Comentario a las lecturas del XVII domingo del Tiempo Ordinario. ABC, 27 de julio de 1996.
Siguen las parábolas sobre el Reino de los cielos, es decir, sobre la vida cristiana. Ese Reino, del que tan insistentemente habla el Señor, se parece a un tesoro escondido, a un comerciante en perlas finas, a una red, que capta toda clase de peces para después escoger y quedarse con los buenos y tirar fuera los malos.
Nuestra actitud ha de ser, ante el Reino de Dios, seguir a Cristo sin condiciones, vender todo para comprar el campo donde sabemos que está escondido el tesoro o la perla preciosa, vivir en lo posible las bienaventuranzas, extender el bien, perdonar, amar, ayudar a todos, seguirle a Él, dar gloria a nuestro Padre que está en los cielos, vivir desprendidos de los bienes terrenales, mantener un corazón puro y limpio, luchar con denuedo para que las ambiciones terrestres no nos dominen. El Maestro atrae con estas parábolas la atención de los discípulos a lo esencial, a lo que de verdad merece la pena; y quiere que en función de ello vivan libres y no sometidos a la esclavitud de las pasiones. El Reino de Dios es el don por excelencia, el tesoro, la perla, la red en que se entra, pero exige una disposición de alma. Darlo todo para conseguirlo.
Los bienes de este mundo son para poder crear otros y distribuirlos mejor en la vida social y personal de los hombres. Nuestras manos y nuestro entendimiento deben seguir siendo capaces de fabricar los mejores aviones para viajar por los aires y los mejores microscopios para analizar; pero el corazón, es decir, el alma, el ser del hombre ha de permanecer limpio para adorar a Dios, incluso aún cuando perdamos las manos en un accidente doloroso. Dios me lo dio. Dios me lo quitó, hemos de saber exclamar como el santo Job.
El tesoro, la perla, la red, ponen de relieve la grandeza de lo que está en juego: el sentido de nuestra vida y nuestro destino. El labrador, el comerciante, se sienten movidos a venderlo todo, pero es para comprar algo de valor inmensamente superior. La red del Reino de los cielos se lanza por los mares de la vida para recoger a todos los hombres sin excepción, pero hay quienes huyen y no quieren entrar. De ahí viene el fracaso de tantos. Es muy torpe no escuchar la voz del Maestro y dejarse seducir por otros pregoneros o entrar en otras redes, que nos asfixian.
Cuando uno se entrega a Cristo –no se trata, ya hemos dicho de huir del mundo– no se pierde nada, se encuentra todo. El desprendimiento es sólo el primer paso; la alegría y la plenitud de la nueva posesión vienen después. Los santos no dan importancia a lo que dejan. La fuerza del amor, como dice santa Teresa, allana cosas, que parecen imposibles. Hay que elegir entre el placer engañoso de los débiles y la esperanza de los fuertes. La salvación o la condenación son un problema de responsabilidad personal.
Hoy hay muchos hombres y mujeres, que confunden el bienestar con el vicio. Mal camino. En la primera lectura se nos ofrece la figura de Salomón, que al ofrecimiento de Dios de darle lo que desee para gobernar bien, pidió únicamente el don de discernir entre el bien y el mal. Poder conocer y practicar el bien quería que fuese su perla preciosa.