Homilía pronunciada en la Catedral Primada, Toledo, el 23 de enero de 1978. Texto publicado en el Boletín Oficial del Arzobispado de Toledo, febrero de 1978.
Celebramos con gozo la solemnidad del gran San Ildefonso, uno de los más egregios Padres de la Iglesia toledana.
Me complace ver cómo aumenta la concurrencia de fieles a esta festividad que antaño no contaba con tanta participación, por aquella costumbre que tienen los toledanos de celebrar hoy esta fiesta, pero desplazándose a Madrid. Y los que aquí se quedaban, tampoco sentían demasiado el estímulo de venir a ofrecer el homenaje de su piedad a este Santo insigne, no sólo de Toledo, sino de la Iglesia universal. Va aumentando, poco a poco, el culto a su santidad; y cada año lograremos, si Dios quiere, una mayor y más fervorosa asistencia, porque San Ildefonso merece el tributo de nuestro recuerdo y nuestros homenajes de una manera especialísima. A mí, además, como obispo de la diócesis, me resulta particularmente emotivo el celebrar la fiesta de San Ildefonso en esta querida Catedral. Como ha recordado el sacerdote monitor, hace hoy seis años que yo entraba en esta diócesis de Toledo. En una mañana fría, en la que también, como hoy, brillaba el sol esplendoroso. Seis años ya, y todavía son insuficientes para poder conocer, con el gozoso detenimiento con que hay que hacerlo, la historia de la Iglesia de Toledo.
La figura de San Ildefonso #
En realidad, no hay ninguna diócesis, de las que tienen vieja historia, en que el obispo no se sienta sucesor de hombres preclaros por su santidad y por sus servicios a la Iglesia de Cristo. En ésta particularmente de Toledo, yo me siento abrumado con frecuencia, cuando contemplo las lecciones que nacen de la historia de esta Iglesia; y, en mi humildad, me gozo en buscar el patrocinio de estos santos insignes, como San Eugenio, y particularmente San Ildefonso. Le recordamos como niño en Toledo, la vieja y antiquísima ciudad, hijo de nobles visigodos; como estudiante, en Sevilla, al lado de San Isidoro, que a medida que fue conociéndole fue aumentando en su alma el deseo de que con él se quedara perpetuamente; como monje, aquí, en el monasterio agaliense, siempre piadoso, lleno de unción, hombre de sólida doctrina, de muy rica humanidad.
San Ildefonso, por lo que nos cuenta la historia, fue uno de esos personajes sobresalientes en los que parece que Dios se ha complacido en derramar sus dones: una simpatía innata, una elocuencia caudalosa, un conocimiento serio y profundo de las cuestiones teológicas y aun políticas de aquel tiempo. Y, lo que vale más que nada, una actitud dulcemente encantadora: la del hombre sencillo en su fe, que adora a Dios Padre, que vive unido con Cristo y que canta sin cesar en los jardines de su alma la mejor poesía que brotaba de su amor delicado a la Santísima Virgen María.
Nos imaginamos cómo podrían ser aquellas escenas que la tradición ha hecho llegar hasta nosotros. Sobre todo, aquella de la víspera del 18 de diciembre, cuando viene a la Basílica que entonces existía, con el clero de la Catedral; viene también el rey Recesvinto. Entran en la Basílica y todos caen despavoridos, menos él, impresionados por un fenómeno extrañísimo. Ardía como un sol vivo la noche de aquella Basílica. Todos huyeron menos él, que tenía el presentimiento de que algo extraordinario y sobrenatural iba a suceder. Y avanzó. Él solo, impertérrito, nada desafiante, confiado, avanzó hacia aquella luminaria que brotaba del altar mayor. De nuevo intentaron entrar los que le seguían, y tampoco se atrevieron; hasta que por tercera vez pudieron vencer sus miedos y ser testigos lejanos de lo que estaba sucediendo allí. Era la Santísima Virgen, rodeada de ángeles del cielo, la que se hacía visible al gran cantor de su virginidad, y le ofrecía un ornamento litúrgico, esa casulla venida del cielo, con la cual siempre aparece San Ildefonso en la iconografía tan multiplicada por todo el mundo, que expresa este episodio de su vida.
Nos gozamos, digo, como niños pequeños en la fe, en recordar todo esto, junto a los otros aspectos más rigurosamente históricos de su vida. Y no lo calificamos como una leyenda despreciable; es, por el contrario, una leyenda de oro: y, al decir leyenda, no digo que vaya contra la historia, digo que es de oro, y el oro está por encima de todos los metales. Es una leyenda áurea que brota de la santidad reconocida de un hombre insigne. Pudo muy bien suceder todo aquello, y de hecho es muy poco verosímil que esta tradición fuera extendiéndose así, desde entonces y con tanto detalle, si no hubiera habido un hecho sobrenatural, cuyo núcleo verdadero diera pie a las expresiones que después han ido precisando más las maravillas de aquella noche. Así pues, lo comprendemos y admitimos como algo muy en coherencia con la ejemplar santidad de San Ildefonso, caballero de la Virgen María.
En aquella época incierta todavía por lo que se refiere a muchos aspectos de la vida social, en aquella España visigótica, que muy pronto iba a sucumbir bajo la invasión musulmana, tenían que darse hechos de éstos que fortalecieran la fe de las comunidades e hicieran posible que sus Pastores, sobre todo cuando estaban adornados por una santidad tan extraordinaria, adquirieran ante ellos el prestigio y la fuerza conductores que Dios quería hacer visibles a través de hechos de esta índole. Más tarde vendrían los terribles peligros para la fe de aquellos cristianos. Y Toledo sabe algo de esto por la historia de los mozárabes. Cuando esos peligros se presentaron, los hechos que venían transmitiéndose servían para aumentar la fe y cumplían históricamente lo que en los planes de Dios había sido previsto en favor de un pueblo que le amaba con sencillez.
Veneremos, pues, la memoria de San Ildefonso. Y hagamos votos todos para que pueda seguir aumentando, como digo, la devoción práctica y señalada del pueblo de Toledo y de toda la Iglesia española a estos varones insignes, padres de nuestra fe.
Valor de las fiestas de los Santos #
Además, está ese otro aspecto, no exclusivo de la festividad que hoy nos congrega, sino común a todas las fiestas de los Santos. ¡Pobres los pueblos que se olvidan de celebrar estas fiestas de homenaje a la santidad de sus hijos! Las fiestas de los Santos son ejemplo y estímulo para el creyente; son alegría y esperanza en el camino de la vida; nos congregan por encima de otros motivos de discordia; nos presentan imágenes llenas de hermosura que nos liberan de ese secularismo desértico en que va cayendo la vida moderna. Y con la realidad histórica de sus vidas y sus virtudes, y con las adherencias que en torno a ellos se han producido, como una exigencia insoslayable de la devoción, ponen en el corazón del hombre luces, esperanzas vivas, y le hacen sentir que su destino está más allá de este mundo. Ellos, los Santos, son los héroes en el seguimiento de Cristo; los cantores de la vida eterna a la que se aspira ya desde este mundo; el reflejo de la grandeza de Dios. Y aunque todo hombre pecador puede sentirse pequeño frente a los ejemplos gloriosos que ellos nos dan, la pequeñez sentida no es obstáculo para que nazca dentro de nuestras almas un deseo de imitarles y de seguir su camino.
Es muy triste ver que nuestra sociedad vaya caminando hacia un olvido cada vez mayor de todas estas marcas de santidad, que aparecieron como fruto de la santidad de Cristo en la Iglesia, y que han sido florón y corona de los pueblos cristianos. Hoy ya, casi entre sacerdotes también es raro que se conozca el santoral como antes se conocía. ¡Cuántos bienes produjo a las familias cristianas, en diversas regiones de España, aquella tradición de leer la vida de los Santos en casa! Padres e hijos, reunidos, leían y meditaban la vida del Santo que se celebraba al día siguiente. Y así todo se impregnaba de un sentido de esperanza en medio del pecado; de fe en la misericordia, a pesar de la dureza de los odios y las guerras; todo se hacía camino seguro para la orientación que necesitaban las sociedades que se habían perdido.
Concretamente, en lo que se refiere a San Ildefonso, nos gusta recordar sus detalles, y desearíamos que algo de lo mucho que se ha escrito sobre él, quizá una pequeña biografía acomodada al uso normal de las gentes, pudiera de nuevo editarse y distribuirse masivamente entre todos nuestros diocesanos, para que sea cada vez más conocida y amada aquella excelsa figura.
Actualidad de San Ildefonso como defensor
de la perpetua virginidad de María #
Es célebre San Ildefonso por sus escritos teológicos, particularmente por un tratado que escribió sobre la Perpetua Virginidad de María Santísima. Y debo decir una palabra precisa, en relación con esto, urgido por una circunstancia del momento que está reclamando de los Pastores de la Iglesia orientaciones clarificadoras. Cobra, pues, actualidad la conmemoración de San Ildefonso hoy, si tenemos en cuenta que es universalmente conocido por sus enseñanzas sobre la Virginidad de María. Al escribir sobre este misterio hermoso, tan coherente con el de la Maternidad divina, también de María, enseñó y creyó lo que la Iglesia enseñaba y creía. Y acertó a expresarlo con la unción y el fervor propio de los Santos que, al exponer la teología católica, lo hacen de rodillas y en oración, es decir, con la misma fe que se debe a la fe que proclaman. Cuando se lee su tratado, el alma del cristiano queda fortalecida en su fidelidad a la Iglesia, y no encuentra dificultad en admitir las manifestaciones sobrenaturales de una especial intervención de Dios en un hecho tan singular como la concepción y el nacimiento de su Hijo Divino del seno de una mujer, cuyos privilegios empiezan con el de haber sido elegida para ser la Madre del Redentor.
Recientemente, en una revista religiosa que fue fundada para orientación doctrinal y pastoral del clero español, ha aparecido un artículo titulado La vieja Navidad perdida, escrito por un religioso. En este artículo hace el autor un esfuerzo para deslindar la verdadera y rigurosa enseñanza bíblica de lo que podría ser, según él, una ampliación ornamental del hecho revelado, construida por narradores piadosos.
Lamentamos profundamente que se acuda a este recurso para explicar la Virginidad de María. Afirmaciones tan graves no deben hacerse mientras no exista absoluta certeza en cuanto a los argumentos en que puedan apoyarse. No bastan las deducciones, ni la invocación de ciertos silencios de la Sagrada Escritura, ni el reconocimiento en que todos coincidimos de que, hablando en términos absolutos, ni la filiación divina de Jesús, ni la misma santidad de María, sufrirían menoscabo, aunque todo hubiera tenido lugar de forma ordinaria.
La fe de la Iglesia es clara y explícita en el misterio de la Virginidad de María. Y no hace falta que esa fe se exprese siempre en definiciones prototípicas y solemnes, aunque también existen respecto a este dogma. Son los Símbolos, los Credos, los que nos señalan lo que la Iglesia cree y lo que debemos creer, y en ellos, desde el comienzo, aparece unánimemente la confesión de la concepción virginal de Cristo, en el sentido que hoy se ha dado en llamar biológico, como afirma el teólogo Monseñor Ratzinger, hoy Cardenal Arzobispo de Múnich.
Los estudios bíblicos tienen sus propias exigencias, es cierto. Pero cuando la fe de la Iglesia se ha manifestado teniendo en cuenta también las afirmaciones de la Biblia, no es lo más científico recurrir a una desmitologización que genera incertidumbres mayores que las que se trata de disipar.
Por lo demás, ciertos intentos de desmitologización abusiva no son nuevos. Los racionalistas del siglo pasado y del actual, y el propio Catecismo Holandés, que la Santa Sede hubo de corregir, intentaron dar explicaciones más fáciles para la razón humana. Pero el problema no está en que sean fáciles, sino en que sean verdaderas. He aquí la cuestión. Todo se puede hacer fácil, comprensible, grato a nivel humano. Todo puede ser manipulado por un excesivo humanismo… ¡Y se terminará, por ese camino de deducciones, negando la misma divinidad de Jesucristo o explicándola de un modo tal que sea incompatible con la fe de la Iglesia!
Afirmemos, una vez más, con el Papa Pablo VI en su Exhortación Apostólica Marialis cultus: «María es también la Virgen Madre: es decir, aquella que por su fe y obediencia engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, sin contacto con hombre, sino cubierta por la sombra del Espíritu Santo» (n. 19). Y en el Credo del Pueblo de Dios: «Creemos que la Bienaventurada Virgen María, que permaneció siempre Virgen, fue la Madre del Verbo encarnado, Dios y Salvador nuestro, Jesucristo» (n. 14).
Conclusión #
Doy gracias a San Ildefonso por haberme brindado la ocasión de rendir el tributo de mi devoción y de mi fe a la Santísima Virgen María, a la cual él cantó de manera insuperable. Y pienso poder también decir que recojo el sentimiento y la plegaria, la fe y la devoción de todos vosotros a la misma Virgen María, de la que juntos damos testimonio hoy, a la vez que honramos la memoria de nuestro Santo Patrono.