permanente. Sola la fe es la victoria que vence la soberbia y la injusticia. El fallo del cristiano de hoy y de siempre está en que se ha hecho «mundano», en que no ha creído y vivido la fuerza de Cristo y su Evangelio, y así se deja engañar por palabras y sistemas, hasta quedar seducido por filosofías fundadas sobre la tradición de los hombres, según los elementos del mundo, y no conforme a Jesucristo (Col, 2, 8). Y entonces el cristiano no sirve para nada, como la sal cuando no da sabor y la luz cuando no da luz.
Si el cristiano hace indeterminados los conceptos procedentes de la Revelación: Dios, creación, pecado, Redención, Salvación, ¿qué se espera? En vez de la auténtica Redención, señala como objetivo el mejoramiento progresivo de las situaciones culturales; en vez de la gracia, la experiencia subjetiva; en vez de la Resurrección y la vida eterna, una situación terrena ideal. Y entonces es cuando se produce el dualismo. El hombre, en la medida en que es cristiano, transforma el mundo. Vosotros sois la sal de la tierra …, vosotros sois la luz del mundo (Mt 5, 13-14).
La segunda dimensión de la concepción cristiana del hombre es su comunicación con los demás #
No es bueno que el hombre esté solo, dice el capítulo 2 del Génesis. El hombre no está hecho para la soledad, sino para compartir con otros lo que tiene. El amor humano aparece como la expresión eminente de esa realidad, pero sólo una expresión eminente. El conjunto de las relaciones humanas constituye el conjunto de expresiones de esa naturaleza fundamentalmente comunitaria del hombre. En el Nuevo Testamento es evidente que Cristo lo quiere como específico de su Iglesia. Instaura y establece la revelación de una nueva vida: la comunión de todos los hombres en Él como hijos del mismo Padre y herederos de la misma herencia. El Concilio Vaticano II, según afirma, se limita a recordar estas verdades fundamentales y exponer sus fundamentos a la luz de la Revelación:
«Dios, que cuida de todos con paterna solicitud, ha querido que los hombres constituyan una sola familia y se traten entre sí con espíritu de hermanos. Todos han sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien hizo de uno todo el linaje humano para poblar toda la haz de la tierra (Act 17, 26 ), y todos son llamados a un solo e idéntico fin, esto es, Dios mismo. Por lo cual el amor de Dios y del prójimo es el primero y mayor mandamiento. La Sagrada Escritura nos enseña que el amor de Dios no puede separarse del amor del prójimo: –cualquier otro precepto en esta sentencia se resume: Amarás al prójimo como a ti mismo… El amor es el cumplimiento de la ley (Rm 13, 9-10; cf. 1Jn 4, 20). Esta doctrina posee hoy extraordinaria importancia a causa de dos hechos: la creciente interdependencia mutua de los hombres y la unificación asimismo creciente del mundo. Más aún, el Señor, cuando ruega al Padre que todos sean uno, como nosotros también somos uno (Jn 17, 21-22), abriendo perspectivas cerradas a la razón humana, sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (GS 24).
Hay un núcleo de realidad en la relación de las personas que fundamenta la fidelidad y produce vida de comunidad: cuando los hombres saben que en cada ser humano hay un destino eterno que le está confiado. No tiene sentido exigir libertad «de», si antes no se ve y quiere la libertad «para» los grandes valores de la existencia personal. Lo sagrado pone de manifiesto que todo derecho descansa sobre un valor que lo fundamenta y protege. Si el valor no se percibe, pierde credibilidad toda exigencia de libertad. La revelación del valor infinito de la persona humana tiene su origen y sólo adquiere la plenitud de su sentido en la revelación que se nos hace en el Evangelio del amor de Dios a todos los hombres. «La civilización cristiana no es una civilización entre otras. Es la única civilización construida sobre los derechos de la persona humana, derechos que derivan de la fe en la inmortalidad del alma del hombre», dice el historiador inglés Douglas Jerrold5.
La tercera dimensión es la adoración #
El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Es decir, tiene dominio y señorío sobre el mundo, está en comunión y comunicación con sus semejantes, pero tiene que reconocer importancia a lo que la tiene: la santidad de Dios, la majestad de Dios, la grandeza de las obras de Dios. La aptitud para adorar es la característica de la generosidad del alma. Rechazar la adoración a Dios es destruirse el hombre a sí mismo.
En la adoración se nos revela el misterio de Dios, de la vida y de la muerte. En ella se ve cómo el trabajo no es sólo la lucha por la vida, sino la forma como va creciendo día a día, a través de toda actividad y esfuerzo, el hombre conformado según Cristo. Todos los elementos de la existencia, cosas, acciones, relaciones, ordenaciones, obtienen su pleno sentido solamente cuando alcanzan la dimensión de lo religioso, más allá de su contenido inmediato.
Existe un falso laicismo, una ruptura radical entre las actitudes humanas de un lado y Dios de otro, que es a la vez destructora de la religión y del hombre. Y, al contrario, el hallar ese lugar fundamental de lo religioso en el corazón mismo de las actividades humanas es algo esencial en nuestro momento. Es vital que los cristianos no prediquen humanismos equívocos, que son otras tantas complicidades con la idolatría de este tiempo. Es necesario recordar que sólo Dios es Dios y que todo lo que se construye al margen de Dios está abocado a la destrucción. Las obras del orgullo humano acaban por autodestruirse. Hacer presente a Dios en un mundo que se desarraiga y va a la deriva sin norte, sin brújula, es una manera necesaria de servir a la humanidad, que necesita urgentemente de esta asistencia. No estamos divididos, repito. entre hombre, progreso y cultura, por un lado, y Dios, por otro, sino entre reconocimiento y glorificación de Dios y las idolatrías del hombre: poder, dinero, sexo, ambición.
Una sociedad que pierde el sentido de lo sagrado va a la deriva #
La sociedad que pierde el sentido de lo sagrado va a la deriva y mata lo mejor del hombre en su vida humana personal, familiar y sociopolítica.
En su vida humana personal #
El empobrecimiento del sentido de lo sagrado perjudica la relación con el mundo, con otras persona s y con la vida propia. En esta debilitación se ve un menguar progresivo del sentido de la vida que tiene consecuencias en todos los campos. Todo se hace menos importante; las raíces se aflojan, se superficializa el proceso vital; las ordenaciones, normas e imperativos éticos disminuyen en capacidad para obligar a la conciencia. La ética humana se convierte en un cierto modus vivendi exteriorista, circunstancial, sin fuerza ni valor. Se origina una situación arbitraria, en la que cada uno se plantea los objetivos convenientes a sus egoísmos e intereses y todos se ven en condiciones de poner los medios para lograrlos. La personalidad individual pierde importancia y queda a disposición de las condiciones técnico-económicas, de los intereses de unos y otros, y de los poderes sociales, políticos y estatales. Al desaparecer el elemento religioso, se debilita cada vez más la obligación interior. Se impone entonces la mera ambición o se sucumbe a las estructuras del Estado o los partidos, sin ninguna instancia profunda y radical en la que poder apoyar su dignidad personal y sin tener nada a lo que apelar. El hombre se convierte en un ser sin raíz ni fundamentación, sin arraigo para su dignidad, que se desvía hacia un camino en el que se hunde y destroza lo más personal y propio de su «yoidad». A la imagen de la exaltación, de la revolución, de la euforia, del futuro glorioso de la liberación, sucede la de la violencia, el terrorismo, la inestabilidad, la de que las cosas no van de acuerdo y todo tiende a una catástrofe.
«En realidad, de verdad, los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano. Son muchos los elementos que se combaten en el propio interior del hombre. A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior. Atraído por muchas solicitaciones, tiene que elegir y que renunciar. Más aún, como enfermo y pecador no raramente hace lo que no quiere y deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad. Son muchísimos los que, tarados en su vida por el materialismo práctico, no quieren saber nada de la clara percepción de este dramático estado, o bien, oprimidos por la miseria, no tienen tiempo para ponerse a considerarlo. Muchos piensan hallar su descanso en una interpretación de la realidad propuesta de múltiple s maneras. Otros esperan del solo esfuerzo humano la verdadera y plena liberación de la humanidad y abrigan el convencimiento de que el futuro reino del hombre sobre la tierra saciará plenamente todos sus deseos. Y no faltan, por otra parte, quienes desesperando de poder dar a la vida un sentido exacto, alaban la insolencia de quienes piensan que la existencia carece de toda significación propia y se esfuerzan por darle un sentido puramente subjetivo. Sin embargo, ante la actual evolución del mundo, son cada día más numerosos los que se plantean o los que acometen con nueva penetración las cuestiones más fundamentales: ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte, que, a pesar de tantos progresos hechos, subsiste todavía? ¿Qué valor tienen las victorias logradas a tan caro precio? ¿Qué puede dar el hombre a la sociedad? ¿Qué puede esperar de ella? ¿Qué hay después de esta vida temporal?» (GS 10).
Hay una autenticidad definitiva que está detrás de todo: cosas, acontecimientos concretos de la vida, palabras, pensamientos. El rostro del hombre es alma que se hace visible, espíritu que se hace observable. «Algo» hay de donde todo surge, en lo que todo tiene sentido y a lo que todo apunta. Dañar esto es un crimen que pone en peligro lo más valioso de la vida. Cuando desaparece lo sagrado en el hombre, se corrompe una parte de su ser y se convierte en un hombre incompleto.
Por el contrario, lo sagrado hace al hombre capaz de establecer posiciones sólidas y hacerlas prevalecer; le capacita para formar auténticos juicios de valor sobre las posibilidades, hechos y cosas; sobre la dignidad de la inteligencia, libertad, familia, convivencia humana, lo verdadero, lo justo, el respeto a la vida y a la ancianidad; le exige una disciplina sobre sí mismo, pone medida al desenfreno, rompe la dictadura de la ambición y afán de ganancia. Todo ello por la exigencia incondicional de lo sagrado, que es capaz de sentir en su interior y que se traduce en amor y respeto a la misma vida y a la dignidad intangible del hombre.
El hecho de que todos los procesos y ordenamientos se consideren desde el punto de vista material y de utilidad inmediata, sin ver más allá, constituye una de las causas más profundas de toda la intranquilizadora crisis de los valores de la existencia que estamos viviendo. Todo puede arrancarse y ponerse en juego. La alegría de la liberación de lo sagrado se revela como una ironía trágica. Lo que parecería llevar a la libertad, a la salida de alienaciones y oscurantismos, obnubila la sustancia de la vida, extravía las fuerzas ordenadoras, desvanece la evidencia inmediata de su sentido, hace al hombre incapaz de subsistir en sí mismo y configurar su existencia desde dentro, y le pone a merced de todo. Sólo nos volvemos extraños a nosotros mismos cuando nos hacemos extraños a Dios. Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios invisible, Primogénito de toda criatura, se esclarece el misterio de la dignidad sagrada del hombre. Como de hecho nuestra existencia personal tiene su raíz en Dios, nuestra interioridad brota de Él. «Alguien hay en mí que es más que yo mismo», decía San Agustín en esas explicaciones suyas incomparables de la vuelta hacia su interior: entra en ti mismo, en el hombre interior habita la verdad. Sólo somos nosotros mismos cuando nos encontramos con Dios. Sin El no se hace· cosa buena alguna de cuantas han sido hechas.
En su vida familiar #
El desorden que produce la ausencia de lo sagrado penetra en la vida inmediata, en la relación entre hombre y mujer. Los hizo hombre y mujer (Gn 1, 27). La división del género humano en los dos sexos no es algo sobreañadido, sino que forma parte del plan básico, según el cual está hecho el hombre. Toda concepción del hombre que considere la sexualidad como algo bajo o malo, o simplemente inesencial, deforma el sentido de la Revelación. Esto queda manifiesto hasta en los momentos en que Cristo habla de la consagración a Dios de todo lo que es la persona humana: son los que se castran por el reino de los cielos, los que se hacen eunucos por su amor.
El instinto está determinado por la persona. Su impulso es respetuoso; su fuerza, buena. El hombre y la mujer se han de ayudar en todo lo que significa vida y obra: en la producción de nueva vida, en su cuidado, defensa y educación; en el despliegue de la propia personalidad; en la construcción del hogar, de ese pequeño mundo que hace posible que el hombre no se pierda en el mundo grande; en la relación con las cosas, etc. En todo han de servirse de ayuda mutua el hombre y la mujer. Esta ayuda sólo es posible sobre la base del respeto de uno a otro en libertad y con honor. Esto presupone que ambos están en la lealtad de la obediencia respecto de Aquel que los dignifica y eleva.
Pero los hombres han arrancado lo sagrado en esta relación mutua entre los sexos tal como hoy la conocemos. Se está rehusando el ordenamiento de la vida según Dios. A dónde se va a parar por ese camino que el hombre quiere recorrer solo, sin Dios, ya lo podemos sospechar, aunque aún no hemos acabado de ver todas sus consecuencias. ¿Alcanza el hombre la libertad de su existencia cuando lo social, lo económico, el Estado, le convierten en una rueda de su mecanismo? ¿Cuándo se convierte en un esclavo y víctima de sus desviaciones? ¿Cuándo siente roída y pervertida su vida en las fuentes mismas de la vida y de los instintos? ¿Se hace libre la mujer con lo que llama libertad de su sexo, con tener ella el derecho de matar la vida que lleva en gestación? ¿Qué hay sagrado en la vida si ya no es sagrado el amor de un hombre y una mujer, el amor de los padres a sus hijos, el derecho a vivir de un ser todavía no nacido, pero que ya vive? ¿A titulo de qué se pueden invocar leyes y normas? ¿De qué derechos humanos se puede hablar y en qué se fundamentan? ¿Qué es lo justo? ¿Qué puede esperarse de unos hombres que ponen al servicio de la destrucción, de la perversión, lo que tenían que poner al servicio de la vida y de la dignidad humana? ¿Por qué se destruye por la misma madre la vida de un ser humano? Ya no hay ningún límite, y no lo hay porque se arranca lo sagrado de la vida. No hace falta matar para que se pueda vivir; hace falta actuar y sacrificarse.
Se ha perdido el deseo de comunidad, de fidelidad, de vinculación familiar, de configuración viva de la casa en la vida de familia. No tiene sentido recabar libertades, ni hablar siquiera de ellas si antes el hombre y la mujer no están preparados para esa libertad, para ser fieles a la comunidad de matrimonio y casa. Al defender la fidelidad de todo lo que comporta la vida familiar, la Iglesia defiende lo humano contra lo que tiende a destruirlo. Toda la vida humana es una vida sometida a prueba; pero, en esta prueba de la fidelidad, la realidad de nuestra vida pasa de zonas superficiales de la sensibilidad a las regiones profundas del corazón. Un amor humano que ha sabido triunfar de la inevitable saciedad de ciertas horas, de esa necesidad de cambio característica de nuestro ser superficial, se hace más profundo y más fuerte. El tiempo sólo gasta las cosas de la carne; hace más profunda las del espíritu.
La desvalorización del sexo, la perversión de las fuentes de la vida, la destrucción de la familia es la traición a la «ayuda» que tienen que darse el hombre y la mujer. Tanto uno como otra pueden creer que saben mucha física, psicología y sociología, pero les quedan ocultas la realidad y las ordenaciones, según las cuales su ser humano y su propia sexualidad están a salvo, se dignifican y engrandecen. Están solos el hombre y la mujer que rompen el sentido hondo de su amor, que es imagen y semejanza de Dios; y los que están estrechamente unidos pueden quedar tan solitarios uno con otro como si fueran desconocidos. La perversión y desviación del deseo sexual, tal como ya aparece en nuestro momento, da lugar a un resentimiento y secreto rencor. Cada uno siente una dependencia que le esclaviza y revuelve contra el otro. Arrancado el deseo de la fuente que le da señorío y dignidad, se manifiesta claramente la devastación que produce. Todo es posible cuando el hombre y la mujer ya no quieren ser compañeros mutuos desde la peculiaridad de su ser, que les hace a imagen y semejanza de Dios, y les capacita para formar la familia, piedra angular de la sociedad. Hay aquí un enfrentamiento fundamental, la dualidad a la que aludía antes: o se acepta que la sexualidad se ha convertido en un mero producto de la sociedad de consumo, o se piensa que el amor humano es siempre un encuentro entre el hombre y Dios, uno de los puntos esenciales de inserción de lo sagrado en la existencia humana.
El matrimonio y la familia, con los problemas que plantea, están situados en el centro de la visión de la Iglesia que nos da el Concilio Vaticano II: «En esta tarea –la misión de los laicos– resalta el gran valor de aquel estado de vida santificado por un especial sacramento, a saber: la vida matrimonial y familiar. En ella, el apostolado de los laicos halla una ocasión de ejercicio y una escuela preclara, si la religión cristiana penetra toda la organización de la vida y la transforma cada día más. Aquí los cónyuges tienen su propia vocación: el ser mutuamente y para sus hijos testigos de la fe y del amor de Cristo. La familia cristiana proclama en voz muy alta tanto las presentes virtudes del reino de Dios como la esperanza de la vida bienaventurada. De tal manera, con su ejemplo y testimonio arguye al mundo de pecado e ilumina a los que buscan la verdad» (LG 35).
Realmente son una huella visible de la presencia de Dios los hogares cristianos en los que hay verdadero amor e irradian la alegría que brota de la presencia de Cristo en el centro mismo de la familia. Cuando la Iglesia proclama incansablemente la dignidad y santidad del amor humano en un mundo que con tanta frecuencia lo profana, la Iglesia está respondiendo a las aspiraciones profundas del corazón humano. El Concilio afirma taxativamente que un hogar cristiano arguye al mundo de pecado; ese hogar pone de manifiesto dónde está la verdad y dónde el error; dónde la felicidad y dónde la desdicha; dónde la verdadera vida y dónde la caricatura de la vida. La misión de los hogares cristianos es constituir ambientes en los que se haga sensible la presencia de Cristo en las realidades humanas. Un hogar cristiano, con su ejemplo y testimonio, ilumina realmente a los que buscan la verdad. Sin lo sagrado se disuelve la familia, se debilita el matrimonio y se mueren las relaciones entre padres e hijos.
En su vida sociopolítica #
Es una interpretación errónea muy propia del funcionalismo moderno la tesis de que lo sagrado se explica por la necesidad de una sanción última para la ordenación de la familia, del derecho, del Estado. Y esta sanción se requiere sólo en tanto que el hombre no haya llegado a la conciencia plena de su ser y el conocimiento del hecho de que esta sanción reside en la misma obligatoriedad de las ordenaciones sin recurrir a la trascendencia. Cuando esto ocurre desaparece «lo religioso», lo sagrado.
Y entonces el hombre sucumbe a las ordenaciones arbitrarias que impongan un Estado, una filosofía, un programa utilitario, un partido político, unas circunstancias. Es un error de visión y de interpretación el afirmar que el presunto sentido espiritual de un proceso no es otra cosa que su estructura misma, esto es, su función.
«Pero si hoy resulta sencillamente decisiva para la vida alguna opinión, es la que han defendido Edmund Husserl y Max Scheler: que la esencia espiritual de un proceso es algo diverso del mecanismo de su realización. El sentido existencial de una relación amorosa nunca se identifica con los procesos fisiológicos o psicológicos en que se hace presente. La verdad que resplandece en los pensamientos humanos nunca se identifica con las estructuras cerebrales en que descansa su realización. La plenitud de entidad de una obra de arte nunca se identifica con los procesos psicofísicos de su producción. La dignidad del Estado nunca se identifica con las exigencias de su estructura y vida. Y asimismo la experiencia religiosa, con la realidad numinosa que en ella se observa, nunca se identifica con el efecto por el cual garantiza las ordenaciones de la vida antes mencionadas. Más bien, todo depende de darse cuenta de que el sentido de lo religioso, la realidad de lo numinoso –digámoslo con palabras más claras: la realidad y altura de Dios– es algo diverso de todos los efectos que pueda ejercer en el conjunto de la vida humana: más aún, que sólo puede ejercerlos porque es algo diverso»6.
La sociedad humana, ante la ausencia de lo sagrado, presenta una situación de creciente arbitrariedad. Pierde el reposo, la hondura y claridad que da a su marcha su inserción en lo sagrado. Se pulveriza porque se destruye la esfera de lo privado, de lo íntimo y personal. No se puede alcanzar con la mirada todo lo que se arruinaría sin lo sagrado. Digo que no se puede abarcar todo lo que se arrasaría, porque siempre, de hecho, ha estado actuando en la historia de la humanidad la presencia de lo sagrado, como un faro permanente que vuelve a orientar al barco que se ha perdido o a los náufragos que se han salvado. Y como cristianos sabemos que la presencia de Cristo, alfa y omega de toda la creación, durará hasta la consumación de los siglos. Esta es raíz sólida de mi esperanza y optimismo.
El conjunto de la existencia, la vida y la obra del hombre sólo pueden ser vistos desde su sentido pleno. Cuando no es así, las potencias de las culturas y civilizaciones se quedan como sin dueño, sin capacidad de arraigo. Gracias a una ciencia elaborada por el hombre, que penetra cada vez más profundamente en la realidad, y a una técnica cada día más poderosa, el poder del hombre de disponer sobre lo que existe va en aumento. Esto tendría que significar seguridad, paz, bienestar, progreso, cordialidad en las relaciones humanas. Está mejor protegido, tiene que trabajar menos, su nivel de vida se eleva, adquiere nuevas posibilidades de desarrollo de tipo personal y laboral, puede liberarse de actividades más bajas en beneficio de otras más altas, etcétera. Es una conquista el que las tensiones sociales sean más fácilmente conocidas y superadas, el que las distancias se recorran en seguida, el que estemos informados. Nadie duda de la importancia de las conquistas médicas. Las ventajas que ofrecen sistemas de seguros bien estudiados son evidentes. Pero la realidad es que todos esos conocimientos, esos trabajos y creaciones que tendrían que suponer el señorío del mundo, a imagen y semejanza de Dios, ver que todo lo hecho es bueno (Gn 1) –frase que se repite constantemente en el primer relato de la creación–, la realidad es que llevan consigo un peligro que amenaza zonas cada vez más profundas: violencias físicas y psicológicas, violación de los derechos humanos, que, por otra parte, tanto se invocan; guerras nucleares, preparación de guerras biológicas, conflictos sociopolíticos en todas las partes del mundo; la lista sería interminable.
Poder dominar es el destino esencial que se le ha dado al hombre al ser creado. Tener derecho a dominar es una concesión divina. Deber dominar, una misión. Pero es que vivir significa, en último término, sentir, pensar y actuar desde la realidad de lo numinoso, desde la imagen del hombre que se sabe a la luz de Aquel que le ha dado el ser. El crecimiento auténtico de las posibilidades de la sociedad guarda relación exacta con la conciencia de responsabilidad humana. Sin esa presencia de lo religioso, lo que aún subsiste de orden espiritual, de respeto al hombre, de fuerza de carácter y seguridad de corazón sería aniquilado. Violencia y astucia serían –y de hecho son– las fuerzas dominadoras. Hoy no podemos decir «que no se puede aplastar el espíritu», «que la verdad siempre se impone», «que al final siempre triunfa lo auténtico». El poder sobre el hombre mismo es cada vez mayor: se puede influir en su cuerpo y en su espíritu. Lo tremendo es: ¿en qué dirección? Cuanto mayor es el poder y se olvida lo sagrado, mayor es la tentación de ir por el camino fácil: el de la violencia. Se excluye la dignidad de la persona, la existencialidad de la verdad, de «lo bueno» incondicionalmente. Se originan unas fuerzas que «cogen» al hombre, lo insertan en la economía, en la política al servicio de los partidos, en la utilidad; lo ponen en un determinado lugar y lo dirigen de antemano a fines establecidos. Y esto no sólo físicamente, sino también psíquicamente, e incluso espiritualmente desde el momento en que la dialéctica y la técnica de la discusión, la presentación de la historia y de la vida, la manera de ver la existencia, tienden a unos fines determinados y no al respeto a la verdad. Desaparece lo verdaderamente espiritual: la capacidad de enfrentarse con las realidades válidas para contemplarlas y juzgarlas.
En la medida en que desaparecen los lazos que atan a la norma moral consecuencia de «lo religioso», «lo divino», que es lo Bueno, lo Verdadero, lo Justo, el Amor, la Vida; en una palabra: Dios, se confunde con la fuerza, con la violencia; la iniciativa con la gloria personal; el mando con la esclavización; la objetividad con la ventaja propia; el resultado auténtico, que tiende hacia la totalidad y lo durable, con el mero éxito.
«Debemos volver a plantear seriamente el problema del punto de convergencia último de nuestra existencia, es decir, el problema de Dios. El hombre no está constituido de tal manera que esté acabado en sí mismo y, además, pueda entrar o no en relación con Dios, según sus ideas o sus gustos. Por el contrario, su esencia consiste decisivamente en su relación con Dios. El hombre sólo existe en cuanto referido a Dios; y por ello su carácter se define según la manera como entiende esta relación, la seriedad con que la tome y lo que haga de ella. Esto es así, y ni los filósofos, ni los políticos, ni los poetas, ni los psicólogos pueden cambiar nada aquí»7.
La presencia de lo sagrado: origen y cumbre de la civilización realmente humana #
Lo que han de surgir son formas, ordenaciones, técnica, arte, ciencias, obras en las que se exprese con toda su grandeza este cumplimiento de la misión que Dios puso en la esencia del hombre: señorío. Obras concretas de cultura y civilización dadas a la luz con responsabilidad y amor. La presencia de lo sagrado es origen y cumbre de la civilización realmente humana, porque es artífice de ella un hombre que sabe mandar y obedecer. Y esto sólo es posible cuando se reconoce la grandeza absoluta y los valores absolutos. Lo cual implica reconocer a Dios como norma viviente y punto de relación de la existencia. Sólo se puede mandar justamente si se parte de Dios; y sólo se puede obedecer bien si la obediencia se refiere a El. Estos son los hombres que importan para forjar las civilizaciones y para las decisiones: hombres que sean capaces de formarse una auténtica interioridad y con sentido y vida ascéticos. Jamás se ha conseguido nada grande sin una seria reflexión que penetre hasta la esencia de las cosas; y sin la ascética del dominio de sí mismo, por la que el hombre no capitula, sino que lucha para que la vida y todo lo que ella implica se mantenga en el honor que le pertenece y se haga fecunda.
Una civilización no puede arrancar con fuerza, ni conseguir altas cumbres con sólo el progreso material. Ni siquiera se puede lograr una sociedad humana fraterna. Es esencial la presencia de la dimensión de la trascendencia, fuera de la cual no hay humanismo posible. Una sociedad en la que no está presente la lumbre de lo sagrado es inhumana.
«Nada resultaría tan falso como separar la esfera religiosa de la esfera de las realidades materiales. El mundo material no tiene su principio, sino en la acción de las Personas divinas, y, de otro lado, está todo él llamado a ser reasumido y transfigurado por las Personas divinas. Pues bien, éste es hoy uno de los puntos más importantes desde el punto de vista de la actual visión del mundo. Una de las grandes tentaciones del hombre moderno es la desacralización del cosmos. Se tiende a concebir el mundo de la naturaleza, que es en el que se desenvuelve la ciencia, como extraño a una finalidad religiosa. Se disocia, de algún modo, una finalidad religiosa, que sería puramente personal, de una finalidad cósmica, que sería profana y material, como si la religión fuera un asunto privado, como si el problema religioso fuera un problema individual y no el problema de la significación misma de la totalidad del universo, y por ello también el de su misma realidad material. Este enraizamiento originario de la creación en la Trinidad es el punto de partida que no hay que olvidar jamás; un punto al que siempre es preciso volver primaria y originariamente. El hecho de que se adviertan distinciones evidentes, esferas de acción diferentes; que el hecho de abordar el universo desde un punto de vista científico o desde un punto de vista contemplativo emanen de dos encuadres diferentes, no dice sino que se trata de dos puntos de vista proyectados sobre un único universo. Sobre el mismo universo en que se desenvuelve la ciencia y que constituye el espejo a través del cual se nos manifiesta la Trinidad»8.
Como la Santa Teresa de Claudel, los hombres encerrados en las cosas gritan consciente o inconscientemente: una ventana, una ventana para salir de la eterna vanidad. No es que sea necesario rebajar al hombre para engrandecer a Dios, sino que, por el contrario, cuanto mayor grandeza alcanza el hombre más visible se hace la grandeza de Dios. A medida que el hombre y su obra, su dignidad y posibilidad de grandeza se nos revelen más grandes, mejor comprenderemos la superioridad de Aquel a quien debe su ser. Esto sana el corazón, la inteligencia y la obra del hombre. Así se alcanza la verdad. La religión brota de nuevo del fondo mismo de las actividades humanas como una dimensión de la misma existencia humana; brota en el pensamiento científico, en la medida que éste, a través de la lectura del cosmos, siente la necesidad de ir más allá de sí mismo; brota en el interior de la civilización en la medida en que la presencia de Dios aparece como más necesaria que la vida económica y el desarrollo científico.
Ciertamente la total compenetración de la ciudad terrena y la ciudad eterna sólo puede percibirse por la fe. Ahí está la importancia de la tarea del cristiano en el mundo actual; permitidme que os lo diga precisamente a vosotros, nuestros hombres de ciencia y sabiduría. El drama de hoy consiste en la dimisión de los que han de responder a la sed que tiene el mundo, que en realidad es sed de Dios. Nunca jamás se exaltará al hombre si se desprecia a Dios. La convicción entusiasta de que cumplir la voluntad de Dios es cooperar al verdadero progreso tiene que unir fuertemente a los cristianos. He descendido del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado (Jn 6, 30). Santifícalos en la verdad. La palabra tuya es la verdad. Así como Tú me has enviado al mundo, así yo los he enviado también a ellos al mundo (Jn 17, 17-18).
Reflexión sobre España #
Aplicando ahora estas reflexiones al momento que estamos viviendo en España, considero obligado decir que la pérdida del sentido de lo sagrado –en su acepción más noble y profunda– es un drama de consecuencias gravísimas. Con la particularidad de que esa pérdida se produce no sólo como consecuencia de la agresión continua del materialismo, fenómeno de alcance universal, sino de la teoría de confusiones en la que estamos sumidos. Se confunde al clero con la Iglesia, a la Iglesia con Cristo, a Cristo con el humanismo. El resultado es que Cristo queda reducido a un promotor de mera humanidad, los fallos de la Iglesia se endosan el mensaje revelado, las faltas del clero a la Iglesia.
Al amparo de las nuevas situaciones políticas, y como exigencia anticipada de las que están por venir, según los proyectos de muchos, gran parte del pueblo español va quedando como narcotizado por la preocupación de lo terrestre inmediato; por las llamadas a tomar decisiones que van a transformar –se dice– las normas de la vida; por las invocaciones a la libertad, degradada cada día por la desenvoltura más soez, el insulto y la ignominia. La libertad, convertida en un fin por sí misma, es lo más apto para embrutecer a quien la adora.
Podrían discutirse, y corregirse en la medida en que sea conveniente, con observaciones objetivas, no mediante sarcasmos ni caricaturas, hechos históricos como, por ejemplo: excesiva influencia del clero en determinadas épocas, intransigencia cultural en nombre de la manera de entender la fe más que de la misma fe, mezcla indebida de lo religioso y lo político, etcétera.
Nunca la Iglesia ha estado mejor dispuesta, gracias a la revisión que de sí misma ha hecho en el Concilio último, a reconocer sus excesos o sus limitaciones. Ayudar a que esto se haga sería una muestra de civilización y de cordura social.
Pero no es esto lo que se propugna. En el horizonte de la vida española va apareciendo, con perfiles cada vez más gruesos y oscuros, la burla de la Religión, la más sucia y detestable pornografía, los movimientos feministas de liberación de la mujer con manifestaciones aberrantes, las ideologías marxistas que quieren corregir los vicios del capitalismo, alimentando otros más graves y nocivos.
Cuatro docenas de escritores de periódicos y revistas, que deshonran a la clase periodística, y a los que hacen coro otros acólitos, pontifican cada día desde sus tribunas sobre todo lo divino y lo humano, sobre religión, trabajo, sexo, libertad, relaciones sociales, derechos sin obligaciones, etcétera.
Lo peor no es que disminuyan las manifestaciones de vida religiosa en la familia y en la sociedad, aunque también tiene su importancia; lo más grave es que se presente como una conquista de la libertad y del progreso el desolador vicio interior a que llega el espíritu del hombre cuando ya no capta la onda de lo sagrado en la existencia, en el amor, en la unión conyugal, en el trabajo, en la enfermedad, en la muerte, en el destino último.
Con todos los defectos que se quieran señalar, estos valores formaban parte del patrimonio común de la cultura española, y daban sentido a la vida, y mantenían los hilos de la relación con Dios. Como hombre religioso, y simplemente como amante de la civilización y del progreso, me duele que se pierda. Pero todavía me hace sufrir más que se pierdan por frivolidad, por estulticia, por afán de imitación o por complejo de cobardía y temor de proclamarlos.
Conclusión #
Y nada más, señoras y señores. Gracias por la singular y amable atención con que me habéis escuchado, y por la ocasión que me habéis brindado para poder por mi parte ofreceros estas reflexiones. Mi más sincero deseo es· que os hayan sido útiles, a fin de lograr una mayor profundización en la verdad que profesáis; y que lleven, ojalá a muchos, alguna luz que les oriente y guíe en medio de los confusionismos que por todas partes y continuamente nos abordan.
1 X. Zubiri, Naturaleza, historia y Dios, Madrid 1955, 320.
2 R. Guardini, Religión y revelación, Madrid 1964, 34-35.
3 Jean Daniélou, ¿Desacralización o evangelización?, Bilbao 1965, 73-74.
4 R. Guardini, La preocupación por el hombre, Madrid 1965, 104-105.
5 Citado por Allen Zatet, Cultura e revelazione, p. 110.
6 R. Guardini, Religión y revelación, Madrid 1964, 60-61.
7 R. Guardini, El poder, Madrid 1963, 148.
8 Jean Daniélou, La Trinidad y el misterio de la existencia, Madrid 1969, 16-17.